LOS efectos de la alegre comida en el White Hart pasaron después de un par de horas, pero me dejaron con un humor negro y con la determinación de ser el amo en mi propia casa. La investigación había terminado, y a pesar de la metedura de pata referente a la nieve, o quizá a causa de ella, el nombre de Magnus permanecía limpio. La policía estaba satisfecha, el interés de la gente del lugar desaparecería pronto. Lo único que yo podría temer sería la intrusión de mi esposa. Tendría que tratar eso de frente e inmediatamente. Los chicos habían salido para una cabalgada y no habían vuelto aún. Salí en busca de Vita y la encontré a la entrada del cuarto de los chicos.
—¿Sabes? —dijo ella—. Ese abogado tenía perfectamente razón. Podrías disponer una docena de pequeños apartamentos en este lugar. Quizá más, si aprovecharnos también el sótano. Podríamos pedir prestado dinero a Joe. —Me sonrió—. ¿Tienes alguna idea mejor? El profesor no te dejó dinero para el mantenimiento de la casa y tú no tienes ningún empleo a menos que cruces el océano y de que Joe te proporcione uno. Así, pues… ¿qué tal si somos realistas una vez, por lo menos?
Di media vuelta y bajé a la sala de música. Esperaba que ella me seguiría y así lo hizo. Me planté delante de la chimenea, el sitio propio desde tiempos inmemoriales del amo de la casa, y dije:
—Que todo quede bien claro. Esta es mi casa y lo que yo haga de ella me importa a mí solo. No quiero sugerencias ni de tu parte ni de los abogados, ni de los amigos, ni de nadie. Tengo intenciones de instalarme aquí; si tú no deseas vivir aquí conmigo, puedes tomar tus propias disposiciones.
Encendió un cigarrillo y echó al aire una gran bocanada de humo. Se puso muy pálida.
—¿Es un ultimátum?
—Llámalo como quieras. Es establecer un hecho. Magnos me ha dejado esta casa y tengo el propósito de pasar mi vida aquí, en tu compañía y con los niños, si tú deseas compartirla. No puedo hablar más claramente.
—¿Quieres decir que has desistido de la asociación que Joe te ha ofrecido en New York?
—Yo nunca tuve esa idea. Fuiste tú quien la tuvo en mi lugar.
—¿Y cómo piensas que vamos a vivir?
—No tengo la menor idea y por el momento no me importa. Habiendo trabajado en una editorial durante veinte años, conozco algo del oficio y puedo convertirme yo mismo en un autor. Podría comenzar escribiendo la historia de esta casa.
Vita rio y apagó el cigarrillo recién encendido en el cenicero más cercano.
—¡Santo cielo! Bueno, por lo menos eso podría mantenerte ocupado. ¿Y qué haré yo entretanto? ¿Formar parte de una asociación benéfica o algo por el estilo?
—Tú puedes hacer lo que las otras esposas hacen, adaptarte.
Querido, cuando acepté casarme contigo y vivir en Inglaterra, tenías un empleo bien remunerado en Londres. Has renunciado a él sin ninguna razón y ahora quieres establecerte en este rincón perdido en donde ni tú ni yo conocemos un alma, a centenares de kilómetros de nuestros amigos; esto no tiene pies ni cabeza.
Habíamos llegado a un callejón sin salida. Tampoco me gustaba el que me llamara querido cuando nos encontrábamos en medio de una disputa. En todo caso, la situación me molestaba. Había dicho lo que había dicho y una discusión no llevaría a ninguna parte. Además, tenía un deseo intenso de levantarme y de ir a la alcoba para examinar la botella C. Si no recordaba mal, era un poco diferente de las botellas A y B. Quizá debía habérsela dado a Willis para que la ensayara en los monos del laboratorio. Pero si lo hubiera hecho así, quizá nunca la recuperaría.
—¿Por qué no tomas el metro e imaginas algo para las cortinas y alfombras y se lo envías a Bill y a Diana a fin de que ellos den su opinión?
No quería ser sarcástico. Ella podía hacer lo que quisiera dentro de una medida razonable con el mobiliario de Magnus arreglado según el gusto de un solterón. Disponer las habitaciones de una manera distinta había sido siempre una de las aficiones preferidas de Vita. Eso la contentaría durante algunas horas.
Mi esfuerzo para establecer la paz tuvo un efecto contrario. Sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo:
—Sabes que viviría no importa dónde con tal de saber que tú me amas todavía.
