EL LÁPIZ CARBÓN de gruesa punta redondeada, quieto hacía unos instantes, corría ahora de un extremo al otro del grueso papel, sin rozarlo apenas en unos puntos, hiriéndolo en otros, como si tuviera vida propia.
—Buen tipo el viejo. ¿No te parece? Tiene cabeza.
Hacía tiempo que Enrique había adquirido la costumbre de dialogar con las cosas para evitar, de plano, monologar consigo mismo. Enrique odiaba la introspección. Hablaba con su lápiz, con su armónica, con los personajes de sus dibujos. Pero no estaba loco. Estaba solo.
—Buen tipo el viejo. Tiene cabeza…
Enrique admiraba a los hombres que tuvieran eso que él llamaba «una buena cabeza», expresión que no intentaba en modo alguno señalar equilibrio mental, profundidad de ideas o capacidad creadora, sino un amplio cráneo adornado del máximo número de adminículos desmesurados: nariz potente, mandíbula en vanguardia, cejas erizadas. Y barba. Barba hirsuta, flamígera, despeinada.
Su colección de dibujos estaba poblada por mendigos, profetas y revolucionarios. Cabezas deformes, cabezas audaces. Por excepción, cuando alguna sobresalía por su temperamento, Enrique se complacía en añadirle un cuerpo, generalmente ridículo o en posturas infamantes y arbitrarias. Aquella cabeza, que hubiera podido pasar a ser la del Cid Campeador o la de Carlomagno, acababa siendo la de un mendigo rodeado de perros ladradores y golfillos burlones armados de piedras. Moisés aparecía en traje de baño jugando en la playa con jovencitas en bikini, y Einstein aprendiendo la tabla de multiplicar.
—¡Pobre tonto! Te creías alguien, ¿eh? Y mira lo que eres…
Otras veces era el propio Enrique quien se sorprendía tras la labor destructora de su lápiz carbón.
—Lo siento, señor, yo mismo había creído que era usted un tipo imponente. Lo siento. Es usted un pobre diablo.
Guardó Enrique el carbón, el difumino y los lápices menores… «Mañana seguiré contigo —le dijo—. Ahora ya casi no hay luz». Después sacó la armónica de su estuche, se acercó al ventanuco, se puso de puntillas, agarró fuertemente con las manos en alto el borde del hueco, hizo una flexión de brazos y ágilmente se encaramó hasta él.
La pared maestra de la celda tenía metro y medio de espesor y era toda de piedra. En el centro, a media altura, estaba la reja: seis barrotes de hierro, verticales, precedidos de un nicho semejante al que tenían las aspilleras de las fortalezas antiguas.
En aquel espacio, en cuclillas o sentado a la usanza mora, pues de pie no cabía, y echado a lo largo tampoco, Enrique se instalaba todos los atardeceres. Entonces también lo hizo. Estuvo unos minutos —dos, tres, cinco— mirando hacia fuera. Después tomó la armónica en las manos, le limpió la rejilla metálica frotándola contra el pecho y la dejó deslizar por los labios, improvisando una nueva melodía.
Ante su celda, rozando las rejas, volaban, persiguiendo insectos, las golondrinas. El atardecer era glorioso. Sobre la España amarilla, ¡qué bien hacen los sotos aislados, pequeños oasis verdes de álamos blancos y chopos! Junto a ellos hay siempre un breve deslizar de agua y unas mujeres —corvas al aire— lavando ropa. Fuera del soto, el campo amarillo, recién segado. Amarilla la tierra, amarillas las eras, amarillas las parvas, amarillo el polvo —gotas de oro— de las aventadoras. Por la carretera lejana zumbaban los automóviles.
