CUANDO ADOLFO Y ANASTASIO llegaron aquella tarde a Ondarreta, no podían sospechar la gravedad de la noticia que allí les esperaba.
Se habían citado a las cuatro en Los Relojes para ir juntos, a pie, bordeando la Concha, bajo los tamarindos, hacia el sitio donde habitualmente se reunían con los demás.
Apenas los vieron llegar Javier, Andrés y Leopoldo corrieron hacia ellos.
—¿Sabéis ya lo ocurrido?
—¿Qué?
—Una catástrofe, una verdadera catástrofe… Enrique ha sido expulsado del colegio.
Y Javier y Leopoldo, quitándose uno a otro la palabra, expusieron atropelladamente cuanto sabían de este desgraciadísimo asunto.
El rector había llamado a Enrique aquella misma mañana para decirle que cuando se reanudaran las clases, después de sus vacaciones, no podría asistir a ellas. Ya habían escrito a su madre, con la recomendación de que buscara un nuevo colegio para el próximo futuro, pero habían querido primero informarle a él de palabra. Las acusaciones eran varias y muy concretas: tener reuniones con determinadas muchachitas en sitios generalmente ocultos; fumar descaradamente en público, alardeando de hombrón; arrastrar a varios amigos, más jóvenes que él y sobre los que ejercía una perniciosa influencia, a realizar actos indecentes de gamberrismo, como era desnudar a un compañero y tirarlo al agua; y, sobre todo, alardear de haber practicado la brujería, haciendo creer a los demás y creyendo él mismo en la ridícula reencarnación de un profeta…
Cada una de estas acusaciones —«perfectamente comprobadas», había dicho el rector— eran muy graves. La última, gravísima. Todas juntas, inadmisibles.
—Pero esto es absurdo —exclamó Adolfo—. ¿Qué hacemos de malo con las chicas?
—Eso digo yo —dijo Anastasio—. ¿Qué tiene de malo estar con ellas? ¡Son nuestras amigas!
—Lo que pasa —interrumpió Leopoldo— es que los curas, rada vez que ven una chica —y soltó una burrada como un castillo—, ¡creen que todos somos iguales!
—No seas bárbaro —terció Adolfo—. Me revienta que hables así.
—Tiene razón Leopoldo —sentenció Javier.
—Lo que les molesta —precisó Adolfo queriendo poner las rosas en su punto— no es que salgamos con las chicas, sino que nos escondamos cuando salimos con ellas.
—Pero ¡demonios! —protestó Leopoldo, indignado—. Nos escondemos para evitar que nos castiguen al vernos con ellas. Si no, ¿por qué narices nos íbamos a esconder?
La objeción era buena, y Adolfo no replicó, no fueran a confundir su afán de precisión con una conformidad al atentado cometido contra la justicia en la persona de Enrique. Dieron media vuelta y emprendieron en silencio el camino de los jardines. Estaban consternados y admirados. Consternados, por la desgracia caída sobre su amigo y por el riesgo que ellos mismos corrían de seguir la misma suerte; y admirados de que una personalidad como la de Enrique pudiera ser tratada de esa manera. Un capitán puede morir en el frente a la cabeza de sus tropas; pero no ser herido por la patada de un mulo, o romperse un hueso por resbalar en un parquet. Un caudillo pede ser derrocado por una revolución, mas no por una riña de vecindad. La caída de Enrique era humillante, porque no correspondía a su categoría y a su personalidad. El delito de brujería de que era acusado quizá mereciera un castigo: la hoguera, por ejemplo, en tiempos de la Inquisición; pero nunca la infamante expulsión de un colegio de enseñanza media.
—Lo más alarmante de todo —dijo Leopoldo interrumpiendo la marcha— es lo del profeta… Si todo fuera una broma, es decir, mentira, no tenían por qué haberle castigado tan duramente. Si lo han hecho, es porque en todo este asunto del viejo quizás haya algo de verdad…
—¡No saben poco los jesuitas! —dijo Andrés—. Y aquel tío de las barbas era igual a la estatua… ¡Igual!
Reemprendieron la marcha cabizbajos, cada cual con sus pensamientos. Llegaron a los bancos y se sentaron sin decir palabra. La desgracia de Enrique les tenía mudos y perplejos.