Me las arreglo muy bien con la cólera y soy capaz de devolver golpe por golpe. Pero me siento desarmado delante de las lágrimas. Abrí mis brazos y se arrojó en ellos inmediatamente buscando consuelo como un niño.
—Tú has cambiado mucho en estas últimas semanas —dijo ella—. A duras penas te reconozco.
—No he cambiado. Te quiero. Por supuesto que te quiero.
La verdad es lo más difícil de manifestar a los demás y aun a uno mismo. Yo amaba a Vita, después de todos los ratos pasados juntos durante meses y años, por todos los altibajos de la vida matrimonial que pueden ser preciosos y exasperantes, monótonos e inestimables. Había aprendido a aceptar sus defectos, así como ella los míos. Con demasiada frecuencia, disputando, nos habíamos dicho palabras hirientes. Con demasiada frecuencia, también, habiéndonos acostumbrado a una vida común, nos habíamos callado las cosas tiernas que teníamos que decirnos. Lo grave era que en lo más íntimo de nosotros mismos, una zona secreta había permanecido como dormida, esperando su despertar. Yo no podía compartir con Vita o con ningún otro los secretos de este mundo nuevo para mí. Con Magnus, sí… pero Magnus era un hombre y estaba muerto. Vita no era una Medea con quien pudiera preparar hierbas encantadas.
—Querida, trata de soportarme en estos momentos. Es un período crítico para mí. Sencillamente, no puedo ver un camino. Me siento como si me encontrara de pie sobre la arena de la playa esperando la marea para sumergirme en ella. No puedo explicártelo.
—Podré sumergirme en lo que quieras si me tomas contigo.
—Lo sé, lo sé…
Se enjugó los ojos y se sonó. En esos momentos los rasgos de su cara presentaban un aspecto lamentable, lo que me hizo sentirme aún más incómodo.
—¿Qué hora es? Tendré que ir a recoger los niños —dijo ella—. Iremos juntos.
Me alegré de este pretexto para prolongar ese momento de buenas relaciones que comenzaba y para enaltecerme no sólo a sus ojos sino también a los míos. Una atmósfera de alegría comenzó a reinar. El ambiente que se había presentado tan amargo y tan pesado, con resentimientos no confesados, se esclareció y se hizo casi normal.
Aquella noche volví de mi exilio voluntario de la alcoba contigua, pero no sin alguna tristeza. Debía sacrificarme en bien de las buenas relaciones. Además, el diván era muy duro.
El tiempo era bueno y el fin de semana pasó en medio de salidas marítimas, de picnics con los chicos, de excursiones, etc. Mientras yo volvía a asumir mi papel de marido, padrastro y jefe de la casa, hice mis planes en secreto para la semana siguiente. Tenía que buscar un día libre para mí solo. Vita misma en su inocencia me proporcionó la oportunidad.
—¿Sabías que la señora Collins tiene una hija en Bude? —me dijo el lunes por la mañana—. Le prometí llevarla uno de estos días allí, dejarla con su hija y recogerla de nuevo por la tarde. ¿Qué te parece? Los niños están deseosos de ir, lo mismo que yo.
Fingí no estar muy entusiasmado con la idea.
—Hay mucho tráfico y Bude estará abarrotado de turistas. —Nos da igual. Podemos levantarnos temprano. Además, sólo se encuentra a setenta kilómetros.
Adopté la apariencia de un padre de familia con mucho trabajo pendiente.
—Si no te importa, preferiría no tomar parte en ese paseo. Bude o una tarde de agosto no es para mí el ideal para descansar.
—Está bien… está bien. Nos divertiremos mucho más sin ti.
Fijamos la fecha del miércoles. Ningún comerciante debía venir a verme ese día, de manera que todo salía a pedir de boca. Si Vita y los chicos salían con la señora Collins a las diez y media y la recogían hacia las cinco de la tarde, no estarían de vuelta antes de las siete.
El miércoles amaneció un día bueno, felizmente; vi al grupo salir en el Buick poco después de las diez y media. Tenía por lo menos ocho horas para hacer un experimento y recobrarme. Fui a la alcoba y tomé la botella C de la maleta. Era exactamente el mismo líquido o por lo menos así me lo pareció. Sin embargo, tenía un pequeño sedimento marrón, como el que tiene un brebaje dejado durante todo el invierno y olvidado en algún sitio. Quité el tapón y olí: no tenía más color u olor que el del agua estancada, o aún menos. Vertí cuatro gotas en el extremo del bastón hueco y en seguida volví a tapar la botella en previsión de un uso futuro. Vertí otra dosis en el pequeño vaso de medicinas que todavía estaba con los jarros sobre la repisa en la antigua alacena.
