IV
LOS NIÑOS MAL

EL CONOCIMIENTO DE ENRIQUE fue para Anastasio el suceso más importante de su adolescencia. Enrique entró en la vida como un torbellino cegador. Su personalidad era tan fuerte, su actividad tan incansable, su capacidad de influencia tan avasalladora, que durante muchos años Anastasio no habló ni vio ni opinó si no era por boca, ojos e ideas de Enrique.

Si las circunstancias de la vida de Anastasio hubieran sido otras, si el ambiente que le circundaba no hubiera sido tan triste, incluso si la ocasión en que le conoció hubiera sido distinta a la que fue, quizás esta influencia no habría llegado a ser tan duradera ni tan profunda.

Anastasio sentía por Enrique una mezcla confusa de admiración y miedo.

Cuando le vio llegar y acercarse a él —¡después del espectáculo, Dios mío, que había presenciado!—, se echó a temblar, y no salió corriendo a las primeras palabras por pura dignidad; mas no porque no fuera ésta la reacción que su instinto le aconsejara.

—Oye, tú, y de lo que has visto hoy, como si fueras ciego —le dijo Enrique, dándole la espalda.

Anastasio tragó saliva. ¡Lo que había visto! Desde luego, en toda su vida no había visto nada igual. Al llegar a casa tendría que reconstruirlo; porque la sucesión de hechos fue tan rápida, tan divertida, tan embrollada, que no había tenido tiempo de analizarla. Tal era su confusión.

Aquella mañana había bajado a la playa, decidido a realizar por segunda vez su experimento de mojarse los pies en la orilla. Aunque la temporada estaba en sus comienzos, eran muchos los que, animados por el buen tiempo, se atrevían a sumergirse en el mar. Tenía el plan de efectuar una cadena de sucesivas experiencias que le llevarían un día, por sus pasos contados, a bañarse del todo, como hacían, no ya los muchachos de su edad, sino muchas personas mayores e incluso algunos viejos.

Si no realizó su propósito fue porque cerca de él, sentado en la arena —y en la única zona de la playa hábil para su propósito— había un chico de edad próxima a la suya, que le hubiera visto. Anastasio, que era tímido, poseía además un sentido del ridículo extraordinariamente desarrollado. El espectáculo de sí mismo vestido medio de invierno, remangados los pantalones, e introduciéndose en el mar con todos los melindres naturales y la lentitud que su prudencia y su inexperiencia le aconsejaban, exigía un campo de acción libre de testigos. El resto de la playa estaba ocupado por los primeros bañistas del año. Sólo este rincón era apto para la frugal inmersión. Decidió, pues, aplazar su plan para otro día y se sentó en la arena, cerca de la orilla. Así estaba, sin hacer nada, sin pensar en nada, sin plan alguno preconcebido, cuando un lamento horrible y potentísimo, como los popularizados en la pantalla por Tarzán, el medio-hombre de las selvas, retumbó por toda la playa. Volvió Anastasio la cabeza hacia el lugar de donde partía el espantoso alarido y vio a ocho o diez muchachos poniendo a prueba pulmones y gargantas, ocupados en tan poco silencioso menester. La playa estaba entonces separada del paseo que la circunda por una barrera de piedra de cerca de tres metros de altura.

Los recién llegados, en lo más alto de la barrera, se habían subido sobre la baranda de hierro. Y desde allí, en dificilísimo equilibrio, lanzaban sus alaridos. Anastasio los miraba espantado, temiendo que alguno tropezara o perdiera el equilibrio y cayera. Y, en efecto, así fue. Pero tras el primero cayó otro, y después todos, sin faltar uno, en confuso pelotón. En el aire seguían voceando como endemoniados, y al llegar abajo, uno de ellos, que se lanzó al vacío con un palo en la boca a guisa de cuchillo, los fue apuñalando a todos, repitiendo después, puesto un pie sobre el pecho del vencido, el grito selvático de Tarzán de los Monos. Los apuñalados, apenas concluido el grito ritual, se incorporaban, y cuando todos hubieron resucitado, emprendieron velocísima carrera, subieron al paseo y se situaron como la vez primera, dispuestos a repetir la aérea excursión. Pero con una variante. El mandamás gritó con angustia y buscada comicidad que el avión caía envuelto en llamas, imitó a las mil maravillas el estallido de los antiaéreos, plagió con sorprendente realismo el rumor de un avión que se lanza en picado, y, enarbolando un pañuelo, a guisa de paracaídas, se lanzó al vacío entre el alborozo y las carcajadas de sus compañeros, que se precipitaron al espacio tras él. Apenas en tierra, a velocidades de autómatas, se desnudaron. Dejaron la ropa de cualquier modo sobre la arena, y en bañador, y a paso gimnástico, en confuso pelotón cruzaron la playa y se zambulleron en el mar. Anastasio los miraba boquiabierto. ¿Eran locos escapados de una casa de orates, o una cuadrilla de saltimbanquis de circo, o simplemente colegiales de vacaciones con más vida que la que él tenía, con más músculos, con más alegría, con más amigos de los que tenía él? ¿Y con más dinero quizá…?

