NO había nada que hacer. Permanecí en las escaleras apoyándome en la barandilla, con las piernas y los brazos extendidos de una manera grotesca. El cielo raso y los muros giraban a mi alrededor. Si cerraba los ojos, el vértigo aumentaba. Relámpagos de luz dorada parecían atravesar la oscuridad interior.
Los gritos de espanto de Vita cesaron. Los niños continuaron llorando. Oí cómo el llanto desapareció cuando entraron en la cocina y cerraron ambas puertas.
Cegado y calenturiento por el mareo y la náusea, comencé a arrastrarme escaleras arriba, peldaño por peldaño. Al llegar al rellano superior, me puse de pie balanceándome y me dirigí a través de la cocina hacia el vestíbulo. Las luces estaban encendidas y las puertas abiertas. Vita y los niños debían haber corrido hacia la alcoba ulterior y cerrado las puertas con llave.
Avancé tambaleándome hacia el recibidor y cogí el teléfono. El piso y el cielo raso se confundían en una mancha negra. Permanecí sentado con el auricular en mi mano hasta que el piso se convirtió en algo firme y hasta que el listín de teléfonos apareció como algo legible en lugar de ser una selva de puntos y rayas negras.
Encontré por fin el número del doctor Powell, lo marqué y cuando contestó, la tensión interior mía se descargó. Sentía el sudor correr por mi rostro.
—Soy el señor Richard Young, desde Kilmarth. Usted me recuerda tal vez, soy el amigo del profesor Lane.
—Ah, ¿sí?
El doctor parecía sorprendido. Después de todo yo no era uno de sus pacientes. Era sólo un rostro perdido entre centenares de veraneantes.
La cosa más espantosa ha ocurrido, doctor. He perdido por un momento la cabeza y he tratado de estrangular a mi esposa. Quizá le he hecho daño grave, no lo sé.
Mi voz era tranquila, sin emoción, aunque mi corazón latía fuertemente, y me daba perfecta cuenta de lo que había acontecido. En ese momento no existía confusión entre los dos mundos.
—¿Está inconsciente su esposa?
—No, no lo creo. Está arriba con los niños. Deben haberse encerrado con llave en la alcoba. Le estoy hablando desde el recibidor, abajo.
Permaneció en silencio durante un momento terrible: temí me dijera que eso no le concernía y que debía más bien llamar a la policía. Pero en seguida dijo:
—Está bien, iré allí inmediatamente.
Colgué el auricular y enjugué el sudor de mi rostro. El vértigo había pasado y ya podía permanecer de pie sin caerme. Bajé lentamente las escaleras y me dirigí al cuarto de baño. Estaba cerrado.
—Querida —llamé—, no te preocupes, todo está bien. Acabo de telefonear al doctor. Vendrá inmediatamente. Permanece allí con los niños hasta que oigas llegar su coche.
Vita no contestó y yo llamé aún más alto:
—Vita, Teddy, Micky, no os asustéis, el doctor ya viene. Todo se arreglará.
Bajé las escaleras, abrí la puerta principal y permanecí de pie, esperando, en las escaleras de entrada. Era una noche clara con un cielo tachonado de estrellas. Reinaba el silencio; los campistas en el terreno al otro lado de Polkerris debían haberse retirado al interior de sus tiendas. Miré el reloj. Eran las once menos veinte. En ese momento oí el ruido del coche del doctor que subía por la carretera principal de Fowey. Comencé a sudar, no de miedo, sino de alivio. Hizo girar el coche siguiendo la carretera de entrada y se detuvo delante de la casa. Atravesé el jardín para ir a su encuentro.
—Gracias a Dios que usted ha venido.
Entramos juntos en la casa y le indiqué las escaleras.
—Primera habitación a la derecha. Es mi habitación, pero mi esposa se ha cerrado con llave en el cuarto de baño que está más lejos. Dígales que usted está aquí. Le esperaré abajo.
Subió corriendo las escaleras de dos en dos. Quedé pensando que el silencio que reinaba arriba significaba que Vita estaba agonizando, que ella yacía sobre la cama y que los dos niños se encontraban acurrucados cerca de ella con demasiado terror para moverse.
