LAS MÁS HÓRRIDAS y espantables historias de la Leyenda Negra, las más torvas y truculentas descripciones del sadismo y la ferocidad de los viejos inquisidores del Santo Oficio; las más refinadas e inclementes escenas imaginadas por los heréticos grabadores alemanes de la Reforma acerca de frailes perversos, impíos, glotones y crueles, eran pálidas acuarelas comparadas con los aguafuertes que Enrique y sus amigos hicieron circular acerca de los santos varones de la Orden Franciscana que regían el Colegio de Lecároz.
Toda atrocidad, barbarie y perversión, atribuida a aquellos tigres con sayal, era aceptada como probable, comentada como posible y difundida como cierta por Enrique y los suyos.
Adolfo, que acababa de aprender en clase de literatura lo que eran las comparaciones personales, históricas y mitológicas, aseguraba que Nerón era una hermana de la Caridad, Calígula un filántropo compasivo, Heliogábalo un abstemio y frugal penitente, Casanova un casto José al lado de aquellos viciosos verdugos a quienes sería encomendada dentro de muy pocos días la educación de Enrique.
El más suave de los comentarios que se hicieron sobre aquellos buenos frailes, discípulos del de Asís, amantes de las bestias y de los niños, es que daban a éstos, con harta frecuencia, el trato que a aquéllas correspondía.
Los días que aún faltaban para la marcha de Enrique corrían más de prisa, volaban con dolorosa e irritante facilidad. Las lluvias y las mareas altas de septiembre —bandera negra que prohibía bañarse a los nadadores— obligaron a la pandilla a renunciar a la playa y a sustituir el cómodo atuendo veraniego por otras prendas más propias del tiempo. Con un breve olor a naftalina surgieron de nuevo los pantalones bombachos y los «jerseys» guardados en las arcas desde que concluyó el colegio. Las corbatas, las boinas y las gabardinas —apenas utilizadas desde mayo— volvieron a hacer su aparición. Ondarreta misma había perdido todo aliciente y el rompeolas del Paseo Nuevo reemplazó a la playa pequeña como centro habitual de citas y reuniones. Los acontecimientos más salientes de aquellos días fueron: los dos reiterados suspensos de Javier en los exámenes de septiembre que le forzaban a repetir curso; la intervención de Adolfo en una función benéfica a favor de la Columna Sagardía, en la que recitó un vibrante poema de su invención; la noticia —anunciada por Enrique a bombo y platillo— de que su madre, ablandada por la proximidad de su partida, había prometido, al fin, comprarle la maravillosa armónica de Casa Erviti, y la concesión de una beca —a petición de tío Anselmo— por los padres jesuitas a favor de Anastasio para que pudiera cursar gratuitamente en el Colegio de San Ignacio el cuarto año de bachillerato.
Con Celia y Maribel sufrieron una amarga decepción. Parece ser que es costumbre de todos los padres de familia reforzar, al llegar el otoño, los lazos de la disciplina, más sueltos durante el verano de lo que fuera menester. Y Celia y Maribel —víctimas de esta extraña manía colectiva de los progenitores— fueron llamados al orden. Se dejaban ver muy de tarde en tarde y siempre acompañadas de unas insoportables señoritas de compañía. Esto representaba un atentado muy grave contra la dignidad de los muchachos, que no podían tolerar la intromisión en sus asuntos privados de las odiosas «carabinas». Y decidieron prescindir de ellas mientras durara tan insólito y severo régimen de vigilancia.
Y llegó el día siniestro de la marcha de Enrique.
—Hoy dormirá allí… —comentó Andrés con Anastasio, mientras se dirigía a la estación de Atocha, donde se habían citado para despedirle.
En el camino se encontraron a Javier, Adolfo y Leopoldo, y ya en la entrada, haciendo cola para tomar un billete de andén, a Celia, con los ojos llorosos.
—Me he escapado de casa diciendo que iba a misa —les confesó.
Llegaron con media hora de antelación, y sus semblantes eran tales, que se diría que acudían a un entierro. Enrique llegó poco después, acompañado de su madre. Al revés que sus amigos, su rostro irradiaba felicidad.
—Lo voy a pasar en grande —comentó.
