Capítulo XX

EL instinto de conservación es algo común a todos los seres vivientes; en el hombre está quizá ligado a aquel cerebro primitivo que según Magnus forma parte de nuestra herencia común. En mi caso ciertamente ese instinto dio una señal de alarma: si no hubiera sido así, habría muerto como Magnus y por la misma causa. Recuerdo haberme desprendido ciegamente de la cerca que bordea la línea férrea y dirigirme al pasadizo subterráneo donde se encontraban los animales domésticos. Oí al tren pasar con gran ruido sobre mi cabeza. Atravesé una verja y me encontré en un campo abierto más allá de la granja de Little Treveryan, propiedad del carpintero; era allí donde había dejado el coche.

No sentí ni náuseas ni vértigo; el instinto que me hizo despertar me había ahorrado estas molestias, así como me había salvado la vida. Mientras permanecí sentado ante el volante del coche, temblando todavía, me pregunté si en el caso de que Magnus y yo nos hubiéramos aventurado juntos en un «viaje» el viernes por la noche, hubiera ocurrido lo que los periodistas llaman una doble tragedia. ¿O quizá nos hubiéramos salvado los dos? Nadie podría saberlo ahora. La ocasión de pasearnos juntos en otro mundo, había desaparecido para siempre. Yo sabía solamente una cosa, que ningún otro sabría jamás: la causa de su muerte. Magnus había extendido su mano para ayudar a Isolda que se hundía en la nieve. Aunque el instinto le avisó que no lo hiciera, como a mí, sin embargo, Magnus no debió hacerle caso, mostrando así más valor que yo.

Eran más de las siete y media cuando puse en marcha el coche. Al pasar por el sitio pantanoso aún no sabía hasta dónde había caminado en el otro mundo, ni cuál de las dos granjas correspondía a Tregest. De todas maneras eso ya no importaba. Isolda había logrado escapar en aquella noche de invierno de 1332 o 1333 o quizá aún más tarde; se había dirigido hacia Kilmarth; si logró llegar allí o no, un día yo lo descubriría quizá. No ahora, ni mañana, sino algún día…

Mi objetivo inmediato debería ser conservar mis fuerzas y mi lucidez mental para la investigación judicial y sobre todo vigilar los efectos consecuentes de la droga. No sería nada bueno aparecer en la corte con los ojos llenos de manchas de sangre o con un sudor enfermizo, sobre todo si iba a tener los ojos escrutadores del doctor Powell clavados sobre mí.

No tenía apetito; al llegar a casa hacia las ocho y media y después de aparcar el coche en la cumbre de la colina a fin de matar un poco el tiempo, llamé a Vita y le dije que habíamos cenado en el Hotel de Liskeard y que me encontraba muerto de sueño.

Vita y los niños estaban comiendo en la cocina; me dirigí hacia la alcoba y guardé el bastón de Magnus en el armario. En ese momento yo sabía plenamente lo que significa vivir «una doble vida». El bastón, las botellas encerradas con llave en la maleta, eran como las llaves del apartamento de otra mujer que yo podía aprovechar cuando llegara la ocasión. Pero más incitante todavía y más insidioso era el saber que esa mujer podía encontrarse bajo mi propio techo en ese mismo momento, esa noche, pero viviendo en su propio tiempo.

Permanecí en la cama con las manos detrás de mi cabeza preguntándome cómo Robbie y su hermana habían recibido al huésped inesperado. Por de pronto, vestidos secos para Isolda; luego una comida parca delante del fuego; los jóvenes en silencio y Roger haciendo el papel de anfitrión; en seguida Isolda se dirigía a la cama subiendo por la escalera hacia uno de aquellos colchones de paja, desde donde oía el ruido del ganado en la cuadra cercana. El sueño podía venir pronto a causa del cansancio; sin embargo, más probablemente ella concibió el sueño muy tarde a causa de lo extraño de la situación y de la preocupación por sus niñas a las que quizá nunca volvería a ver.