—¡Quitaos de ahí! —gritó el mandamás, que ya había salido del agua para volver a entrar—. Ahora veréis…

Y cogiendo carrerilla pegó un salto perfecto, juntó los pies, dobló las rodillas, rebotó en la arena, abrió los brazos en el aire como un pájaro y se incrustó de cabeza en el mar, con un estilo y una perfección que dejaron a Anastasio —hombre prudente— más admirado que envidioso.

Desde la orilla, el muchacho solitario, por cuya presencia Anastasio Fernández no se atrevió a mojarse los pies, hacía señas a los recién llegados.

—¡He…, he…! ¡Estoy aquí…! ¡Enrique, estoy aquí!

El mandamás advirtió su presencia.

—Pero ¿qué haces vestido? ¿No te bañas?

—Me han castigado en casa y no me han dejado traer el bañador.

—No seas cabrito y báñate en cueros…

El aludido no aceptó tan luminosa idea, y por toda respuesta se tumbó de espaldas sobre la arena. Los del agua, llamados por Enrique, se acercaron unos a otros y se pusieron a cuchichear. Enrique gesticulaba con las manos, y lo que decía era sin duda ingenioso, pues el resto de la pandilla se doblaba de risa al escucharle. Anastasio no perdía ripio. En el fondo estaba encantado, pues asistía gratis a un espectáculo decididamente entretenido. Los del agua se salieron de ella en silencio y se acercaron a su compañero, que, vestido y tumbado en la arena, no los sintió llegar. Cuando quiso darse cuenta ya habían saltado sobre él, y por muchos esfuerzos que hizo —sujeto como estaba por brazos y piernas— no pudo evitar que le dominaran como a un fardo. Anastasio no podía dar crédito a sus ojos.

«¡Que lo van a desnudar! —se decía escandalizado—. Que lo están desnudando… ¡Que lo han desnudado ya!».

Obedeciendo órdenes de Enrique, uno de ellos cogió toda la ropa y se la llevó al fondo de la playa, juntándola a la del grupo. El resto, nueve contra uno, dos por cada brazo, dos por cada pierna, y Enrique dando órdenes, balancearon a la víctima y la lanzaron al agua.

«Esto es demasiado», pensó Anastasio.

Pero su asombro fue mayor al comprobar que la «víctima», una vez en el agua, unía sus risas a las de sus verdugos, y con gran acompañamiento de carcajadas contaba el motivo por el que había sido castigado a no bañarse, y no ya un día, sino toda una semana: los exámenes, dos «cates» como dos castillos. Y si en septiembre no aprobaba, lo mandarían interno a Lecároz.

Durante mucho rato, rieron, saltaron, hicieron ejercicios gimnásticos, nadaron, bucearon, hasta que pasada una hora larga, el embromado pidió que cesara la broma y le acercaran la ropa a la orilla, pues estaba claro que para vestirse no iba a atravesar la playa en cueros vivos. Enrique replicó que si no lo hacía era un cobardica, y que al que le acercara la ropa le partía la cara. Como las opiniones se dividieron, y algunos, más sensatos, opinaban que las bromas pesadas debían reservarse para los que no eran amigos, Enrique expuso con toda seriedad y formalidad, como quien desarrolla una teoría desde la cátedra, que cada día debía estar marcado con el signo de algo extraordinario; pues en caso contrario, la vida no merecía la pena de vivirse.

Y le había tocado el turno de víctima a Javier (que así se llamaba el despojado de sus vestiduras), lo cual era una lástima, por la desgraciada circunstancia de ser amigo entrañable de todos. Pero que el hecho fortuito de la amistad no podía en modo alguno influir en variar «la órbita natural de los acontecimientos» y que la broma debía seguir su curso hasta el final. Javier debía, pues, escoger entre irse a su casa atravesando la ciudad tan desnudo como había nacido, o permanecer en el agua hasta la muerte.

—Es el destino, Javier. No puedes eludirlo. Hoy te ha tocado a ti.

Javier escuchó la sentencia visiblemente alarmado. Su situación era desesperada. O encontraba una solución que fuera del gusto de Enrique, o la disyuntiva era, en efecto, el ridículo o la muerte.

—¡Ah! —exclamó Enrique muy serio—. Además, para que nadie pueda variar el curso del destino, ahora mismo vamos a coger tus ropas y las vamos a quemar.

—¡Espera, tengo una idea extraordinaria! —exclamó Javier.

En realidad no tenía ninguna; pero sabía muy bien que para Enrique, la pura sugestión de una idea nueva que por su riesgo o por sus especiales características tuviera categoría de extraordinaria, sería escuchada.

—Tengo una idea.

Javier improvisaba.

—¿Por qué no volvemos la broma contra cualquiera que no sea de la pandilla? —Y añadió—: Por ejemplo…

Todos miraron hacia Anastasio, que sintió físicamente paralizársele el corazón. «Si me muevo —pensó acertadamente—, se lanzan en mi persecución y me alcanzan. Estémonos quietos».