Sentí una extraña sensación al encontrarme de nuevo allí, sabiendo que el sótano alrededor mío y toda la casa estaban libres de sus actuales ocupantes. Tuve la esperanza en las sombras que los personajes de mi mundo secreto aparecieran.
Una vez que hube tragado la dosis, fui a sentarme en la vieja cocina, con la excitación y la curiosidad de un aficionado al teatro que acaba de acomodarse en el palco esperando el tercer acto de una pieza emocionante.
En este caso, fuera que los actores estuvieran en huelga o que hubiera alguna falla en la dirección, las cortinas de mi secreto teatro no se levantaban y la escena aparecía siempre igual. Permanecí sentado en el sótano durante una hora, pero nada sucedió. Salí al patio pensando que el aire fresco podría surtir efecto, pero el tiempo obstinadamente permanecía siendo el de un miércoles por la mañana a mediados del mes de agosto. Podía haber tomado más bien un vaso de leche en lugar de la droga del frasco C; el efecto hubiera sido el mismo.
A las doce volví al laboratorio y vertí unas pocas gotas más en mi boca. En otra ocasión eso había logrado el efecto sin producir consecuencias desastrosas después.
Regresé al patio y permanecí allí hasta después de la una. Pero nada sucedió tampoco, de suerte que subí a la cocina y tomé un poco de alimento. Quería decir que el contenido de la botella C había perdido su eficacia o que Magnus de una manera u otra había fallado en la combinación de sus ingredientes. Si eso era así, podía despedirme de mis «viajes». El telón se había levantado con mi caminata a través de la corriente cerca de Treesmill en medio de la nieve, para caer al lado del túnel, al final del tercer acto. Era el final de la pieza de teatro.
Este pensamiento era tan devastador que me sentí enfermo. Había perdido, no sólo a Magnus, sino a ese otro mundo: este permanecía allí, alrededor mío, pero fuera de mi alcance; los personajes de ese mundo continuarían sus aventuras en su tiempo, pero sin mí; yo, por mi parte, debería continuar mi camino en un mundo tan monótono como sólo Dios sabe. El vínculo entre los dos mundos se había roto.
Descendí de nuevo al sótano y salí al patio, pensando que paseándome por esos antiguos muros una fuerza secreta me alcanzaría, que quizá el rostro de Roger me miraría a través de la puerta de su habitación, o que Robbie saldría de las cuadras conduciendo su caballo. Yo sabía que ellos se encontraban allí y que yo no podía verles. Isolda estaba también allí, esperando que la nieve se derritiera. La casa estaba habitada por personajes vivos, no por personajes muertos: yo era más bien en este caso el fantasma merodeador e irreal.
Este deseo de ver, de escuchar, de encontrarme con ellos, era tan intenso, que se me hizo intolerable. Era como si mi cerebro estuviera encendido con un tremendo fuego. No podía descansar. No podía dedicarme a una tarea en la casa o en el jardín. Todo el día lo iba a pasar en vano y lo que había sido una promesa de horas maravillosamente mágicas resultaría tan sólo un tiempo monótono e inútil. Saqué el coche y me dirigí a Tywardreath. La vista de la sólida iglesia parroquial era como una burla para mi mal humor, Ella no tenía derecho a estar allí en su forma presente. Tuve el deseo de barrerla del terreno, dejar sólo la nave sur y la capilla de la abadía, el conjunto rodeado por los muros del cementerio parroquial. Me dirigí hacia el aparcamiento situado en la parte superior de la colina, más allá de la curva de la carretera que domina a Treesmill. Aparqué el coche, pensando que si descendiera por la carretera y cruzara los campos hasta llegar a Gratten, el recuerdo de lo que había visto una vez me consolaría.
Permanecí de pie al lado del coche. Tomé un cigarrillo, pero este no había tocado mis labios, cuando me sentí sacudir de los pies a la cabeza como si hubiera marchado sobre un cable de alta tensión, No era ahora un paso sereno desde el presente hasta el pasado, sino una sensación dolorosa, con rayos de luz dentro de mis ojos y truenos en mis oídos.
«Ya estamos, voy a morir».