Me dirigí a la sala de música y me senté, preguntándome lo que ocurriría si el médico me dijera que Vita había muerto. Todo eso estaba ocurriendo. Todo eso era verdad.
El doctor permaneció arriba largo rato. De pronto escuché el ruido del mobiliario que cambiaba de lugar. Debían estar arrastrando el diván a través del cuarto de baño hasta la alcoba. Pude oír la voz del doctor y de Teddy. Me pregunté qué diablos estaban haciendo. Me puse de pie y me dirigí a las escaleras para escuchar, pero ellos habían atravesado de nuevo la alcoba y cerrado la puerta. Me senté en la sala de música esperando.
El doctor bajó en el mismo instante en que el reloj del vestíbulo marcaba las once.
—Todo está en orden. Nada de pánico. Su esposa se encuentra bien, lo mismo que sus hijastros. Y usted, ¿cómo está? Traté de levantarme, pero él me hizo sentar de nuevo.
—¿Le he hecho mucho mal a ella?
—Señales ligeras en el cuello, nada más. Pueden aparecer un poco azules mañana, pero se disimularán si ella usa una bufanda. —¿Le ha dicho ella lo que ocurrió?
—¿Y qué tal si es usted quien me lo dice?
—Preferiría oír la versión de Vita primero.
Encendió un cigarrillo. Luego dijo:
—Pues bien, entiendo que usted no quiso cenar por razones que usted conoce mejor que yo. Su esposa pasó la velada aquí con los niños, mientras usted se encerraba en la biblioteca. Luego ellos decidieron irse a la cama. Ella vio que usted había ido a la cocina y encendido las luces. Había un poco de jamón sobre el fogón, pero completamente quemado. El fuego continuaba, pero nadie estaba en la cocina. Entonces ella se dirigió al sótano. Parece que usted estaba de pie allí, cerca de la antigua cocina; según me dijo su esposa, usted esperaba que ella bajara las escaleras. Pero tan pronto como usted la vio, se dirigió al pie de las escaleras y comenzó a insultarla. En seguida puso usted sus manos en el cuello de ella y trató de estrangularla.
—Sí, eso es.
El doctor me miró fijamente. Quizá había pensado que yo habría de negarlo todo.
—Ella insiste en que usted estaba completamente ebrio y que no sabía lo que estaba haciendo. En todo caso ha sido una experiencia macabra para todos ellos. Así ella como los niños estaban con los pelos de punta. Tanto más cuanto que, según entiendo, usted no es un hombre aficionado a la bebida.
—No, no lo soy. Y yo no estaba ebrio.
No contestó durante unos instantes. Vino hacia mí y permaneció de pie delante de mí. Tomó una pequeña linterna y examinó mis ojos. Después tomó mi pulso.
—¿Qué tipo está tomando? —preguntó bruscamente.
—¿Qué tipo?…
—Sí, qué tipo de droga. Dígamelo francamente y entonces sabré cómo tratarle.
—Ese es justamente el problema, que no lo sé.
—¿Es algo que el profesor Lane le dio a usted?
—Sí.
Se sentó sobre el brazo del sofá al lado de mi silla:
—¿Por vía oral o inyectada?
—Por vía oral.
—¿Le estaba tratando para un fin específico?
—No. Era un experimento. Algo a lo cual me ofrecí voluntariamente. Nunca he tomado drogas en mi vida antes de venir aquí.
Continuó mirándome fijamente con sus ojos inteligentes. Supe que no había más remedio que decírselo todo.
—¿Estaba el profesor Lane bajo el influjo de la misma droga cuando vino al encuentro del tren de carga?
—Sí.
Se levantó del sofá y comenzó a pasearse arriba y abajo de la habitación, tomando objetos de las mesas y volviéndolos a colocar, como hacía Magnus cuando tenía que tomar una decisión.
—Tendré que internarlo a usted en un hospital para someterlo a un período de observación.
—No, por el amor de Dios…
Me levanté de la silla.
