LAS CINCO… Las cinco y cuarto… Las cinco y media… El reloj del Buen Pastor era un mal remedio para el insomnio. Anastasio había dormido mal, desvelándose a cada instante con las pesadillas. Cuando lograba conciliar el sueño, era éste tan agitado que se despertaba empapado en sudor y con una infinita sensación de angustia que le ahogaba. Despierto, pretendía dormirse; dormido, hacía esfuerzos indecibles por apartar de su memoria los recuerdos de la víspera. Y después… ¡aquel maldito reloj!…
A las seis y media saltó de la cama, se duchó y, a medio vestir, se instaló ante el mirador, esperando que tía Enriqueta se levantara y le permitiera desayunarse.
Anastasio tenía miedo. Tenía miedo a la venganza de Escribano, tenía miedo a Javier, tenía miedo a unas palabras horribles que nadie escuchó, o al menos que nadie comentó, y que fueron pronunciadas en el momento de mayor confusión, no sabía por quién o no quería saber por quién:
—Tirémosle al agua…
No, no eran imaginaciones suyas. Aquellas palabras fueron dichas cuando todos creían que, en efecto, Escribano estaba muerto. Anastasio se pasó una mano por la frente, como si quisiera borrar este recuerdo, arrancarlo de su memoria, inutilizarlo.
Sobre la mesa-camilla del mirador había unas hojas en blanco y una escribanía. Tomó una pluma y comenzó a escribir a su madre.
Su madre estaba, no ya al otro lado del frente; estaba al otro lado de la guerra. Al otro lado de las miserias del mundo. Sólo ella sería capaz, en un día como aquél, de distraer su atención de todos los pensamientos que le angustiaban. Si hubiera pensado en ella durante la noche, estaba seguro de que hubiera logrado conciliar el sueño, mecido por su recuerdo, como de pequeño lo fuera por sus brazos.
Cinco hojas largas tenía ya escritas cuando entró tía Enriqueta.
—¿Qué haces?
—Escribo a mamá.
—¿Qué le dices? Déjame ver…
Y sin esperar su autorización, cogió las páginas escritas y se puso a leerlas. Anastasio enrojeció de rabia. Y no porque en la carta hubiese nada que no pudiera leer tía Enriqueta, sino por el hecho mismo de que se creyera autorizada a mediar entre su madre y él.
Cuando la tía concluyó su lectura, Anastasio le dijo:
—Dentro de dos semanas, empieza el colegio.
—¿Qué colegio?
—Los colegios, todos. ¿A cuál voy a ir yo?
—Si de mí depende, al Instituto, que es gratis. Y además está ahí enfrente. Pero de esto más vale que hables con tu tío.
Anastasio no replicó.
En el pasillo sonó el timbre del teléfono.
—¿El teléfono a estas horas? ¿Quién será?
La criada lo descolgó, pero tía Enriqueta ya había acudido, presa de curiosidad, y se lo quitó de las manos.
—¿Quién es? —preguntó mecánicamente.
—¿Quién?… —volvió a repetir, más con el tono de quien no entiende que con el tono de quien no oye.
—¿El señorito qué?…
—¿La señorita quién?…
—Espere…
Por primera vez en su vida, Anastasio vio sonreír, y con no poca guasa, a tía Enriqueta.
—Niño, es para ti.
—¿Para mí? —preguntó Anastasio alarmado.
—De parte de la señorita de Guzmán… Debe de ser una gran dama —añadió irónica.
—¿Y quién es la señorita ésa? —preguntó, incrédulo, Anastasio.
—Tú sabrás, hijo; que a mí no me cuentas nunca a quién ves ni con quién sales.
Tío Anselmo, que estaba a medio afeitar, salió al pasillo en pijama, con media cara enjabonada.
—¡Vaya con el niño!… ¿Sabes que empiezas muy pronto, tú?
—Pero ¡si no sé quién es!… —protestó Anastasio mientras acudía al teléfono con más miedo que curiosidad.
—Soy Celia… —dijo la voz al otro lado del hilo.
—¡Ah!, eres tú… Me habían dicho la señorita de no sé qué.
