Capítulo XIX

ESTABA nevando. Los copos de nieve caían sobre mi cabeza y mis manos; todo el paisaje vestía una espesa capa blanca; la hierba verde había desaparecido, así como la hilera de árboles; la nieve borraba el contorno de las colinas lejanas. Tampoco se veía ninguna granja cerca de mí. El río era de color negro y de unos veinte pies de anchura en el sitio en que yo me encontraba. La nieve se apelmazaba a uno y otro lado de la corriente; pequeñas avalanchas de nieve se precipitaban al río y dejaban ver la tierra pantanosa que habían cubierto. Hacía un frío cortante; no el frío seco que corre •con el viento en las tierras altas, sino el frío húmedo de un valle en el que no penetra la luz del sol. El silencio era fúnebre, pues el río corría a mi lado sin hacer ningún ruido y los tristes sauces y los alisos de las orillas parecían mudos fantasmas con los brazos extendidos. El peso de la nieve sobre las ramas les daba al mismo tiempo un aspecto burlesco; entretanto la nieve seguía cayendo desde un cielo gris.

Mi cabeza, ordinariamente lúcida después de tomar la droga, se encontraba en ese momento completamente confusa. Esperaba algo semejante al día de otoño, cuya imagen había guardado en mi memoria, de la experiencia anterior, cuando Bodrugan había sido ahogado y Roger llevaba su cuerpo chorreando agua hacia Isolda. Ahora estaba solo, sin guía. Únicamente el río a mis pies me indicaba que me encontraba en el valle.

Caminé en dirección contraria a la corriente, tanteando como un hombre ciego, sabiendo por instinto que si conservaba el río a mi izquierda, debía de estarme moviendo hacia el Norte y que en algún sitio la corriente se estrecharía y yo encontraría un puente o un vado para pasar al otro lado. Nunca me había sentido tan solo y desamparado. La hora en este extraño mundo la había calculado antes por la altura del sol durante el día o por las estrellas, cuando tenía que atravesar el valle de noche. Pero ahora, en el fondo de este silencio y bajo la cortina de nieve, no había manera de saber si era por la mañana o por la tarde. Me encontraba perdido, no en el presente, con indicadores familiares a mano y con la presencia de algún vehículo, sino en el enigmático pasado.

El primer ruido que rompió el silencio fue el de algo que caía al agua. Avanzando rápidamente vi una nutria que se zambullía y que nadaba en contra de la corriente. En ese momento un perro la perseguía, y luego un segundo, e inmediatamente después media docena de perros avanzaron por la orilla del río ladrando. Luego se precipitaron al agua persiguiendo a la nutria. Alguien gritó; otro respondió; un grupo de hombres venían corriendo hacia el río, riendo y lanzando exclamaciones para animar a los perros. Vi a los hombres que salían de una hilera de árboles un poco más allá del sitio en que me encontraba, allí donde el río gira a la derecha. Dos de los hombres entraron en el agua con bastones; un tercero, con un largo látigo en su mano que hacía restallar en el aire, se detuvo para pinchar la oreja de un perro que se había detenido acobardado a la orilla del agua.

Me acerqué para observarlos mejor. Vi cómo el río se estrechaba a unos sesenta metros más lejos; a la izquierda, en el sitio donde crecía un grupo de árboles, la tierra dejaba paso al agua, formando una especie de pequeño lago cubierto con una ligera capa de hielo.

Los hombres y los perros lograron que la nutria entrara en el canal que alimentaba este pequeño lago; al instante se precipitaron sobre ella; los perros ladraban furiosamente y los hombres se abrían camino con los bastones. Los perros se hundieron en el momento en que el hielo cedió; la sangre manchó el hielo cuando la nutria fue destrozada por las feroces dentelladas de los canes.

El lago debía de ser poco profundo, porque los hombres, siguiendo a los perros, se aventuraron sobre la capa de hielo que ya mostraba abundantes resquebrajaduras. El primero de todos era el hombre que empuñaba el látigo; se distinguía de los demás, no sólo a causa de su estatura, sino también por su atuendo: una chaqueta abotonada hasta el cuello y un alto sombrero de castor en forma de cono.

