Capítulo XXII

TODOS hablaban al mismo tiempo. Los niños reían. Oí que Micky decía:

—Te vimos corriendo por la colina abajo. Tenías un aspecto tan cómico…

Teddy interrumpió:

—Mamá te llamó y te hizo señas, pero al principio no la oíste. Parecías mirar hacia otra parte.

Vita me miraba intensamente por la ventana abierta.

—Mejor es que entres —dijo—. Apenas puedes mantenerte en pie. La señora Collins, ruborizada y con la sorpresa reflejada en su rostro, me abrió la portezuela. Obedecí a Vita mecánicamente, olvidando mi propio coche que me esperaba en el aparcamiento. Me senté al lado de la señora Collins. Pasamos al lado de la aldea y tomamos la carretera de Polmear.

—Ciertamente es mucho mejor venir por esta ruta —dijo Vita—. La señora Collins nos dijo que era más corta que la que pasa por St. Blazey y Par.

Yo no podía recordar dónde habían estado o lo que habían estado haciendo. Aunque el zumbido en mis oídos había cesado, el corazón latía aún con fuerza y el vértigo no estaba lejos.

—Almorzamos en Bude —comentó Teddy—. Teníamos planchas para hacer el surfing, pero mamá no nos permitió entrar lejos en el mar, porque había olas inmensas, más grandes que aquí. Debías haber venido con nosotros.

Es verdad, se trataba de Bude; habían ido a pasar el día en esa localidad, dejándome solo en la casa. Pero ¿qué estaba yo haciendo vagando por los terrenos de Tywardreath? Al pasar por los edificios de la parte baja de la colina de Polmear, eché una mirada hacia el valle en donde vivían Polpey y Lampetho. Recordé que Julián Polpey no se había quedado para ver el horrible espectáculo que se desarrollaba al exterior de la casa de impuestos, sino que se había marchado a casa; recordé también que Geoffrey Lampetho había sido uno de los que habían arrojado piedras a la oveja, en medio de los gritos de la multitud.

Era el fin de todo. Me encontraba al final de la ruta. No ocurriría nada de eso de nuevo.

La señora Collins decía algo a Vita: que la dejara apearse del coche en la cumbre de la colina de Polkerris. Lo único que supe después, fue que ella había desaparecido y que Vita nos había conducido hasta Kilmarth.

—Entrad aprisa —dijo ella a los niños—. Dejad los bañadores en el armario y comenzad a preparar la cena.

Cuando ellos habían desaparecido, Vita se volvió hacia mí, al pie de las escaleras de la entrada.

—¿Serás capaz de hacerlo? —me dijo.

—¿De hacer qué?

Todavía me encontraba, aturdido y no podía seguir sus palabras.

—Subir las escaleras. Te tambaleabas hace un momento cuando te encontramos. Me sentí terriblemente incómoda delante de la señora Collins y de los niños. ¿Cuánto has bebido?

—¿Bebido? No he bebido ni una gota.

—Por Dios, no comiences a mentir de nuevo. Ha sido un largo viaje y estoy cansada. Ven, yo te ayudaré a subir.

Quizá esa era la mejor respuesta. Quizá lo mejor era que Vita pensara que yo me había metido en un bar todo el día.

Salí del coche. Vita tenía razón: me bamboleaba sobre mis pies. Me alegré de tener el apoyo de su brazo para atravesar el jardín y subir las escaleras de la entrada.

—En un momento me encontraré bien. Me sentaré en la biblioteca. —Mejor es que vayas directamente a la cama. Los niños nunca te han visto antes en este estado. No dejarán de notarlo.

—No quiero ir a la cama. Me sentaré en la biblioteca y cerraré la puerta. Ellos no tienen que entrar allí.

—Bueno, si insistes en llevar tu idea adelante… —Encogió los hombros con impaciencia Les diré que comeremos en la cocina. Por todos los santos, no aparezcas por allí. Te llevaré algo de comer más tarde.

