Capítulo XXIV

NOS sentamos en la sala de espera del aeropuerto de Exeter, atentos a la llamada para subir a bordo. El despegue sería a las doce y media. El Buick estaba aparcado detrás del aeropuerto y debía permanecer allí hasta nuestro regreso, en una fecha todavía no fijada. Había comprado sándwiches para todos nosotros y, mientras los comíamos, eché una ojeada a nuestros compañeros de viaje. Aquella tarde saldrían vuelos para las Islas del Canal y para Dublin. La sala de espera estaba llena de gente: algunos sacerdotes que regresaban de algún congreso, un grupo de escolares, grupos familiares como el nuestro y los turistas de rigor. También se veía un grupo de seis personas que por su conversación alborotada indicaban que volvían de una ruidosa fiesta familiar.

—Espero —dijo Vita— que no nos encontraremos en medio de esa gente en el avión.

Los niños no podían retener más la risa, porque uno de los del grupo se había disfrazado con una nariz postiza y con un bigote tan grande que al beber la cerveza le quedaba cubierto de espuma.

—La única cosa que podemos hacer —dije yo— es apresurarnos en el momento en que llamen para nuestro vuelo, de suerte que nos encontremos delante y lejos de ellos.

—Si el hombre de la nariz postiza se sienta a mi lado, gritaré —dijo Vita.

Su comentario hizo estallar de nuevo las carcajadas de los niños. Me alegré de haber pedido abundantes raciones de sidra para los niños y coñac con soda, nuestra bebida de fiesta, para Vita y para mí; esa era la razón, más bien que el grupo festivo, que hacía reír a los niños y hacer muecas ridículas a Vita ante su espejo de mano. Yo vigilaba atentamente nuestro avión hasta que lo vi estacionado en la pista listo para partir. En un determinado momento estaban retirando los camiones del equipaje y una azafata se dirigía hacia la puerta de la sala de espera.

—¡Maldición! —dije—. Sabía que era un error el tomar tanto café y coñac. Mira, querida, tengo que ir al lavabo. Si llaman para pasar a bordo, vete con los niños y consigue asientos en la parte delantera, como te he dicho. Si me encuentro en medio del grupo de gente, ya me las arreglaré para acomodarme en un sitio posterior. Cambiaré de puesto, una vez hayamos levantado el vuelo. Mientras vosotros tres estéis juntos, todo irá bien. Toma vuestros tiques para pasar a bordo; yo guardaré el mío, por si acaso.

—¡Oh, Dick, por favor! —exclamó Vita—. Podías haber ido antes. ¡Sólo a ti se te ocurre!

—Lo siento. La naturaleza tiene sus exigencias…

Caminé rápidamente atravesando la sala de espera en el momento que la azafata entraba. Aguardé en el interior de los lavabos. Oí que llamaban a los pasajeros de nuestro vuelo por el altavoz. Después de unos pocos minutos, cuando salí, nuestro grupo caminaba en compañía de la azafata hacia el avión. Vita y los niños iban delante. Desaparecieron dentro del aparato, seguidos por los niños estudiantes y por los sacerdotes. Entonces o nunca: salí rápidamente por la puerta principal del aeropuerto y me dirigí al aparcamiento. En un segundo había puesto en marcha el Buick y lo había llevado hasta la entrada principal del aeropuerto.

En seguida me detuve a un lado de la carretera y escuché. Podía oír el ruido de los motores del avión antes de emprender la marcha, lo cual significaba que todo el mundo estaba a bordo. Si los motores se detenían, eso quería decir que mis planes habían fallado y que la azafata había descubierto mi ausencia. Eran las doce y treinta y cinco exactamente. Escuché cómo los motores aumentaron sus revoluciones y en unos pocos minutos, con el corazón latiéndome fuertemente, vi la silueta plateada del avión que corría por la pista y despegaba, ganando altura hasta perderse entre las nubes. Era increíble. Yo permanecí sentado al volante del Buick, completamente solo.

Debían aterrizar en Dublin a la una y media. Sabía exactamente lo que Vita iba a hacer. Llamaría por teléfono desde el aeropuerto de Dublin al señor Powell en Fowey, pero este no estaría en casa, pues era su día de vacaciones. Así me lo había comunicado esa misma mañana cuando le llamé después del desayuno para despedirme. El médico me había dicho que si el tiempo era bueno iba a tomar a su familia a la costa norte para hacer un poco de esquí acuático y que pensaría en nosotros. Añadió que le gustaría recibir una carta nuestra desde Irlanda diciendo: «Ojalá usted estuviera aquí con nosotros».