—Mire, tengo la droga en una botella arriba en mi habitación. Es todo lo que ha quedado. Una botella. Magnus me dijo que destruyera todo lo que encontrara en su laboratorio, y así lo hice: todo está enterrado en el bosque que se encuentra más allá del jardín. Sólo guardé esta botella y he tomado un poco esta mañana. Debe ser algo diferente, algo más fuerte, no lo sé, pero en todo caso, llévesela, analícela y haga lo que quiera. Seguramente que usted comprende, después de lo que ha pasado esta noche, que yo no podría utilizarla de nuevo. ¡Dios mío! He podido matar a mi esposa.
Ya lo sé. Y por eso es por lo que usted debe ir a un hospital. No, él no lo sabía. Él no lo entendía. ¿Cómo podía entenderlo?
—Mire, yo no vi a Vita al pie de las escaleras. No era a ella a quien yo quería estrangular. Era a otra mujer.
—¿Qué mujer?
—Una mujer llamada Joanna. Vivió hace seiscientos años. Ella se encontraba allí en la antigua cocina de la granja lo mismo que los otros. Isolda Carminowe, el monje Jean de Meral, y el dueño de la granja, que había sido su mayordomo, Roger Kylmerth.
Extendió su mano y tomó mi brazo.
—Está bien, tranquilícese, lo comprendo. ¿Usted tomó la droga y luego bajó las escaleras y vio toda esa gente en el sótano?
—Sí, pero no solamente allí. Les he visto también en Tywardreath en la antigua casa feudal, debajo de Gratten y en la abadía. Ese es el efecto de la droga. Le lleva a usted hacia el pasado, directamente al corazón de otro mundo más antiguo.
Me oí a mí mismo hablar cada vez más fuerte, en medio de mi entusiasmo. Él continuaba agarrando mi brazo con fuerza.
—¿Usted no me cree? ¿Cómo podría usted creerme? Pero le juro que los he visto, que les he oído hablar, que les he visto moverse, y que incluso he visto a un hombre, el amante de Isolda, Otto Bodrugan, ser asesinado cerca del estuario de Treesmill.
—Claro que le creo. Ahora, ¿qué tal si vamos juntos a su habitación y me entrega lo que queda de la droga?
Le conduje por las escaleras a mi alcoba y tomé la botella de la maleta que estaba cerrada con llave. No la examinó. La guardó inmediatamente en su maletín.
—Ahora le diré lo que voy a hacer. Le daré un calmante bastante fuerte, que le hará dormir hasta mañana por la mañana. ¿Existe alguna otra habitación en la que pueda usted reposar?
—Sí. La habitación de huéspedes, al otro lado del rellano de la escalera.
—Muy bien. Recoja un pijama y vamos.
Nos dirigimos hacia la habitación de huéspedes. Me desnudé y me metí en la cama, sintiéndome súbitamente sumiso, como un niño que no tiene que tomar decisiones.
—Haré todo lo que usted diga. Si quiere hágame dormir para siempre.
—Nunca haré eso. —Sonrió por primera vez—. Cuando usted abra sus ojos mañana, seré yo probablemente lo primero que verá. —¿Entonces no me empaquetará usted para el hospital?
—Probablemente no. Hablaremos de eso mañana.
Sacó una jeringuilla de su maletín.
—No me importa lo que usted le diga a mi esposa, con tal que no le hable de la droga; déjela continuar pensando que yo estaba borracho como una cuba. No importa lo que pase, pero Vita debe ignorar lo referente a la droga. Ella no quería mucho a Magnus, es decir, al profesor Lane, y si ella llega a saber algo acerca de esto, abominará todavía más su memoria.
—Estoy seguro de que ella lo haría —contestó el médico, mientras desinfectaba con un poco de algodón y alcohol mi brazo antes de inyectarme—. Y usted no podría reprochárselo.