Así, en cuclillas, mirando al campo o a las nubes violetas del crepúsculo, Enrique había iniciado la composición de cien melodías. Pero rara vez concluía alguna. El desaliento le invadía con la misma fuerza que el entusiasmo primero. «Esta musiquilla me estaba saliendo tristona. Me aburre lo triste. ¿Y tengo yo motivos para estarlo? ¡No, padre!… ¡Pues entonces!» llora peligrosa la del atardecer. La penumbra desdibujaba los contornos de las cosas, y los fantasmas de mil recuerdos le cercaban y dialogaban con él. Si alguno le importunaba con absurdas melancolías, Enrique le hacía callar con un «no seas plomo», o «date el bote y no me aburras». Pero si cl fantasma insistía, Enrique se ponía en pie y lo echaba bonitamente. «¡Hala, hala; fuera!, ¡…por la puerta se va a la calle!». Después de esto se encaramaba de nuevo en su nicho hasta que daban la luz eléctrica y los fantasmas se desvanecían.
—¡Un, dos! ¡Un, dos!… —bromeaba Enrique marcando el paso al oír a Antonio que se acercaba.
Antonio iba siempre bien calzado. Y sus pasos retumbaban desde lejos por la galería. Llevaba un manojo de llaves colgadas de un aro metálico y las hacía sonar cuando andaba, anunciándose. Era un sesentón gruñón e inofensivo, con la gorra siempre ladeada, muy a lo majo, y que, según Enrique, había frustrado su carrera.
—Usted tendría que haber sido caricato.
—¿Y eso qué es?
—Actor de comedias. El que hace reír.
—¡Vaya por Dios!
Una o dos veces por semana, Antonio visitaba al preso en w misma celda. «Con Dios», decía invariablemente llevándose el índice a la frente. Y después: «¿Le duele la espalda?». Si la respuesta era afirmativa, Antonio se inclinaba sobre el recluso, le remangaba la camisa y, posando sus manazas sobre los desnudos omóplatos del preso, le daba un masaje.
—¿Qué, le sabe bien?
—Es usted un experto.
—Mi mujer, la pobre, todos los septiembres sufría de plesitis.
Enrique y Antonio se estimaban vagamente. No en balde eran los decanos del establecimiento.
—Tengo una noticia curiosona para usted —le dijo un día.
—¿Buena o mala?
—Curiosa nada más. Usted recuerda que la semana pasada trasladaron a Anselmo y al Chorizo y a Pascual, ¿no? Pues hoy han puesto en libertad a Marcos. Ayer cumplió.
—¿Y qué?
—La cosa está clara: desde hoy es usted el preso más antiguo del establecimiento.
Enrique se rascó la coronilla y preguntó con desfachatez:
—Oiga, Antonio, ¿y eso de la antigüedad no se cotiza?
—No pretenderá usted que venga el ministro de la Gobernación con música y todo a regalarle un reloj de oro. ¡Vamos! ¡Digo yo!
—Pues yo voy a pedir una cosa.
—Ni se le ocurra. Aquí ser el más antiguo es ser el más golfo. ¿Qué va usted a pedir…?
—Otra celda: la 21.
—¡Está loco! Esta que tiene da al campo y se ve la carretera, la 21 da al patio.
—Por eso…
—Además, el ala sur está casi vacía. Allí no hay con quien hablar de puerta a puerta…
—Razón de más.
Días más tarde —ventajas del decanato—, Enrique era trasladado a la celda 21. De esto hacía ya más de dos años.
«¿Para qué quiero yo ver el campo, eh? ¿Para qué voy a querer? ¿Y la carretera y los coches que pasan —¡bsss… bsss…!— como bestias…? Aquí estoy mejor… Allá me quedaba como un tonto, mirando, mirando… Y después la morriña esa. ¡Bobadas! ¿Tengo yo motivos para estar triste? ¡No, padre! ¿Me ha salido algo mal en la vida? ¡No, padre! ¿He hecho siempre lo que me salía de las narices? ¡Sí, padre! ¡Pues entonces!».
Al igual que en la otra celda, Enrique estaba en el ventanuco, en su posición habitual. La pieza ya estaba casi a oscuras, pero fuera aún era de día, y día luminoso. El sol seguramente se habría escondido ya tras el mar amarillo del horizonte, prestando su mejor color a la meseta. Poniente, sin duda, estaría inflamado de rojo. Enrique adivinaba la proximidad del ocaso porque los pájaros volaban altísimos buscando las últimas caricias del sol. Dentro de pocos minutos, el rojo se habría convertido en malva y violeta, y el último vestigio de luz se precipitaría, como un ángel caído, tras el horizonte.