—Lo mandan a Lecároz… ¡interno! —dijo Javier pensando en voz alta—. En San Sebastián ya no le aceptan en ningún colegio…
Javier contó que la madre de Enrique se pasaba las horas llorando. Tenía tres hijos más. Dos hombres, mayores que Enrique, que estaban en el frente, y una hija, con la que se quedaría sola mientras durara la guerra o el colegio…
—Callad ahora —interrumpió Anastasio—. Ahí está…
En efecto, muy sonriente, las manos en los bolsillos y un cigarrillo apagado en la boca, con un pantalón corto de pana verde, nuevo, y una boina muy maja ladeada en la cabeza, Enrique avanzaba hacia ellos, la cara inundada de felicidad.
—¡La que se ha armado! —dijo al llegar.
Y se sentó entre ellos como si no hubiera pasado nada.
—¿Quién quiere fumar?
Ofreció un pitillo a cada uno y todos lo aceptaron.
—Me ha salido cara la vuelta —comentó riendo—. El próximo pitillo que lo dé otro.
Encendieron sus cigarrillos, unos con la habilidad de la experiencia, otros con torpeza, y esperaron a que Enrique tomara alguna iniciativa.
—Vámonos de aquí —propuso—, adonde no nos vean.
Se levantaron en silencio, y en silencio se encaminaron hacia el malecón. Pasaron delante de la cárcel. En muchas celdas, los presos, apretados contra los barrotes, miraban al mar. Las gaviotas —arcángeles blancos— planeaban sobre este ex tremo de la playa; y tal era el ritmo y la elegancia de sus movimientos, que se diría que lo hacían al son de una música sólo por ellas escuchada. Pasaron delante del Club de Tenis y se encaminaron —por el mismo escenario que el día precedente— hacia la rotonda de piedra que pone fin a la ciudad El recuerdo del misterioso mendigo gravitaba en la mente de todos…
—Es el destino… —dijo Enrique como si contestara a sus propios pensamientos—. Hoy me ha tocado a mí…
Aunque intentara forzar la sonrisa y fingir buen humor, Enrique estaba «tocado». De esto a ninguno le cabía duda.
—Mi madre es tonta —añadió—. Se pasa la vida llorando. Cuando hirieron a mi hermano Claudio, lloró. Cuando le dieron de alta en el hospital, volvió a llorar. Si vienen sus hijos del frente con permiso, llora. Cuando se les acaba el permiso, llora también. Le encanta sacar las cosas de quicio…
Se interrumpió de pronto mirando hacia el último extremo del paseo, y dio un largo silbido.
—¡Lo que estoy viendo!… —dijo, llevándose las manos a la cara.
Todos miraron al frente, temiendo ver aparecer de nuevo al mendigo de las barbas. Pero en todo el paseo no había nadie, salvo un pescador de caña, sentado sobre la muralla del malecón, de espaldas a ellos.
—¿Ese que está pescando… no es…?
—¡Escribano! —exclamó Javier, repitiendo el silbido de Enrique.
Javier estaba rojo hasta las orejas. Tal era la emoción que aquello le producía. Enrique, en cambio, había palidecido un poco.
—Hoy sí que no se nos escapa —dijo, escupiéndose en las manos.
Javier le agarró por un brazo.
—Déjamelo a mí.
Enrique ni le miró.
—Pídeme otro favor… Éste es demasiado grande. Ese hijo de mala madre va a llorar hoy todo lo que ha hecho llorar a la mía…
Se abrieron en abanico, cubriendo toda la calle, y avanzaron lentamente hacia el improvisado pescador, saboreando de antemano las mieles del encuentro. Una sed colectiva de venganza se había apoderado de todos. Incluso Adolfo, el idealista, y Anastasio, el pacífico, avanzaban cautelosamente, como lobos que fueran a lanzarse sobre una presa.
Allí, ante ellos, solo y sin escape posible, estaba el chivato repugnante, el gusano asqueroso responsable de todo, el que había deformado con su inmunda imaginación sus inocentes encuentros con las chicas; el que había ido con el cuento de lo del profeta al rector del colegio; el que, desde hacía años, los espiaba, alimentándose, como las ratas, de las inmundicias que creía descubrir en los demás.
Escribano levantó en aquel momento la caña para reponer la carnada del anzuelo, y al volverse para realizar esta operación vio a sus compañeros de colegio avanzando por el paseo. Prudentemente descendió de la baranda en que estaba sentado y no tardó en adivinar sus intenciones. Las caras de los que venían no le parecieron tranquilizadoras, y miró a un lado y a otro buscando una salida. No la había. La muralla del malecón trazaba ahí mismo, donde él estaba, un semicírculo que cerraba la carretera. Tras la muralla, y a cuatro o cinco metros de profundidad, el mar se estrellaba contra las rocas. La carretera tenía a un lado el mar; al otro, el acantilado ascendente, inaccesible, de la montaña. Escribano tomó una resolución heroica. Dejó la caña abandonada y avanzó hacia ellos. La carretera era muy ancha y quizás escurriéndose entre uno y otro de los que avanzaban, pudiera escapar.