—Oye… Quiero hablarte. Es una cosa muy importante.
—¿Cuándo?
—Ahora…
—Pero ¡si son las ocho de la mañana!…
—Ya lo sé. Pero es muy importante… Oye. Estoy en la pastelería de Ayestarán, muy cerca de tu casa. Ven aquí y desayunaremos juntos. Adiós, no faltes. —Y cortó la comunicación.
Anastasio colgó lentamente el teléfono. ¿Qué habría ocurrido? ¿Qué relación tendría aquella llamada con los sucesos del día anterior? ¿Se sabría ya por todas partes lo de la paliza? ¿Le habría ocurrido algo a Escribano? «¡Dios mío! —pensó—, que no sea cierto lo que temo…, que no sea verdad lo que estoy pensando». Entró en su cuarto y se peinó.
Iba a salir cuando observó que su camisa no estaba del todo limpia, y se la cambió. Anudó la corbata en torno a su cuello. El nudo se resistía a correr sin arrugarse lentamente. Nunca usaba corbata por las mañanas; pero aquel día tenía una cita con Celia, y no le parecía correcto acudir a ella vestido de cualquier manera. Se cepilló los zapatos, y al hacerlo se ensució las manos. Fue al lavabo y se enjabonó cuidadosamente, mirándose al espejo. «Es absurdo lo que me pasa —pensó—. Estoy nerviosísimo. Y se me nota».
Al salir de su cuarto, tía Enriqueta, tío Anselmo y la criada espiaban.
—¡Vaya…, vaya…, vaya!… Estás hecho un brazo de mar —murmuró tía Enriqueta.
Y tío Anselmo comentó:
—En mis tiempos, las citas galantes no eran nunca a estas horas… ¿Qué edad tiene esa chica?
—Trece años.
Tío Anselmo puso los ojos en blanco y se relamió los labios con procacidad.
—Que tenga suerte, señorito —rió la criada abriéndole la puerta.
El primer impulso de Anastasio fue lanzarse escalera abajo a toda velocidad. Pero se contuvo y bajó despacio, muy dignamente. Las risas de sus tíos estallaron apenas la puerta se cerró tras él. Cuando salió a la calle, en vez de torcer a mano derecha, bajo los soportales, lo hizo a la izquierda, por si le seguían, para despistar. ¡Sólo faltaba que se presentara tía Enriqueta a husmear, en Ayestarán, cuando estuviera mano a mano con su amiga!
Al llegar a la esquina con la calle de San Ignacio se detuvo frente a un escaparate y miró de reojo por si le seguían. Era una tienda de objetos musicales. Guitarras, acordeones, flautas, violines, se exhibían tras el cristal. No. No le seguía nadie. Una mujer entró en el portal con un paquete de periódicos. Era la repartidora de El Diario Vasco. En el escaparate de Casa Erviti, en un estuche abierto de terciopelo rojo, había una armónica maravillosa. Se acordó de Enrique. Si con el juguete que tenía tocaba tan estupendamente, ¿qué no sería capaz de hacer con aquella pieza colosal? Pensó en regalársela, como recuerdo, antes de que se fuera a Lecároz. Pero era carísima. Con su peseta semanal, Anastasio tardaría años en ahorrar ese dinero. De su portal no salía nadie. Deshizo el camino recorrido y se dirigió a la famosa pastelería.
Por la calle, muchas señoras —rosario, mantilla o velo— apresuraban el paso hacia el Buen Pastor. Multitud de carros acudían al mercado a depositar sus mercancías. Las criadas, con sacos de hule o malla, volvían de hacer la compra.
Llegó frente a Ayestarán. Dos establecimientos gemelos, del mismo nombre, daban a la calle, y dudó en cuál entrar. De uno de ellos salían cestas y cestas de pan blanco, bollos de leche y ensaimadas. Era la panadería. Penetró en el segundo. La puerta, al abrirse, movía una pequeña campanilla que tintineaba indiscreta anunciando la entrada de un cliente, y Anastasio se sintió profundamente molesto. Le desagradaba no pasar inadvertido. Un aire cálido le dio en el rostro. Olía deliciosamente a bollería fina, a repostería recién hecha, a horno de pan y azúcar glass.