Inmediatamente las centellas desaparecieron, lo mismo que los truenos y vi un grupo de gente subiendo hacia el sitio en que me encontraba y dirigiéndose apresuradamente hacia un edificio que se encontraba al otro lado de la carretera. Otra multitud venía de la dirección de Tywardreath: hombres, mujeres y niños, algunos caminando y otros corriendo. El edificio era grande, de forma irregular y con algo a su costado que parecía ser una pequeña capilla. Yo había visto la aldea antes, en la fiesta de San Martin, pero en esa ocasión la había visto desde el otro lado de la plaza central, más allá de los muros la abadía. Ahora no había ni puestos de venta ni músicos ambulantes ni animales degollados.
El aire era cortante y frío. Los baches del camino estaban llenos de nieve sucia y muy compacta a causa de haber permanecido allí durante mucho tiempo. Los pequeños agujeros de la carretera se habían (invertido en cráteres de hielo destrozado. Las tierras de labrantío a ambos lados estaban cubiertas de escarcha. Los hombres, las mujeres y los niños se cubrían con mantos provistos de capuchones. Los rasgos (le sus rostros eran agudos como de aves de rapiña y la atmósfera que se respiraba no era de fiesta, sino más bien de pillaje: la multitud parecía dirigirse hacia un espectáculo que podía resultar trágico.
Me acerqué al edificio y descubrí un carruaje cubierto, cerca de la entrada de la capilla, con siervos de guardia. Reconocí el escudo de armas de los Champernoune, lo mismo que los rostros de algunos de los personajes. Roger mismo estaba de pie a la entrada de la capilla con los brazos cruzados.
La puerta principal del edificio estaba cerrada, pero en ese momento se abrió y un hombre mejor vestido que los demás salió en compañía de otro; los reconocí, porque los había visto la noche en que Otto Bodrugan les había invitado a acompañarle en su rebelión contra el rey: eran Julián Polpey y Henry Tregenfy. Se dirigieron hacia el sendero y atravesando la multitud se detuvieron cerca del sitio en que yo me encontraba.
Polpey dijo:
—Que Dios me libre del odio de una mujer. Roger ha conservado el puesto durante diez años. Ahora es despedido sin ningún motivo. El nuevo mayordomo es Phil Hornwyck.
—El joven William le volverá a tomar a su cargo cuando sea mayor de edad, sin duda alguna —replicó Trefengy Él tiene el sentido de la justicia que era propio de su padre. Pero yo no, podía olfatear que pasaría todo esto en los últimos doce meses. La verdad desnuda es que a ella le falta no sólo un marido, sino también un hombre y que Roger ya estaba hasta la coronilla.
—Él encontrará trabajo en otra parte.
El último que habló, Geoffrey Lampetho, se había abierto camino a través del gentío para reunirse con ellos.
—Se dice que hay una mujer en su casa. Tú debes saberlo, Trefengy, siendo su vecino.
—No sé nada —respondió Trefengy secamente—. Roger se ocupa de sus cosas y yo de las mías. En un tiempo como este cualquier cristiano no daría abrigo a un extraño que encontrara en su camino…
Lampetho soltó una risotada y le golpeó con el codo.
—Bien dicho, pero no puedes negarlo. ¿Por qué otro motivo viene aquí lady Champernoune desde Trelawm, sin importarle el estado de los caminos, si no es para sacarla de su madriguera?
—Entré en la casa de impuestos antes de vosotros —continuó—. Ella esperaba en la habitación interior mientras Hornwyck recogía el dinero. Toda la pintura del mundo no podría ocultar la negra expresión de su rostro: el despido de Roger no será el fin de este asunto. Ahora tendremos un espectáculo para el pueblo; ¿os quedaréis aquí para el regocijo común?
Julián Polpey sacudió su cabeza con disgusto.
—Yo no. ¿Por qué tendremos que soportar en Tywardreath esta costumbre traída de otra parte y que nos convierte en bárbaros? Lady Champernoune debe estar mal de la cabeza para haber pensado en eso. Me voy a casa.
Se volvió y desapareció entre la multitud, que era ahora muy densa, en la cumbre de la colina donde se levantaba la capilla y a lo largo del camino hacia Treesmill. Un aire de expectativa animaba los rostros de la multitud, con una mezcla de resentimiento y de curiosidad. Geoffrey Lampetho se rio de nuevo indicándolo a su compañero.