—El hecho es que ella estaba celosa. Él y yo nos habíamos conocido hace mucho tiempo. Fuimos condiscípulos en Cambridge. Con frecuencia yo venía aquí en compañía de Magnus. Siempre estábamos juntos. Los mismos problemas nos intrigaban. Los mismos chistes nos hacían reír. Magnus y yo… Magnus y yo…
La profundidad de un abismo, o el dulce y profundo sueño de la muerte, no me importaba. Cinco horas, cinco meses, cinco años… De hecho, como supe más tarde, fueron cinco días. El doctor parecía estar siempre a mi lado cuando abría los ojos, para darme otra inyección, o sentado al pie de la cama, balanceando las piernas y escuchando lo que yo decía. A veces, Vita asomaba la cabeza por la puerta, con una sonrisa tímida, y desaparecía. Ella y la señora Collins debían haber preparado mi cama, debían haberme lavado, alimentado, aunque no recuerdo haber comido nada. Lo que ocurrió en esos días está completamente confuso en mi memoria. Pude haber maldecido, destrozado la ropa de la cama, o simplemente haber dormido; me dijeron que dormí y que hablé. Hablé, no a Vita ni a la señora Collins, sino al doctor. ¿Cuántas sesiones tuvimos entre una y otra inyección? No lo sé. Tampoco sé lo que dije, pero entiendo que conté toda la historia desde el principio. La consecuencia de ello fue que en la semana siguiente, cuando me encontraba más o menos normal y sentado en una silla en la alcoba en lugar de estar tendido en la cama, tanto el cuerpo como el alma se sentían no solamente descansados sino completamente purgados.
Así se lo dije al doctor mientras tomábamos una taza de café que Vita nos había traído. Rio y dijo que una purga completa nunca hacía mal a nadie. Se sorprendía de la cantidad de cosas que la gente almacenaba en las buhardillas y en los sótanos de su vida interior, que ellos habían olvidado completamente y que sería mucho mejor sacarlos a la luz del sol.
—Fíjese —me dijo—, limpiar el alma es más fácil para usted que para otros, a causa de sus antecedentes católicos.
Le miré fijamente.
—¿Cómo sabe usted que yo era católico?
—Todo vino con la purga.
Me sentí extrañamente sorprendido, Había imaginado que le había contado todo desde el comienzo hasta el fin acerca del experimento y que le había descrito con todos los pelos y señales lo que ocurría en el otro mundo. El hecho de que yo hubiera nacido y de que hubiera sido educado católicamente no tenía ninguna relación con ello.
—Soy muy mal católico. No he asistido a misa desde hace muchos años. En cuanto a la confesión…
—Ya lo sé, todo eso está en su buhardilla o en su sótano: su desprecio por la vida monacal, por los padrastros, por las viudas que se vuelven a casar y otras cosas por el estilo.
Serví otra taza de café para él y para mí; puse gran cantidad de azúcar en la mía y la removí con impaciencia.
Escúcheme, eso no tiene sentido. Nunca he pensado en los monjes, en las viudas o en los padrastros, con excepción de mí mismo. El hecho es que esa gente vivía en el siglo XIV y que yo pude verlos, gracias a los efectos de la droga.
—Sí, enteramente gracias a los efectos de la droga.
Se levantó bruscamente de la silla y se paseó por la habitación.
—Hice con la botella que usted me dio lo que usted debía haber hecho después de la investigación. La envié al asistente jefe del profesor Lane, a John Willis, con una nota diciéndole que usted había estado en problemas a causa de su contenido, y que desearía tener un informe sobre ello tan pronto como fuera posible. Fue tan amable como para telefonearme inmediatamente después de recibir mi mensaje.
—¿Y bien?
—Pues es usted un hombre muy afortunado de encontrarse con vida. Y no solamente con vida, sino en esta casa y no en un manicomio. Esa botella contenía probablemente el material más poderosamente alucinógeno que se ha descubierto hasta ahora, así como otras substancias de las cuales el señor Willis todavía no está seguro. Aparentemente el profesor Lane trabajaba en esta droga por su propia cuenta: nunca hizo confidencias completas a su colaborador en este campo.
Un hombre afortunado de encontrarse con vida, es posible. Afortunado de no estar confinado en un manicomio, también. Pero todo esto me lo había dicho yo mismo antes, cuando comencé el experimento.
—¿Trata usted de decirme que todo lo que he visto es una alucinación, desenterrada de las más profundas capas de mi inconsciente?
—No, no es eso. Pienso que el profesor Lane estaba experimentando algo que podía haber sido extraordinariamente importante sobre la manera de funcionar el cerebro y que él le escogió a usted como un conejillo de Indias, porque sabía que usted haría todo lo que le pidiera; asimismo, el profesor Lane sabía que usted era una persona muy apta para ese experimento.
Caminó alrededor de la mesa y terminó su taza de café.