Cerré los ojos tratando de imaginarme el recinto frío y oscuro. Debería corresponder a la pequeña alcoba actual que se encontraba en el primer piso, ocupada en otro tiempo por la cocinera de la señora Lane y que estaba llena hoy de toda clase de cajas y baúles. Isolda: cuán cercana de Roger que se encontraba en la cocina, abajo, pero ¡cuán inalcanzable entonces y ahora!

—Querido…

Era Vita que se inclinaba sobre mí; mi imaginación y la confusión de mis pensamientos me la hacían aparecer diferente de lo que ella era y cuando la aparté de mi lado, no era la mujer en carne y hueso y la esposa que yo apartaba, sino el fantasma que yo sabía bien nunca podía responder a la realidad presente: Isolda. En este momento, cuando abrí mis ojos, porque debía de haber dormido durante cierto tiempo, Vita estaba sentada delante del tocador con su cara cubierta de crema.

—Pues bien —dijo ella sonriendo y mirándome a través del espejo—, si esa es la manera como celebras tu herencia, poca gracia me hace.

La toalla que cubría la parte superior de su cabeza como un turbante y la máscara de crema sobre su rostro, le daban un aspecto de payaso. Súbitamente me sentí asqueado por el mundo de comedia en el que me encontraba; deseé no formar parte de él, ni hoy ni mañana ni nunca. Quise vomitar. Salté de la cama y dije:

Dormiré en la habitación contigua.

Vita me miró con sus dos ojos que parecían los agujeros de una máscara:

—¿Qué diablos pasa? ¿Qué he hecho?

—No has hecho nada. Quiero dormir solo.

Atravesé el cuarto de baño y me dirigí hacia la otra alcoba; Vita me siguió; el vestido de cama que usaba flotaba sobre sus rodillas y producía un efecto grotesco culminado por el turbante; por primera vez me sorprendió la impresión de ver sus uñas pintadas que hacían aparecer sus manos como garras.

—No creo que estuvieras con esos señores, en absoluto. Los dejaste en Liskeard y has estado bebiendo en algún bar. Es eso, ¿no? —No.

—De todos modos algo ha pasado. Has estado en alguna otra parte y no quieres decirme la verdad. Todo lo que dices o lo que haces no es más que una gran mentira. Mentiste al abogado y a ese tal Willis acerca del laboratorio; mentiste a la policía acerca del modo como murió el profesor. Por Dios, ¿qué hay detrás de todo esto? ¿Existía algún pacto secreto entre vosotros dos, de suerte que tú sabías durante todo este tiempo que él se iba a matar?

Puse mis manos sobre sus hombros y comencé a sacarla de la habitación:

—No he estado bebiendo. No ha habido ningún pacto secreto de suicidio. Magnus murió en un accidente, atropellado por un tren de carga que entraba en un túnel. He estado junto a la línea férrea hace una hora y estuve a punto de que me ocurriera lo mismo: esa es la verdad y si no la aceptas, tanto peor. No puedo obligarte.

Ella tropezó contra la puerta del cuarto de baño. Al volverse para mirarme, vi una nueva expresión en su rostro: no de cólera, sino de sorpresa y de repugnancia.

—¿Fuiste allí y permaneciste un rato en el sitio en que Magnus murió? ¿Fuiste allí y deliberadamente miraste un tren pasar que hubiera podido matarte a ti también?

—Sí.

—Entonces te diré lo que pienso. Pienso que eso es malsano, morboso, loco, y lo peor de todo es que tú serías capaz después de tal experiencia de venir aquí y hacerme el amor. Eso nunca lo perdonaré o lo olvidaré. Así, pues, por Dios, vete a dormir en la otra alcoba. Lo prefiero así.