Enferma de la cabeza, quizá; en todo caso esta viuda le servirá de chivo expiatorio para descargar su conciencia; además, el espectáculo endulzará nuestra cuaresma. No hay nada que atraiga más a una multitud que un castigo público.
Volvió su cabeza como todos los demás hacia el valle. Henry Trefengy se dirigió hacia la capilla pasando al lado de los siervos de Champernoune. Roger se encontraba allí, de pie. Yo estaba a su lado.
—Siento lo que ha ocurrido. Ninguna recompensa, ninguna señal de gratitud. Diez años de tu vida perdidos por nada.
Roger respondió secamente:
—Perdidos, no; William será mayor de edad en junio y se casará. Tanto su madre como el monje perderán toda su influencia. ¿Sabes que el obispo de Exeter lo ha expulsado por fin y que debe regresar a la abadía de Angers?
—¡Dios sea loado! —exclamó Trefengy—. La abadía y la parroquia apestan por causa suya. Fíjate en la gente más allá…
Roger miró en la dirección que le indicaba Trefengy; la multitud esperaba impaciente.
—Pude haber actuado duramente en mi oficio de mayordomo, pero el convertir en espectáculo el castigo de la viuda de Rob Rosgof es más de lo que yo podía soportar. Me opuse a ello y esta fue una de las causas de mi despido. El monje es el responsable de todo, queriendo satisfacer la vanidad y la lujuria de mi señora.
La entrada de la capilla se oscureció y la pequeña y delgada silueta de Jean de Meral apareció en el marco de la puerta. Puso su mano sobre el hombro de Roger.
—En otro tiempo no eras tan escrupuloso —le dijo—. ¿Has olvidado aquellas noches en las bodegas de la abadía y en la tuya propia? Te enseñé algo más que la filosofía, en aquellas ocasiones.
—Quita las manos de mí —respondió Roger secamente—. Compartí la responsabilidad contigo y con tus hermanos monjes cuando dejaste morir al joven Henry en la abadía, habiendo podido salvarle.
—Y ahora, para mostrar simpatía por el muerto, ¿albergas a una esposa adúltera bajo tu techo? —El monje sonreía—. Todos somos hipócritas, amigo mío. Te prevengo: mi señora conoce la identidad de tu protegida y es en parte a causa de ella por lo que lady Champernoune se encuentra hoy aquí en Tywardreath. Tiene algunas proposiciones que hacer a lady Isolda cuando este asunto de la viuda de Rosgof haya sido arreglado.
Trefengy intervino:
—Un asunto que, quiéralo Dios, será conservado en las memorias de esta casa durante muchos años para vergüenza tuya.
—Olvidas que soy un ave de paso y que dentro de poco tiempo emprenderé el vuelo hacia Francia.
Se hizo un movimiento en la multitud. Un hombre apareció en la puerta de la casa que Lampetho había llamado la casa de los impuestos. Era un hombre fuerte, con el rostro encarnado. Tenía un documento en la mano. A su lado, envuelta en un manto que la cubría de la cabeza a los pies, apareció Joanna Champernoune.
El hombre, que supuse era el nuevo mayordomo Hornwyck, avanzó para dirigirse a la multitud, mientras desenrollaba el documento. Leyó en voz alta:
—Habitantes todos de Tywardreath, hombres libres, arrendatarios o siervos: quienes de vosotros pagáis tributo, lo habéis hecho hoy en esta casa de impuestos. Y ya que el feudo de Tywardreath perteneció en otro tiempo a lady Isolda Cardinham de Cardinham, quien lo vendió al abuelo de nuestro último señor, se ha decidido introducir aquí una práctica establecida en las tierras de Cardinham desde la Conquista. —El mayordomo hizo una pausa, a fin de producir una impresión más profunda en los oyentes—. La práctica consiste en lo siguiente: cualquier viuda de un arrendatario que haya recibido en usufructo las tierras de su difunto marido, si se aparta del recto camino de la castidad, deberá, o bien abandonar las tierras, o hacer una debida penitencia para conservarlas. Esta penitencia deberá hacerse delante del señor y del mayordomo del feudo. En este día, y delante de lady Joanna Champernoune, en representación del señor del feudo William, menor de edad, y delante de mí, mayordomo de la casa, María, viuda de Robert Rosgof, debe hacer penitencia pública si desea conservar sus tierras.
Un murmullo se levantó de en medio de la multitud. Una mezcla entraña de excitación y de curiosidad. Un grito se oyó repentinamente. Venía del camino que bajaba hacia Treesmill.