«Son más brutos que yo —pensó—. Pero yo soy más listo».
El plan de Escribano era llegar corriendo hasta el Club de Tenis y meterse dentro. Ahí no se atreverían con él.
—¡Hola! —le gritó Enrique—. Venimos a jugar contigo.
Escribano, aterrorizado, les miró uno a uno. El que le parecía más flojo era el vestido de negro. Por ese flanco intentaría escurrirse.
—¿Qué queréis de mí? Yo no os he hecho nada…
Enrique se adelantó unos pasos.
—Y yo que no sé por qué siento esta irresistible simpatía hacia ti… —dijo mientras avanzaba.
Escribano comenzó a retroceder.
—Ya ves tú. Eres un tipo que me ha caído bien… —insistió Enrique—. Y la verdad —añadió—, estoy deseando hacer buenas migas contigo.
Seguía avanzando, y Escribano veía cada vez más difícil toda escapada.
—Quiero decir hacerte migas. Así…
Y Enrique movió los dedos como si migara un bizcocho recién salido del horno.
Escribano no esperó más y se lanzó hacia adelante. Esquivó a Enrique y a toda carrera se lanzó entre los otros buscando el punto más débil: Anastasio. Lo derribó, pero éste, para el que hubiera sido una tragedia que se escapara por su culpa, se agarró a sus piernas y aguantó, sin soltar, dos tremendas patadas del fugitivo sobre la cara. Javier fue el que lo alcanzó y lo sostuvo del pelo, hasta que llegara Enrique.
Éste lo hizo despacio, sin prisa, contoneándose.
—Pobre chicho… —dijo calmosamente—. No le hagas daño. Suéltalo. Así…
Y lo soltó, dejándole libre todo el campo que había, desde la muralla humana, vuelta a formar por ellos, y el final, sin escape posible, de la rotonda.
—Has hecho mal en pegar a mi amigo. Mira cómo le has puesto la cara. Le has hecho sangre… cht… cht… Eso no está bien.
Escribano había llegado al final. Sudaba como un condenado y se agarraba desesperadamente a la muralla de piedra, con la vaga esperanza de que alguien los viera y acudiera en su auxilio.
Pero cuando a trompicones le sacaron de allí, llevándole hacia el acantilado del monte, donde era imposible ser visto ni oído, se echó a llorar.
—Dejadme ir… —les decía—. No seáis cobardes. Sois seis contra uno.
—Eso no es verdad —gritó Adolfo, herido en lo más sensible de su pundonor—. Nadie más que Enrique se va a pegar contigo. Y si tú le puedes, ninguno le defenderá y te dejaremos ir. Te lo juro.
—¡Cobardes…, cobardes…, dejadme ir ahora! —gimoteaba Escribano.
—Mira —le dijo Enrique—, hasta voy a darte una ventaja. Que seas tú el que pegue primero.
—No me da la gana… ¡Cobardes, más que cobardes!…
Y pataleaba en el suelo lamentablemente.
—Tu problema es éste —le dijo Enrique—. Tu madre es una santa, pero tú eres un hijo de tal. —Y lo soltó con todas sus letras.
—No me importa lo que digas —gimoteó—. Además, no tengo madre. Yo quiero irme…
—¡Dale de una vez! —gritó Javier impacientándose.
—Toma, caliéntate —le dijo Enrique. Y le dio un primer bofetón con la mano abierta.
—¡Ay! —gritó—. ¡Bruto, cobarde!… ¡Déjame ir!…
—Esta otra para que te calles y no me recuerdes más que estoy pegando a una mujer…
Y le santiguó la otra mejilla.
Escribano se cubrió la cara con las manos, aparentando renunciar a toda defensa. Pero fue sólo un ardid para lanzar una patada a Enrique en el bajo vientre, tan fuerte y tan bien colocada que lo derribó al suelo, donde quedó retorciéndose de dolor.