La oí atravesar el vestíbulo y entrar en la cocina, dando un portazo. Me dejé caer en un sillón de la biblioteca y cerré los ojos. Una pesadez extraña se apoderó de mí. Quería dormir. Vita tenía razón. Hubiera sido mejor irme a la cama, pero en ese momento no tenía la fuerza necesaria para levantarme del sillón. Si permanecía allí en medio de la paz de ese lugar, el cansancio y el agotamiento pasarían pronto. Mala suerte para los chicos si había un programa de televisión interesante, ya que el aparato se encontraba en la biblioteca. Pero mañana les contentaría, llevándoles a una excursión en bote hasta Chapel Point. También tenía que contentar a Vita. La excursión nos ayudaría a volver a reconciliarnos y a un nuevo punto de partida.

Me desperté con sobresalto. La habitación estaba sumida en la oscuridad. Miré al reloj. Eran casi las nueve y media. Había dormido durante cerca de dos horas. Me sentía bien y con hambre. Atravesé el comedor y me dirigí al vestíbulo. Oí el tocadiscos que funcionaba en la sala de música, aunque la puerta estaba cerrada. Debían de haber terminado de comer hacía mucho rato, pues las luces de la cocina estaban apagadas. Inspeccioné la nevera en búsqueda de huevos y de jamón. Apenas había puesto la cacerola sobre el fuego, oí a alguien que marchaba en el sótano. Fui al rellano de las escaleras posteriores y llamé, pensando que se trataba de uno de los dos chicos, que me podía al mismo tiempo informar sobre el estado de ánimo de Vita en ese momento. Nadie contestó.

—¿Teddy? —grité—. ¿Micky?

Las pisadas se oían claramente. Iban de la antigua cocina hacia el antiguo lavadero. Bajé las escaleras, buscando a tientas el interruptor de las luces, pero este no se encontraba en el lugar que yo imaginaba. Tuve que descender apoyándome en el muro. Cualquiera que fuera el que se encontraba allí, debía haber pasado por el antiguo lavadero hasta el patio, pues le escuché caminar por ese sitio y sacar agua del viejo pozo sellado que se encontraba en el extremo más cercano del patio y que ya nadie utilizaba.

Ahora otras pisadas venían de la escalera y no del patio. Me di vuelta y vi que las escaleras de piedra habían desaparecido y que las pisadas venían de una antigua escalera de madera que conducía a la alcoba superior. La oscuridad había desaparecido. Ahora era la luz de una triste tarde de invierno la que llenaba la habitación. Una mujer descendía las escaleras, con una vela encendida en sus manos.

De nuevo comenzó el zumbido en mis oídos, con el estampido de un trueno. La droga surtía su efecto sin haber sido renovada. Yo no la deseaba ahora. Tenía miedo. Eso significaba que el presente y el pasado iban a confundirse, en un momento en que Vita y los niños se encontraban conmigo, en la parte anterior de la casa.

La mujer pasó a mi lado, protegiendo la llama de la corriente de aire con una mano. Era Isolda. Me aplasté contra el muro y contuve mi respiración, pues ciertamente ella desaparecería al menor de mis movimientos: todo eso no podía ser más que un producto de mi imaginación, una prolongación de lo que yo había visto esa tarde.

Isolda colocó el cirio sobre un banco. Encendió otro que se encontraba a un lado. En seguida comenzó a tararear un trozo de una antigua y dulce canción. Entretanto yo oía también en la distancia el ruido del tocadiscos en la sala de música.

—Robbie —llamó ella—. Robbie, ¿estás ahí?

El muchacho entró del patio por la puerta baja y colocó el balde lleno de agua sobre el piso de la cocina.

—¿Hiela aún? —preguntó ella.

—Sí, y continuará así hasta que pase la luna llena. Debéis permanecer aquí aún unos días, si es que podéis soportarnos.

—¿Soportaros? —Isolda sonrió—. Más bien, alegrarme con vosotros. Ojalá mis hijas tuvieran tan buenos modales como tú y Bess y me hablaran como vosotros lo hacéis a Roger.

—Si lo hacemos así es por consideración hacia vos. Roger nos habló duramente y aun usó del látigo con nosotros antes de que vos llegarais.

