VI
LA ESTATUA DE ARENA

A PARTIR DE AQUEL DÍA, Anastasio fue un número más de la flamante pandilla. El más tímido, sin duda, el más oscuro, el menos audaz; pero aureolado de un evidente prestigio, nacido del rasgo estupendo de su denuncia aquella tarde, entre los setos de Ondarreta.

El temor a ser despreciado, considerado en menos o ser objeto de bromas crueles por parte de sus bárbaros amigos, le duró muy pocos días. Le trataban como a uno más, y hasta creyó percibir por parte de Enrique cierta deferencia hacia su insignificante persona. Anastasio no se lo explicaba, pero era así: tal era el ascendiente ganado con su primera y felicísima actuación.

Por otra lado, no todos los de la pandilla eran tan bárbaros como a primera vista pudiera parecer. Andrés era un alma bendita, cuya principal característica era decir a todo que sí, encontrar estupendo cuanto hacían o proponían los demás, reírse más que ninguno con los chistes de los otros y no interrumpir jamás las conversaciones ajenas, si no era para afirmar que lo estaba pasando muy bien.

—¿Qué iba a decir yo…? —insinuaba cuando pasaba un ángel o eran las menos veinte. (Porque es preciso decir que cuando se producía un alto en la conversación o en las risas, que abría un paréntesis de silencio en medio del alboroto general, se afirmaba, no se sabe exactamente por qué, que eran las menos veinte de la hora que fuera, o que había pasado un ángel sobre ellos).

—¿Qué iba a decir yo? —repetía Andrés—. ¡Ah, sí! Que lo estoy pasando en grande…

Javier era más complicado.

—Tú llevas una doble vida —solía decirle Enrique—. ¿Dónde estuviste ayer?

—Por ahí…

Y no había quien le sacara más.

Era reservón y no hablaba nunca de sí mismo ni de sus padres ni de sus hermanos. Y eso que tenía diez. Cuando venía a cuento, era tan alegre como el que más y bastante considerado por todos porque era el único capaz de enfrentarse con Enrique, cosa que no hacía casi nunca, pero cuando lo hacía, se le adivinaban contenidas las ganas de pelear. Enrique le vencía siempre saliéndose por peteneras y le desconcertaba con un chiste o con una broma, que arrancaba la carcajada a los demás, obligando a Javier a seguir el camino en que era más torpe: el de la guasa. Pero a veces se le notaba una tensión especial, una mal disimulada soberbia, una secreta rivalidad con cuantas cosas le rodeaban.

Era pésimo estudiante, pero entendía de cosas que ninguno había estudiado, como mecánica y electricidad. Con sólo oír el ruido de los motores, sabía de qué marca era el avión que cruzaba sobre su cabeza, y en cuanto se lanzaba al mercado un nuevo tipo de automóvil, comentaba las mejoras introducidas por la fábrica respecto del modelo anterior. Casi todos los de la pandilla sospechaban que Javier no había leído en su vida más que un libro: una colección de historias de fugas de prisioneros durante la Guerra Europea. Se las sabía de memoria y se entusiasmaba con el ingenio de unos y otros para planear y conseguir una escapada que parecía imposible realizar… Fuera de esta lectura y de la ciencia infusa sobre motores —infusa porque todos sus libros de curso, incluso la Física, llegaban sin haber sido abiertos a la época de exámenes—, mantenía una ignorancia supina en el resto de las artes y ciencias humanas y divinas.

Aparte las apuntadas, sus virtudes esenciales eran: tirar piedras con asombrosa puntería, considerar como señal de inequívoco afeminamiento cualquier veleidad poética y tardar unos segundos más de lo corriente en entender los chistes. Pero cuando los entendía, era tal la risa que le entraba, que sus carcajadas tardaban también en apagarse más tiempo que las de los demás.

Javier era el más alto de todos, y a pesar de tener catorce años, uno menos que Enrique, y uno más que Anastasio, era el único que se afeitaba. Cuando andaban juntos paseando, Anastasio evitaba ponerse junto a él para no parecer, por contraste, más niño de lo que era.