En el centro del establecimiento, un gran mostrador como el de los joyeros exhibía en sus vitrinas, en vez de pulseras y collares, pasteles de aspecto delicioso. Al fondo, sobre una pequeña plataforma, varias mesas rodeadas de sillas, y sentada en una de ellas, inquieta por la tardanza y sola, Celia.
Anastasio, muy azorado, se acercó a ella y se sentó a su lado. El corazón le batía desacostumbradamente y notó que los colores —indiscretos colores— le teñían el rostro.
—Es que he venido corriendo —dijo, por si Celia lo notaba.
—No he pedido nada —añadió ella— por esperarte. Ya son las ocho y media… ¿Qué quieres tomar? ¡Yo tengo un hambre!…
Eso sí que Anastasio no se lo esperaba. Desde que Celia le telefoneó hasta ahora, mil sensaciones le habían privado de la facultad de razonar. La posible relación de la llamada con los hechos de la víspera, la idea de que Escribano hubiera muerto, la emoción de un mano a mano sin testigos con aquella preciosidad que ahora tenía delante, el temor a que lo siguieran…, todas estas sensaciones se habían agolpado confusamente en su cerebro. Mas la posibilidad de que esta cita le fuera a costar dinero, no se le había pasado por la cabeza. Aquélla fue, pues, la primera vez que Anastasio asoció —en su mente infantil— la idea de «mujer» a la idea de «gasto». Y como tenía cierto talento, intuyó que eran indisolubles.
—Me pasa una cosa terrible —dijo Anastasio compungido—. No he traído dinero…
Lo dijo todo azorado. Pero su turbación aumentó con la presencia de una camarera de cofia y delantal, muy bien arregladita, que en ese preciso momento les preguntó qué iban a tomar.
La idea que a Anastasio le pareció más deseable, fue la de la muerte. Pero Celia, con mucho mundo, sonrió a la doncella.
—Ahora la llamaremos —le dijo, aplazando por unos segundos la decisión fatal.
La camarera se retiró, pero Anastasio seguía deseando fervientemente una apoplejía.
—¡Pues sí que la has hecho buena! ¿Cómo has salido de casa sin dinero? No se puede salir de casa sin dinero. Voy a ver el que tengo yo.
Abrió un monederito y vació su contenido sobre la mesa: una punta de lápiz, dos horquillas, muchas perras gordas, un billete de tranvía capicúa, dos monedas de una peseta, una fotografía muy arrugada de Enrique (que retiró rápidamente, guardándola en el bolsillo), un duro de plata, un rosario, un botón de ámbar, una estampa de la Virgen y un imperdible.
Anastasio, cuyo azoramiento progresaba sensiblemente, cambió tres veces de postura, se arregló la corbata, cruzó las piernas, las descruzó, se alisó el pelo y se tocó una oreja. Estaba ardiendo. La promiscuidad de aquellos objetos sobre la mesa —algunos tan íntimos como las horquillas, el botón y el imperdible— le azaraban más que si ella, inocentemente, hubiera comenzado a desvestirse ante él. Y el recuento del dinero, no digamos. Esto le parecía indecente. La deseada apoplejía no llegaba nunca. Celia llamó a la camarera.
—¿Qué cuesta —preguntó— un chocolate a la francesa con nata, un croissant y tostadas con mantequilla?
La camarera se lo dijo.
—Pues traiga dos —añadió Celia después de recontar minuciosamente su dinero—. Me faltan veinte céntimos —comentó—, pero eso no importa, ¿verdad?
La de la cofia asintió sonriendo.
—¡Ah! Y no se olvide de los azucarillos en el agua… ¡Me encantan!
De las muchas enseñanzas útiles que adquirió Anastasio aquel día, no fue la menor percibir la desfachatez y la falta de pudor de la mujer en materias financieras.
—Yo no tomo nada —dijo Anastasio muy bajito.