Comencé a cantar al dirigirme por la carretera principal. Iba a algo más de cien kilómetros por hora. Eso debía experimentar un criminal después de haber robado con éxito un Banco, en el momento de sentirse seguro. Lástima que no tenía un día completo para dirigirme a Bere y buscar a sir William Ferrers y a su esposa Matilda. Había encontrado el emplazamiento de su mansión en el mapa. Se encontraba al otro lado del río Tomar, en Devon, y me preguntaba si la casa existía todavía. Probablemente no, y en caso de que así fuera, seguramente se habría convertido en una granja como la de los Carminowe. Al mismo tiempo había podido localizar a Carminowe en el mapa, cuando Teddy estaba en mi habitación haciendo mi equipaje. También había encontrado la referencia sobre Carminowe en el viejo volumen de la Parochial History. Carminowe se encontraba en Mawgan-in-Meneage cerca de Loe Pool. El escritor decía que la antigua mansión con la capilla se había convertido en ruinas en el reinado de Jaime I.

Tomé la ruta de Launceston, después de Okehamton, puesto que era más corto por ese camino. Pasé de Devon a Cornwall y me dirigí hacia la región de Bodmin, como una paloma mensajera que regresa a su palomar. Canté con más entusiasmo todavía, porque aunque Vita me había vencido una vez y estaba en este momento a punto de aterrizar en Dublin, yo me encontraba lejos de su alcance. Este sería mi último «viaje». Ocurriera lo que ocurriera en este momento, yo no podía perjudicarla a ella ni a los niños, pues se encontraban a salvo en tierra extranjera.

En una noche así

Dido, de pie con una rama de sauce en su mano

sobre la playa salvaje, invitaba a su amor

a volver a Cartago…

El problema era que el amante de Isolda había muerto en el estuario de Treesmill sobre la playa. Me preguntaba si las amenazas de los muros conventuales o los insultos de Joanna o la promesa del monje de un salvoconducto hacia un refugio sospechoso en Angers, habían hecho caer a Isolda en los brazos de Roger.

El futuro era muy incierto, seiscientos años antes, para las esposas que abandonaban a sus maridos, especialmente cuando estos habían puesto sus miradas en otra mujer. Habría convenido a Oliver Carminowe y a la familia Ferrers que Isolda desapareciera simplemente, lo cual habría ciertamente ocurrido si hubiera hecho caso a Joanna. De todas formas, permanecer bajo el techo de Roger, era solamente una medida provisional que no podía durar mucho tiempo.

Mientras atravesaba la región de Podmin alegrándome de que cada kilómetro me acercaba a casa, mi entusiasmo se enfriaba al caer en la cuenta de que no solamente este iba a ser mi último viaje a ese otro mundo, sino también que al entrar en él, yo no podía escoger ni el sitio ni el momento preciso. El deshielo pudo haber llegado ya y terminado la cuaresma. Quizá el verano había comenzado e Isolda, habiendo tomado una resolución dolorosa, se encontraba languideciendo detrás de los muros de un convento en alguna parte de Devon. En ese caso, ella había salido de la vida de Roger y de la mía.

Me preguntaba si Magnus, en el caso de que hubiera continuado en vida, habría perfeccionado el factor tiempo, dejando así al experimentador la elección del momento de abandonar el otro mundo. Por ejemplo, que por una alteración infinitesimal de la dosis, yo pudiera convocar a voluntad a los personajes en el sótano en el momento en que les había dejado antes. Nunca durante las cortas semanas del experimento había ocurrido así. Siempre había habido un lapso de tiempo indefinido entre una y otra aparición. El carruaje de Joanna no me estaría esperando ahora en la cumbre de la colina de Kylmerth; Roger, Isolda y Bess habrían ya abandonado la cocina de la granja. Las pocas gotas guardadas en el bastón de Magnus podían garantizar solamente mi entrada en ese mundo, pero no lo que encontraría en él.

La señal de stop al llegar a la carretera de Lostwithiel a St. Blacey me hizo volver en mí. Durante los últimos treinta y cinco kilómetros había conducido el coche como un autómata. Recordé la desviación que me llevaría más allá de Tregesteynton hasta el valle de Treesmill. Penetré en este último con una extraña sensación de nostalgia. Al pasar por la actual granja de Strikstenton un perrito salió a la carretera ladrando. Pensé en la pequeña Margaret, la hija menor de Isolda, que deseaba tener un pequeño látigo como el de Robbie, y en Joanna, la mayor, que se pavoneaba delante del espejo mientras su padre perseguía a Sybell por las escaleras amenazándola con la garra de la nutria.

