LOS CUARTOS…, las medias…, las horas… El reloj del Buen Pastor iba trazando pequeñas fronteras al sueño. En cuanto Anastasio oyó pasos por la casa, se levantó y se fue al comedor, la única habitación que conoció la víspera. Un mirador daba a la plaza: una lluvia pequeña, menuda, polvillo de agua, lo envolvía todo. En el centro, una iglesia bordeada de jardincillos con hortensias y geranios. Tenía la iglesia una sola aguja central, como un gran cucurucho, y era de color de tierra. Las casas que cuadriculaban la plaza eran también del mismo color. No había edificaciones de ladrillo, como en Madrid, ni de granito, como en la Sierra, ni estaban encaladas, como al sur de Aranjuez. Todas eran de un mismo material. Se diría que las fachadas estuvieran revocadas con barro o que la lluvia hubiera unificado los tonos. ¡Qué lluvia más extraña era aquélla! Caía sin estridencias, muy lenta, y era tan fina, que la ley de la gravedad apenas existía para ella. Más que caer, descendía. Era como si una nube baja se deshilara y sólo se hiciera agua al contacto con las cosas. Pero ¡qué limpio estaba todo gracias al agua! Hasta las manchas adquirían, por virtud de la lluvia, una categoría nueva: el aceite de los coches caído sobre el asfalto de la calle, se diluía en manchas multicolores azules, rojas, violetas. «Me gusta esta lluvia», pensó. Y su primer impulso fue bajar a la plaza y comprobar si mojaba. Pero no se atrevió. Los pasos de tía Enriqueta se oían en el pasillo. Se acercaban.
—¡Jesús, María y José, qué susto me has dado! ¿Qué haces aquí? ¿A qué has entrado aquí? ¿Sabes qué hora es? ¿Por qué te has levantado?
A cada exclamación, Anastasio intentó oponer un tímido «perdona», «creía que…», «yo no sabía la hora», «quería desayunar».
—¿Qué pensabas?, ¿que te queríamos matar de hambre? En esta casa hay poco dinero; pero comer, comerás. ¿Qué se habrá creído el mocoso? Nos apretaremos el cinturón, como dice tu tío, y a otra cosa. Lo que no puede ser es que te pasees de noche por la casa buscando golosinas, porque aquí no las hay, ¿te enteras? Que si tu madre hubiera tenido un poco más de aquí —y se señalaba la frente—, no pasarían las cosas que están pasando. Y yo me entiendo.
Anastasio la escuchó sin parpadear, con los ojos muy abiertos.
Enriqueta le miró fijamente.
—Tú has hecho algo… ¿Has cogido azúcar? —Abrió las hojas del aparador—. Aquí falta azúcar. Dime la verdad…
—No.
Enriqueta tomó el azucarero, lo metió en un cajón, lo cerró con llave y se la guardó.
«Me voy a la compra», dijo. Cogió una bolsa grande de hule y se fue.
Si la congoja es una protesta impensada, un porqué sin respuesta que comienza a girar, a girar como una hélice dentro del pecho; un remolino de sensaciones que se forma entre el corazón y la garganta, eso fue lo que Anastasio sintió apenas la puerta se cerró ante él.
Anastasio había renunciado desde pequeño a buscar el porqué de muchos secretos. Sabía que había cosas inexplicables sobre las que no valía la pena meditar ni averiguar la causa. Eran de esta manera y no de otra «porque sí». ¿Por qué habían matado a su padre? ¿Por qué? ¿Por qué había guerra? ¿Por qué tía Enriqueta era así? ¿Por qué su madre no había podido venir con él? ¿Por qué le había enviado a casa de esta mujer odiosa? Como buscar explicaciones donde no las había le producía una angustia infinita, un movimiento intuitivo de autodefensa le había llevado —a él, que era de natural reconcentrado y meditativo— a renunciar a toda aclaración. Calculó el tiempo que tardaría tía Enriqueta en bajar la escalera de la casa y salió del comedor.
—¡Hola muchacho!
—¡Hola, tío!
—¿Adónde ibas?