Pero Celia no le escuchó, y comenzó a hablar, a hablar, a hablar. No había palabras bastantes en el mundo para lo que ella hablaba. Y Anastasio estaba tan corrido, tan avergonzado, que no entendía nada de cuanto le decía. Entendió, eso sí, que no le hablaba de Escribano ni de la paliza, pero no se enteró de más.
Hasta que trajeron los desayunos.
—¡Caray, qué bueno es esto! —exclamó Anastasio, interrumpiendo a Celia y saboreando su chocolate con nata.
Celia confirmó aquella impresión, poniendo los ojos en blanco y relamiéndose. Es decir, hizo en honor del chocolate el mismo gesto que tío Anselmo, minutos antes, había hecho en honor suyo. Y mientras duró el desayuno, no volvió a pronunciar palabra. Anastasio aprovechó la total dedicación de Celia a su apetito para analizar su situación. Miró de reojo a un lado y a otro, y comprobó que los clientes sentados en otras mesas, o charlaban plácidamente o se desayunaban en silencio, sin fijarse para nada en ellos. Asimismo la camarera que les había servido, tan pronto despachaba pasteles en el mostrador como atendía a la caja o a las mesas. O sea, que tampoco se preocupaba de ellos. El comprobar que no era el centro de todas las miradas ni la irrisión de sus vecinos, ni el comentario de las encargadas del establecimiento, tranquilizó a Anastasio sobremanera y le devolvió, en cierto modo, la seguridad en sí mismo.
—¿Qué crees que debo hacer? —preguntó Celia, secándose los labios con una servilleta de papel—. Por eso quería hablar contigo…
Anastasio no estaba en antecedentes de nada e iba a replicar que se lo explicara otra vez, porque siendo un caso difícil, convenía atar bien todos los cabos antes de resolver; pero Celia no le dio ocasión, pues volvió a hacer uso de la palabra en régimen de monopolio.
Parecía ser que hacía ya dos meses que Enrique (después de una excursión en piragua en que lo pasaron muy bien) la había llamado aparte. «Celia —le había dicho—, tengo una cosa muy importante que pedirte. ¿Quieres ser mi novia?». Como Celia no supiera qué responder, Enrique añadió: «Todas las chicas son tontas, menos tú. Y quiero que seas mi novia».
Desde entonces («¡Y de eso hace dos meses!», comentaba Celia indignada), no había podido estar a solas con él más que una vez, porque Enrique la rehuía…
—Pero aquel día que estuvisteis juntos… —interrumpió Anastasio.
—Fueron sólo unos minutos —explicó Celia—. Yo le pregunté qué le pasaba, que por qué no quería estar conmigo, y él me contestó indignado: «¡Ya somos novios! ¿Qué más quieres?».
La expresión de Celia al llegar a este punto de su narración era de una tristeza infinita. Y cuando añadió: «¡Y ahora se lo llevan a Lecároz!», dos gruesos lagrimones corrieron por sus mejillas.
—Yo sólo quiero que le digas que me hable, que no se haga el distraído cuando llego yo, que me invite a dar paseos en piragua…, que sólo nos quedan diez días para estar juntos…, que me jure que me va a escribir…, ¡que no se olvide de que somos novios!
Anastasio estaba impresionadísimo. No podía sufrir ver a aquella divinidad llorar por la ingratitud de los hombres.
—Espera que lo apunte todo —dijo.
Y sobre una de las servilletas de papel, anotó, uno por uno, todos los encargos.
Lo que no acababa Anastasio de comprender era por qué Celia le había escogido a él y no a otro para tan delicadísima misión. Pensó, en efecto, que Javier era demasiado bruto y Andrés demasiado niño; que Leopoldo, con sus palabrotas, no debía de ser del agrado de las chicas, y que Adolfo…
—Dime una cosa —preguntó Anastasio—. ¿Por qué no le has hecho este encargo a otro que no sea yo? A Adolfo, por ejemplo…
Celia, por cuyas mejillas corrían abundantemente las lágrimas, se echó a reír misteriosamente. Y Anastasio se extasió mirándola. Con las lágrimas en los ojos y aquella sonrisa maravillosa en los labios, estaba guapísima. Y Anastasio, que ignoraba que la metáfora había sido escrita en varios idiomas, como original, miles de veces, la comparó, con audacia literaria, a un sol esplendoroso triunfando sobre la tormenta.