Y acertó.

Enrique le miró largamente.

—No tiene gracia. Hoy la víctima eres tú, Javier. Eso lo saben en China. Está escrito. Resígnate.

Anastasio respiró. Pero el corazón no volvió a latirle ya con entera normalidad. Aquella proximidad estaba erizada de riesgos.

Y Javier no se daba por vencido. Entre irse a su casa desnudo o la muerte, tenía que haber otra solución más piadosa. Había que encontrarla. Era preciso.

—Tengo otra idea.

Los de la pandilla le escuchaban respetuosamente, como lo habrían hecho con un condenado que expresara su última voluntad.

—Tengo otra idea —repitió.

Pero a Enrique se le ocurrió otra.

—Genial…, me parece genial… —gritó, refiriéndose, naturalmente, a la suya propia.

—¡¡A vestirse, todos a vestirse…!! —añadió.

Nadie desobedeció la orden. Uno a uno fueron saliendo del mar, mientras el pobre Javier, entre las olas, vestido de agua, esperaba con visibles muestras de impaciencia los incógnitos resultados de la nueva genialidad de Enrique.

Éste se vistió más de prisa que nadie y salió disparado, abrochándose la ropa, hacia la parte más poblada de la playa.

—¡Un náufrago! ¡Un náufrago! —gritaba.

Al poco tiempo le vieron regresar al frente de un pelotón de curiosos. Un guardia venía con ellos. Desde lejos se le veía gesticular, intentando convencer al guardia de «algo» que ni Anastasio ni Javier, desde sus respectivas posiciones, entendían. Este último, pudoroso, se retiró mar adentro; pero como al perder pie tenía que elevar todo el cuerpo para nadar, su situación se hacía cada vez más ridícula. La muchedumbre, encabezada por Enrique y el guardia, llegó frente a Javier.

—Ahí está —dijo Enrique—. Está desnudo. Y no puede salir.

—¿Dónde, dónde? —exclamó una señora entradita en carnes y en años, visiblemente interesada en la suerte del pobre muchacho.

—¡Niño —gritó el guardia dando una gran voz—, ven aquí!

—No puedo —gimió Javier—; estoy desnudo…

—Acércate de rodillas… ¿Dónde está tu ropa?

—¿Cómo va a tener ropa? —interrumpió Enrique—. ¡Si es un náufrago!

—¡Un náufrago! —gritó una niña—. ¡Mamá, es un náufrago!

—Niña, vete al toldo y espérame. Ya te lo contaré.

El guardia miró a Enrique.

—¿Qué llevas en ese paquete?

—Mi bañador…

—Dámelo…

Enrique se lo dio, y el guardia, haciendo un ovillo, se lo tiró a Javier.

—Póntelo y sal.

Javier obedeció, y el guardia volvió la espalda —no sin mirar antes con una sonrisa llena de sorna a Enrique— y se retiró, dando por terminado el incidente.

—Es un náufrago…, le juro que es un náufrago —gritaba Enrique siguiéndole—, y yo quiero que me den una condecoración… —Pero al ver que el guardia no le hacía caso, con gesto malhumorado se dirigió hacia sus amigos, que desde lejos esperaban el resultado de la aventura.

Fue entonces cuando, viendo de pronto a Anastasio, se acercó a él, fanfarrón:

—Tú no serás un espía, ¿eh?

—¿Qué dices? No te entiendo…

—Un espía, un chivato, un soplica. Creo que hablo claro, ¿no?

—¿De quién voy a ser yo un espía…?

—De los curas del cole, nene. No te hagas el longuis.

Anastasio no entendía una palabra, pero estaba aterrado.

—Déjame en paz —le dijo—. Yo no me he metido contigo.

Enrique le analizó de arriba abajo, con descaro.

—¿Por qué vas de negro? ¿No serás un seminarista o un «levita»?

—Estoy de luto. Hace ocho meses mataron a mi padre.

Enrique cambió de tono.

—¿No es cuento?

—No es cuento; te lo juro.

—Si es así, perdona. ¿Quieres fumar?

—No.

Mientras seguía hablando, Enrique se puso a liar con parsimonia un cigarrillo.

—Es que yo no sé de dónde diablos sacan los espías los curas; pero se enteran de todo con pelos y señales. Cuando descubra al chivato, ése se va a acordar de mí. Y tú, escucha esto: si lo que me has dicho es verdad no te pasará nada. Y hasta podrás ser de la pandilla, si quieres… Pero si me has mentido…, de la paliza que te doy no te reconoce ni la madre que te parió.

—¡Deja en paz a mi madre!…

—Perdona otra vez; pero lo dicho, dicho. Adiós…

Dio media vuelta para retirarse, pero no había andado tres pasos cuando se detuvo.

Fue entonces cuando le dijo:

—¡Oye, tú…! Y de lo que has visto hoy…, como si fueras ciego.