—Conducid los perros a la orilla —gritó el hombre—. Preferiría perderos a todos vosotros antes que a uno solo de mis perros.

Inclinándose en ese momento, agarró lo que quedaba de la nutria y lo arrojó al otro lado del río. Los perros, privados de su presa, avanzaron sobre el hielo para recuperarla; entretanto los hombres, menos ágiles que los animales e incomodados por sus vestidos, se abrían camino pesadamente gritando, maldiciendo. Sus túnicas y capuchones estaban cubiertos de copos de nieve.

La escena era en parte brutal y en parte macabra, pues el hombre del sombrero en forma de cono, una vez que vio que sus perros estaban a salvo, volvió su atención hacia sus compañeros de infortunio con una risa burlona. Si bien era verdad que él mismo se encontraba mojado hasta los muslos, tenía por lo menos botas para proteger sus pies, mientras que sus servidores, o los que yo suponía que eran tales, habían perdido algunos de ellos su calzado cuando el hielo se rompió y ahora trataban de buscarlos con las manos ateridas por el frío en el fondo del lago.

El señor, entretanto, continuaba riendo; llegó a la orilla y quitándose su sombrero cónico lo sacudió antes de volver a ponérselo en la cabeza. Reconocí el rostro de rasgos duros y de mentón prominente, a pesar de encontrarme a unos quince metros de distancia. Se trataba de Oliver Carminowe.

Miraba fijamente en mi dirección. Por más que yo sabía que no podía verme y que yo no pertenecía a su mundo, la manera como me miraba sin moverse, con su cabeza vuelta hacia mí, sin hacer ningún caso a sus servidores, que se quejaban amargamente, me causó un extraño sentimiento de incomodidad y casi de miedo.

—Si quieres hablar conmigo, ven aquí —gritó repentinamente.

La sorpresa me hizo avanzar hacia el borde del lago; pero entonces, con gran alivio, vi a Roger de pie a mi lado y convertido en cierta manera en mi protector y portavoz. ¿Cuánto tiempo había estado allí? No lo sabía. Debía de haber marchado a mi lado a lo largo del río.

—Salud, sir Oliver. En Treesmill la profundidad del río llega hasta los hombros lo mismo que en vuestra propiedad, según me dijo la viuda de Rob Rosgof en la herrería. Me preguntaba cómo habíais logrado pasar, vos y lady Isolda.

—Viajamos muy bien, con alimentos suficientes para resistir un asedio de varias semanas, lo que Dios no permita. El viento puede cambiar dentro de un día o dos y traernos la lluvia; entonces, si el camino no se inunda, saldremos hacia Carminowe. En cuanto a mi señora esposa, permanece en su habitación la mitad del día en compañía de sus tristes pensamientos, de suerte que me concede muy poco de su tiempo.

Oliver hablaba con desprecio al tiempo que miraba a Roger acercándose a la orilla del río.

—Depende de ella el seguirme o no a Carminowe —continuó él—. Al menos mis hijos obedecerán a mi voluntad, si lady Isolda no lo hace. Joanna ya está prometida a John Petyt of Ardeva; aunque es todavía una niña, se pavonea delante del espejo como si fuera ya una novia de catorce años, madura ya para caer en las manos de su impaciente esposo. Puedes decir a su madrina, lady Champernoune, todo eso con mis respetos. Quizá ella desea una suerte igual antes de que pasen demasiados años.

Soltó una carcajada y en seguida, señalando a los perros que se dispersaban entre los árboles, dijo:

—Si no temes vadear el río por allí, por donde las planchas del puente están podridas, trataré de encontrar una garra de nutria para que la lleves como regalo de mi parte a lady Champernoune. Eso puede refrescarle la memoria acerca de su hermano Otto cuando estaba húmedo y ensangrentado; ella podría clavar la garra sobre los muros de Trelawn como un recuerdo de él. La otra garra la enviaré con el mismo propósito a mi propia esposa, a no ser que ya los perros la hayan devorado.