El muchacho rio, sacudiendo un mechón de cabellos de su frente. Levantando el balde con agua, vertió un poco en la jarra que se encontraba sobre la mesa.

—Ahora comemos bien —añadió—. Carne todos los días en lugar de pescado salado. El cerdo que degollé ayer debía haber esperado hasta después de la cuaresma, si vos no hubierais honrado nuestra mesa. Bess y yo desearíamos teneros siempre con nosotros y no dejaros partir cuando la nieve se funda.

Entonces, ya lo entiendo —dijo Isolda bromeando—. No es por mí misma por lo que me queréis aquí, sino a causa de la comida mejor.

El muchacho frunció el ceño sin estar seguro de lo que ella quería decir. Luego su rostro se iluminó y sonrió de nuevo.

—No, eso no es verdad. Tuvimos miedo cuando llegasteis; temíamos que fuerais a tomar un aire de gran señora y de que no pudiéramos agradaros. No ha sido así, pues vos podríais ser uno de nosotros. Bess os quiere mucho, lo mismo que yo. En cuanto a Roger, sólo Dios sabe las veces, que ha prodigado alabanzas sobre vos ante nosotros en los dos últimos años, y aun desde antes.

Se ruborizó, sin saber de repente qué decir, como si hubiera hablado demasiado. Isolda extendió su mano y tocó su brazo.

—Querido Robbie, yo también os quiero a ti y a Bess, y aprecio mucho la acogida que me habéis dispensado durante las semanas pasadas. Nunca lo olvidaré.

Un ruido de pisadas me hizo levantar la cabeza: Era la chica que bajaba las escaleras. Ahora, ciertamente estaba mucho más limpia que la primera vez. Llevaba sus cabellos largos y bien peinados y un rostro inmaculado.

—Oigo que Roger llega. Ocúpate del caballo, mientras yo pongo la mesa.

El muchacho salió al patio. Su hermana colocó nuevo combustible en el hogar. El fuego prendió en las ramas, brotaron grandes llamaradas y el humo se extendió sobre los negruzcos muros. Al ver a Bess mirando sonriente a Isolda por encima de sus hombros, me di cuenta de que el mismo cuadro debió repetirse día tras día durante las últimas semanas. Las cuatro personas debían haberse sentado a la rústica mesa iluminada por las dos velas de sebo y aderezada con la vajilla de estaño, durante todo este tiempo de invierno.

—Aquí está vuestro hermano —dijo Isolda, dirigiéndose hacia la puerta abierta.

Roger entraba en ese momento en el patio, se apeaba del caballo y entregaba las riendas a Robbie. Todavía no era de noche. El patio, mucho más grande que el que yo había conocido, se extendía hasta los muros levantados en la parte superior del campo, de suerte que a través de la puerta abierta yo podía ver el terreno que descendía hasta el mar y la amplia extensión de la bahía. El barro en el patio estaba duro como el hielo y el aire cortante como un cuchillo; los árboles negros y desnudos más allá del matorral, se recortaban contra el cielo de invierno.

Robbie condujo el caballo a las cuadras. Roger cruzó el patio y se dirigió a Isolda.

—Traes malas noticias —dijo ella—. Lo puedo ver en la expresión de tu rostro.

—Mi señora sabe que os encontráis aquí —dijo Roger—. Está de camino para veros, con un mensaje de vuestro hermano. Si lo deseáis, puedo echar a rodar por la colina abajo la carroza. Robbie y yo no tendremos dificultad en dominar a los siervos que la acompañan.

—No tendríais dificultad ahora, quizá, pero más tarde ella podría perjudicaros a todos vosotros, a ti, a Bess y a Robbie. Yo no permitiría eso por nada del mundo.

—Prefiero que arrasen la casa desde sus cimientos a que os hagan algún daño —dijo Roger.

El mayordomo permanecía de pie, mirándola. Instintivamente caí en la cuenta de que su amor por ella, a causa de la vida en común durante los últimos días, había llegado a tal punto, que ya no podía arder oculto, sino que tenía que alcanzar el cielo o ser sofocado violentamente.