Hacía ya tiempo que la visión del patio había perdido para Enrique su mejor aliciente. Las primeras semanas se pasaba todo el santo día, reloj en mano, junto a la reja, para aprender a leer la hora y el minuto según la raya de sombra marcada por el sol dentro del patio. Saltaba de la cama cuando las últimas estrellas no se habían borrado aún del cielo recién lavado por el alba. A esa hora, una luz sórdida, cenicienta, se desplomaba sobre aquel espacio cuadrangular, como si en un gran recipiente volcaran agua sucia. A las once menos siete, Enrique anotó que la primera raya del sol teñía de luz la pared que miraba al sudeste. Era una raya oblicua que se ensanchaba y descendía ganando terreno a la sombra y aumentando en intensidad a medida que el sol iba dando de plano en la pared. Una tarde, al llegar esta hora, cayó en la cuenta de que el sol se adelantaba cada día, a medida que avanzaba el verano, y Enrique abandonó sus observaciones cronológicas para no volver a preocuparse de ellas. La violenta sinfonía en blanco y negro, luz y sombra, que producía el sol sobre el patio, sugirió a Enrique la idea de copiarlo. Y lo hizo, aunque dibujándose a sí mismo tras cada reja y en distintas edades: tal como él se recordaba de niño, tal como se sabía de hombre maduro y tal como se imaginaba de viejo. Pero no se adornó con barbas, ni con surcos, ni con gestos imponentes, como lo hacía con las «buenas cabezas» de sus dibujos habituales. Se dibujó incoloro e imberbe, como un subhombre. Tras las verjas, variando los juegos de luz sobre sus caras, según la posición del sol en cada ventanuco, había en el dibujo Enriques llenos, crecientes y menguantes, Enriques niños, Enriques hombres, Enriques viejos, todos rapados, pálidos, mondos, como fantasmas de Pierrot.
A mediodía el patio se llenaba de sol. A media tarde, una larguísima sombra comenzaba a crecer derrumbándose desde la azotea hasta las losas del suelo, y allí avanzaba lentamente hasta alcanzar la pared frontera, por la que trepaba. Cuando el último punto de sol doraba el sombrerete de la chimenea, el patio ya estaba lleno de noche anticipada.
«¿Para qué quiero yo saber la hora? ¿Me esperan en casa o en la oficina? ¡Vaya usted a saber para qué diablos me interesa a mí saber la hora que es!».
Un día compuso su Melodía tras las rejas, inspirada en su propio dibujo de los cien Enriques rapados. «¿La dejo o no la dejo? —se decía para sí—, porque como triste… me está saliendo más negra que un Viernes Santo». Pero a pesar de todo, esta vez la concluyó. «Esto es un progreso —se dijo—. Me estoy reformando. Un poco más y seré un hombre de provecho».
Por culpa de su melodía no oyó los pasos de Antonio, que se acercaba, ni el breve tintineo de esquilas o de campanillas diminutas de su manojo de llaves.
—Con Dios —dijo Antonio, llevándose el índice a la gorra—. Grandes noticias.
Y soltó cuanto tenía dentro.
El Penal tenía nuevo director. Hacía ya una semana que había tomado posesión. El escándalo de lo que había descubierto, sonaría hasta en Madrid. Por lo visto, su antecesor metía mano que daba gusto en las cuentas del almacén y de la cocina. Por menos de eso estaban muchos de los presos allí. El nuevo jefe traía un montón de teorías e ideas nuevas en el bolsillo. Había decidido recibir todos los lunes a los presos que quisieran verle, por si querían reclamar, protestar o pedir algo. Había mandado hacer unos impresos para anotar estas peticiones. Y había abierto unos expedientes de buena conducta para solicitar rebajas de penas a los mejores. Y…
—Pero ¿quién es ese tío? —interrumpió Enrique, impresionado.
—Don Anastasio Fernández.