—A la calle. Quiero conocer la ciudad.
—¿Te has desayunado?
Anastasio mintió:
—Sí.
—Vuelve para comer. A las dos… Sé puntual.
—Sí. Adiós.
Y salió a la calle. «No debí decirle que había desayunado —pensó—, sino que no quería desayunar para que no tuvieran que apretarse el cinturón. Y no debo regresar a las (los, sino a las nueve, y sin comer para que me noten demacrado».
Pero Anastasio, que pensaba siempre lo que decía, no decía siempre lo que pensaba. Y se guardó su discurso. Y regresó a las dos. Y volvió a salir apenas terminó de comer.
Por la mañana había experimentado una de las sensaciones más grandes de su vida: ver el mar por primera vez.
Al salir de casa llovía; pero eran tan finas las gotas y tan espaciadas, que hasta las gentes que llevaban paraguas, lo llevaban cerrado, a guisa de bastón. ¡Qué lluvia más ridícula! En su tierra, o se desplomaba el cielo en agua sobre la tierra, inundando las calles, o granizaba o nevaba o hacía sol; pero esta birria de lluvia no la había visto nunca. Caminó bajo los pórticos de la plaza y torció a mano derecha, por la primera calle. Al fondo se adivinaban unos jardines con unos pinos muy bajos en forma de setas. Después supo que se llamaban tamarindos. No los había visto nunca. Las ramas se abrían en la copa, igual que las varillas de un paraguas, y al juntarse ron las del árbol vecino formaban como un techo aceitunado bajo el que paseaban las gentes. El tronco y el tamaño eran como de olivos; y las hojas, alfileres verdes, como en los pinos. Le gustaron. Y tanto se extasió en su contemplación, que tardó en ver —y una vez visto tardó en comprender— qué era esa breve línea azul que se percibía entre los troncos. Aceleró la marcha y se acercó, y ya no vio los árboles ni a los que paseaban bajo ellos, ni volvió a pensar en la extraña lluvia, porque acababa de descubrir el mar. Se apretó contra la barandilla del paseo. Bajo sus pies —blanca la arena seca, amarilla al borde del agua—, la playa trazaba un semicírculo perfecto entre dos montes. Y en medio el mar, ese mar que no había visto nunca, entraba en el redondel de aquella enorme plaza de toros que era la bahía y llegaba hasta la playa, que era una prolongación del fondo: un plano inclinado por el que el agua llegaba a la tierra. El agua tenía vida. No se estaba quieta. Respiraba. Ya sabía él que existían las olas; ¡pero las había imaginado de tan distinta manera! Anastasio pensaba que la superficie del mar se movería, como las ramas de los árboles, con la fuerza prestada del viento. Pero nunca con aquel poder propio, con aquel mágico y ruidoso respirar. Y ahora, ante sus ojos, se producía el milagro —lo estaba viendo— de ese vaivén del mar que se acerca en un tirabuzón de espuma blanca que parece va a arrollarlo todo y se retira después como si unos hilos invisibles y poderosísimos tiraran del agua para devolverla a su seno. Y así una vez y otra vez. Las olas se acercaban a la tierra de tres en tres, pues cuando rompía la primera, ya la segunda avanzaba para imitarla y una tercera comenzaba a formarse. Y al romperse, un rumor sordo como un ronquido sonaba de parte a parte de la bahía.
Dos horas largas anduvo Anastasio de acá para allá por el paseo que bordeaba la playa, sin atreverse a bajar a ella. La lluvia —si es que así podía llamarse a aquella ínfima salpicadura— ya no caía —si es que así podía decirse de aquel levísimo descender—. A medida que fue avanzando la mañana, el sol se adueñó del espacio. Y si llegó puntual a comer, no fue tanto por complacer a su tío como por proseguir a la tarde sus maravillosos descubrimientos.