Salió dando un portazo. Esta vez yo sabía que no se trataba de una de sus cóleras pasajeras, sino de algo fundamental que le salía de lo más íntimo de sus sentimientos ofendidos. Así lo comprendí y aún la estimé más a causa de ello. Me sentí invadido por un sentimiento extraño de compasión. Pero no había nada que decir, ni nada que hacer.

Al día siguiente nos encontramos, no como marido y mujer después de una dificultad doméstica, sino como dos extraños que forzados por las circunstancias tuvieran que compartir el mismo techo, vestirse, comer, pasar de una habitación a otra, hacer planes para el día y bromear con los niños, quienes, por otra parte, eran suyos y no míos, y esto último hacía que la división fuera aún más completa.

Yo sentía muy bien su profunda desdicha; notaba sus suspiros, sus pasos arrastrados, la diferente entonación de su voz. Los niños, sensibles como pequeños animales al cambio de atmósfera, nos miraban con ojos penetrantes.

—¿Es verdad que el profesor te ha dejado su casa? —me preguntó Teddy a solas.

—Sí, algo inesperado, pero muy gentil de su parte.

—¿Entonces vendremos aquí todos los días de fiesta?

—No lo sé. Eso depende de Vita.

El chico comenzó a coger en sus manos cosas de las mesas y volvía a ponerlas en su sitio y a dar pequeños golpes en los respaldos de las sillas.

No creo que a mamá le guste mucho este sitio.

—¿Y a ti?

Se encogió de hombros.

—No está mal.

Ayer, a causa de la excursión de pesca y del maravilloso Tom, reinaba el entusiasmo. Hoy, a causa del mal humor de los adultos, reinaba la apatía y la inseguridad. Por supuesto, era culpa mía. Todo lo que ocurriera en esa casa, había sido, era y sería culpa mía.

No podía decírselo, ni tampoco pedirle perdón.

—No te preocupes —le dije—. Todo resultará bien. Quizá pasaréis las vacaciones de Navidad en New York.

—¡Olé!… ¡Fantástico!

Teddy salió corriendo de la habitación hacia la terraza llamando a Micky:

—Dick dice que quizá pasemos las vacaciones próximas de nuevo en casa.

Los gritos de entusiasmo de los dos hermanos resumían su actitud hacia Cornwall, Inglaterra, Europa y, sin duda alguna, también hacia su padrastro.

Nos las arreglamos para pasar el fin de semana de alguna manera, aunque el tiempo se había estropeado, haciéndolo todo más difícil. Mientras los chicos jugaban a una especie de tenis en el sótano, pues yo podía oír el golpe de la pelota contra los muros de abajo, y mientras Vita escribía una carta de diez páginas a Bill y Diana, yo examiné todos los libros de Magnus, desde las novelas de mar que formaban parte de la biblioteca del comandante Lane, hasta los libros escogidos por Magnus mismo. Yo los tocaba con una especie de posesión orgullosa. Allí estaba el tercer volumen de The Parochial History of the Cornwall (de la letra L a la N); pero no había trazos de los otros volúmenes; más allá aparecía The Story of the Windjammer. Saqué el primero y miré la lista de las parroquias. Lanlivery estaba allí; en el capítulo que le era consagrado había un sitio especial para el castillo de Restormel. ¡Pobre sir John! Su autoridad como custodio del castillo, durante siete meses, no era ni siquiera mencionada. Iba a volver a colocar el libro en su sitio, con la intención de leerlo más despacio en otra ocasión, cuando una línea al comienzo de la página llamó mi atención:

«El feudo de Steckstenton o de Strickstenton, originariamente Tregesteynton, perteneció a los Carminowe de Boconnoc y pasó de ellos a los Courtenay y luego a los representantes de la familia Pitt. El estado de Strikstenton es propiedad de N. Kendall».

Tregesteynton… los Carminowe de Boconnoc. Lo había encontrado al fin, pero demasiado tarde. Si lo hubiera sabido diez días antes, si lo hubiéramos sabido ambos… Magnus podía haber cruzado el valle más abajo, en Treesmill y no hubiera tenido que morir. En cuanto a la casa principal del feudo, su emplazamiento seguramente se encontraba más abajo de la actual granja. El jueves anterior, cuando penetré por allí, pude haber visto a sus propietarios actuales.