La patada y el intento de huida fue todo uno. Pero Adolfo, de un empujón, lo lanzó sobre Enrique, sin ver que éste, todavía en el suelo, estaba en mala posición. Tan mala, que si Escribano llega a acertar con una segunda patada, dirigida esta vez a la cabeza, le descalabra. La bota del chivato pasó rozándole la oreja, y el rapidísimo movimiento de Enrique para esquivarla se unió con el salto para incorporarse. El impulso de ponerse en pie fue el mismo del primer golpe en la cara con el puño cerrado. Enrique pegaba fuerte y ordenadamente, y cuando Escribano caía al suelo, esperaba a que se levantara para descargar un nuevo golpe. Escribano no utilizaba más armas que los pies, pues las manos las ponía como coraza sobre el rostro. Después, ni los pies le sirvieron, si no era para sostenerse dando tumbos de un lado a otro. Cuando parecía que iba a caer por la derecha, un puñetazo le enderezaba por la izquierda, y otro más daba en el suelo con él. Pero Enrique, ¡ay!, cuya serenidad inicial era admirable, empezó a cegarse con la sangre que manaba abundantemente de las narices y los labios de Escribano, y comenzó a perder el freno y la medida de sus golpes, hasta ensañarse. Cuando Escribano cayó una vez más, no hizo ademán de cubrirse, ni siquiera de incorporarse, y Enrique lo levantó él mismo, por el puro placer de tumbarle otra vez.
—Ya está bien, Enrique, déjale ya… —gritó de pronto Adolfo, alarmado por el nuevo cariz que tomaban las cosas.
Pero Enrique no le escuchaba. Era como un autómata ciego de rabia que golpeaba y golpeaba sin moderación, con la sola ambición de encontrar algo sólido al final de sus puños.
—Hay que hacer algo —gritó Adolfo—. Vamos a separarles.
Pero Javier, inyectados los ojos, se interpuso en el camino de Adolfo, y exclamó fuera de sí.
—Al que los separe, le parto el alma…
Y volviéndose hacia Enrique, se puso a gritar:
—¡Dale fuerte!… ¡Dale fuerte!… ¡Más!… ¡Más!…
El espectáculo era ya algo más que repugnante. Quienes hayan visto al patrón de una trainera, en día de regatas, marcando con gesto de loco el ritmo de los golpes de los remos contra el agua, podrá imaginar a Javier subiendo y bajando los brazos al compás de los directos de Enrique a la cara de Escribano…
—¡Ahora, a la boca! ¡Dale en la boca! —gritaba Javier fuera de sí.
Y Enrique, borracho, irracional, golpeaba, golpeaba…
Adolfo se volvió hacia los otros, pidiendo ayuda.
—¿Qué hacéis ahí parados?… ¡Estáis ciegos!… ¡Lo va a matar!
Anastasio y Andrés, se miraban sin saber qué hacer. ¿Cómo iban a enfrentarse ellos con Javier, que era el más fuerte de todos, o con Enrique, incapaz de razonar?
Sólo Leopoldo se atrevió a acercarse.
—Javier, sepáralos tú, que eres más fuerte —suplicó.
Javier, por toda respuesta, le dio un manotazo, apartándolo de sí.
—Dejadlos. ¡Dale fuerte, Enrique! ¡Así…, así!…
Entonces Adolfo, en un alarde de decisión, se interpuso entre Enrique y su víctima, y agarró a aquél por los hombros.
—¡Para!… ¡Para! ¡Déjale ya!
Pero Javier se abalanzó hacia él con los puños crispados.
—Te dije que los dejaras solos. No han acabado…
Adolfo se echó para atrás y esquivó un gancho de Javier mal dirigido a su barbilla.
Pero Leopoldo, Andrés y Anastasio tomaron la defensa de Adolfo y se interpusieron entre Enrique y el cuerpo exánime de Escribano.
De un lado quedaron Enrique y Javier, los más fuertes. Del otro, los cuatro menos corpulentos, protegiendo a Escribano.
—Te lo suplico, Javier. Serénate. No permitas que Enrique se siga ensañando.
—¡Dejadme paso!… —gritó Enrique, cuyos puños eran ya unos muñones de carne viva.
—¡Dejadle paso!… —gritó Javier, amenazador.
—Eres más fuerte que yo —insistió Adolfo— y sé que me dejarías como Enrique ha dejado a ese pobre diablo. ¡Pues, a pesar de eso, estoy dispuesto a luchar contra los dos!
Anastasio y Andrés se retiraron. Leopoldo dudó un momento y se retiró también. Adolfo quedó solo frente a Enrique y Javier, que le miraban como a un loco escapado del manicomio.
—Te vamos a triturar —dijo Javier—. No seas memo y quítate de en medio.
Entonces fue cuando Anastasio, con voz descompuesta y ahogada, exclamó:
—¡Dios mío! Escribano… está muerto…
Hubo un silencio preñado de terror.
—Vámonos de aquí. Vámonos pronto de aquí —dijo Javier deshaciéndose de Enrique, que tuvo que apoyarse en él para no caer al suelo.