Descendí al valle, y tan intensa era mi identificación con el pasado, que olvidé momentáneamente que el río ya no existía. Busqué la choza de Rosgof al lado del estuario sobre la colina opuesta: pero, por supuesto, no existía ningún río ni ningún estuario, sólo la carretera que giraba a la izquierda, y unas vacas que pacían en los campos.

Hubiera preferido encontrarme en el Triumph, porque el Buick era demasiado grande y visible. Con un impulso repentino, aparqué al lado del puente cerca del molino; caminando un poco por la carretera, atravesé la puerta del campo que conducía a Gratten. Sabía que debía permanecer allí algunos momentos entre los montículos antes de regresar a casa, pues una vez en Kilmarth el futuro sería incierto. El último experimento podía muy bien llevarme hacia algo desconocido.

Quería llevar en mi mente la imagen del valle de Treesmill tal como aparecía en esta tarde de agosto, dejando a la imaginación y a la memoria realizar su trabajo, representándome el río sinuoso y el estuario, lo mismo que el pequeño puerto debajo de la casa ya desaparecida.

Habían reunido la cosecha en el campo de Chapel Park, detrás de Gratten, pero en el sitio en donde yo me encontraba sólo había hierba que algunas vacas comían.

Llegué al primer matorral y subí a la parte superior del montículo que dominaba el lugar; en seguida miré el manto de hierba por el cual en otro tiempo pasaba el sendero que conducía al sitio donde Isolda y Bodrugan se habían sentado cogidos de las manos.

Un hombre estaba acostado allí, fumando un cigarrillo y con su chaqueta dispuesta como almohada bajo su cabeza. Lo miré fijamente con incredulidad, pensando que mi mala consciencia debía haber conjurado su imagen. Pero no era un error. El hombre que yacía allí era muy real. Se trataba del doctor Powell.

Quedé de pie un momento, mirándolo. En seguida y con decisión desenrosqué el extremo del bastón de Magnus y bebí la droga. Volví a colocar el pomo en el bastón. Luego bajé del montículo y me acerqué a él.

—Pensé que usted se había ido a practicar esquí acuático en el Norte.

Se sentó inmediatamente. Tuve la sensación por primera vez desde que le conocí que lo había sorprendido, y esto me daba ventaja sobre él. Era una sensación extremadamente agradable. Se recobró rápidamente y el aspecto de sorpresa cedió ante una sonrisa acogedora.

—Cambié de opinión, y dejé a la familia que se fuera sin mí. Parece que usted hizo lo mismo.

—Sí, pero Vita me venció, después de todo.

—¿Qué tiene que ver su esposa con todo esto?

—¿No le telefoneó a usted desde Dublin?

—No.

Entonces me tocó a mi sorprenderme y mirarle fijamente.

—¿Pues qué diablos está usted haciendo aquí, esperándome?

—No le estaba esperando. Más que desafiar al Atlántico, preferí explorar su territorio. Ha sido una inspiración que según parece ha dado resultado. Usted puede mostrarme el camino.

La confianza en mí mismo comenzó a abandonarme. Parecía que él estaba jugando mi propio juego y que me estaba venciendo.

—Mire, ¿no quiere usted saber lo que ocurrió en el aeropuerto?

—No tengo ningún interés especial. El avión emprendió el vuelo, lo sé, porque telefoneé a Exeter para cerciorarme. No pudieron decirme si usted se encontraba en él o no. En todo caso, yo sabía que si usted no estaba allí, se dirigiría a Kilmarth, y que si yo fuera allí a tomar una taza de té, le encontraría a usted en el sótano. Entretanto una curiosidad ardiente me indujo a alejarme durante media hora y venir a este sitio.

Su excesiva seguridad me enfureció. Pero yo estaba todavía más enojado conmigo mismo. Si hubiera tomado la otra carretera, si no hubiera venido a través del valle de Treesmill para permitirme unos momentos de nostalgia infantil, me habría ya encontrado en Kilmarth con media hora por lo menos entre mis manos antes de que el médico llegara para tomar posesión del terreno.

—Está bien, sé que he hecho una jugarreta a Vita y a los niños. Probablemente ella le está telefoneando a usted desde el aeropuerto de Dublin sin conseguir respuesta. Lo que me molesta es que usted me dejara ir, sabiendo lo que podía pasar. La culpa es casi tanto suya como mía.

—Estoy de acuerdo. Yo también merezco reproches y ambos nos disculparemos cuando hablemos con ella por teléfono. Pero yo quería darle una oportunidad para ver si usted podía lograr salir adelante, sin que yo tuviera que tomar otras medidas.