Strickstenton… Tregesteynton. Una cosa era cierta: yo podía mencionar este nombre en el tribunal si el médico forense lo preguntaba.

La fecha para la investigación se había fijado para el viernes por la mañana, antes de lo que esperaba. Dench y Wills harían lo que hicieron antes, viajar en un tren de noche y regresar cuando la investigación hubiera terminado. Me felicitaba a mí mismo mientras me afeitaba el día de la investigación de no tener que sufrir molestias fisiológicas a causa de la droga, tales como un sudor abundante o manchas rojas en los ojos. A pesar del distanciamiento con Vita, los últimos días habían pasado en relativa paz.

De repente, sin ninguna razón aparente, la máquina de afeitar se escapó de mis manos y se estrelló contra el lavabo. Traté de cogerla, pero mis dedos no tenían un movimiento coordinado: estaban entumecidos como por un calambre. No los sentía. No funcionaban. Me dije a mí mismo que se trataba del nerviosismo normal anterior a una investigación judicial. Pero durante el desayuno, mientras tenía en mi mano la taza de café, de repente esta se deslizó de mi mano y dejó derramar el líquido sobre la mesa. Tomábamos el desayuno en el comedor, a fin de estar a tiempo para la investigación; Vita estaba sentada enfrente de mí.

—Lo siento; qué torpeza.

Vita miró mi mano, que había comenzado a temblar. El temblor parecía subir desde los dedos hasta el codo. No podía controlarlo. Metí mi mano en el bolsillo de la chaqueta y la apoyé contra el costado hasta que el temblor desapareció.

—¿Qué pasa? —preguntó Vita—. Tu mano está temblando.

—Es un entumecimiento. Dormí sobre ella toda la noche.

—Pues bien, caliéntala con el aliento o haz algo. Estira los dedos, a fin de volver a poner la circulación de la sangre en marcha.

Vita comenzó a limpiar la mesa y me sirvió una nueva taza de café. La tomé con mi mano izquierda, pero ya no tenía más apetito. Me preguntaba cómo podría conducir el coche con una mano temblando o paralizada. Había dicho a Vita que prefería asistir a la investigación solo, pues no había ninguna razón para que ella me acompañara. Pero cuando llegó el momento de partir, mi mano todavía no respondía, aunque el temblor había ya pasado.

—Mira, creo que tendrás que conducirme a St. Austell. La mano derecha tiene todavía este maldito calambre.

La calurosa simpatía que habría mostrado una semana antes, había desaparecido.

—Te conduciré, por supuesto, pero es algo curioso, ¿no es verdad?, ese repentino calambre. Nunca lo habías tenido antes. Mejor es que conserves la mano en el bolsillo, no sea que el médico forense piense que has estado bebiendo.

No era una observación adecuada para hacerme sentir a mis anchas. Asimismo, el solo hecho de estar en el coche como un pasajero al lado de Vita en lugar de ser yo quien conducía, hería mi amor propio. Me sentí incómodo, lleno de frustración, y comencé a perder el sentido de la coordinación en las respuestas que había preparado tan cuidadosamente para el tribunal.

Cuando llegamos a White Hart y encontramos a Dench y Willis, Vita dijo sin necesidad ninguna y como presentando excusas por encontrarse allí:

—Dick está lisiado. Tuve que hacerle de chófer.

Tuve que explicar todo el maldito asunto. Había poco tiempo que perder, de suerte que entré con los otros en el edificio donde había de efectuarse la investigación. Me sentía como un hombre marcado. El médico forense, quien indudablemente era una persona inofensiva en su vida privada, parecía a mis ojos como el juez de un Tribunal criminal y el jurado en su conjunto como acusadores inclinados a encontrar culpable al acusado.