—¡Qué guapísima eres! —exclamó en el colmo de la admiración.
Celia aumentó, halagada, la luz de su sonrisa.
—A Adolfo yo no le puedo pedir eso —aclaró con un dejo de picardía—, porque Adolfo está enamorado de mí.
Aquella confesión dejó a Anastasio aturdido. Estaba descubriendo un mundo desconocido. La impresión que sentía era parecida a la que experimentó cuando vio el mar por primera vez.
—Además —añadió Celia—, Adolfo es un sinvergüenza…
—¡Cómo puedes decir eso! —protestó Anastasio saliendo en defensa de su amigo—. Si Adolfo es el mejor de todos nosotros. Si escribe versos… Sí…
Celia se acercó a Anastasio y murmuró en tono confidencial:
—Tiene tres novias, y una de ellas, ¡figúrate!, es la hija de una portera. La de Avenida, 28 —precisó—. La otra es una chica de San Sebastián, hija del comandante de la frontera de Irún. La otra es Maribel…
—¡¡Maribel!!
—Sí. Pero a Maribel le gusta otro. Ya te contaré. El caso es que se declaró a Maribel con una carta en verso, y como Maribel no le contestó, se me declaró a mí ¡con la misma carta!
«No está mal la idea —pensó Anastasio—. Se escribe un verso una vez, y ya sirve para siempre». Pero fue un mal pensamiento, que rechazó en seguida horrorizado.
Celia dio un gran suspiro.
—¿Por qué los hombres serán así?…
Y acto seguido explicó a Anastasio cuánto sufría por culpa de Enrique, cómo se desvelaba por las noches pensando en él, las cartas que le escribía y no le enviaba, y un sinfín de cosas más que Anastasio escuchaba asombrado y conmovido.
De pronto, Celia se interrumpió.
—Con todo esto no te he dicho lo que más te interesa…
—¿Más todavía?
—Sí. Que el chico que le gusta a Maribel, eres tú.
Anastasio tardó en ponerse colorado, porque tardó en reaccionar. Pensó que Celia aclararía los extremos de aquella sorprendente declaración, pero, lejos de esto, siguió por otros derroteros, como si no tuviera importancia, como si aquellas palabras hubiesen sido dichas al azar, como si Anastasio no se sintiera ya inflamado de un amor tan robusto y repentino como el propio amor que le denunciaban.
—Si tuviera dinero me encantaría invitaros a las dos todos los días a desayunar —dijo de pronto interrumpiéndola.
Pero en seguida, temiendo haber llegado demasiado lejos, y considerando que la frase no era leal para Enrique, aclaró:
—El chocolate estaba tan rico…
—¡Qué tonto eres! —exclamó Celia, molesta por la interrupción de sus confidencias—. ¡Cómo se ve que no sabes lo que es el amor!
En efecto, Anastasio no sabía lo que era el amor. Mejor dicho, no lo había sabido hasta aquel día, hasta aquel instante. Cuando se despidió de Celia, ya no era el mismo que cuando la saludó una hora antes. Se sentía transportado, ingrávido, alado y transparente. Llegó a pensar que le había sentado mal el chocolate, pero desechó en seguida la idea, porque lo que sentía era opuesto a toda pesantez. Sentía ganas de correr, de volar. Eso es, de volar. Si lo intentara, estaba seguro de que lo conseguiría.
Un bocinazo terrible y un espantoso chirriar de frenos y una voz potentísima —«Chaval, mira por donde vas»…— le hicieron reaccionar. Un coche había estado a punto de cortar, y para siempre, el hilo de sus sueños. Pero ya estaba al otro lado de la calle. Y el peligro había pasado. Y esta maravillosa sensación de ensimismamiento, no. Se sentía abstraído, enajenado, convertido en espuma, en brisa, en nube, en idea, en luz…
Pasó un tranvía junto a él, y lo tomó. Después comprobó que el vehículo llevaba una dirección que no le interesaba para nada.