—¿Qué medidas?

—Mantenerle encerrado en un hospital, ya que usted es un verdadero adicto a la droga.

Le miré pensativo, apoyándome en el bastón de Magnus.

—Usted sabe muy bien que le di a usted la botella C y que esa era la última. Por otra parte, usted debió registrar la casa muy bien mientras yacía yo postrado en cama durante una semana.

—Sí, la registré y la volví a registrar hoy. Le dije a la señora Collins que estaba buscando un tesoro escondido y me parece que ella me creyó. Soy un tipo desconfiado, ¿verdad?

—Sí. Y evidentemente usted no encontró nada, pues nada había que encontrar.

—Es verdad. Y tiene usted mucha suerte de que eso sea así. Tengo en mi bolsillo el último informe de Willis.

—¿Y qué dice?

—Solamente que la droga contiene una substancia venenosa que puede afectar seriamente el sistema nervioso central.

—Muéstremelo.

Sacudió negativamente su cabeza y de repente él ya no se encontraba allí. Los muros me rodeaban y yo estaba de pie en el vestíbulo de la casa feudal de los Champernoune, mirando por la ventana la lluvia que caía. Me dominó el pánico, porque no debía ocurrir eso o por lo menos no tan pronto. Había contado con encontrarme en casa detrás de mis propios muros con Roger a mi lado como guía protector. No estaba aquí; el vestíbulo aparecía vacío y tenía otro aspecto. Parecía haber un mobiliario más abundante y otros tapices. La cortina que cubría la entrada de la escalera superior estaba corrida.

Alguien gritaba en la alcoba superior y yo podía oír el ruido de pisadas sobre el suelo.

Miré de nuevo por la ventana y vi, por la lluvia que caía, que debía de ser el otoño; el grupo de árboles al otro lado de la colina donde Oliver Carminowe se había escondido con sus hombres esperando a Bodrugan, tenía como entonces un color amarillo intenso. En cambio, hoy no soplaba el viento arrojando las hojas sobre la tierra. Una brisa más suave las hacía moverse y una capa de neblina se extendía sobre el río más arriba de Lanescot.

El llanto se convirtió en una risa aguda; por la escalera bajaron rodando una pelota y un cubo de agua, uno al lado del otro, hasta llegar al vestíbulo en donde la pelota rodó lentamente bajo la mesa.

Oí la voz de un hombre que decía con cierta ansiedad: «Ten cuidado de no caer, Elizabeth». Entretanto alguien, riendo siempre, bajó cojeando por las escaleras en busca del juguete. Era una niña. Se detuvo un momento con las manos apretadas, arrastrando un largo vestido y con un absurdo sombrero sobre su cabello rojizo. Su parecido con Joanna Champernoune era sorprendente al mismo tiempo que trágico, pues esta niña era anormal. Tenía doce años, más o menos. Mostraba una boca relajada, con un labio inferior caído y los ojos perdidos. La niña asintió riendo, cogió de nuevo la pelota y el cubo y comenzó a arrojarlos al aire, gritando con placer. De repente, cansada del juego, los dejó a un lado y comenzó a girar sobre sí misma, hasta sentirse mareada. Luego se sentó en el suelo sin moverse, mirando fijamente sus zapatos. La voz del hombre llamó de nuevo desde arriba: «Elizabeth, Elizabeth…». La niña se puso difícilmente de pie, y sonrió mirando al cielo raso.

Se oyeron unas pisadas de alguien que bajaba por la escalera. Apareció un hombre vestido con una túnica larga y suelta hasta los tobillos y con la cabeza cubierta con un gorro de dormir. Por un momento pensé que yo había ido demasiado lejos hacia atrás en el tiempo y que se trataba de Henry Champernoune que estaba allí de pie débil y pálido como en su última enfermedad. Pero era el hijo de Henry, William, quien era solamente un adolescente cuando le vi por última vez, abriéndose camino para tomar su puesto como cabeza de familia, cuando Roger le anunció la muerte de su padre.

Ahora parecía tener treinta y cinco años, o más. Caí en la cuenta con desaliento de que el tiempo había saltado por lo menos veinte años, y de que todos los meses y años del intervalo estaban enterrados para siempre. Nunca los conocería.

El invierno helado de 1335 no significaba nada para este William, que era entonces un menor de edad. Ahora era el dueño de su propia casa por más que, según parecía, debía luchar contra la enfermedad, sumergido en una especie de sino maléfico familiar.

—Ven, hija mía, amor mío —decía, extendiendo sus brazos.