El primer domingo, al regresar de Misa, encontró sobre la mesilla de noche una peseta. Al ir a devolverla supo que era un generoso aumento que sus tíos añadían a los desvelos y a los gastos que su estancia les ocasionaba. Su primera salida fue para comprobar la elasticidad de su presupuesto. Con este dinero semanal podía realizar diez viajes en tranvía, o comprarse dos helados italianos de nata y limón, o ir una vez al cine, al gallinero del Trucha. No había para más. De todas estas posibles inversiones, Anastasio escogió la primera: viajar en tranvía. Quería saber hasta dónde llegaban todas las líneas, qué nuevos sitios inéditos podía descubrir, qué rincones exigían este medio de locomoción y a cuáles de ellos podía llegarse cómodamente a pie. Su primer viaje le reservó una agradable sorpresa: conoció la existencia de unos abonos, cada uno de los cuales costaba una peseta precisamente y daba derecho a realizar, no ya diez viajes, sino doce. Su primera inversión fue, pues, adquirir uno, por el ahorro que representaba. Transcurrida una semana comprobó, no sin satisfacción, que aún tenía derecho a realizar varios viajes más. Esto significaba que, sumando el ahorro en viajes de una semana y otra, llegaría una en que surgiría el problema de en qué invertir su famosa y elástica peseta de los domingos. Y decidió, para cuando llegara el día, tomarse dos helados, uno tras otro. El primero sería de limón y nata; el segundo de nata y chocolate. Y entretanto…
¡Qué maravillosa experiencia la que tuvo entretanto! La mejor de todas. Y gratuita. Anastasio, sin que nadie le animara, sin que nadie le viera, se atrevió a mojarse los pies en el agua: más aún, a andar por el agua, con los pies descalzos, mojándose hasta las rodillas.
Descubrió que la otra playa, Ondarreta, la que está más próxima a la isla, tenía muchas menos olas que la playa grande. Y un día de marea baja se animó y lo hizo. Después mojó la mano en el agua y probó el sabor, amargo, mineral, fortísimo, del mar.
De sobra sabía que aquello era una isla; pero como la chiquilla le miraba extrañada de su contemplación, por romper el hielo preguntó si era o no una prolongación del monte.
—Claro que es una isla —respondió la niña—. Se llama Santa Clara. Y se puede llegar en barca. Y desde Ondarreta, nadando.
—¿Y es muy grande?
—¡Huy, qué tonto! ¿No ves que es muy pequeña?
Anastasio se azoró no poco de haber hecho esta pregunta tan simple.
—Celia, Celia… viens ici.
A Anastasio le gustó el nombre: Celia. La chiquilla se fue corriendo hacia quien la llamaba.
—Qu’est-ce que tu parlais avec cet enfant-là?
—Me preguntó que si la isla era muy grande.
—Je ne veux pas que tu parles avec des inconnus.
Anastasio se azoró aún más y ni siquiera se volvió a mirar la cara de mademoiselle.
Si hubiera sabido que iba a encontrar chicos y chicas de su edad, no habría subido. Era aquélla una plataforma, casi en lo alto de Urgull, volcada sobre la bahía, y estaba llena de «niñas bien» con sus misses y mademoiselles. Unas niñas saltaban a la comba con increíble habilidad; otras, con una pierna recogida, como las aves zancudas, empujaban a la pata coja piedras con el pie, sobre unos cuadros dibujados con tiza sobre las losas; otras, en fin, sentadas en los bancos, daban buena cuenta de la merienda: merienda de niños chic: cacao «SAM» en vasos de papel encerado, suizos espolvoreados con azúcar y tabletas de chocolate y leche que extraían de unas fundas azules —«Suchard»— o coloradas —«Nestlé».