—Sé bien que así es, pero todo nuevo sufrimiento que aparezca en mi camino debo soportarlo sola. Si, como se dirá en el porvenir, yo he traído el deshonor a dos casas, a la de mi marido y a la de Otto Bodrugan, no haré lo mismo con la tuya.

—¿Deshonor? —Roger extendió sus brazos y miró alrededor suyo el estrecho círculo de muros que rodeaban el patio y a las cuadras en donde los caballos y las vacas se protegían del frío—. Esa fue la granja de mi padre y será la de Robbie cuando yo muera. Aun si os hubierais alojado en ella solamente una noche y no quince como lo habéis hecho, ya sería suficiente para honrarla durante siglos.

Ella debió sentir la profundidad de sus sentimientos en la voz, y posiblemente también adivinar la pasión amorosa, pues una repentina sombra cubrió su rostro, como si una voz interior le hubiese murmurado: «Hasta aquí, no más lejos». Dirigiéndose hacia la puerta abierta, miró más allá de los campos hacia la bahía.

—Quince noches y en cada una de ellas, desde el momento en que he estado con vosotros, lo mismo que durante el día, he estado mirando hacia Chapel Point, recordando que su barco acostumbraba a anclar en ese sitio, abajo de Bodrugan, y que esa fue la bahía de donde zarpó para encontrarme en la ensenada de Treesmill. Una parte de mí misma ha muerto con él, Roger, el día en que fue ahogado, y creo que tú lo sabes.

Me preguntaba cuáles habían sido los sueños de Roger y si había imaginado una situación en la que su vida y la de Isolda pudieran reunirse de alguna manera: no por el matrimonio, ni siquiera como amantes, sino en una intimidad especial, intuitiva y silenciosa, que nadie más habría de compartir. Fuera esto u otra cosa, de todos modos el sueño se desvaneció. Al nombrar a Bodrugan, Isolda se lo había dado a entender.

—Sí, siempre lo he sabido. Si os he dado motivo para que penséis otra cosa, perdonadme.

Roger levantó la cabeza y escuchó. Isolda hizo lo mismo. De más allá del oscuro matorral que se encontraba más arriba de la granja, vino un ruido de voces y de pasos que se acercaban. Tres de los servidores de Champernoune aparecieron entre los árboles desnudos.

—¿Roger Kylmerth? —llamó uno de ellos—. Tu camino es demasiado irregular para lograr que la carroza de mi señora baje hasta vuestra casa. Ella espera en lo alto de la colina.

Entonces debe permanecer allí o bajar a pie con vuestra ayuda. Es el mismo camino para nosotros.

Los hombres dudaron un momento y hablaron entre sí. Isolda, a una señal de Roger, se volvió rápidamente y atravesó el patio hasta la casa. Roger silbó. Robbie apareció a la puerta del establo.

Lady Champernoune está arriba, con algunos de sus servidores —dijo Roger calmadamente Puede haber reunido a otros en el camino de aquí a Tywardreath, de suerte que podemos tener dificultades. No te alejes por si te necesito.

Robbie asintió y entró en el establo.

Cada vez hacía más frío y era más densa la oscuridad. Los árboles que dominaban el matorral se recortaban más agudamente contra el cielo. En ese momento vi las luces de las primeras antorchas sobre la colina. Joanna descendía, en compañía de tres servidores y del monje. Bajaban lentamente y en silencio. El manto oscuro de Joanna se confundía con el hábito del monje, como si los dos no fueran más que uno. De pie al lado de Roger, mirando cómo avanzaban, me parecía que el grupo tenía algo de siniestro. Los personajes, cubiertos con capuchones, hubieran podido ser los componentes de una procesión fúnebre que se dirigiera a través de un cementerio hacia una tumba abierta.

Cuando llegaron a la puerta del patio, Joanna se detuvo y echó una ojeada alrededor. Luego dijo a Roger:

—En los diez años que me has servido, nunca pensaste recibirme en tu casa.

—No, mi señora. Vos nunca me pedisteis refugio, ni lo deseasteis. Siempre tuvisteis suficiente consuelo bajo vuestro propio techo.