La sesión comenzó con la declaración de la policía referente al encuentro del cadáver. Era algo objetivo; sin embargo, mientras yo la escuchaba, pensé cuán extraña debía sonar en oídos ajenos; la conducta de Magnus aparecía como la de alguien que hubiera perdido momentáneamente la razón y hubiera atentado contra su propia vida.

En seguida el juez llamó al doctor Powell para que leyera su declaración. La leyó con voz clara e insensible que me hizo recordar la voz de uno de los sacerdotes deportistas de Stonyhurst.

—Se trata del cadáver bien preservado de un hombre de unos cuarenta y cinco años. Cuando fue examinado por primera vez a la una de la tarde del sábado 3 de agosto, la muerte había ocurrido unas catorce horas antes. La autopsia llevada a cabo al día siguiente, mostró heridas superficiales en las rodillas y en el pecho, una herida más profunda en la parte superior del brazo derecho y en los hombros, así como un desgarramiento en el lado derecho del cuero cabelludo. Subyacente a esto último apareció una fractura en la región parietal derecha del cráneo acompañada de un desgarramiento del cerebro con una hemorragia abundante procedente de la arteria derecha media meníngea. Se encontró que el estómago contenía más o menos un cuartillo de líquido y de comida mezclados que en un análisis posterior no mostró anormalidad alguna ni trazos de alcohol. Se hicieron análisis de la sangre, la cual resultó normal. El corazón, los pulmones, el hígado y los riñones eran normales y sanos. En mi opinión la muerte fue el resultado de una hemorragia cerebral, consecuencia de un fuerte golpe en la cabeza.

Sentí un gran alivio. Desapareció momentáneamente la tensión. Me pregunté si John Willis se comportaría de la misma manera o si al contrario sería una nueva causa de preocupación para mí.

El médico forense preguntó entonces al doctor Powell si las heridas cerebrales podían haber sido causadas por un violento choque contra un vehículo, tal como un tren de carga.

—Ciertamente que sí. Un aspecto importante es que la muerte no fue instantánea. El hombre tuvo suficiente fuerza para arrastrarse algunos metros hasta la cabaña. El golpe en la cabeza fue bastante para causar una fractura muy seria, pero la muerte resultante de la hemorragia ocurrió probablemente cinco o diez minutos más tarde.

—Gracias, doctor Powell —dijo el médico forense.

En seguida oí pronunciar mi nombre. Me levanté, preguntándome si el hecho de llevar mi mano en el bolsillo me daba el aspecto de tomarlo todo un poco a la ligera; quizá nadie lo notaría.

El médico forense me dirigió la palabra:

—Señor Young, tengo aquí su declaración y propongo que sea leída al jurado. Por favor, interrumpa si hay algo que usted desee corregir.

En la declaración leída por él daba la impresión de que yo era un hombre insensible; como si me hubiera preocupado más de la cena que de la suerte del profesor. El jurado tendría la impresión de un haragán matando el tiempo de su espera con una almohada detrás de la cabeza y una botella de whisky al alcance de la mano.

El médico forense me preguntó, una vez que la declaración fue leída:

—Señor Young, ¿no se le ocurrió a usted entrar en contacto con la policía el viernes por la noche? ¿Por qué?

—Pensé que no era necesario. Esperaba que el profesor aparecería de un momento a otro.

—¿No le sorprendió a usted que él descendiera del tren en Par y que marchara a pie en lugar de encontrarse con usted en St. Austell, como estaba convenido?

—Sí, me sorprendió, pero eso estaba en armonía con su carácter.

Si él tenía algún objetivo delante de sus ojos, lo llevaría a cabo de todas maneras. La puntualidad no significaba nada para él en esas circunstancias.

—¿Y cuál piensa usted que era el objetivo concreto que tenía el profesor Lane aquella noche? —preguntó el médico forense.