Pidió perdón al cobrador y se apeó sin pagar en cuanto el artefacto perdió velocidad.
Subió a su casa, recogió el bañador —único equipo de verano que le facilitaron sus tíos— y se fue a la playa. Por primera vez se bañó en el mar sin ocultarse de nadie. No se iba fuera de fondo como sus amigos, naturalmente, pero tampoco se alarmaba de tener el agua por el pecho.
Los de la pandilla estaban más apagados que de costumbre. Ni lucharon, ni saltaron, ni hicieron exhibiciones de habilidad o de fuerza. La próxima marcha de Enrique, la ya cercana reanudación de las clases y algo muy parecido a un colectivo remordimiento por el exceso del castigo de la víspera, los mantenía a todos sensiblemente aplanados. El contraste de la euforia de Anastasio, generalmente pasivo en las conversaciones, era, pues, mucho mayor. Bromeaba con unos y con otros, se tiró de cabeza al mar, ganando a Leopoldo una apuesta de dos pesetas, que invirtió en convidar a barquillos de canela a la comunidad, y consiguió levantar el ánimo de Enrique, explicándole las características de la estupenda armónica del estuche de terciopelo rojo que había visto en la tienda de música de la plaza del Buen Pastor.
Enrique se interesó vivamente y anunció que iría a verla, por saber lo que costaba.
—Si mi madre me la regalara… —exclamó.
Pero el sentido de la realidad hizo, al menos por esta vez, acto de presencia junto a él.
—Después de lo de la expulsión, no me la regalará.
Celia y Maribel se acercaron al grupo.
—¡Hola, chicos!
—¡Hola!
Anastasio sintió de nuevo que el maldito rubor le subía por el rostro, y se puso la mano sobre los ojos como para protegerse del sol, para disimular.
Las chicas se sentaron junto a ellos. Maribel era feúcha. Su frente era un puro proceso volcánico de acné juvenil. Sus dientes, con tendencia a la evasión, estaban aherrojados por una armadura metálica que la obligaba a cecear, y sus hombros yacían cargados por invisible peso. Su organismo de mujercita iniciaba por aquel entonces con singular entusiasmo su desarrollo, desarrollo que ella procuraba púdicamente amortiguar echando exageradamente los hombros hacia adelante.
Anastasio la encontró divina.
—Yo me voy al agua —dijo Enrique, apenas las chicas se sentaron con ellos—. ¿Quién viene conmigo?
Pretendía escabullirse. Un extraño complejo le advertía yue estando sólo entre muchachos él era el jefe, el amo, el capitán. Pero ante Celia se sentía degradado a soldadito raso. La maniobra no salió como él quería, pues la única voluntaria para bañarse fue Celia.
—¿No viene nadie más? —preguntó alarmado.
—¿Tú no te bañas? —preguntó Maribel a Anastasio, muy bajito, casi en un susurro.
—No. Ya lo hice antes.
—Yo me quedo con Anastasio —contestó Maribel—. Prefiero quedarme aquí.
Y sin necesidad de más protocolo que esta pública renuncia al baño, quedaron selladas las relaciones amorosas entre Anastasio y Maribel.
Hablaron de mil fruslerías, se rieron por mil nimiedades, quedaron comprometidos a organizar una excursión en bicicleta a Epeleco Echevarri antes que Enrique saliera para Lecároz, y al despedirse, Maribel le apretó la mano con tal fuerza, que le hizo daño. Anastasio, poco ducho en tales efusiones, se volvió a ruborizar.
—Las chicas —sentenció Leopoldo— son como los tigres: o te los comes, o te comen.
Anastasio nunca había oído hablar de los tigres como elemento comestible, pero supuso que aquella frase profunda aludiría a uno de los muchos misterios que aún le quedaban por aprender del mundo del amor.
Y llegó a su casa, ingrávido como una llama, translúcido como un tul, desleído como un terrón de azúcar en agua de rosas. Cupido había hecho blanco en sus trece años con admirable puntería.