La ironía no la hirió, o si lo hizo, ella prefirió disimular. Roger les acompañó hacia la casa.

—¿Dónde deberán esperar mis servidores? Haz el favor de llevarles a la cocina.

—Vivimos en la cocina. Allí es en donde lady Carminowe os recibirá. Vuestros hombres encontrarán un lugar bastante caliente en compañía de las vacas y de los caballos, en el establo.

Se hizo a un lado para dejar pasar a Joanna y al monje. Luego les siguió. Al atravesar el umbral, vi que la mesa con los dos cirios había sido corrida más cerca del fuego. Isolda estaba sentada a la cabecera, sola. Bess debía de haber subido a la alcoba superior.

Joanna echó una mirada a su alrededor, un poco perdida al encontrarse en tal escenario. Dios sabe lo que ella había esperado. Quizá una comodidad más grande, con muebles robados de su propia casa feudal abandonada.

—Así, pues… —comenzó Joanna al cabo de un rato—, este es el refugio, bastante cálido y agradable, sin duda, en una noche de invierno, si no se tiene en cuenta el olor de los animales al otro lado del patio. ¿Cómo os encontráis, Isolda?

Muy bien, como lo podéis ver. Aquí he recibido más muestras de amabilidad en dos semanas que en otros tantos meses o años pasados en Tregesteynton o Carminowe.

—No lo dudo. El contraste siempre ha abierto el apetito adormecido. Una vez habéis soñado con poseer el castillo de Bodrugan, pero aun en el caso de que Otto viviera todavía, vos os hubierais hartado allí lo mismo que lo habéis hecho con otros hombres y con otras propiedades, incluyendo vuestro propio marido. Pues bien, he aquí una buena recompensa. Y decidme, ¿los dos hermanos comparten vuestro lecho, aquí, junto al fuego?

Oí la respiración agitada de Roger mientras avanzaba para colocarse entre las dos mujeres. Pero Isolda le hizo una señal que le detuvo. El pálido rostro de esta, a la luz de los dos cirios, esbozó una sonrisa.

—Todavía no. El mayor es demasiado orgulloso, y el menor es demasiado joven. Mis avances amorosos han caído en oídos sordos. ¿Qué queréis de mí, Joanna? ¿Traéis un mensaje de William? Si es así, hablad claramente y despachemos el asunto.

El monje, que había permanecido de pie junto a la puerta, sacó un pliego de su hábito y quiso entregárselo a Joanna, pero esta le apartó de sí.

—Lee la carta a lady Carminowe. No tengo deseos de cansar mis ojos en esta luz escasa. —Dirigiéndose a Roger, añadió—: Tú puedes dejarnos solos. Los asuntos de nuestra familia ya no te conciernen. Ya te mezclaste bastante en ellos cuando eras mi mayordomo.

—Esta es su casa y tiene derecho de permanecer aquí. Además, es mi amigo, y prefiero que se quede —dijo Isolda, tajante.

Joanna se encogió de hombros y fue a sentarse al extremo opuesto de la mesa, frente a Isolda.

—Si lady Carminowe lo permite —dijo el monje con voz suave—, esta es la carta de su hermano, sir William Ferrers; llegó a Trelawn hace pocos días; sir William pensó que su mensajero encontraría allí a lady Carminowe en compañía de lady Champernoune. Dice así:

«Muy querida hermana:

La noticia de vuestra fuga de Tregesteynton no nos ha llegado aquí a Bere hasta la semana pasada, debido al mal tiempo y al mal estado de los caminos. Me encuentro perdido, sin poder comprende, vuestra acción ni vuestra gran imprudencia. Debéis saber que al abandonar a vuestro marido y a vuestras hijas, perdéis todo derecho a su amor y, me siento obligado a decirlo, también al mío. No puedo asegurar que Oliver os reciba algún día de nuevo en Carminowe, movido por caridad cristiana. Yo lo dudo, pues él debe temer una perniciosa influencia vuestra sobre sus hijas. Por mi parte, no puedo ofreceros protección en Bere, pues Matilda, como hermana que es de Oliver, tiene demasiado amor a su hermano para ofrecer hospitalidad a su esposa fugitiva. En realidad, ella se encuentra en tal estado de amargura desde que supo que le habíais abandonado, que no podría soportar vuestra presencia con nosotros y con nuestros cinco hijos. Parece, pues, que el único camino abierto para vos es buscar refugio en el convento de religiosas de Devon; conozco a la abadesa; allí podríais permanecer hasta que Oliver o algún otro miembro de la familia quiera recibiros. Confío en que nuestra pariente, Joanna, hará que sus servidores os acompañen hasta Cornworthy.