—Pues bien, él había comenzado a interesarse en cuestiones históricas del distrito y en el emplazamiento primitivo de las antiguas mansiones feudales. Habíamos hecho proyectos de visitar algunas de ellas durante el fin de semana. Cuando el profesor no apareció, imaginé que debía haber decidido caminar hacia algún sitio particular del que no me había hablado antes. Después de haber hecho mi declaración a la policía, creo que he encontrado el emplazamiento que el profesor estaba buscando.

Pensaba que el jurado se interesaría por esta declaración, pero no fue así.

—Quizá podría usted hablarnos un poco de eso —dijo el médico forense.

—Por supuesto.

Recobraba poco a poco la confianza interiormente en mí mismo y bendecía interiormente el Parochial History.

—Opino ahora que el profesor estaba tratando de localizar la mansión feudal de Strikstenton en la parroquia de Lanlivery. Eso no lo sabía yo en el momento del accidente. Esta propiedad perteneció antaño a una familia llamada Courtenay (tuve buen cuidado de no mencionar los Carminowe a causa de Vita). Esta misma familia poseyó alguna vez nuestro Treveryan. El camino más corto entre estas casas, a vuelo de pájaro, sería el de cruzar el valle más arriba de la actual granja de Treveryan y caminar a través del bosque hasta Strikstenton.

El médico forense pidió un mapa y lo examinó atentamente.

Veo lo que usted quiere decir, señor Young, pero seguramente existe un pasadizo bajo la línea férrea que el profesor Lane debía haber tomado, en lugar de cruzar las vías.

—Sí, pero él no tenía mapa. Y quizá no conocía su existencia.

—Así, pues, ¿él cruzó las vías, a pesar del hecho de que ya estaba completamente oscuro y de que en ese momento un tren de carga subía del valle?

—No creo que al profesor Lane le inquietara la oscuridad. Y, evidentemente, no oyó el tren: estaba completamente absorto en su investigación.

—¿Tan absorto, señor Young, que pasó por encima de la cerca de alambre y bajó por el terraplén en el momento en que el tren pasaba? —No creo que haya bajado caminando el terraplén. Resbaló y cayó. No olviden que estaba nevando en ese momento.

Vi que el médico forense me miraba fijamente, lo mismo que los miembros del jurado.

Excuse, señor Young; ¿dijo usted que estaba nevando?

Necesité uno o dos segundos para recobrarme. Sentía el sudor brotar de mi frente.

—Lo siento, me he confundido. El hecho es que el profesor Lane tenía un interés particular en las condiciones climatológicas de la Edad Media. Su teoría era que los inviernos eran mucho más fuertes en aquella época que ahora. Antes de que se abrieran las líneas del ferrocarril sobre la colina que domina el valle de Treesmill, el terreno debía descender continuamente hasta el fondo del mismo valle, de suerte que habría ventisqueros en ese sitio haciendo las comunicaciones entre Treveryan y Strikstenton imposibles. Pienso que el profesor estaba tan absorto en todo esto y en la inclinación general del terreno delante suyo y de cómo todo esto habría sido afectado por las nevadas, que no se dio cuenta de nada más.

Rostros incrédulos me miraban desde el jurado. Vi a uno de los hombres hacer un signo con la cabeza a su compañero, como queriéndole decir que yo era un lunático o que el profesor lo había sido.

—Gracias, señor Young, eso es todo —dijo el médico forense.

Me senté, enjugándome el sudor y sintiendo un temblor que se apoderaba de mi brazo desde el codo hasta la muñeca. Llamó en seguida a John Willis. Este declaró que su colega se encontraba en las mejores condiciones de salud cuando lo vio antes del fin de semana, que aquel había emprendido una investigación secreta de gran importancia para el país sin ninguna relación con la visita a Cornwall; que esta última sólo iba a ser una visita privada relacionada con una afición personal del profesor, de carácter sobre todo histórico.