El resto de la pandilla estaba integrada por Adolfo —que hacía versos y tenía tres novias simultáneas, de las que estaba sinceramente, apasionadamente enamorado—; Leopoldo, que estaba siempre al tanto de las últimas novedades en materias lascivas y de las últimas creaciones del lenguaje en temas procaces. Y Enrique.

Más tarde, Anastasio tuvo que rectificar muchas de sus ideas, algo precipitadas, sobre sus nuevos amigos, pero a todos ellos los pudo clasificar mentalmente en determinadas categorías, porque, como él decía, Andrés, Javier, Adolfo y Leopoldo eran clasificables. Pero Enrique, no. Enrique era distinto a todos y distinto a él mismo. Su única constante era el amor a lo sorprendente, a lo estrafalario. Y como era una pura y estrafalaria sorpresa, era imposible incluirlo en una casilla determinada, en una categoría prevista.

De abordarse un tema en que hubiera faldas por medio, podía afirmarse de antemano, sin excesiva perspicacia, que Javier reaccionaría en displicente, Adolfo en enamorado, Leopoldo en lascivo, Anastasio en tímido y Andrés en éxtasis; si el tema fuera el de la guerra, Adolfo desbordaría a todos en patriotismo encendido y generoso, Javier asombraría a sus amigos con habilísimas maquinaciones estratégicas e ideando nuevas armas mortíferas, Anastasio mantendría una prudente reserva, y Andrés, de acuerdo con todos, se mantendría en éxtasis. Si el tema de la conversación rozara un plano religioso, Leopoldo expresaría sus dudas sobre la virtud de los «clérigos de ambos sexos», como él decía, y Javier sobre las verdades dogmáticas; Adolfo se encendería en fervor místico y, como un Cruzado de la Palabra, se batiría como un paladín de la Fe; Anastasio haría gala de respeto apasionado, y Andrés…, beatíficamente, continuaría en éxtasis. Pero Enrique tan pronto se abanderaría en una posición como en otra. Tan pronto impondría su autoridad… «porque había temas que no podían tomarse a chirigota», como se dejaría llevar por un cinismo o un escepticismo de hombre maduro que se las sabe todas.

Enrique era el más bárbaro y el más educado; el más cruel y el más generoso; el más fuerte, el más inquieto, el más audaz, el más imaginativo, el de más autoridad y el más artista.

Este último descubrimiento desconcertó a Anastasio. Cuando le oyó por vez primera tocar la armónica se quedó en la actitud preferida de Andrés: extasiado. Y cuando le oyó cantar canciones vascas o aragonesas con aquella voz tan viril, tan bien templada, tan potente, aseguró (y era verdad) no haber oído nunca cantar con mejor estilo. Pero su sorpresa fue todavía mayor cuando le vio esculpir sobre la arena húmeda una soberbia y ampulosa cabeza de profeta de poblada barba y revuelta melena. Enrique era un artista, un verdadero artista. Un corrillo de gente le miraba trabajar en la playa, y los comentarios de las personas mayores coincidían con los sentimientos de Anastasio. El saber modelar una cabeza como aquélla tenía positivo mérito.

La frente era amplía, la nariz poderosa, el labio inferior solemne, la barbilla avanzada, las cejas hirsutas, como pobladas de alfileres. Y en contraste con la arrogancia de las facciones, en los ojos, un punto de melancolía. En cuanto la terminó, Enrique, sintiéndose admirado, quiso asombrar aún más a cuantos le rodeaban; y sonriéndoles pícaramente, dio una patada a la preciosa escultura de arena y la pulverizó.

Fue una baladronada muy de su estilo.

—¿Por qué la rompiste? —le preguntó Anastasio minutos más tarde—. ¡Era colosal!

—Era una birria. ¿No viste que era un tío feo?

Y se negó a dar más explicaciones.

Adolfo, que admiraba las dotes de dibujante y modelador de Enrique, le echó en cara la poca estima en que tenía sus propias obras.