Adiós, en la Voluntad de Cristo, vuestro infeliz hermano,

WILLIAM FERRERS».

El monje dobló la carta y se la pasó por sobre la mesa a Isolda. —Podéis ver vos misma, señora— murmuró el monje, —que la carta está escrita de puño y letra de vuestro hermano sir William, y que lleva su firma. No hay ningún engaño.

Isolda apenas le echó una ojeada:

—Tienes mucha razón. No hay engaño. Joanna sonrió:

—Si William hubiera sabido que os encontrabais aquí y no en Trelawn, dudo que os hubiera escrito en términos tan generosos y que la abadesa de Cornworthy quisiera abriros las puertas del convento. Pero podéis contar con mi discreción, guardaré el secreto y haré lo necesario para que os escolten hasta Devon. Dos días bajo mí techo para llevar a cabo los preparativos necesarios, un cambio de vestido del que tenéis tanta necesidad, y ya estaréis de camino hacia el convento.

Se recostó contra el respaldo de la silla, con una mirada de triunfo en sus ojos.

—Me dicen que el aire de Cornworthy es muy saludable. Las religiosas viven allí hasta una edad muy avanzada.

—Si así es, recluyámonos vos y yo detrás de los muros de un convento —replicó Isolda—. Las viudas, cuando sus hijos se casan, como lo hará vuestro William el año próximo, necesitan encontrar un nuevo refugio, lo mismo que las esposas fugitivas. Seremos hermanas en el infortunio.

Con un orgullo desafiante, Isolda miró fijamente a Joanna. La luz de los cirios, arrojando sombras sobre los muros, desfiguraba el aspecto de las dos mujeres. La sombra de Joanna, a causa del capuchón de su manto y de su velo de viuda, parecía un cangrejo monstruoso.

Joanna jugó con sus sortijas, pasándolas de un dedo al otro.

—Olvidáis que tengo licencia para volverme a casar. Lo podré hacer en el momento en que escoja a uno de mis muchos pretendientes. En cambio, vos estás ligada a Oliver y además habéis incurrido en su enojo. Hay otro camino abierto para vos, además del convento de Cornworthy, si lo preferís, y es permanecer aquí como una ramera, haciendo vida común con mi exmayordomo. Pero os prevengo que la parroquia puede obligaros a pasar lo mismo que obligó hoy a uno de mis arrendatarios en Tywardreath y forzaros a hacer penitencia en la capilla del feudo, conducida sobre una oveja negra.

Soltó una carcajada. Volviéndose hacia el monje, que estaba de pie al lado de su silla, le dijo:

—¿Qué dices, hermano Jean? Podríamos montar al uno sobre una oveja y al otro sobre un chivo, y hacerles cabalgar juntos, renunciar a las tierras de Kylmerth.

Yo sabía que eso iba a suceder. Roger agarró al monje y lo arrojó contra el muro. Luego, inclinándose sobre Joanna, la hizo ponerse de pie de un tirón.

—Insultadme a mí cuanto queráis, pero no a lady Carminowe. Esta es mi casa. Salid de aquí.

—Lo haré cuando ella haya tomado una decisión. Tengo sólo tres servidores en vuestra cuadra, pero una docena o más me esperan arriba en la colina, impacientes por vengarse de antiguas ofensas.

—Pues bien, hacedles venir —dijo Roger—, soltando a Joanna. —Robbie y yo podemos defender nuestra casa contra vuestros servidores y contra toda la parroquia si lo queréis.