—Debo añadir que estoy completamente de acuerdo con el señor Young en su opinión sobre la manera cómo el profesor Lane encontró la muerte. No soy un arqueólogo ni un historiador, pero ciertamente el profesor Lane tenía teorías personales interesantes de la extensión de las nevadas de los siglos pasados.

Durante cerca de tres minutos el señor Willis habló en una jerga tan por encima de mi cabeza y de las cabezas de todos los allí presentes, que Magnus mismo no habría podido superarlo en el caso de que después de una buena comida hubiera querido imitar el lenguaje de las más esotéricas publicaciones científicas.

—Gracias, señor Willis —murmuró el médico forense, cuando aquel hubo terminado—, muy interesante; estoy seguro de que todos hemos apreciado su información.

La investigación había terminado. El médico forense, resumiéndolo todo, indicó que aunque las circunstancias fueran inhabituales, no encontraba ninguna razón para suponer que el profesor Lane había marchado deliberadamente sobre la vía en el momento en que el tren pasaba.

El veredicto fue de muerte por accidente, con una advertencia a los ferrocarriles británicos, sector occidental, de que sería conveniente realizar una inspección general de las cercas y de las señales de peligro a lo largo de la línea.

Todo había terminado. Herbert Dench se volvió a mí con una sonrisa en el momento en que salía del edificio y me dijo:

—Resultado muy satisfactorio, desde cualquier punto de vista, para todos los implicados en el asunto. Sugiero que lo celebremos en el White Hart. Temía un veredicto diferente. Pudo haber ocurrido así, a no ser por la relación suya y de Willis referente a esa preocupación extraordinaria del profesor Lane acerca de las condiciones invernales. Recuerdo haber oído un caso similar en el Himalaya…

El abogado se embarcó entonces, mientras nos dirigíamos hacia el hotel, en una historia referente a un hombre de ciencia que durante tres semanas había vivido a una altura inverosímil y en condiciones espeluznantes, con el fin de estudiar los efectos atmosféricos sobre ciertas bacterias. Yo no podía ver la relación entre uno y otro caso, pero me alegré del respiro que me proporcionaba.

Cuando llegamos a nuestro destino me dirigí directamente al bar y me emborraché dulce e inofensivamente. Nadie lo notó y lo que es mejor, el temblor de mi mano desapareció inmediatamente. Quizá, después de todo, no eran más que nervios.

—Bueno, no debemos impedirle gozar de su deliciosa nueva posesión —dijo el abogado después de terminar nuestro frugal y alegre almuerzo—. Willis y yo podemos marchar hasta la estación.

Mientras nos dirigíamos a la estación dije a Willis:

—No sé cómo agradecerle su declaración. Magnus hubiera llamado a eso una notable hazaña.

Willis lo admitió:

—Hizo impacto, aunque usted me hizo temblar un poco. No estaba preparado para esa cuestión de la nieve. De todos modos servirá para probar lo que mi jefe decía siempre: el lego aceptará cualquier cosa si se le presenta de una manera autorizada. —Me guiñó un ojo detrás de sus gafas y agregó en voz baja—: Usted se desembarazó de todo lo que había en los jarros, ¿no es cierto? ¿Nada ha quedado que pueda causar algún daño a usted o a otra persona?

—Todo está quemado y enterrado bajo los escombros de muchos años —le respondí.

Está bien, no queremos más desastres.

Dudó un momento, como si fuera a decirme algo más, pero el abogado y Vita nos esperaban a la entrada del Hotel. La ocasión había pasado; nos dijimos adiós, nos dimos la mano y nos dispersamos.

Mientras nos dirigíamos al aparcamiento, Vita comentó sarcásticamente:

—He notado que tu mano se recobró tan pronto como entraste en el bar. Sea como fuere, yo conduciré.

—Como quieras.

Echándome el sombrero a los ojos me preparé a dormir. Mi conciencia me remordía, sin embargo. Había mentido a Willis. La botella A y la B estaban vacías, pero el contenido de la botella C estaba intacto en mi maleta.