V
LA PANDILLA

EL VERANO AVANZABA, y la playa, engañosa, estrenaba cada mañana un nuevo y sorprendente antifaz. Cuando Anastasio la conoció, la playa no era otra cosa más que el fondo del mar. Era el mar mismo al que se le veía —por descuido— el borde del fondo, como a una mujer mal sentada podía vérsele la punta de la enagua. La playa no pertenecía al continente, sino al océano. Era el último reducto de su jurisdicción. Y tenía, como él, la inconstancia de las formas y el hechizo de la soledad.

Días más tarde, a medida que el fin de curso lanzaba, a través del cedazo del Instituto, nuevas promociones de estudiantes fuera de las aulas, la playa se fue transformando en campo exclusivo de la chiquillería en vacaciones.

Pero ahora era distinto. Nada de esto era ya así. La playa había sido conquistada por la tierra firme. La habían amueblado con centenares de sillas, toldos, casetas de baño, duchas, vestuarios, como lugar de reunión de toda clase de gentes mayores. Y algunas muy encopetadas y elegantes, por cierto. La habían banderilleado con infinidad de estacas verticales, de las que colgaban unas lonas que cuadriculaban con sombra la arena, antes desnuda, cara a la lluvia o al sol. Hasta el agua de la bahía, en toda la zona que va desde la orilla a la isla, había sido «amueblada» también con gabarrones, barcas-vigías para protección de bañistas bisoños, balandros, motoras, piraguas…

—A la isla se puede llegar en barca. Y desde Ondarreta, nadando —le había dicho Celia, la «niña bien» que conoció en Urgull.

Y aquello que entonces se le antojó increíble, lo aceptaba ahora como razonable, porque (al revés de lo que ocurre con las habitaciones, que parecen más grandes con muebles que desnudas), la bahía al poblarse se veía más pequeña. Y la isla, más cerca.

—Niño, acércame esa lana, ¿quieres?

Anastasio se volvió. Le molestaba infinitamente que le llamaran niño, pero no hizo el menor ademán por demostrarlo. Recogió el ovillo de lana que había rodado hasta cerca de él y se lo entregó a la señora que se lo pedía. Era una mujer de mediana edad, de luto, que hacía punto, sola, a la sombra de un toldo.

—Siempre estás solo. ¿No juegas con otros niños?

(¡Dale con los niños! ¿Cómo podía llamarse niño a Enrique, por ejemplo, que se lanzaba al espacio desde tres metros de altura sobre la arena, o se incrustaba en el mar de un salto abriendo los brazos en el aire y todo sin separar los pies ni cuando su cuerpo estaba ya dentro del agua? ¡Era ridícula esa manía de las personas mayores, y sobre todo de las señoras, de llamar niños a quienes no lo son! ¿Y Javier?, ¿era un niño, acaso? Anastasio había visto con sus propios ojos que Javier, el día que le vistieron de náufrago, no era niño, sino hombre y muy hombre. Lo que más molestaba a Anastasio era la invasión por las personas mayores a aquel sitio escogido por él precisamente por ser el lugar más solitario. A medida que el verano avanzaba, la hilera de estacas se había ido estirando, prolongando, hasta invadir su terreno… y su soledad).

—No conozco a nadie —contestó. Y se retiró a su sitio.

Pero la señora tenía ganas de charla.

—Yo tengo un hijo de tu edad; pero está en la otra zona: en Valencia.

—Yo, en cambio, tengo a mi madre en Madrid…

Hubo una pausa tan larga, que Anastasio dio por terminada la conversación. Pero la señora volvió a las andadas.

—¿Por qué no te acercas a esos niños y juegas con ellos?

Definitivamente, aquella señora —como todas las señoras, en general— trabucaba y confundía el sentido de las palabras. ¡Mira que llamarle «jugar» a las burradas que estaban realizando, a pocos pasos de él, Enrique y sus amigos! Anastasio se sintió ofendido, en nombre de Enrique y de los suyos, de que consideraran como un juego, y por tanto como cosas de niños, aquellas proezas increíbles.

Todo género de lucha, toda escuela de mandobles, toda clase de competiciones a base de porrazos, de que Anastasio tuviera noticia, eran tortas y pan pintado, en punto a emoción y dificultad, comparadas con el torneo que, no ya él, sino toda la playa estaba presenciando. Era un invento de Enrique, y superior a cuantos hubieran jamás ideado griegos y romanos (en su libro de Historia, griegos y romanos formaban un solo capítulo) como espectáculo de grandes masas para sus olimpiadas o circos.