Ya había olvidado los martirios chinos, los castigos corporales, las negras leyendas de pasados días. Ahora se encontraba ante el hecho inexcusable de su marcha; al borde de emociones nuevas; dispuesto a apurar hasta el máximo esta oportunidad estupenda de vivir por primera vez en su vida fuera de su casa y su familia.
Sus amigos interpretaron esta sorprendente euforia como signo inequívoco de su hombría: simulaba entusiasmo para no entristecer a su madre, para vencer el peso de su honda tragedia; pero la procesión iría por dentro. Nada más falso. Enrique ayer era sincero cuando dibujaba con las más negras tintas su porvenir inmediato y era sincero hoy al no poder contener la desbordante satisfacción que le invadía. Todas aquellas leyendas de los malos tratos, la severidad, no ya rayana, sino inmersa en la mismísima y más refinada crueldad, ¿quién había dicho que le entristecieron lo más mínimo? Él no lo había dicho nunca. Si sus amigos lo habían dado por supuesto, era una suposición gratuita. Además, acababa de saber que los frailes de Lecároz tenían barbas, y los hombres con barba conservaban para él un especial atractivo; y si eran largas, bien pobladas, hirsutas y negras, mejor que mejor. Aunque una buena barba colorada… ¡que se quiten todas las demás donde haya una buena barba colorada! Los piratas, los misioneros, los conquistadores, los revolucionarios, eran más crueles, más santos, más audaces con barba colorada que de cualquier otro color. Y esto era lo bueno, ser más: lo más.
En cuanto vio llegar a Enrique con su madre, Celia desapareció. Y se fue corriendo hacia el último extremo de la estación, para ser la última, cuando el tren arrancara, que le dijera adiós.
Hizo bien, porque la madre de Enrique —a pesar de los esfuerzos que hizo por parecer amable y sonriente— no pudo disimular el profundo desagrado que le produjo encontrar en la estación aquella concentración de amistades. Ella hubiera preferido estar con él a solas, trazar sobre su frente una cruz y darle, sin testigos, los últimos consejos. Al ver a tantos amigotes comprendió que Enrique no toleraría el menor melindre ante ellos. Y acertó.
La madre de Enrique era alta y nerviosa. Su hijo contestó con un respingo al primer intento de caricia, y ella, extremadamente sensible, acusó el disgusto. Hizo otro intento subiendo al tren con su hijo y ayudándole a colocar los bártulo, en la rejilla de su asiento, pero Enrique se asomó a la ventanilla dispuesto a no tolerar la menor terneza.
—Escucha, hijo…
—Déjame ahora, mamá…
Y sacando de su bolsillo la preciosa armónica nueva, grande como un maíz y reluciente como un espejo —«regalo de mi vieja», dijo muy bajito—, comenzó a tocar para su amigos los compases de Adiós, Pamplona, tan famosos entonces como canción de despedida.
Con la mano izquierda dirigía a los cien profesores de una orquesta imaginaria, mientras la derecha ayudaba a deslizar por los labios el instrumento que tan sabiamente manejaba.
Celia, desde lejos, le miraba entre risas y lágrimas. Y todos los amigos también le miraban cautivados y conmovidos.
La madre de Enrique renunció a toda intimidad y se situó junto a los muchachos. Enrique le guiñó un ojo como a una novia, y a la buena señora, que no esperaba otra cosa que alguna muestra de cariño, se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Lo malo de este chico —comentó más tarde— es lo simpático que es.
El tren se puso en marcha, Enrique redobló los gestos de director de orquesta, y lanzó con más fuerza si cabe el aire de sus pulmones a través de los milagrosos recovecos de la armónica. El vagón pasó por delante de Celia. La niña agitó el pañuelo, se puso de puntillas y gritó: «¡Escríbeme…, escríbeme!»; pe ro Enrique, en pleno fervor musical, no la vio. Ya la había rebasado el último vagón; el tren, doblaba la primera curva, había desaparecido; el último eco del agudo pitido ya no se oía; y Celia, avergonzada, humillada, herida, seguía en la misma postura, con el adiós helado entre sus labios. Y un puntillo de tristeza en su primera ilusión.
Volvieron todos sobre sus pasos silenciosamente. Andrés, conmovido, se acercó a Celia, y Anastasio, correcto y galante, acompañó a la madre de Enrique hasta el coche que la esperaba.