La niña puso un dedo en la boca y lo chupó. Sacudió sus hombros y luego, cambiando de propósito, recogió su cubo y la pelota y se las entregó a su padre.

—Jugar& contigo arriba, no aquí. Katie ha estado también enferma y no puedo dejarla sola.

—Ella no tendrá mis juguetes, no se lo permitiré —dijo Elizabeth moviendo su cabeza a un lado y otro; extendió luego su mano para arrebatar los juguetes a su padre.

—¿Cómo? ¿No permitirás tener a tu hermana lo que ella misma te ha dado? Seguramente que no es mi Lise la que habla. Mi Lise ha volado por la chimenea y es una niña mala la que ha ocupado su puesto.

Chasqueó la lengua en signo de reprobación. Al oírlo, la boca de la niña hizo un puchero y sus ojos se llenaron de lágrimas; se arrojó sobre su padre llorando amargamente y agarrándose a su larga túnica.

—Está bien, está bien, papá no quería decir eso, papá quiere a su Lise, pero ella no debe molestarlo, pues todavía está débil y enfermo lo mismo que la pobre Katie. Ven, vamos arriba; ella puede vernos desde su cama y si tú arrojas la pelota muy alto, ella estará contenta y quizá sonreirá.

Tomó la mano de la niña y la condujo por las escaleras. En este momento alguien atravesó la puerta que conducía a la cocina. William oyó las pisadas y volvió su cabeza.

—Asegúrate de que todas las puertas estén bien cerradas antes de irte, y di a los sirvientes que hagan lo mismo. No le abras a nadie. Dios sabe cómo me molesta dar esta orden, pero no puedo hacer otra cosa. Enfermos vagabundos esperan la oscuridad antes de llamar a las puertas.

—Lo sé, ha habido muchos en Tywardreath y la muerte se ha extendido a causa de ellos.

No había ninguna duda sobre la identidad del que hablaba. Era Robbie, más grave y más grueso que el Robbie que yo había conocido, con una barba como la de su hermano.

—Ten cuidado cuando cabalgues por el camino. Los mismos enfermos enloquecidos pueden derribarte pensando que, puesto que tú vas a caballo, tienes un poder para mantenerte en salud que ellos no poseen.

No tengáis cuidado, sir William, ya me cuidaré de mí mismo. No os abandonaría en una noche así, si no fuera por Roger. Hace cinco días que le dejé en casa y está solo.

Lo sé, lo sé. Que Dios os guarde y os conserve esta noche.

Condujo a su hija por las escaleras hasta la habitación superior. Yo seguí a Robbie hasta la cocina. Tres servidores estaban sentados allí de una manera descuidada, atizando el fuego. Uno de ellos tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada contra el muro. Robbie le transmitió la orden de William y el hombre dijo:

—Que Dios esté con nosotros —sin abrir los ojos.

Robbie cerró la puerta y atravesó el patio del establo. Su caballo estaba atado a un poste interior. Montó en él y comenzó a cabalgar lentamente colina arriba en medio de la lluvia. Pasó a través de las cabañas que formaban parte de la propiedad. Todas las puertas estaban firmemente cerradas. El humo salía de dos de ellas solamente. Las otras parecían desiertas. Alcanzamos la parte superior de la colina. Robbie, en lugar de girar a la derecha por el camino que conducía a la aldea, se detuvo al lado de la casa de los impuestos a la izquierda. Bajó del caballo, lo ató a la puerta y se dirigió hacia el edificio de la capilla que se encontraba a un lado. Abrió la puerta y entró. Le seguí. La capilla era pequeña, tenía poco más de seis metros de largo y cinco de ancho con una sola ventana hacia oriente, detrás del altar. Robbie, haciendo el signo de la cruz, se arrodilló e inclinó la cabeza mientras oraba. Una inscripción en latín debajo de la ventana decía lo siguiente:

«Matilda Champernoune construyó esta capilla en memoria de su esposo William Champernoune, que murió en 1304».

Una piedra delante del presbiterio llevaba sus iniciales y la fecha de su muerte, que yo no pude descifrar. Una piedra similar a la izquierda llevaba las iniciales H. C. No había vitrales en la capilla ni estatuas sepulcrales apoyadas contra los muros: se trataba de un oratorio, de una capilla conmemorativa.

Cuando Robbie se levantó, vi que había otra piedra delante del presbiterio, con dos letras grabadas: I. C. La fecha era 1335. Al seguir a Robbie afuera y bajar hacia la aldea, comprendí a qué nombre correspondían esas iniciales; no era ninguno de los Champernoune.