—A propósito, todo lo que usted me ha dicho será guardado con un secreto tan sagrado como si lo hubiera dicho en un confesonario. Tuve que luchar contra su esposa para mantenerlo a usted aquí en lugar de enviarlo en una ambulancia a un especialista de Harley Street, que le hubiera enviado a usted inmediatamente a una clínica por seis meses. Creo que ella tiene confianza en mí ahora.
—¿Qué le ha dicho usted?
—Le he dicho que usted estuvo al borde de una crisis nerviosa definitiva y que sufría a causa del efecto retardado procedente del choque recibido por la muerte súbita del profesor Lane; cosa que, y usted estará de acuerdo conmigo, es perfectamente posible.
Me levanté de la silla vacilando un poco y me dirigí hacia la ventana. El ganado estaba paciendo de nuevo en los campos. Pude oír a nuestros niños jugando cricket cerca del huerto.
Usted puede decir lo que le parezca mejor —dije lentamente—; sugestión, crisis nerviosa, conciencia católica, etc., pero el hecho es que he estado en ese otro mundo, que lo he visto, que lo he conocido. Era un mundo cruel, duro y con frecuencia sangriento. Lo mismo se puede decir de los personajes que lo habitaban, excepto de Isolda, y al final de Roger. Pero, a fe mía, ese mundo producía en mí una fascinación que no encuentro en el mundo de hoy.
Se acercó a mí, junto a la ventana. Me dio un cigarrillo y fumamos un rato en silencio.
—Otro mundo —dijo por fin—. Creo que todos llevamos uno dentro, de una manera o de otra: usted, el profesor Lane, su esposa, yo mismo. Lo veríamos de una manera diferente si hiciéramos el mismo experimento con la droga, cosa que Dios no permita.
Sonrió y arrojó la colilla del cigarrillo por la ventana.
—Me parece que mi propia esposa no miraría con muy buenos ojos a una Isolda a la que yo hubiera tenido la ocurrencia de ir a buscar al valle de Treesmill. Lo cual no quiere decir que yo no haya hecho algo parecido durante años. Pero yo soy un hombre demasiado realista para retroceder seis siglos con una probabilidad muy pequeña de poder encontrarla.
—Mi Isolda existió —insistí tenazmente—. Yo he visto genealogías y documentos históricos que lo prueban. Todos esos personajes han vivido. Tengo documentos en la biblioteca que no mienten.
—Por supuesto que existieron, y lo que es más, tuvieron dos niñas llamadas Joanna y Margaret. Usted me ha hablado de ellas. Algunas veces las niñas son más fascinantes que los niños… y usted tiene un par de hijastros.
—¿Y qué diablos quiere decir eso?
—Nada. Es sólo una observación. El mundo que llevamos dentro proporciona respuestas, a veces. Es una manera de escaparnos de nosotros mismos. Una fuga de la realidad. Usted no deseaba vivir en Londres ni en New York. El siglo XIV le proporcionaba una escapatoria. El problema es que el soñar despierto, así como las drogas alucinógenas, pueden crear un hábito: Cuanto más se da a ellos, más profundamente penetran en usted, de suerte que al final le llevan al manicomio.
Tenía la impresión de que todo lo que decía se proponía llevarme a tomar unas resoluciones prácticas, como por ejemplo, sobreponerme, conseguir un empleo, establecerme en una oficina, acostarme con Vita, tener niños, mirar con optimismo la llegada de la edad madura y esperar retirarme al final a una casa confortable como una planta de primavera en un invernadero.
—¿Qué desea usted que yo haga? —le pregunté—. Vamos, dígamelo francamente.
Se volvió desde la ventana y me miró fijamente a los ojos.
—Sinceramente, no me interesa lo que usted haga. Eso no me concierne. Habiendo sido su consejero médico y director espiritual durante menos de una semana, me gustaría volverle a ver durante varios años. Me alegraría poder recetar los antibióticos ordinarios cuando usted tenga un resfriado. Pero para el futuro inmediato sugiero que salga de esta casa cuanto antes, antes de que usted sienta la necesidad de visitar de nuevo el sótano.
Respiré profundamente.
—Así me lo había imaginado —dije—. Usted ha estado hablando con Vita.