Era Trefrengy.
—Ella nunca se presentará. María Rosgof tiene un hijo que preferiría dejar diez veces las tierras antes que permitir que su madre sea deshonrada públicamente.
—Te equivocas —replicó el monje—. El sabe que la deshonra de su madre le será de provecho dentro de seis meses, cuando ella dé a luz un hijo bastardo. Entonces él podrá arrojarlos a ambos de la casa y quedarse con las tierras.
—Entonces es que tú le has persuadido —interrumpió Roger—. Y al hacerlo, has sacado también para ti una buena tajada.
Los gritos de la multitud aumentaron. La gente se empujaba hacia delante. Vi un desfile de personas que subían la colina desde Treesmill, dirigiéndose hacia nosotros a baso ligero. Dos hombres encabezaban el desfile, haciendo restallar sus látigos. Detrás venían cinco hombres que escoltaban a un personaje montado sobre lo que parecía a primera vista un pequeño caballo. Se acercaron. Las risas se convirtieron en gritos de burla cuando la mujer estuvo a punto de caer del animal. Uno de los hombres la sostuvo sobre la montura con una mano, mientras con la otra blandía un rastrillo. En realidad, la mujer no montaba un pequeño caballo, sino sobre una oveja negra, cuyos cuernos estaban adornados con papeles de colores. Los dos hombres que se encontraban inmediatamente a su lado, le habían colocado un cabestro, a fin de dirigirla. El animal, asustado y aun aterrorizado al ver la multitud, tropezaba y corcoveaba tratando de hacer caer a la mujer. Esta última vestía de negro, en armonía con el color de la bestia. Cubría su cabeza con un velo y llevaba las manos atadas por delante con una soga. Pude ver sus dedos que se agarraban crispadamente al cuello del animal.
La procesión vino tropezando hasta la casa de los impuestos. Al llegar delante de la entrada en donde se encontraban Joanna y Hornwyck, los hombres de la escolta quitaron el cabestro; el que tenía el rastrillo para la paja arrancó el velo del rostro de la mujer. No podía tener más de treinta y cinco años. Sus ojos reflejaban un terror tan grande como el de la oveja que la llevaba. Su pelo negro, cortado burdamente, caía sobre su frente como la parte anterior de un techo de paja. Las exclamaciones cesaron cuando la mujer, temblando, inclinó su cabeza delante de Joanna.
—María Rosgof, ¿admites tu pecado? —preguntó en voz alta Hornwyck.
—Lo admito con toda humildad —respondió la mujer en voz baja.
—Habla más fuerte, a fin de que todos te oigan, y levanta la cabeza —gritó el mayordomo.
La desventurada mujer levantó el rostro hacia Joanna. Su cara blanca estaba ahora encendida.
—Me he acostado con otro hombre, menos de seis meses después de la muerte de mi marido, perdiendo así el derecho sobre las tierras que guardo en representación de mi hijo. Pido perdón a mi señora y a los jueces de este feudo, y ruego que se me confíen de nuevo las mismas tierras, una vez que haya confesado mi incontinencia. Si doy a luz un hijo bastardo, mi propio hijo tomará posesión de las tierras y obrará conmigo a su beneplácito.
Joanna hizo una señal a su mayordomo, quien se inclinó para oír lo que ella le decía en voz baja. En seguida Hornwyck se dirigió una vez más a la penitente.
—Mi señora no puede condonar tu falta, siendo esta de tal naturaleza que es abominable delante de todo el mundo. Pero puesto que la has admitido tú misma y la has confesado delante de los jueces del feudo y de otra gente de esta parroquia, te concede en su clemencia que vuelvas a recibir las tierras de las que eres arrendataria.
La mujer inclinó la cabeza y murmuró unas palabras de gratitud. Luego preguntó con lágrimas en los ojos si tenía que soportar algún otro castigo.
—Sí. Baja de la oveja que te ha transportado para tu vergüenza, y marcha de rodillas hasta la capilla. Confiesa tu pecado delante del altar. El hermano Jean oirá tu confesión.
Los dos hombres que tenían cogido el animal, agarraron a la mujer, la hicieron apearse y luego la obligaron a ponerse de rodillas. Mientras la penitente se arrastraba penosamente sobre el camino a causa de sus vestidos, un gran rugido se levantó de la multitud, como si esta degradación absoluta de alguien les sirviera para descargar su propio sentimiento de vergüenza.