La desolación reinaba a mi alrededor, tanto al lado de la casa de los impuestos, como en la misma aldea. No se veía gente en la plaza, ni animales, ni perros ladrando. Las puertas de las pequeñas habitaciones apretadas alrededor de la plaza estaban cerradas, como las de la mansión principal. Una cabra aislada y al parecer medio muerta de hambre, con los huesos de las ancas sobresaliendo lastimosamente de su cuerpo endeble, daba de mamar a un cabrito.

Subimos por el sendero que pasaba más arriba de la abadía. Mirando por encima de los muros, no pude ver ningún signo de vida. No había humo que saliera de la cocina ni de la casa capitular. Todo el lugar parecía abandonado, las manzanas se pudrían en los árboles. Al pasar por las tierras de labrantío, en la parte alta, vi que el terreno no había sido removido y que una parte del trigo no había sido recogido y que se pudría sobre la tierra, como si un ciclón lo hubiera cortado y dejado allí abandonado. Al descender a los sitios de pastoreo el ganado de la abadía, que vagaba suelto por el campo, vino hacia nosotros mugiendo desesperadamente, como si Robbie sobre su caballo pudiera conducirlo de nuevo a casa.

Cruzamos el vado sin dificultad, pues la marea estaba baja. La arena sobresalía del agua, con su color marrón sucio bajo la lluvia. Un hilo delgado de humo salía de la habitación de Julián Polpey; este, al menos, había sobrevivido a la calamidad. En cambio, la granja de Lampetho, en el valle, parecía tan desnuda y desierta como las de la plaza del pueblo.

No era el mundo que yo había conocido, el que había aprendido a amar y por el cual suspiraba a causa de su cualidad mágica de amor y de odio y por su falta absoluta de monotonía. Era un mundo que semejaba, en su estéril desolación, al más horroroso paisaje del siglo XX después de un desastre y sobre el que pesaba una absoluta desesperanza.

Robbie cabalgó por la colina que dominaba el estuario. Pasando por entre los apretados arbustos, llegó al patio de Kylmerth rodeado por un muro. No salía humo de la chimenea. Robbie saltó del caballo y lo dejó sin atar en el patio. Corrió por el camino de entrada y abrió la puerta.

—¡Roger! —oí que gritaba—. ¡Roger! —una vez más.

La cocina estaba vacía, las chamizas no alimentaban el fuego. Los restos de una comida cubrían la mesa. Mientras Robbie trepaba corriendo las escaleras hacia el desván, vi una rata que cruzó la habitación y desapareció.

No debía de haber nadie en el desván, pues Robbie bajó inmediatamente, abrió la puerta que daba salida al patio y que mostraba al mismo tiempo un estrecho pasadizo que desembocaba en un recinto para reserva de alimentos. Las rendijas del espeso muro dejaban filtrar el aire y la luz. La corriente de aire era escasa para disipar el olor de moho y de frutas podridas. Una olla de hierro se levantaba sobre un trípode en un extremo del recinto. A su lado yacían vasijas, jarros, una horca para la paja, un fuelle. Este cuarto de los trastos era un sitio extraño para habitación de un enfermo. Roger debió haber arrastrado su camilla desde el desván y luego permanecer allí durante noches y días, incapaz de moverse por la debilidad o por falta de voluntad.

—Roger… —murmuró Robbie—. ¡Roger!

El enfermo abrió los ojos. No le reconocí. Su cabello estaba blanco, sus ojos hundidos y los rasgos de su rostro tensos y demacrados. Por el escaso pelo de su barba se podía ver su carne pálida y magullada. La hinchazón había ganado la garganta y el cuello, detrás de las orejas.

Dijo algo en voz baja. Pedía agua, me parece. Robbie se levantó y corrió a la cocina. Yo quedé de rodillas a su lado, mirando fijamente al hombre que yo había visto en otro tiempo tan lleno de confianza en sí mismo.

Robbie volvió con una jarra de agua. Poniendo su brazo detrás de la cabeza de su hermano, le ayudó a beber. Pero después de dos sorbos, Roger tosió y se dejó caer de nuevo sobre el lecho, abriendo la boca en busca de aire.

—No hay remedio —dijo—. La hinchazón ha ganado la garganta e impide pasar el líquido. Humedece los labios solamente, ya es suficiente alivio.

—¿Cuánto tiempo has permanecido aquí?

No puedo decirlo. Cuatro o cinco días, quizá. Poco después de tu partida, supe que había contraído la peste. Entonces traje mi lecho aquí a fin de que pudieras reposar tranquilamente arriba cuando regresaras. ¿Cómo está sir William?