—Naturalmente que he hablado con su esposa y aparte de algunos defectos femeninos, es una mujer notable. Cuando digo que usted debe salir de la casa, no quiero decir que sea para siempre. Pero por lo menos durante las próximas semanas usted debería alejarse de aquí. Debe comprender por qué razón.
Lo comprendía, pero como un ratón arrinconado que trata de ganar tiempo.
—Está bien —dije ¿Qué sugiere? ¿A dónde podemos ir con los niños?
Bueno, bueno, ellos no le molestan, ¿no es verdad?
—No… no, yo los quiero mucho.
—Pueden ir a no importa dónde, con tal de que sea lejos del influjo de Roger Kylmerth.
—¿Mi «alter ego»? No nos parecemos en nada.
—Los «alter ego» nunca se parecen al original. El mío es un poeta de largos cabellos que se desmaya cuando ve sangre. Me sigue a todas partes desde que yo terminé mis estudios médicos.
Reí a pesar mío. Este hombre hacía aparecer todo muy simple.
—Ojalá usted hubiera conocido a Magnus. Usted me lo recuerda de una manera extraña.
—Me gustaría haberlo conocido. Sin embargo, insisto seriamente en que usted debe partir de aquí. Su esposa sugiere Irlanda. Es un país muy agradable para hacer largas caminatas, para la pesca, para encontrar grandes tesoros al pie de las colinas…
—Sí, y para encontrar a dos compatriotas de mi mujer, que hacen turismo en los mejores hoteles.
—Su esposa me los ha mencionado, pero, según entiendo, ya se han ido, hartos del mal tiempo; han volado a la soleada España. Así, pues, no tiene por qué preocuparse por ellos. Creo que Irlanda es una buena idea, pues bastan tres horas de coche desde aquí hasta Exeter y desde allí se puede tomar un avión directo. Luego alquilar un coche y ya están ustedes listos.
Vita y el doctor lo habían planeado todo. Yo estaba en la trampa. No había manera de salir. Debía poner buena cara y reconocer mi derrota.
—Supongamos que yo rehúse. ¿Tendré que volver a la cama?
—Yo haría venir una ambulancia y le haría transportar a un hospital. He pensado que Irlanda es una idea mejor, pero todo depende de usted.
Cinco minutos más tarde se había ido. Pude oír el ruido del coche que subía por la carretera. La reacción después de la crisis fue absoluta. La purga había sido muy fuerte. Todavía no sabía cuánto le había dicho. Sin duda un revoltijo de todo lo que yo había pensado o hecho desde la edad de tres años. Como todos los médicos con propensiones hacia el psicoanálisis, este había reunido todos esos elementos y se había formado de mí la idea ordinaria de un descarriado con inclinaciones homosexuales, que había sufrido desde su nacimiento un complejo referente a su madre, luego otro complejo de padrastro con una repugnancia hacia la copulación, con una esposa viuda, y en fin, que sentía un deseo reprimido de aventuras con una rubia que nunca había existido excepto en la imaginación.
Todo encajaba a la perfección. La abadía era Stonyhurst, el hermano Jean era aquel imbécil que me enseñó historia, Joanna era mi madre y Vita reunidas en una sola persona, y Otto Bodrugan era el hermoso y alegre aventurero que yo deseaba ser. El hecho de que hubiera vivido y de que eso pudiera probarse, no había impresionado al doctor Powell. Era una lástima que él mismo no hubiera ensayado la droga en lugar de enviar la botella C a John Willis. En ese caso, hubiera podido pensar mejor lo que decía.
Bueno, todo había terminado. Debía seguir su diagnóstico, así como sus proyectos de vacaciones para mí. Dios sabe que eso era lo menos que podía hacer después de haber estado a punto de matar a Vita.
Era curioso que el médico no hubiera dicho nada acerca de efectos subsiguientes de la droga. Quizá había tratado de eso con John Willis y este le había tranquilizado. Pero entonces, John Willis, ¿no sabía nada acerca de la mancha roja en el ojo, ni de los sudores, ni de la náusea, ni del vértigo? Nadie lo sabía, aunque el doctor Powell habría podido sospecharlo, especialmente después de nuestro primer encuentro. En todo caso, yo me sentía normal ahora. Demasiado normal, a decir verdad. Me sentía como un niño al que le han dado una azotaina y que ha prometido portarse bien.