Enrique y Javier, que eran los más fuertes, llevaban cada uno sobre sí un jinete; pero no a horcajadas en torno al cuello, sino de pie: ¡de pie sobre los hombros! Los jinetes, en dificilísimo equilibrio, se mantenían muy tiesos y movían los brazos rítmicamente, como un circense sobre la cuerda floja para no caer. Enrique y Javier estaban situados el uno frente al otro, con los pies clavados en la arena y los brazos en alto, agarrando a la altura de los tobillos las piernas de sus correspondientes cabalgadores. Y éstos, a manotazos, trataban de derribarse uno al otro, luchando con igual ahínco contra el enemigo y la ley de la gravedad. El espectáculo era de primera, pues tenía como ingredientes fuerza, habilidad y comicidad. Enrique, a pequeños pasos de autómata, cortos y rítmicos, intentaba rodear a Javier para que su jinete pudiera empujar a su rival por la espalda o de costado, pero éste no se dejaba ganar la espalda y se movía girando sobre sí mismo, dando siempre la cara a su contrario. Los de arriba manoteaban torpemente como títeres, pues un exceso de energía en sus golpes podía hacerlos caer; y así, cada vez que ponían la mano sobre el rival, más era para apoyarse en él que para derribarle. Enrique cambió de táctica, y a pasitos cortos comenzó a retroceder de espaldas, esquivando el cuerpo a cuerpo. Javier cayó en la trampa y cometió el error de avanzar. Cuando su jinete lanzó un manotazo, Enrique lo esquivó, y aquél, al no encontrar cuerpo, sino vacío, perdió el equilibrio y descabalgó, dándose un costalazo contra la arena.

Una ovación acogió a los vencedores, que al trote corto se acercaron a la orilla, y sin desmontar se adentraron en el agua, donde, al fin, entre las olas, quedaron separados caballo y caballero.

Al salir del agua pasaron muy cerca de él, y Anastasio volvió la cara a otro lado para no ser reconocido. No fueran a tacharle de espía otra vez…

Anastasio iba a la playa todas las mañanas. Las tardes, en cambio, las reserva para pasear. Unas veces lo hacía en tranvía hasta el final de las líneas, para desde allí regresar a pie descubriendo caminos nuevos. Otras, desgastaba desde el comienzo las suelas de sus zapatos. Así conoció Ategorrieta, desde donde subió al Monte Ulía, y vio, a sus pies, la Plaza de Toros, cara al cielo, abierta como un cráter de volcán. Así conoció Pasajes, con sus barcos, los primeros medianamente grandes que vio en su vida. Así, en fin, llegó hasta Amara, donde oyó decir que era el único lugar por donde en el futuro crecería la ciudad, encerrada por todos sus otros límite, entre montañas y el mar. Su paseo de hoy era más modesto. Había decidido subir a uno de los vehículos que llevaban el rótulo de Venta-Berri. El tranvía pasaba por Ondarreta, pero allí se bifurcaba en otra dirección, y tenía curiosidad por conocer este fin de trayecto. Le habían dicho que desde allí podía subir a Aldapeta y regresar a casa por un lugar todavía inédito para él. El Venta-Berri llevaba varios asientos vacíos: unos dobles y otros de una sola plaza. Se sentó en uno de estos últimos, pues no quería correr el riesgo de que un vecino importuno le diera conversación. Delante de él, dándole la espalda, había una chica de unos doce años, a la que Anastasio no tardó en reconocer: Celia.

El joven Fernández Cuenca miró a un lado y a otro por ver en qué asientos estaban sus hermanas, o aquella insoportable francesa que un día le llamó «niño desconocido». Pero afortunadamente no estaban en el tranvía. Celia viajaba sola.

De espaldas como estaba, Anastasio no le veía la cara, pero sí su reflejo de perfil en el cristal de la ventanilla. Estaba peinada con dos trenzas recogidas en forma de disco junto a las orejas. Un mechoncillo en la nuca, rebelde a toda disciplina, ondeaba al repiqueteo del tranvía o al viento que entraba por las portezuelas abiertas. Como si hubiera adivinado que alguien la observaba, Celia, sin volverse a mirar, alzó de pronto una mano y se sujeto el travieso mechón, cambiando de sitio una horquilla. «Es extraordinario —pensó Anastasio—. Le he transmitido el pensamiento. ¡Con tal que no se vuelva y me vea!». Pero había otras cosas extraordinarias que Anastasio admiraba en ella. Iba sentada como una mujercita, como una señorita, y se diría, por la rigidez de su cabeza y su mirada al frente, que tenía conciencia de ser mirada y admirada. En efecto, dos hombres sentados a su misma altura y separados de él sólo por el pasillo, no hacían otra cosa que observarla. Pero no decían nada. «¡Qué presumidas son las mujeres —pensó Anastasio—; siempre creen que las miran por algo! Y éstos de ahí la miran, sí, pero porque no tienen otra cosa delante. ¡Será tonta!».