—Se ha recobrado, gracias a Dios, lo mismo que la pequeña Katherine. Elizabeth ha escapado al contagio todavía, lo mismo que los servidores. Más de sesenta han muerto esta semana en Tywardreath. La abadía está cerrada, como sabes, el prior y los hermanos han partido para Minster.

—No es ninguna pérdida. Podemos arreglárnoslas sin ellos. ¿Has visitado la capilla?

Sí, y he recitado la oración de costumbre.

Robbie humedeció de nuevo los labios de su hermano. De una manera ruda y tierna a la vez, trató de aliviar la hinchazón detrás de las orejas.

—Ya te lo he dicho, no hay remedio. Es el fin. No hay ningún sacerdote que pueda asistirme espiritualmente, ni una tumba en el cementerio con los otros. Entiérrame al borde del acantilado, Robbie, en donde mis huesos puedan oler el mar.

—Iré a Polpey y traeré conmigo a Bess. Te cuidaremos entre los dos.

—No, de ninguna manera. Ella tiene sus niños a quienes cuidar, lo mismo que Julián. Oye mi confesión, Robbie. Hay algo que ha pesado sobre mi conciencia durante los últimos trece años.

Roger trató de incorporarse, pero no pudo. Robbie, con lágrimas sobre sus mejillas, apartó el cabello que caía sobre los ojos de su hermano.

—Si se trata de ti y de lady Carminowe, no tengo necesidad de oír nada, Roger; Bess y yo sabíamos que tú la amabas, y que la amas aún. También nosotros. No ha habido pecado en ello.

—No hay pecado en amar, pero sí en asesinar.

—¿Asesinar?

Robbie, de rodillas al lado de su hermano, le miraba fijamente, asustado. Sacudió la cabeza.

—Estás delirando, —Roger dijo suavemente—. Todos sabemos cómo murió. Había estado enferma durante semanas antes de venir y de esconderse en medio de nosotros. Cuando trataron de llevársela por la fuerza, ella les prometió seguirles al cabo de una semana. Sólo así le permitieron permanecer aquí.

—Pero ella habría partido, si yo no lo hubiera impedido.

—¿Cómo lo impediste? Ella murió antes de que la semana hubiera

pasado, aquí, en la alcoba superior, con los brazos de Bess y los tuyos rodeándola.

—Murió porque yo no permití que ella sufriera. Murió porque… si ella hubiera cumplido lo prometido y viajado a Trelawn y luego a Devon, habría soportado semanas de agonía, quizá aun meses, tal como padeció nuestra propia madre cuando éramos jóvenes. Así, pues, yo hice que nos dejara en medio del sueño, sin saber nada de lo que yo había hecho. Os oculté todo esto a ti y a Bess.

Extendió su mano y cogió la de Robbie. La apretó fuertemente.

—¿Nunca te preguntaste lo que yo hacía cuando en aquellos tiempos yo permanecía hasta muy tarde en la abadía, o cuando invitaba a Jean de Meral aquí a este sótano?

—Sabía que los barcos franceses traían mercancías y que tú las llevabas a la abadía: vino y otros productos que necesitaban los monjes. Llevaban una buena vida gracias a todas esas cosas.

—Me enseñaron también sus secretos: cómo hacer soñar a los hombres y conjurar visiones, en lugar de orar; cómo buscar un paraíso sobre la tierra que duraría solamente unas horas; cómo hacer morir… Pero cuando el joven Bodrugan murió a causa de los cuidados de Meral, sentí repugnancia por ese juego y no volví a tomar parte en él. Pero había aprendido los secretos muy bien e hice uso de ellos cuando llegó la ocasión. Le di a ella algo que le aliviara sus sufrimientos y que la hiciera partir pacíficamente. Fue un asesinato, Robbie, y un pecado mortal. Y nadie lo sabe, sino tú.

El esfuerzo por hablar había agotado todas sus energías. Robbie, perdido y asustado en presencia de la muerte, dejó la mano de su hermano y levantándose se dirigió tropezando ciegamente hacia la cocina, buscando, según creo, otra manta para cubrir a Roger. Yo permanecí de rodillas. Roger abrió los ojos por última vez y me miró fijamente. Creo que pedía la absolución, pero no había nadie allí para dársela, en su propio tiempo. Me pregunté si no era precisamente por esto por lo que había viajado seis siglos para buscarla.

«Sal, alma cristiana de este mundo, en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó; en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, que sufrió por ti; en el nombre del Espíritu Santo, que te santificó…».