—Yo conservo todos los versos que hago, y tú, en cambio, rompes tus dibujos.

—No seas gilí. Tú los guardas porque te crees alguien. Y eres tan maleta como yo.

—Pero algún día yo tendré una obra, y si tú sigues rompiéndolo todo, no. Ni podrás mejorar.

—¡Pamplinas!

—No seas, plomo, Adolfo —cortó Javier—, y no nos sueltes tu rollo.

Adolfo se excitaba.

—Hay que amar las propias obras. Eso que ha hecho Enrique, rompiendo la cabeza de su escultura, es como si un padre mata a su hijo…

—¡Al agua el poeta! —gritó Javier, y echó a correr tras él con la sana intención de darle una aguadilla. Adolfo escurrió el bulto y se zambulló solo.

Era terco como un baturro y al salir volvió a las andadas. Enrique, excitada su vanidad, fue hacia él.

—¿Tú crees entonces que eso que hice está bien?

—Yo no sé si está bien o no. Lo que sé es que hay que amar las obras de uno.

—Chico, no digas «amar» porque me da risa. No seas cursi…

—¡Al agua los poetas! —volvió a gritar Javier, que estaba hasta la mismísima coronilla de tanto rollo. Pero Enrique se lo impidió, porque empezaba a interesarse.

—¡Si yo soy un tío grande…! —rió bromeando—. Lo que pasa es que me veis todos los días y me quitáis importancia. Como el cocido…

—Mira —le dijo Adolfo—, había un escultor que no sé cómo se llama, que hizo una estatua, que no sé cuál era; pero estaba tan entusiasmado con ella, que al verla acabada le dijo: «Y ahora, ¡habla!»…

—¿Y… habló?

—¡Hombre, no creo…! Pero te lo digo para que veas cómo quería a su obra.

La conversación derivó por otros derroteros. Y acabaron todos en el agua, menos Anastasio, que se bañaba solo, cuando nadie le veía, y Enrique, bajo cuya frente fruncida hervía una fantástica preocupación: le parecía recordar que al pisar la cabeza de su profeta, de entre sus labios de arena surgió un gemido de dolor.

Al día siguiente, Enrique, muy excitado, vino en busca de sus amigos.

—¿Os acordáis de la cabeza que hice ayer en la arena…?

—Sí…

—Pues ha ocurrido una cosa tremenda, un milagro o algo así. Es como para volverse loco… Seguidme y veréis…

—Pero ¿qué tontería es ésa? —interpeló Javier, a quien todo lo milagroso o extraordinario le daba cien patadas.

—Ha revivido. Mi cabeza ha revivido —continuó Enrique sin un asomo de broma en su expresión—. He creado un ser vivo, sin saberlo, sin quererlo…

Todos corrieron hacia donde Enrique les decía.

—Aquella estatua que me dijiste ayer, ¿habló o no habló? —preguntó Enrique a Adolfo mientras avanzaban.

—Eso ya no lo sé…, se me ha olvidado…

—¡Pues esas cosas no deben olvidarse, hombre! —replicó Enrique en son de reproche—. Mi estatua no sé si habla, pero se mueve…

Llegaron a grandes zancadas al malecón de piedra que bordea el Monte Igueldo. Corrieron a lo largo de todo el camino y alcanzaron el último límite del paseo, donde las rocas de la costa forman junto a una muralla que contiene el mar una gran rotonda de piedra. A pesar de la proximidad de Ondarreta, aquella rotonda forma el último extremo urbanizado de la ciudad. A la derecha, lejanas, las casas de San Sebastián, apretadas sobre la bahía como una sarta de perlas amontonadas junto a la concha abierta de una ostra gigante; a la izquierda, la costa abrupta, salvaje, en permanente lucha con los latigazos del mar.

Cuando la pandilla llegó a este lugar, un pescador de caña recogía sus bártulos y se retiraba. Fuera de él no había nadie, o al menos no se veía a nadie.