Enrique abrió unos ojos como espuertas, sintió un nudo en el pecho como si le atenazaran el corazón y se volvió bruscamente de espaldas.
—Fernández ¿y qué más?
—Fernández Cuenca. ¿Le conoce usted?
—No.
Cuando Antonio salió, Enrique, sentado en el camastro, se llevó las manos a la cara. Cuando las retiró estaba pálido. Se puso en pie. Paseó lentamente por la celda. Al fin se detuvo. Apoyó la espalda en la pared del ventanuco, y así, mirando a la puerta, sin pestañear, estuvo horas absorto, quieto, como si un gran peso le inmovilizara. Esta vez, cuando se encendió la luz, los fantasmas no se desvanecieron.
Tres días después repartieron entre los reclusos unas hojas impresas. Había que rellenarlas para ser recibidos el lunes siguiente por el director. Tenían una casilla para anotar el motivo de la visita o lo que se iba a solicitar.
Enrique, lápiz en mano, tuvo el impreso varios minutos ante él sin hacer nada. Después cogió la hoja, la dobló cuidadosamente por los ángulos, ciñó un extremo sobre otro e hizo una pajarita de papel. Todos los viernes repartían los mismos impresos, y todos los viernes Enrique aumentaba con un ejemplar su pequeño zoológico de papiroflexia.
Tras la pajarita vino una jirafa. Más tarde un rinoceronte. Y un asno. Y un perro. Y una mariposa. Cuando la colección adquirió una importancia respetable, Enrique decidió decorar su celda.
—Necesito clavos —le dijo a Antonio.
—Está prohibido.
—Cuerda entonces.
—No puede ser.
—Mire usted, Antonio. Si yo quisiera suicidarme, no tenía más que golpear su cabezota de chulo endomingado contra la mía: usted se harían un chichón y yo me fracturaría el cráneo.
—¿Y por qué no se lo pide usted al director un lunes?
Enrique dudó y se volvió de espaldas para liar un cigarro.
—Porque para pedírselo tendría que emplear un impreso, y los impresos los necesito para mi zoológico… La cosa está clara. ¡Digo yo…! ¿No?
Los pasos de Antonio retumbaban claramente por la galería.
—Con Dios, Enrique.
—¡Hola, Antonio!
—Arréglese, que va usted a ver al director.
Un relámpago cruzó los ojos del recluso. Instintivamente se llevó las manos a la cabeza para alisarse el pelo. Después, meditadamente, las bajó, dejándolas caer a lo largo del cuerpo. Este momento tenía que llegar. Era forzoso que llegara. Las facilidades que daba el director para que los presos le vieran ¿qué explicación tenían, sino la de abrir a Enrique, sólo a Enrique, las puertas de su despacho? Y más tarde, los impresos… A Enrique no le cabía duda de que era una medida más, una invitación más, para que él —él, y no otro— tomara la iniciativa de verle. «Pobre viejo (se dijo), siempre tan bueno, y tan torpe».
—No quiero ir.
Antonio le miró a los ojos.
—Le he dicho que el director le llama y no es cuestión de querer o no querer. ¡Hay que ir!
A Enrique se le subió la sangre a la cabeza, y temió que le viniera uno de esos prontos que le cegaban, privándole de la facultad de razonar. Apretó los puños, tragó saliva y, para serenarse, se sentó.
—No hay prisa —le dijo Antonio—. Pero le espero. Tiene que ir.
Enrique le contestó en el tono más conciliador que pudo.
—Escuche, Antonio, escúcheme hasta el final. Tiene usted que llevarme a la fuerza, ¿comprende? Solo no puede. Tiene usted que ir al Cuerpo de guardia y pedir que vengan dos hombres… o mejor, tres. Sí, creo que será mejor que vengan tres…
Hablaba muy bajo, con mucha suavidad. Continuó:
—Pero ya que tiene usted que darse ese paseo, le voy a pedir un favor. Antes de buscar ayuda en el Cuerpo de guardia (pues para usted, que es amigo, sería muy violento ver como me ponen las manos encima… y como me arrastran…), antes de eso, ¿comprende?, se acerca a la Dirección…, ¿comprende?, y dice usted que…, que…, ¡que no quiero ir!