Abrí la puerta y llamé a Vita. Subió corriendo las escaleras. Caí en la cuenta, con un sentimiento de vergüenza y de culpabilidad, de lo que ella debía haber sufrido durante la última semana. Había perdido los colores y parecía más delgada. Su cabello, ordinariamente inmaculado, estaba peinado hacia atrás, denotando la prisa con que había sido hecho. En sus ojos brillaba una expresión de preocupación y de infelicidad que yo nunca había visto antes.
—Me dijo que estabas de acuerdo en partir —dijo ella—. Fue idea suya, no mía, te lo aseguro. Sólo deseo lo que sea mejor para ti. —Ya lo sé. Él tiene razón.
—¿No estás enojado entonces? Tenía tanto miedo de que lo estuvieras…
Entró y se sentó a mi lado sobre la cama. Puse mi brazo sobre sus hombros.
—Debes prometerme una sola cosa —le dije—, y es olvidar todo lo sucedido hasta ahora. Sé que es imposible, pero te lo ruego…
—Has estado enfermo. Conozco la razón, pues el doctor me lo ha explicado todo. Se lo dijo también a los niños y ellos lo han entendido. No te reprochamos nada, querido. Sólo deseamos que te recuperes y que seamos felices.
—¿No sentirán terror a mi lado?
—Por Dios, no. Tuvieron un gran susto. Pero han sido tan buenos y serviciales, sobre todo Teddy. Te quieren mucho, no sé ti tú te das cuenta perfecta de eso.
—Sí, claro que sí. Y eso hace que todo sea más trágico. Pero todo ha pasado ya. ¿Cuándo partimos?
Vita dudó un momento.
—El doctor Powell dice que podrás viajar el viernes; así, pues, le he dicho que nos consiga los billetes.
Viernes… pasado mañana.
—Está bien, si es eso lo que él dice. Creo que debo moverme un poco para ponerme en forma. Saca alguna de las cosas que hemos de empaquetar.
—Con tal que no trabajes demasiado. Enviaré a Teddy para que te ayude.
Me dejó con muchas cartas sin abrir y antes de que yo hubiera terminado de abrirlas y de arrojar la mayor parte de ellas en la papelera, Teddy ya estaba a la puerta de la habitación.
—Mamá dice que quizá necesites ayuda para empaquetar tus cosas —dijo tímidamente.
—Sí, claro que necesito. Tú eres un buen chico. He oído que has sido el cabeza de familia durante la última semana y que lo has hecho muy bien.
Se sonrojó de placer.
—Oh, no lo sé. No he hecho nada. Responder al teléfono algunas veces. Alguien llamó ayer y preguntó si te encontrabas mejor. Envió sus saludos. Un tal señor Willis. Dejó el número de su teléfono en caso de que quieras hablarle. Dejó también otro número de teléfono. Los he copiado aquí.
Sacó un pequeño cuaderno y arrancó una hoja. Reconocí el primer número. Era del laboratorio de Magnus, pero el otro me era desconocido.
—¿Este número es el de su propia casa? ¿O dijo él de qué se trataba?
—Sí, dijo que era el número de un señor Davies que trabaja en el Museo Británico. Dijo que quizá tú querrías ponerte en contacto con el señor Davies antes de sus vacaciones.
Guardé la página en mi bolsillo y me dirigí con Teddy a la alcoba. El diván no estaba ya allí. Supe entonces lo que aquellos ruidos de muebles que se arrastraban querían decir la noche en que vino el doctor: habían llevado la cama hacia la alcoba matrimonial y la habían puesto junto a la ventana.
—Micky y yo hemos dormido aquí con mamá. Necesitaba compañía.
Era una manera delicada de decir que necesitaba protección. Le dejé en la alcoba sacando las cosas del ropero, y cogí el auricular al lado de la cama.
Me contestó una voz neta y clara, aunque algo reservada. Se trataba del señor Davies.
—Yo soy Richard Young, un amigo del profesor Lane; usted sabe quién soy, me parece.
—Sí, ciertamente, señor Young, y espero que se encuentre mejor. He sabido por el señor Willis todo lo que usted ha padecido.