Enrique ordenó a todos con un gesto que guardaran silencio, y señalando a unas rocas próximas les dijo:

—Ahí le tenéis…

Todos siguieron con la mirada la dirección que Enrique les indicaba, y vieron, no sin asombro, el cuerpo tendido de un hombre.

—¿Está muerto? —preguntó Andrés, a quien, como a Enrique, le gustaban las soluciones extremas.

—No…

Se acercaron cautelosamente. Estaba tendido boca arriba sobre las rocas, con la cabeza inclinada sobre un hatillo. Parecía un mendigo por su extremada pobreza. Pero en cualquier caso, el más estrafalario de los mendigos que hubieran visto nunca. Iba calzado con sandalias, prenda no usual entre los de su clase; y sus pies se veían llenos de pequeñas heridas y deformaciones. Vestía pantalón y chaqueta como un señor, pero tan haraposos que no había dos palmos seguidos de ropa sin roturas, remendones y parches. No llevaba prenda alguna bajo su chaqueta abierta, de modo que se veía la piel lacia y blanquísima del pecho, apenas cubierta por un breve vello rubio y rizado. La cara, sanguinolenta, estaba surcada por arrugas profundísimas. Y sus barbas, cejas y melenas eran tan espesas y de un color tan desvaído entre blanco y amarillo, que le daban un vago aspecto de cromo o litografía desgastada.

—Aquí le tenéis —dijo Enrique de nuevo, pero con ánimo y tono de quien pronuncia una sentencia definitiva.

—¿Y este tío quién es? —preguntó Javier, que no entendía nada de nada.

—¿Cómo que quién es? —replicó Enrique indignado—. ¡La estatua que hice ayer sobre la arena!

Automáticamente los de la pandilla se dividieron en dos bandos: los que sintieron ganas de reír y los que sintieron ganas de correr. La semejanza del viejo —mandíbula agresiva, nariz potente, cejas de acero— con la cabeza esculpida la víspera por Enrique sobre la arena, era en verdad extraordinaria. O al menos así se lo parecía a ellos. Salvo Javier, que era un escéptico —quizá por ser el más ignorante—, todos los demás abrieron de par en par las puertas de la imaginación. Y se dejaron arrastrar, con un regustillo morboso, por el desasosiego de la fantasía.

—Pero tú ayer hiciste sólo una cabeza; una cabeza sin cuerpo —replicó Andrés.

—Ahí está el milagro —respondió Enrique sin inmutarse.

Los de la pandilla formaron semicírculo en torno al viejo.

—Estáis todos como cabras… —protestó Javier.

Ninguno le respondió. Andrés murmuró casi en un susurro:

—Es él… es él…, no hay duda. Ayer sólo le faltaba el color.

Hubo un silencio muy largo. Sólo se oía, rítmico y monótono, el ruido de las olas, que al retirarse para avanzar de nuevo sobre las rocas semejaba la gran respiración de un ser vivo. De pronto, un barco invisible dejó oír, lejano y apagado, el mugido de vaca marina de una sirena, y el viejo se estremeció levemente, como en sueños: estremecimiento que recorrió, sin dejar una, la columna vertebral de los fantásticos amigos.

Enrique, muy bajo, preguntó a Adolfo:

—¿Cómo era aquello que le dijo aquel tío a su estatua?

—Le dijo: «Y ahora… ¡habla!». La estatua era de mármol, representaba a Moisés; pero de lo que no estoy muy seguro es que fuera de Miguel Ángel.

—Eso da igual —dijo Enrique, y volvió a su primera y contemplativa posición.

—Vámonos de aquí, esto es estúpido —insistió Javier.

Pero Enrique ya se había inclinado sobre el mendigo para decirle muy bajo:

—Ahora… habla…

El viejo dio un suspiro, seguido de un breve gruñido, y siguió durmiendo. Volvió entonces a oírse, misteriosa y cercana, la respiración del mar.

Un sobresalto colectivo, mezcla de emoción y de terror, sacudió a los muchachos, incluso a Javier, que dio un paso atrás.

—Me parece que tienes miedo… —le dijo Leopoldo al oído.