—Está encantado con su armónica —comentó Anastasio por decir algo.
¡Nunca lo hubiera dicho!
—Habéis sido muy buenos regalándosela entre todos —respondió la madre. Y añadió—: Me ha contado cómo fuisteis todos a misa esta mañana, y que después se la disteis. Lo malo es que por culpa de esto le ha faltado poco para llegar tarde a la estación.
El coche se deslizó suavemente por el asfalto. Y Anastasio, en el bordillo de la acera, quedó sumido en profundas meditaciones. ¿Por qué no le habían invitado a él a participar en el regalo? Como amigo reciente que era, ¿no le consideraban acaso de bastante confianza para ello? ¿Le habrían querido evitar el gasto sabiendo que sus tíos sólo le daban una peseta por semana?
Adolfo y Javier se acercaron a él.
—¿En qué piensas? —le dijo el último—. ¿En la inmortalidad del cangrejo?
—Pensaba en la armónica de Enrique…
—Su madre le regala todo lo que quiere —comentó Javier.
Y Adolfo añadió con suficiencia:
—A mí no me parece bien que una madre mime tanto a un hijo que ya es tan mayor.
—Enrique es su preferido.
—Pues lo va a estropear.
Iniciaron todos juntos el regreso, menos Celia y Andrés, que bajaron bordeando el río Urumea. «O la madre de Enrique me ha mentido —pensó Anastasio—, o son mis amigos los que me mienten. Pero ¿por qué, por qué?». Súbitamente, como si el gancho de estas interrogaciones tirara de él como el anzuelo del pobre pez incauto, Anastasio echó a correr. Dijo, sobre la marcha, que algo se le había olvidado, que le esperaban en su casa para algo importante, y sin dar más explicaciones se separó de sus amigos. Cruzó corriendo el puente sobre el Urumea, y corriendo alcanzó la calle de San Martín. Estaba ya cansado, y la respiración le ahogaba, y el costado le dolía; pero no podía dejar de correr, como si huyera, como si le persiguieran. Y así era. Una idea le perseguía. Y le alcanzaba. Y él hubiera querido dejarla atrás, olvidarla, alejarla. Sólo al llegar al Buen Pastor se detuvo, trémulo por la emoción y el cansancio. Tras los cristales de la tienda de música, a pocos metros de su casa, junto a los violines, los acordeones, las guitarras y las partituras (adornadas con los colores nacionales las de los Himnos de España) seguía en una esquina del escaparate, abierto como siempre, el estuche de terciopelo rojo. Pero estaba vacío.
«La ha robado, la ha robado…».
Subió a su casa y se encerró en su alcoba hasta la hora de comer…
—La ha robado, la ha robado…
Anastasio se repetía esto una y otra vez, como un disco enganchado incapaz de seguir adelante. Y como escenario que enmarcaba esta música obsesiva, veía, sin poder apartarla de sí, la figura de Enrique, la armónica robada en los labios, y una mano agitada en el aire dirigiendo a una invisible orquesta desde la ventanilla de un tren que se alejaba.
En el Sotillo de los Pinos, Fernández Cuenca encendió un nuevo cigarro. ¡Qué cortas eran las noches del estío! Ya una primera y levísima claridad se esforzaba en el horizonte en desgarrar la negrura. Los grillos y las cigarras habían enmudecido, siendo reemplazados por breves aleteos y el alborozado griterío de las aves madrugadoras, en honor del nuevo día.
Alzó los ojos y se entretuvo en contemplar los caprichosos juegos de las primeras luces sobre la mole del Penal. El ala sur iba emergiendo lentamente de entre las sombras. Ya se adivinaban los perfiles, trazando pequeñas fronteras pardas y rectangulares a la oscuridad; ya se proyectaban los planos en los distintos cuerpos del establecimiento; ya la mancha informe se distribuía, diluyéndose, en ángulos y líneas precisas y definidas. Detrás de aquellas paredes, más allá de las parrillas que trazaban algunos de los barrotes con la piedra, estaría Enrique.
Por Levante, una estrella parpadeó levemente y se apagó. Los gallos del pueblo cercano acuchillaban sin piedad los últimos jirones de la noche.