Enrique se había excitado peligrosamente. Y gritaba, gritaba rompiéndose la voz:
—¿Ha entendido usted bien? ¡¡Que no quiero ir!!
Nunca en catorce años de cárcel, Antonio le había visto tan fuera de sí. Tuvo miedo, porque daba miedo verle con la boca torcida en una mueca de odio o de terror, y los ojos llenos de sangre, de sangre verdadera.
—¡¡Que no quiero ir!! ¿No me ha entendido usted? ¡¡Que no quiero ir!!
Antonio dio media vuelta, salió y cerró tras sí la puerta de la celda.
—Antonio, espere. No se vaya todavía.
Ahora lo decía con voz calmosa, forzando el tono de amistad.
—Le pido ese favor… porque estoy seguro de que si el director sabe que no quiero ir… ya no le interesará que yo vaya…
Antonio no dijo nada y se puso a desandar la enorme galería. «¿Cómo le voy a decir a nadie que el preso ha dicho que no quiere ir? Le van a dar una paliza que lo van a doblar. ¡Pobre hombre…!».
Antonio entró en el despacho del director.
—¿Da su permiso? Venía a decirle que… el número 21 ha dicho…, imagínese…, está loco… Ha dicho, digo, que… no…, que no quiere venir… Y yo…
El director le interrumpió secamente:
—No me interesa saber si el recluso quiere o no venir. Yo sólo le dije que lo trajera.
—Sí, señor; sí, señor… Y ahora mismo iba yo a pedir en el Cuerpo de guardia que me ayudaran. Porque yo solo… no podría. Ya estoy viejo.
Hizo ademán de retirarse.
—Ahora mismo se lo traigo. Con su permiso.
Antonio abrió la puerta para salir, pero el director se lo impidió.
—Espere…
Fernández Cuenca estaba de pie, las manos en los bolsillos, el cigarrillo en los labios y los párpados entornados para protegerse del humo que le subía por el rostro, inundándole un ojo. No era la primera vez que Antonio le veía en esta postura, un poco ladeada la cabeza, como si sintiera placer con el humo del cigarrillo —cigarrillo que apenas tocaba con las manos— subiéndole por la cara. «Cuando mira así a alguien, estoy seguro de que no le ve —se decía—. Hasta ha olvidado que estoy yo aquí».
Anastasio Fernández le miraba, en efecto, sin verle. Después le volvió la espalda, se sentó en su escritorio, echó el cuerpo hacia atrás, y se entretuvo en producir con el humo blancos anillos de Saturno y seguirlos con la mirada hasta que se esfumaban. Fernández era lento en sus decisiones. Al fin apagó el cigarrillo y echó un vistazo a su reloj.
—En realidad ya es muy tarde —terminó por decir—. No sé si voy a tener tiempo de recibirle hoy. Mañana será mejor.
Antonio se alegró de su decisión. Y recordó la frase de Enrique: «Si el director sabe que no quiero ir…, ya no le interesará que yo vaya…».
—¿Entonces se lo traigo mañana?
Fernández dudó.
—Sí, mañana. O la semana que viene. Ya le avisaré a usted. Ahora me voy a mi casa.
—Con su permiso —dijo Antonio. Y se retiró.
Anastasio se puso en pie, recogió unos papeles, los guardó en su carpeta de trabajo y salió él también.
Sobre las losas de la galería, mordidas por el tiempo y la humedad, sus pasos sonaban lúgubres y solemnes. Los presos, forzosamente, tendrían que oírlos. Y a Anastasio no le gustaba ser oído. Bordeó el patio, cuya luz sucia, amarillenta, se extendía de abajo arriba hacia las celdas. Al acercarse a la «Jefatura de Servicios» hubo revuelo y cuchicheos, cartas que se escondían, botellas que se ocultaban, palabras cumplidas de «A sus órdenes», «Buenas noches», «A darse un paseíto, ¿eh?»… La puerta exterior de la cárcel daba directamente a la carretera, pero había un senderillo que bordeaba la muralla hasta uno de sus vértices. Allí se adentraba por un barbecho y llegaba mal que bien al Sotillo de los Pinos. Fernández despreció la carretera y se adentró por el camino.