Su voz, fuerte ahora a causa de la cólera había penetrado en la habitación superior. Bess bajó corriendo por la escalera, pálida y temerosa, y fue a sentarse sobre el banco cerca de la mesa, al lado de Isolda.

—¿Quién es esta? —preguntó Joanna—. ¿Una tercera oveja en el rebaño? ¿Cuántas otras mujerzuelas albergas en tu casa?

—Bess es la hermana de Roger y mía —respondió Isolda, poniendo su brazo sobre los hombros de la asustada niña—. Y ahora, Joanna, llamad a vuestros servidores a fin de que esta casa se vea libre de vuestra presencia. Dios sabe que hemos soportado vuestros insultos suficientemente.

—¿Hemos? Así, pues, ¿os contáis como uno de ellos? —Sí, mientras reciba su hospitalidad.

—Así, pues, ¿no pensáis acompañarme hasta Trelawn?

Isolda dudó un momento, mirando primero a Roger y luego a Bess. Pero antes de que pudiera replicar, el monje salió de la sombra del muro y avanzó hasta el centro de la habitación.

—Existe una tercera solución para lady Carminowe —dijo en voz baja—. Me embarco desde Fowey dentro de veinticuatro horas, rumbo a nuestra abadía mayor de San Sergio y San Basilio en Angers. Si ella y la niña quieren acompañarme a Francia, sé que podrán encontrar asilo allí. Nadie les molestará, y estarán a salvo de toda persecución. Aun su misma existencia será relegada al olvido, una vez se encuentren en el extranjero, y lady Carminowe tendrá la ocasión de comenzar una nueva vida en un medio más agradable que el recinto de un convento.

La propuesta era una treta tan evidente para sacar a Isolda y a Bess de la tutela de Roger y disponer de ellas a su guisa, que esperé que Joanna se opusiera. Por el contrario, Joanna sonrió y se encogió de hombros.

—A decir verdad, hermano Jean, muestras verdaderos sentimientos cristianos. ¿Qué decís, Isolda? Ahora tenéis tres alternativas: reclusión en Cornworthy, vida en la pocilga de Kylmerth, o la protección de los monjes benedictinos al otro lado del Canal. Yo sé muy bien lo que escogería.

Echó una ojeada a su alrededor como lo había hecho al entrar. Moviéndose por el interior de la habitación, tocó los muros ennegrecidos por el humo, hizo un gesto de disgusto, se examinó los dedos, luego se los limpió con el pañuelo y finalmente se detuvo delante de la escalera que conducía a la habitación superior. Con un pie en un peldaño, dijo:

—¿Ocupáis uno de los cuatro jergones? ¿Y con pulgas? Si vais a Devon o a Francia, os agradecería que antes rociarais bien vuestro traje con vinagre.

El zumbido comenzó en mis oídos. Luego el ruido atronador. Las figuras empezaron a desvanecerse, excepto la de Joanna, de pie, cerca de la escalera. Ella me miraba fijamente, con sus ojos muy abiertos. No me importaba lo que ocurriría después. Quería poner mis manos alrededor de su cuello y estrangularla, antes de que desapareciera de mi vista como los otros. Crucé la habitación y me puse de pie a su lado. Ella no desapareció. Comenzó a gritar cuando yo la sacudí violentamente con mis manos apretadas en su cuello blanco y delicado.

—Maldita… maldita… maldita…

Unos gritos salían de ella; otros venían de alguna parte superior. Aflojé mis manos. Miré hacia arriba. Los niños estaban de cuclillas sobre el rellano de la escalera. Vita se apoyaba contra la barandilla, a mi lado. Me miraba aterrorizada, con el rostro demacrado y con sus manos en el cuello.

—¡Dios mío! —exclamé—. Vita… amor mío… ¡Oh, Dios mío!…

Caí hacia delante y me apoyé en la veranda, a su lado. Vomitaba. Estaba poseído por el maldito vértigo. Incapaz de controlarlo.

Vita se arrastró, alejándose de mí. Subió las escaleras para buscar refugio cerca de los niños.

Comenzaron a gritar, todos juntos, de nuevo.