El tranvía se detuvo en Ondarreta, donde Celia se puso en pie y se apeó. Miró prudentemente a un lado y a otro y atravesó la calle hacia los jardincillos que limitan con la playa. El tranvía se puso de nuevo en marcha hacia Venta-Berri; pero Anastasio, como empujado por un resorte, saltó de su asiento, fue a la plataforma y se tiró del tranvía en marcha antes que éste ganara velocidad.

«¿Por qué he hecho esto?», se preguntó mientras la seguía… Y después: «¡Qué manía la mía de preguntar a todo el porqué! Lo hago porque no tengo otra cosa mejor que hacer, supongo. Y entre aburrirme en Venta-Berri solo, o aburrirme aquí siguiéndola, prefiero lo último».

Celia andaba a buen paso. Vestía la misma falda escocesa del primer día; pero la chaqueta de punto no era roja, sino amarilla. Llevaba calcetines blancos por los tobillos y zapatos con hebilla y suela de crepé. De pronto echó a correr. ¡Si las chicas se dieran cuenta de lo ridículas que se ponen al correr! La falda se les levanta por encima de la rodilla; balancean las manos y los hombros de una manera exagerada. Y no lo hacen por tener prisa, sino por estar azaradas. Que es exactamente lo que le ocurre a Celia. Al fondo del paseo, un grupo de chicos y chicas la miraban llegar, esperándola. Y esto de avanzar de cara hacia un grupo al que se ve desde lejos es siempre muy violento, porque hay que aguantar las miradas de todos sin saber qué cara poner ni qué decir. «¡Qué tontas son las chicas!», comentó Anastasio mentalmente. Pero cuando descubrió que quienes esperaban a Celia eran Enrique, Javier y los suyos, estuvo a punto de echar a correr él también.

Celia dio un beso en la cara a las chicas y la mano a los muchachos, uno a uno. Después, todos se sentaron en unos bancos de piedra que hacían semicírculo, y se pusieron a charlar animadamente. Anastasio, avergonzado de lo que hacía, pero sin poder remediar una irresistible curiosidad, se escondió para verlos sin ser visto.

El parque de Ondarreta estaba formado por dos jardincillos idénticos y simétricos, bordeados de setos de diferentes alturas. El centro de confluencia de ambos cuerpos de jardín lo formaba un pedestal vacío. En otros tiempos había una estatua de bronce verde sobre este pedestal: la estatua de una reina. Había oído decir que las autoridades de ahora la repondrían en su puesto. ¡Las autoridades de ahora! ¡Su padre había formado parte de las que retiraron, no ésta de San Sebastián, sino otras de la misma familia en Madrid y en Toledo! ¡Qué extraño y qué confuso era todo! Su padre era republicano. Fue concejal en Madrid el año 31. Cuando estalló la guerra pertenecía al Cuerpo de Prisiones; era director de una cárcel, de un penal al sur de Madrid. Y un día recibió la orden de poner en libertad a todos los presos comunes y distribuir armas entre ellos para que lucharan en el frente de la libertad. Se resistió a hacerlo. Y pidió confirmación de la orden. Se la dieron, y obedeció. El primer uso que los reclusos hicieron de su libertad, fue asesinar al director y a todos los funcionarios del Cuerpo de Prisiones destinados en el penal…

Aquel pedestal vacío provocó en él, por una asociación de ideas encadenadas, aquellos recuerdos que tanto le turbaban y confundían.

¡Aquel pedestal vacío!

A su alrededor, macizos de hortensias azulinas y rosadas, gordas como lunas llenas. Y setos de boj y de ciprés, enmarcando unos caminos llenos de diminutos guijarros, de gravilla gris, para embeber la lluvia. Algunas de aquellas plantas formaban grandes circunferencias como rotondas vegetales, cuyo interior no era visible desde fuera. En una de éstas Anastasio situó su puesto de observación. ¡Qué extraña emoción la que experimentó! Aquella charla, aquella animación, aquellas risas le estaban a él vedadas, porque no tenía amigos con quienes reír o charlar, ni mucho menos amigas. ¿Cómo sería una chica tratada de cerca, cómo sería Celia, cómo las demás?