Enrique volvió a inclinarse sobre «su» estatua de carne.

—Habla…, habla…

Y sopló sobre él, como Dios lo hiciera en el Paraíso sobre el barro de Adán.

Ahora fue Adolfo el que se impresionó.

—Miguel Ángel no sopló —comentó en voz baja—, sino que le dio un martillazo en una rodilla…

—Pues no se lo digas —replicó Javier—, porque éste le parte una pierna. ¿No veis que está loco?

Enrique soplaba cada vez con más fuerza y el viejo se despertó. Abrió primero un ojo, después el otro. Levantó la cabeza, irguió el cuello, se restregó los ojos y miró con estupor a aquel muchacho que, sentado frente a él, le miraba con un gesto de infinito asombro.

—Y ahora…, habla —repitió Enrique, misteriosamente en tono confidencial.

El mendigo cruzó los brazos sobre el pecho, meneó la cabeza de un lado a otro y no dijo una palabra.

Enrique, sin dejar de mirar a «su hombre», llamó otra vez a Adolfo en su socorro.

—¡Adolfo, Adolfo…, ven!

Adolfo tragó saliva y se acercó.

—Esa estatua que dices, ¿habló… o no habló? ¡Tienes que acordarte!

—No estoy seguro —exclamó Adolfo, compungido—; creo que no…

Y se retiró a su sitio.

Enrique dejó caer los brazos con desaliento.

—No hay nada que hacer. Soy su padre, y no me habla.

El viejo no entendía una palabra de las que decía aquel mocoso que afirmaba ser su padre. Su rostro se inundó con una sonrisa llena de bondad, y abriendo las manos articuló estos sonidos sorprendentes:

—Ich verstehe nicht was du redest.

Enrique se volvió hacia sus amigos con el rostro iluminado por el triunfo. ¿No era todo aquello una confirmación de sus suposiciones? Si la cabeza que había esculpido la víspera era la de un profeta, era lógico que al cobrar vida no supiera hablar el mismo idioma que ellos, sino el idioma de su lejana tierra y de su tiempo. Andrés tradujo a palabras el pensamiento de Enrique.

—Es un profeta de verdad. Esa lengua ya no existe…

El viejo miraba a unos y a otros desde el fondo de sus azules ojillos. Se diría que estaba divertido al ver aquel corro de mocosos plantados junto a él, con aquellos aires de consternación.

—De pequeño yo tuve una Fräulein —dijo Leopoldo de pronto—, y me parece que eso que ha dicho es alemán…

Enrique rechazó de plano tan absurda suposición.

El viejo intentó explicarse con las manos. Movía los dedos imitando a una persona que anda y abrió los brazos señalando la lejanía.

—Quiere decir que ha andado mucho y que está cansado —sugirió Leopoldo.

—Pues desde la playa en que éste le parió hasta aquí, no hay tanto camino —dijo Javier con sorna.

Enrique le fulminó con la mirada.

Ich bin ein jüdischer flüchtling aus Polen —dijo el viejo.

Y Leopoldo tradujo a medias:

—Dice que es un judío de Polonia, o algo así, y que viene huyendo.

Enrique veía su paternidad esfumarse por minutos. Y no estaba dispuesto a ello. No se puede perder un hijo así como así, y menos teniendo una cabeza tan estupenda como la del viejo. No en balde la había imaginado él, no en balde la había presentido… Había que buscar una solución a aquel enigma.

—Un profeta… —murmuraba Andrés.

—Un judío… —aseguraba Leopoldo.

El viejo seguía explicando mímicamente que había andado centenares y centenares de kilómetros desde hacía mucho tiempo.