Nadie se movió de su sitio. Se miraban unos a otros en muda y patética consulta.
—Tirémosle al agua —dijo Enrique.
Leopoldo se acercó al cuerpo de Escribano y dio un gran grito:
—¡No es cierto, no es cierto! ¡Eres un imbécil! ¡Está vivo!… De todas maneras, hay que hacer algo… ¡y pronto!
Adolfo tomó el mando de la situación.
—Enrique y Javier, marchaos de aquí. Leopoldo, acompáñalos. Esperadnos en la playa. Lo mejor que puede hacer Enrique es bañarse. No te vayas así. Quítate esa camisa. Está perdida de sangre. Andrés, Anastasio y yo nos quedaremos con éste. Ya veremos lo que hacemos…
Enrique se quitó la camisa y la tiró junto a su víctima. Leopoldo hizo lo que se le decía, y Javier, no repuesto aún, obedeció también.
Apenas se hubieron alejado, Anastasio confesó que había dicho aquello de que estaba muerto a sabiendas de que era mentira, como única medida para contener a Javier y a Enrique, dispuestos a continuar.
Con el cubo y la caña de pescar de Escribano, izaron agua del mar y lavaron las heridas de éste. Tenía las dos cejas partidas y los labios llenos de cortaduras. La nariz y los pómulos, amoratados, se hinchaban a ojos vistas. Temblaba como un azogado y lloraba sin lágrimas, en un puro ataque de nervios.
—No me tiréis al mar… No me tiréis al mar…
Le quitaron la camisa, que estaba tan manchada como la de Enrique, y lanzaron ambas al agua.
—No me tiréis al mar…, no me tiréis.
El cuerpo no tenía heridas ni golpes apreciables. La cabeza, tampoco. Todas las «caricias» de Enrique habían ido a la cara.
—No me tiréis…
—Cállate, o te tiramos de verdad. ¿No ves que te estamos ayudando, pedazo de cretino?…
Escribano dejó de gimotear, pero no de temblar. De cuando en cuando daba un hipido lleno de convulsiones.
Le echaron agua por la nuca y por la espalda, en los codos y en las muñecas. Al fin le incorporaron.
Adolfo le habló:
—¿Eres capaz de escucharme como un hombre, o vas a seguir gimoteando como una nena?
Escribano hacía esfuerzos indecibles por calmarse.
—Echadme más agua por la cara —dijo tan sólo.
Lo hicieron una vez más, y pareció calmarse un poco.
—Ahora escúchame —le dijo Adolfo—. El que te ha pegado no está ya aquí. El otro que te quería pegar, tampoco. Lo que ha pasado hoy lo tienes merecido. La cuenta ha sido saldada. Pero atiéndeme. Como salga una sola palabra de esa boca tuya de babosa y des uno solo de los nombres nuestros denunciando lo de hoy…, entonces te aseguro que te tiramos al mar…
—¡No! ¡Al mar, no!… ¡Al mar, no!… —volvió a llorar Escribano.
—Al mar, sí; al mar, sí…, nenazas, que eso es lo que eres. Y ahora mismo, además, si no te callas. De manera que… ¡chitón! ¿Te has enterado?
—Sí —balbució tragándose el último sollozo.
—Júralo.
—Lo juro.
—¿A nadie?
—A nadie.
—Ahora, ponte en pie. ¿Puedes andar solo?
—Sí.
—Pues vete con viento fresco.
Escribano no se movió.
—¿Y… qué voy a decir en casa, cuando me vean llegar así?
Adolfo se llevó la mano a la barbilla.
—¿Tienes padre?
—Sí. Pero está en el frente. Madre no tengo.
—¿Y tienes hermanos mayores?
—No.
—¿Con quién vives, entonces?
—Con mi abuelita.
—Pues dile a tu abuelita que te han pegado para robarte la camisa. Pero que no sabes quién. ¡Hala! ¡Vete!
—Me da miedo. Enrique sigue ahí. En la playa…
—No te hará nada. ¡Vete de una vez!…
Escribano cogió su caña y su cubo, y se alejó con la cabeza baja… Adolfo dio un gran suspiro. Y Andrés, con mucha prosopopeya, tomó la palabra.
—Adolfo —le dijo—, estoy orgulloso de ser tu amigo Dame la mano. Eres un tipo fenomenal.
Anastasio, menos elocuente, también le felicitó:
—Has estado muy bien, Adolfo, muy bien.
Y los tres, en silencio, emprendieron el camino de regreso para reunirse con Enrique, Leopoldo y Javier.