—Oh, no es nada serio. Pero voy a salir de Viaje y creo que usted también va a hacer lo mismo. Así, pues, me he preguntado si quizá usted tiene algo para mí.
—Desgraciadamente no es mucho, según temo. Si usted lo permite, tomaré mis notas y se las leeré.
Esperé mientras él depositaba el auricular y buscaba entre sus papeles. Tenía el sentimiento desagradable de que yo estaba haciendo trampa y de que el doctor Powell no lo aprobaría.
—¿Está usted ahí, señor Young?
—Sí, aquí estoy.
—Espero que usted no se desilusionará. Se trata solamente de algunos extractos tomados de los registros del obispo Grandisson de Exeter; uno es de 1334 y el otro de 1335. El primero se refiere a la abadía de Tywardreath y el segundo a Oliver Carminowe. El primero es una carta del obispo de Exeter a la abadía de Angers, y dice así:
«John, etc., etc., obispo de Exeter, envía sus saludos y su afecto en el Señor. Como nosotros expulsamos de nuestros rebaños la oveja enferma que siembra el mal entre sus compañeras, así, para que no contamine a los demás miembros de nuestro rebaño, hacemos en el caso del hermano Jean de Meral, un monje de tu monasterio que vive actualmente en la abadía de Tywardreath, en el territorio de nuestra diócesis. Esta abadía está gobernada por un prior de la orden de San Benito. A causa, pues, de sus ultrajantes abusos y de su falta de comportamiento conveniente, a pesar de nuestras frecuentes y suaves admoniciones, y a causa de lo que siento vergüenza en decir, para no mencionar sus otros pecados manifiestos, pues él se ha endurecido cada vez más en su maldad, hemos decidido con todo el respeto y amor por vuestra Orden y por ti mismo, remitirlo a ti de nuevo, para que sea sujeto a la disciplina del Monasterio y corregido por su mal comportamiento. Que Dios mismo te mantenga en el gobierno de tu rebaño con buena salud y durante mucho tiempo».
Se aclaró la voz.
El original está en latín; así, pues, usted comprende… esta es mi traducción. No podía menos de pensar, mientras lo copiaba, cuánto hubiera agradado esta manera de expresarse al profesor Lane.
—Sí, le hubiera agradado muchísimo.
Se aclaró de nuevo la voz.
—El segundo extracto es muy corto y quizá no le interese. Se trata sólo de que el 21 de abril del año 1335, el obispo Grandisson recibió a sir Oliver Carminowe y a su esposa Sybell, que se habían casado clandestinamente sin proclamas ni licencias. Ellos afirmaron que lo habían hecho por ignorancia. El obispo levantó las penas canónicas y confirmó el matrimonio, que parece había tenido lugar en fecha anterior no establecida, en la capilla privada de sir Oliver en Carminowe, en la parroquia de Mawgan-in-Meneage. Se tomaron disposiciones contra el sacerdote que los casó. Eso es todo.
—¿Se dice algo sobre lo que ocurrió a la esposa anterior, Isolda?
No. Supongo que murió, posiblemente poco tiempo antes; este matrimonio fue clandestino justamente porque tuvo lugar muy poco tiempo después de su muerte. Quizá Sybell estaba encinta, y era necesaria una ceremonia privada para conservar su buen nombre. Lo siento, señor Young, pero no he podido encontrar nada más.
—No se preocupe, lo que me ha dicho es muy importante. Felices vacaciones.
—Gracias. Le deseo lo mismo.
Colgué el auricular. Teddy me llamaba desde la alcoba.
—¡Dick!
—¿Sí?
Teddy vino desde el cuarto de baño, con el bastón de Magnus en su mano.
—¿Llevarás esto contigo? Es demasiado grande para meterlo en la maleta.
No había visto el bastón desde el momento en que había vertido en él el líquido incoloro de la botella C una semana antes. Había olvidado todo eso.
—Si no lo quieres, lo dejaré en el armario, donde lo encontré. —No, dámelo. Lo quiero.
Hizo como si me apuntara sonriendo, teniéndolo en su mano como una lanza. Luego lo lanzó suavemente al aire. Yo lo agarré y así firmemente en mi mano.