—¡El Judío Errante! —gritó Enrique de pronto, dándose tina palmada en la frente—. Está clarísimo…

El viejo pidió a los chicos con gestos que se sentaran. Aunque ninguno hizo nada por demostrarlo, todos sintieron un poco de prevención. Pero se sentaron, al fin, formando un corro. Parecían personajes extraídos de un grabado de la Historia Sagrada. Y más de uno pensó, al verse así, que el hombre aquel iba a hablarles en parábolas o hacerles sabedores de una nueva profecía. Pero el viejo se limitó a enseñarles su hatillo, donde no había más que dos zapatos mugrientos y un mendrugo de pan tan duro que daba pena. Después se señaló el pecho, mostrando su desnudez. Y llevándose el pan a la boca, demostró que no tenía dientes para partirlo. Andrés, ni corto ni perezoso, se quitó la camisa y se la regaló al viejo. Éste juntó las manos, lleno de gratitud, y la aceptó. Enrique comprendió que ese gesto debía habérsele ocurrido a él antes que a nadie, y se quitó los zapatos y los calcetines y se los dio también.

—Tú eres… mi obra —le dijo silabeando las palabras para que le entendiera mejor—. Yo a-yer te es-cul-pí so-bre la a-re-na.

El viejo movió negativamente la cabeza, señaló el pedazo de pan, y llevándose la mano en forma de pirámide a la boca, explicó, en el lenguaje de la mímica universal, que tenía hambre.

—Que si eres su padre, que le des de comer —aclaró Javier.

—No os riáis. Esto es muy serio —recriminó Enrique—. Lo más serio de mi vida.

Y haciendo al viejo señas de que le esperara, se volvió hacia la ciudad para traerle comida.

Los demás le siguieron, pero Enrique echó a correr para ganar tiempo, y antes de media hora estaba de regreso con dos barras de pan, chocolate y seis manzanas.

El viejo no se contentó con palmotear de alegría, sino que cogió con unas manos enormes y sucísimas, surcadas de venas grandes como tuberías, la cabeza de Enrique y le plantificó un beso en cada mejilla. Enrique enrojeció hasta las orejas, y algo más tarde confesó que no fue sólo por la emoción, sino por el secreto temor de quedar convertido con aquel beso en un errante más sobre la tierra por toda la eternidad…

—Lo que debes hacer es lavarte la cara con alcohol —le dijo Leopoldo—. Y pronto.

Enrique quedó en volver a la tarde con una manta para que se abrigara durante la noche, pero aclarando que era sólo como préstamo y no regalada.

A la mañana siguiente volvió de nuevo con más pan y manzanas y calcetines, pero el viejo había desaparecido. Y la manta, por supuesto, también. Le buscaron como locos, entre las rocas, recorrieron los caminos en bicicleta, preguntaron a los guardias. Nadie le había visto.

—En casa me han dicho —dijo Leopoldo— que hay muchos judíos que huyen de Polonia y de Alemania, y cruzan toda Europa, a pie, camino de Gibraltar. Allí embarcan.

—Eso es absurdo —protestaba indignado Enrique—. Lo habéis visto con vuestros propios ojos. Era igual a mi estatua. Era mi estatua pero de carne y hueso.

—Yo no sé lo que les das —bromeó Leopoldo— para que todos te besen. Celia lo hizo, y este viejo verde también… Debes de tener un atractivo especial.

—No te tolero esa broma, ¿entiendes? Si todo fuera una cosa «natural», alguien le habría visto además de nosotros…

Todos convinieron en que esto era cierto. Y que no había explicación alguna que aclarara, no ya el parecido —como decían al principio—, sino «la absoluta y total semejanza» —como decían ahora— entre el estrafalario profeta esfumado y la no menos estrafalaria cabeza que había modelado Enrique con la arena húmeda de la playa.

Buscaron mil explicaciones: un comparsa caracterizado y pagado por Enrique para gastarles una broma; una alucinación colectiva; un puro y total azar…, pero nada de esto les convencía. Lo comentaron en sus casas, alguno hasta lo consultó con su confesor.

Y tanto hablaron de ello, y tantas vueltas le dieron, que el prestigio de Enrique, ya muy arraigado, se reafirmó hasta hacerse indestructible: porque había conseguido —ésta era la explicación más sencilla— lo que no consiguieron los grandes artífices del pasado: hacer hablar —aunque sólo fueran diez palabras y en una jerga ininteligible— a una obra modelada con sus manos.