No pude recordar el resto de la oración. Pero no importaba, pues Roger estaba ya muerto. La luz entraba por los postigos de la ventana entreabierta del antiguo lavadero. Me encontraba allí, de rodillas, sobre el suelo de piedra del laboratorio, entre botellas y jarros vacíos. No sentía náusea ni vértigo, ni zumbido en mis oídos. Sólo un gran silencio, y un sentimiento de paz maravilloso.

Levanté la cabeza y vi al doctor apoyado de pie contra el muro mirándome.

—Ha terminado —dije—. Ha muerto. Está libre. Todo ha terminado.

El doctor extendió su mano y tomó mi brazo. Me condujo fuera de la habitación y me hizo subir las escaleras. Pasamos por la parte anterior de la casa hasta la biblioteca. Nos sentamos cerca de la ventana, mirando el mar.

—Hábleme de eso —dijo él.

—¿No lo sabe usted?

Había pensado, al verle en el laboratorio, que él había compartido la experiencia conmigo, pero luego caí en la cuenta de que eso era imposible.

El doctor explicó:

Esperé junto con usted un rato en el sitio en que nos encontrábamos. Luego le acompañé hasta lo alto de la colina y le seguí desde mi coche. Se detuvo por un momento en el campo que domina Tywardreath, cerca del cruce de las dos carreteras. En seguida descendió a través de la aldea y siguió la ruta de Polmear. Por último vino aquí. Caminaba usted normalmente, más rápido de como lo hubiera hecho yo mismo. Cuando usted se internó en el bosque, yo continué en el coche hasta esta casa. Sabía que iba a encontrarle a usted aquí.

Me levanté del sitio junto a la ventana y fui al estante de libros. Tomé uno de los volúmenes de la Enciclopedia Británica.

—¿Qué busca usted?

Volví las páginas hasta encontrar lo que quería.

—La fecha de la Peste Negra —dije—. Fue en 1348. Trece años después de la muerte de Isolda.

Volví a colocar el libro en el estante.

—La peste bubónica —comentó el doctor—. Es endémica en el Lejano Oriente. Hay algunos casos en Vietnam. Es una enfermedad horrible que causa una muerte muy dolorosa.

Lo sé. Acabo de ver justamente a Roger Kylmerth morir de ella en la antigua lavandería convertida en laboratorio por Magnus.

Volví al asiento junto a la ventana y tomé de nuevo el bastón de Magnus.

—Usted debe haberse preguntado cómo me las arreglé para hacer mi último «viaje». Esta es la explicación.

Desenrosqué el pomo del bastón y le mostré el pequeño recipiente interior. Lo tomó en sus manos y lo invirtió. Estaba completamente vacío.

—Lo siento —dije—, pero cuando le vi a usted sentado abajo de Gratten, sabía que tenía que hacerlo. Era mi última oportunidad. Y estoy contento de haberlo hecho, pues ahora todo ha terminado definitivamente. No habrá más tentaciones. No más deseos de escaparme hacia otro mundo. Le he dicho a usted que Roger estaba libre. Pues bien, yo también lo estoy ahora.

No me contestó. Continuaba mirando el interior del bastón.

—Y ahora, antes de que tratemos de ponernos en contacto con Vita en el aeropuerto de Dublin, ¿qué tal si usted me dice el resto de lo que estaba escrito en el informe de Willis?

Tomó el bastón, volvió a colocar el pomo en el extremo, y me lo devolvió,

—Lo he quemado con la llama de mi encendedor, mientras usted estaba arrodillado en el sótano recitando la oración por los agonizantes. Me pareció que era el momento de hacerlo. Preferí destruir ese informe antes que dejarlo en el archivo de mi oficina.

—Eso no es una respuesta.

—Pues es todo lo que usted tendrá.

El teléfono comenzó a sonar en el vestíbulo. Me pregunté cuántas veces había estado sonando.

—Debe ser Vita —dije—. Ahora es la cuenta atrás, para el momento crítico. Deberé ponerme de nuevo de rodillas. ¿Le diré que quedé encerrado en los lavabos y que me reuniré con ella mañana?

—Sería más prudente decirle que usted espera poder reunirse con ella más tarde, quizá dentro de algunas semanas —dijo lentamente.

—Pero eso es absurdo —respondí frunciendo el ceño—. No hay nada que me retenga aquí. Le he dicho que todo ha terminado y que soy libre.

No dijo nada. Permaneció sentado mirándome.

El teléfono continuó sonando. Atravesé la habitación para responder. Algo molesto ocurrió cuando tomé el auricular. No pude sostenerlo debidamente: mis dedos y la palma de la mano estaban paralizados. El auricular se deslizó de mi mano y se estrelló contra el suelo.

FIN