El monje esperó a la puerta hasta que la mujer llegó arrastrándose hasta sus pies. Luego dio media vuelta y entró en la capilla. La mujer le siguió.
A una señal de Hornwyck, los hombres dejaron libre a la oveja que inmediatamente saltó aterrorizada y se dirigió hacia la multitud, abriéndose camino entre la gente, que prorrumpió en risas histéricas. Mientras alguien la conducía hacia Treesmill, los otros comenzaron a arrojarle pelotas de nieve, bastones, piedras, todo lo que podían encontrar a mano. Con esta súbita descarga de la tensión, todo el mundo comenzó a reír, a hacer bromas, a correr. Un ambiente de fiesta se apoderó de todos, creando un paréntesis de alivio en la gris estación del invierno y en la Cuaresma que hacía poco había comenzado. Bien pronto todo el mundo se dispersó. Delante de la casa sólo quedaron Joanna y Hornwyck; Roger y Trefrengy permanecieron aparte, a un lado.
Joanna se dirigió a su mayordomo:
—Di a mis servidores que estoy lista para partir. Nada me detiene aquí en Tywardreath, excepto un cierto asunto que puedo arreglar de camino hacia casa.
El mayordomo descendió por el sendero para preparar la partida de Joanna. Los servidores abrieron la puerta de la carroza con prontitud. Joanna se detuvo un momento para mirar a Roger que se encontraba al otro lado del camino.
—La gente quedó satisfecha, aunque tú no lo estés. En adelante pagarán más prontamente los tributos. Esta costumbre tiene la ventaja de inspirar terror. Quizá se establezca en los otros feudos cercanos.
—Que Dios no lo quiera —respondió Roger.
Geoffrey Lampetho tenía razón en lo que había dicho referente al color del rostro de Joanna. O quizá la atmósfera de la casa de los impuestos había sido demasiado cerrada. La palidez cubría sus mejillas, que ahora, con el aumento de peso, eran dos masas blandas, caídas. Parecía haber envejecido diez años desde la última vez que la había visto. El brillo de sus ojos pardos se había apagado. Ahora estaban duros como el ágata.
Puso su mano sobre el brazo de Roger.
—Ven; nos hemos conocido durante demasiado tiempo para que tengamos que recurrir a mentiras y subterfugios. Tengo un mensaje para lady Isolda de parte de su hermano sir William Ferrers, y he prometido transmitirlo en persona. Si me cierras ahora tu puerta, puedo pedir a cincuenta hombres de mi feudo que la derriben.
—Y yo puedo buscar otros cincuenta desde aquí hasta Fowey para impedirlo. Pero vos podéis acompañarme hasta Kylmerth y pedir una entrevista. Que os sea concedida o no, eso no lo puedo decir.
Joanna sonrió.
—Lo haré —dijo.
Recogió el borde de su vestido y se dirigió por el sendero hacia la carroza. El monje la siguió. En otro tiempo era Roger quien la ayudaba a subir al vehículo. Ahora era el nuevo mayordomo Hornwyck, derramando orgullo por sus ojos.
Roger, dirigiéndose hacia una puerta al lado de la capilla, montó sobre su caballo. Golpeó con sus talones los flancos del animal y avanzó por el camino. El vehículo cargado con Joanna y el monje le siguió. Unos pocos curiosos miraban desde arriba de la colina, mientras Roger y los que le seguían se dirigían a través de la plaza central de la aldea al lado de los muros de la abadía, por el camino helado.
Una campana sonó en la abadía. Roger y el vehículo de Joanna comenzaron a alejarse de mí; comencé a correr, temiendo perderles de vista. En ese momento mi corazón comenzó a latir fuertemente. Sentí un zumbido en mis oídos. Vi la carroza que avanzaba balanceándose y hacía un alto en el camino. Se abrió la ventanilla y Joanna en persona sacó la cabeza y me hizo señas con la mano. Avancé tropezando hacia ella, con el aliento entrecortado y con el zumbido en los oídos cada vez más fuerte, convertido ahora en un ruido ensordecedor. De repente todo cesó y me encontré de pie, tratando de mantener el equilibrio; el reloj de St. Andrews daba las siete; el Buick se había detenido a un lado de la carretera, delante de mí. Vita me hacía señas desde la ventanilla. Una expresión de sorpresa cubría los rostros de los niños y de la señora Collins.