—¡Soy yo…! —gritó al llegar al vértice y ver la sombra de uno de los centinelas doblada hacia abajo intentando reconocerle.
—¡A sus órdenes! —dijo éste.
Anastasio, pasito a paso, se fue alejando de espaldas al Penal.
El Sotillo de los Pinos era un pequeño oasis verde, a medio camino —trescientos metros— entre la cárcel y el pueblo. De día, unas mujeres lavaban ropa en un proyecto de río que pasaba entre los árboles y que se tragaba la tierra unos metros más lejos. De noche, rara vez alguna pareja se escapaba hasta allí, y con no poca frecuencia, el cura (que era además astrónomo, radiestesista y entrenador del equipo de fútbol local) desborricaba en este sitio a los mozos menos píos, que no querían que en el pueblo los vieran de palíque con el «clero».
—Un hugonote, eso es lo que eres tú. Y un gamberro. Si sigues así, acabarás ahí dentro algún día.
Y el cura señalaba la mole siniestra del Penal, quebrando como un fantasma negro los planos de sombras de la noche.
El Sotillo de los Pinos era el último vestigio, en diez kilómetros a la redonda, del bosque que en otros tiempos cubría la zona. Poco a poco los pueblos lo fueron talando, sin ver que talaban también, a golpe de hacha, su propia riqueza. En la llanura pelada, sólo algún ejemplar, señero, quedaba como recuerdo de otros tiempos. Más lejos, sí, los pinos se iban viendo con más frecuencia, y al llegar a la Quebrada de Las Mirillas, veinte kilómetros hacia Levante, el bosque se conservaba intacto y apretado. Pero desde allí no se veía.
Anastasio Fernández, las manos en los bolsillos, inclinado el cuerpo hacia adelante, la cabeza siempre ladeada cargado de hombros, llegó al Sotillo, buscó el tronco caído de un árbol y se sentó.
La noche era joven y su soledad estaba poblada de esos mil ruidos que quiebran en el estío el silencio de las noches manchegas. Agudos timbres de alarma, como extraños mensajes del pequeño mundo de los grillos y las cigarras, dialogando en Morse con las estrellas. Y los martillazos blancos del croar de las ranas y el chillido corto y agudo de las aves nocturnas…
La luna no había salido aún, y el cielo altísimo, sin una luz más potente que las velara, estaba apolillado de estrellas. De estrellas que brillaban y parpadeaban en la noche como ojos de alimañas.
Por la carretera, los coches se anunciaban desde lejos con los faros, y al doblar la curva iluminaban por un segundo, como un flash fotográfico, la mole del Penal. Era un relámpago breve, pues allí mismo nacía la recta y los coches se disparaban por ella a todo gas. En tal época del año, de Madrid al Sur sólo podía viajarse de noche: tan grande era el calor. Anastasio Fernández los miraba alejarse carretera abajo. También era de noche y era verano cuando llegó, hacía veintidós años, a aquella otra ciudad cerca del mar. Un coche de la policía le dejó en una plaza con soportales, llena de miradores.
—Allí es. En aquel portal… —le dijeron.
Anastasio Fernández encendió un cigarro. Una brisa templada agitaba suavemente las altas copas de los pinos. Se estaba bien en el Sotillo. Mejor que los presos en sus celdas. Mejor que Enrique en su camastro. «¡Pobre Enrique, mi buen Enrique!».
Anastasio echó una gran bocanada de humo. «El primer puro de mí vida Enrique me lo dio. Juntos fumamos nuestro primer cigarro».
Intentó hacer un anillo con el humo. Esto le ayudaba a pensar y a recordar. Pero la brisa lo esfumaba apenas nacido.
—Pobre Enrique…
Anastasio Fernández se dejó arrastrar por los viejos recuerdos.
—¡Enrique…, mi buen Enrique…!