Anastasio no tenía hermanas ni primas, ni había tenido, por lo tanto, acceso a las amigas de las primas y las hermanas. Tenía la vaga impresión de que una mujercita de trece años tendría que ser forzosamente tonta, presuntuosa y cruel. Pero si esto fuera realmente así, los amigos de Enrique no perderían el tiempo con ellas, y todas las apariencias indicaban que lo estaban pasando muy bien. Había además «algo» sorprendente. Los chicos aquellos, y Enrique más que ninguno, parecían «amaestrados» en presencia de las niñas. Junto a ellas no eran tan escandalosos ni tan extremosos, ni tan salvajes como cuando estaban solos. Al contrario, parecían comedidos, discretos y hasta galantes. Todos se pusieron de pie para dar la mano a Celia, y cuando a otra de las chicas se le cayó un pañuelo, tres muchachos se precipitaron a recogérselo. Por primera vez Anastasio añoró no pertenecer al grupo de Enrique. En la playa sería incapaz de unirse a ellos porque estaba seguro que haría un pésimo papel no sabiendo nadar ni luchar. Y siendo por naturaleza contrario a la dictadura de aquel déspota exhibicionista que Enrique era. Pero así, como estaban, plácidamente sentados junto a unas cuantas chicas, charlando y riendo, sin hacer gansadas, Anastasio sería feliz uniéndose al grupo. Sintió envidia de ellos, mas no porque le doliese el bien ajeno, sino su propio mal, su timidez, su soledad…

Algo ocurrió entonces que hizo latir fuertemente el corazón de Anastasio. Dos personas pasaron junto al seto en que él estaba, y aunque su primer impulso fue el de salir de allí para no ser sorprendido en actitud de espiar a nadie, se contuvo, pues pasaron de largo sin advertir su presencia. Eran un sacerdote muy joven y un colegial. Después, por los ademanes y la juventud del primero, dudó que fuera sacerdote, ya que no estaba tonsurado, y en vez de calzar zapatos llevaba zapatillas negras. Más que un páter en toda regla parecía un sacristán. Iban andando y hablando muy bajo, y Anastasio hubiera dejado de fijarse en ellos si no se hubieran detenido repentinamente ante una visión que los dejó perplejos.

—Están fumando —oyó Anastasio decir al más joven— y con chicas…

El otro expresó su admiración con un silbido muy expresivo y se parapetó tras un seto para no ser visto por aquellos a quienes miraba.

—¡Con chicas! ¡Sucios, granujas…! Jugando con chicas… y a saber a qué jugarán…

Sigilosamente, como cazadores que siguen el rastro, se acercaron hacia el grupo de Enrique, procurando quedar siempre ocultos a la vista de ellos. A una prudente distancia, el de la sotana se sentó, y el otro, con el mismo disimulo que al principio, se acercó a la playa y bajó a la arena. Anastasio comprendió perfectamente la maniobra. Enrique y los suyos estaban de espaldas, y el «soplica», el espía que tan escamado y preocupado tenía a Enrique, bajaba a la arena para rebasarlos, verles la cara, anotar sus nombres y «chivárselo» a su acompañante.

El cura, o medio cura, estaba sentado a mitad de camino entre el grupo de Enrique y el escondrijo de Anastasio, y, al igual que éste, se ocultaba ante una pequeña muralla vegetal; pero miraba con tan poco disimulo, que si los de la pandilla tuvieran montada una guardia contra el espionaje, no podrían menos de haberle descubierto. El buen hombre era miope, sin duda alguna, pues se quitaba las gafas, estiraba el cuello y entornaba los ojos, haciendo indecibles esfuerzos por reconocer a quienes, ajenos al peligro que les rondaba, charlaban de espaldas a él y a no muy larga distancia. Como este procedimiento no le daba ningún resultado, se calaba las gafas y echaba la cabeza hacia atrás abriendo mucho los ojos.

Anastasio comprendió que aún era tiempo para actuar y, movido por un imperioso sentido del deber, salió de su escondrijo, y amparándose en la evidente cortedad de vista del enemigo, cruzó a toda carrera la distancia que le separaba de los amenazados y se plantó en medio de ellos.