Anastasio salió de allí y continuó la escalada por un atajo entre ruinas, hasta coronar el monte. Desde allí se contemplaba una extensión tan grande de mar que el horizonte se veía redondo. Nunca antes de ahora había experimentado tal vértigo de sensaciones, de ideas, de juicios, hasta de metáforas ante la inmensidad. El mar era en aquella hora de un azul adolescente, y a medida que se acercaba al arco del horizonte, palidecía como si fuera a enfermar. Rompiendo la informe monotonía del agua, había sobre el mar extrañas manchas verdosas en zigzag, que bien podrían ser bancos de algas o de peces, o estelas de barcos que habían pasado por allí, o sombras de rocas sumergidas, o corrientes de mar visibles como en las litografías de los mapas del colegio. No había adquirido Anastasio el sentido de la proporción e imaginó que los barcos sobre el agua serían, vistos desde allí —poco menos, poco más—, del tamaño de la isla. No era esto muy lógico, habiendo preguntado minutos antes si la isla era muy grande; pero el caso es que, sin meditarlo, así los había imaginado. Y ahora, al ver los barquichuelos en la lejanía, como ínfimas hormigas, se rió de sí mismo y de su ignorancia. «Es ésta la primera vez que me río desde que estoy aquí», pensó. Y esto le produjo una sedante sensación de bienestar.
Nunca supo cuántas horas estuvo en la cumbre de Urgull contemplando el Cantábrico. Pero advirtió que era azul cuando llegó, que se volvió verde después y que al ocultarse el sol se puso gris. Al bajar vio de nuevo la misma niña con quien había cambiado unas palabras. La estuvo observando de espaldas, pues bajaba delante de él acompañada de mademoiselle y de otras dos niñas más pequeñas y muy parecidas entre sí. Vestían todas faldas escocesas rojas, verdes y amarillas, y una blusa blanca. En la mano, las tres llevaban una chaqueta colorada. Bajaban riendo y saltando, y la mademoiselle no abría la boca sino para recomendarles que no arrastraran la chaqueta por el suelo.
«Son niñas ricas», pensó. Y después sentenció filósofo: «¡Qué tontas son las niñas ricas!».
Instintivamente acortó el paso. No quería adelantarlas, no fuera la mademoiselle a repetir lo de los «niños desconocidos». Pero se sobrepuso. ¿Qué tontería era aquélla? Si su paso era más rápido, las pasaría. Y si no, no. ¿Era acaso aquel monte un jardín privado? Si él era desconocido para ellas, ellas eran desconocidas para él. ¿O no tenía, por ventura, el mismo derecho que cualquiera para estar allí?
Las niñas bajaban por el camino, y un atajo apareció de pronto junto a Anastasio. Sin pensarlo, se metió por él y salió al mismo sendero, pero muy por delante de ellas. «¿Por qué he hecho esto? —se dijo—. Es ridículo». «¿Para no cruzarme con ellas? ¿Y por qué no he de cruzarme con ellas?». Se detuvo un momento, se mordió las uñas y se sentó en un banco, esperando a que las niñas pasaran. «Ahora me fastidio y las espero».
Anastasio estaba de luto. Su pantalón corto tenía el tono de ala de mosca que toman las telas negras largamente usadas. Las medias de lana grises y caídas sobre los tobillos, eran impropias del tiempo. Se las recogió y las dobló bajo la rodilla. La camisa blanca… «¿Qué tiene mi camisa blanca? ¡Todas son así! ¿No son todas así?».
Las niñas y su acompañante se acercaban. Anastasio se inclinó hacia adelante. Apoyó los codos en las rodillas y la cara entre las manos.
—Adiós —dijo.
—Adiós… —contestó la mayor de ellas.
Y como mademoiselle se inclinara hacia la pequeña para preguntarle que quién era, Anastasio gritó: «¡Soy el niño desconocido de antes…, tonta…!».
Pero no lo dijo en voz alta: lo dijo gritando, pero en sus adentros. Cuando llegó abajo, vio que el agua del mar estaba negra, mucho más negra que el cielo. Rebasó de nuevo a las niñas, que se habían quedado junto a un puesto de helados. Celia estaba tomando uno de nata y chocolate. La boca se le llenó de saliva. A todas sus observaciones respecto al mar, Anastasio añadió dos más aquella tarde: que más que recibir el color del cielo, se diría que es el mar el que presta su color a aquél; porque si azul, es más azul que el cielo; si gris, más gris; si negro, mucho más negro. Y que mirarlo alegra el ánimo al que ya es alegre y no entristece al que ya está triste.
Aquella noche Anastasio soñó que se ahogaba en una inmensidad, en un océano sin límites, mitad de agua, mitad de tristeza.