—¡Quietos, no os mováis! ¡No miréis atrás ni hacia la playa! Os están espiando.

Anastasio dijo esto rojo como un pimiento; pero, más que por timidez (que la timidez en casos serios como éste se desvanece), por tener plena conciencia de la gravedad del acto que estaba realizando.

Ni por un momento uno solo de los que allí estaban dudaron de las palabras de Anastasio; tal debía de ser su expresión de iluminada sinceridad.

—Tengo una idea —dijo Enrique—. Seguidme.

Y sin mirar hacia atrás, con admirable disciplina, dando siempre la espalda hacia el sitio desde el que los observaban, penetraron en una de las rotondas del parque, idéntica a aquella en la que Anastasio (en el extremo opuesto del jardín) había instalado su primer observatorio.

Allí Enrique se encaró con Anastasio.

—Cuéntanos todo lo que has visto.

Jadeante aún por la carrera, penetrado de la trascendencia de la denuncia, contó a todos cuanto acababa de presenciar, silenciando, naturalmente, que él también estaba escondido, mirándolos.

A través del seto, chicos y chicas se pusieron a observar. Y era tan cómico lo que veían, que estuvieron a punto de echar a perder con sus risas toda maniobra de defensa. Detrás del seto que servía de parapeto al cura, se veía la tapa de los sesos de éste oscilando hacia atrás y hacia adelante, según se quitara las gafas o se las pusiera, en lucha desesperada contra la miopía. Pero el buen hombre debió de comprender que le observaban, y temiendo lo ridículo de su peregrina situación, cometió la indecible torpeza de levantar el campo, dar media vuelta y retirarse, intentando, en vano, disimular, y midiendo sin duda por el rasero de su pobre vista defectuosa la agudeza visual de los muchachos.

—¡El frater…, el portero del «cole»…, Salomón! —gritaron a una los chicos, reconociéndole.

Y atropellándose al hablar explicaron a Anastasio que el tal era tonto; que por tonto no le habían aceptado como cura y se había quedado en hermano portero; que no se quería quitar la sotana mientras durara la guerra para no ir al frente, porque estaba en edad militar; que le llamaban indistintamente Los siete sabios de Grecia, Sócrates o Salomón, en honor a su inteligencia; y Lince, Águila y Cóndor y unas cuantas cosas más por las estupendas cualidades de su larga vista penetrante…

—¿Y el otro?, ¿cómo es el otro? —preguntó Enrique encendido de emoción y saboreando la maniobra que ya empezaba a tomar cuerpo en su mente…

—Es un poco gordo…

—¿Pantalón corto o bombacho?

—Corto…

—¿Y el pelo?

—El pelo negro, peinando con fijador, hacia atrás.

—¿Hacia atrás?

—Sí.

Los ojos de Enrique brillaron de entusiasmo…

—¿Seguro?

—Seguro.

—¡Escribano! —exclamó con el rostro inundado de alegría.

—Claro… ¿Cómo no habríamos caído antes en la cuenta? ¡Escribano; no puede ser otro…! —dijo Javier.

—Callad…, ahí está —dijo un tercero que se llamaba Andrés.

En efecto, allí estaba Escribano y en situación no menos airosa que la del hermano Salomón

El muchacho había dado un rodeo por la playa para sorprender por la espalda a la pandilla; pero ninguno de los que él buscaba estaba ya en aquel sitio. Miraba y remiraba, sin acercarse demasiado, y no sabía qué hacer. Por lo demás, ignoraba que el hermano portero hubiera puesto pies en polvorosa. Lo imaginaba escondido en el otro extremo del parque, esperándole.

—Vosotros salís por este lado —comenzó Enrique, para cortarle la retirada—. Yo iré por aquí…

—Enrique —interrumpió Celia, alarmada—, ¿qué vais a hacer? No iréis a pegarle…

—Las chicas no os metáis en esto. Nos esperáis aquí y ya veréis.

—Pues yo me voy —dijo Celia.

—Y nosotras también —dijo Maribel en nombre de las otras tres.

Javier pegó una patada en el suelo.

—No os vayáis. Es ridículo. Nos habíais prometido que…

—Si no le hacéis nada, nos quedamos —dijo Celia.

Enrique puso cara de desesperación. ¿Cómo iban a perder la oportunidad colosal de coger a Escribano con las manos en la masa? ¡Eso era pedir demasiado…! Pero, con todo, que se fueran las chicas era una lata…, una verdadera lata.

—Le podemos coger otro día, cuando estemos solos —insinuó Andrés.

Todos miraban a Enrique para que decidiera.

—Pero, Celia —suplicó éste—, es el destino, ¿comprendes? ¡Hoy le ha tocado a Escribano!

—Sois todos unos brutos. Yo me voy.

—No. Eso sí que no… —dijo Javier.

Enrique miraba a Celia —que muy segura de sí misma y dispuesta a cumplir su amenaza esperaba el fallo inapelable del mandamás— y miraba a Escribano, que, a menos de cincuenta metros de ellos, avanzaba cauteloso como un ciervo que presiente la presencia del cazador. El sacrificio que Celia exigía a Enrique era demasiado fuerte. Era como pedir a un montero que lleva meses queriendo cobrar una pieza magistral, que no dispare sobre ella cuando la tiene a unos pasos de su puesto de caza. Anastasio estaba confundido. De una parte, deseaba fervientemente el triunfo de la posición de Celia, pues nada le desagradaría tanto como que por culpa suya pegaran una paliza entre todos al tontaina de Escribano. Pero estaba admirado de la influencia tan grande que tenían las chicas sobre estos jóvenes bárbaros como para hacerles dudar siquiera de no comerse vivo al «chivato» que desde tanto tiempo atrás los traía por la calle de la amargura.

¡Qué misterioso poder el de las mujeres…! ¡Y pensar que en el colegio prohibían a los estudiantes salir con chicas y hablar con ellas! Esto era absurdo. Debería ser obligatorio, para desborricar a los más bestias, tratar con ellas y hasta tener novia… Enrique lanzó una última mirada a su presunta víctima y cedió. Hizo un ademán de desaliento y sentenció:

—Esto no lo hago por nadie más que por ti, Celia.

Entonces ocurrió algo insólito, algo admirable, algo que hizo latir el corazón de Anastasio hasta ponerle casi enfermo. Celia se lanzó sobre Enrique y le dio un beso en la cara.

—Gracias —dijo.

Y dando por terminado el incidente se sentó, feliz, en el banco de piedra.

No fue sólo el corazón de Anastasio el que se alteró ante aquella inesperada reacción. Las otras chicas abrieron unos ojos como grandes soles y Andrés, Javier, Adolfo, Leopoldo y el propio Enrique se quedaron sin saber qué hacer ni qué decir.

Fue Enrique el que quitó importancia a la cosa, al revalorizar, por encima del premio, su propio sacrificio:

—Andrés, tírale una piedra a Escribano, para ahuyentarle y que se vaya. Que si sigue ahí… no sé si podré contenerme…

Andrés cumplió lo ordenado, y todos rieron hasta las lágrimas al ver a Escribano correr despavorido al sentirse descubierto por sus no descubiertas víctimas.

Cuando el «chivato» desapareció de la vista de todos, Anastasio anunció que se marchaba y quiso despedirse.

—Ni hablar; tú no te vas —dijo Andrés.

—Eres un tío grande, y te quedas —confirmó Enrique.

—Siéntate a mi lado —propuso Maribel—. Así estamos todos: un chico, una chica, un chico, una chica…

Anastasio aceptó la invitación y se sentó.

—Y a todo esto, ¿cómo te llamas? —preguntó Celia.

—Me llamo Anastasio…

—Lo siento, chico —dijo Enrique—. Eso no tiene remedio.

Todos rieron la broma y Anastasio también.

—Anastasio ¿qué más?

—Fernández…

—¡Caray! Igual que yo —exclamó Enrique—. A lo mejor somos primos.

—Pero ¿tú no eres Torrevieja? —preguntó Maribel muy extrañada.

—Ése es el título, tonta —dijo Celia—. El apellido de Enrique es Fernández Cobos y Suárez del Valle.

—¡Huy, qué largo! —exclamó Maribel.

—El mío Fernández Cuenca —dijo Anastasio.

—¿A qué jugamos? —preguntó Celia.

—A las prendas. De La Habana ha venido un barco cargado de…

Un pañuelo voló por el aire y cayó en manos de Javier.

—Albaricoques.

Javier se lo lanzó a Maribel.

—Almendras.

Maribel a Enrique.

—Astucias.

Enrique a Anastasio.

—Amigos.

Anastasio a Celia.

—Amores…

Y el juego, siguió, siguió, hasta que el sol, aburrido de puro puntual, se escondió tras el mar, y comenzó a anochecer.