Dio media vuelta y se dirigió hacia los árboles dando gritos a los perros. Entretanto Roger, avanzando por la orilla del río, conmigo a su lado, llegó hasta un puente rústico hecho de troncos de madera amarrados; el puente estaba resbaladizo a causa de la nieve que lo cubría; una parte de él se sumergía en el agua. Oliver Carminowe y sus acompañantes se quedaron mirando a Roger, que marchaba por el puente, y cuando este se rompió bajo su peso dejando caer al hombre en el agua, todos estallaron en risotadas esperando verle dar media vuelta y regresar. Pero Roger avanzó por el agua, que le llegaba hasta cerca de la cintura, llegó a la orilla empapado mientras yo le seguía completamente seco. Se dirigió en línea recta al sitio donde se encontraba Carminowe con el látigo en su mano, y dijo:

—Yo llevaré la garra, si me la dais.

Pensé que recibiría un latigazo en el rostro y creo que él esperaba lo mismo; pero Carminowe, sonriendo, hizo restallar el látigo contra los perros; haciéndoles apartarse del cuerpo de la nutria, tomó el cuchillo de su cinturón y cortó las dos garras del animal.

—Tienes más agallas que mi mayordomo de Carminowe. Te respeto por eso y no por otra cosa. ¡Ea!, toma la garra y cuélgala en tu cocina de Kylmerth entre las vasijas de plata y cobre que sin duda has robado de la abadía. Pero antes, acompañamos a presentar tus respetos a lady Carminowe en persona. Ella debe preferir ver a un hombre de vez en cuando en lugar de la ardilla domesticada que la entretiene.

Roger tomó la garra y la guardó en su bolsa sin decir nada. Avanzamos entre los árboles cubiertos de nieve; subimos la colina; no tenía idea de si nos dirigíamos a la derecha o a la izquierda, pues había perdido todo sentido de orientación; sólo sabía que el río se encontraba a nuestras espaldas y que la nieve continuaba cayendo.

Un sendero bordeado de bancos de nieve nos condujo a una casa hecha de piedra, arrinconada contra la colina. Carminowe abrió de una patada la puerta y entramos en un vestíbulo cuadrado; inmediatamente nos saludaron los dos perros de la casa que saltaron sobre Oliver; en seguida las niñas Joanna y Margaret, a quienes yo había visto cabalgando a través de la ensenada de Treesmill en una tarde de verano, vinieron a nuestro encuentro. Una tercera persona, un poco mayor que las niñas, pues tenía unos dieciséis años, y que yo supuse sería la hija del primer matrimonio de Carminowe, permaneció sonriendo cerca del hogar. No salió a su encuentro para abrazarle y tomó un aire petulante cuando vio que Carminowe no estaba solo.

—La dueña, Sybell, que trata de enseñar a mis niñas mejores modales que su madre —dijo Carminowe.

El mayordomo se inclinó y se volvió hacia las dos niñas, que después de haber besado a su padre, vinieron a saludarle. La mayor, Joanna, había crecido mucho y daba las primeras señas de entrar en la edad adulta; se sonrojó y apartó sus largos cabellos de la mejilla, riéndose entre dientes; entretanto la más joven, quien tenía todavía algunos años por delante antes de estar madura para entrar en el mercado matrimonial, presentó su pequeña mano a Roger, y le dio un golpecito en la rodilla.

—Me prometiste un potro la última vez que nos vimos y un pequeño látigo como el de tu hermano Robbie. No me gustan las personas que no guardan su palabra.

—El potro te está esperando, lo mismo que el látigo, si Alicia os lleva un día al otro lado del valle, cuando termine la nieve —respondió Roger con seriedad.

—Alicia nos ha abandonado —respondió la niña y dijo señalando con el dedo desdeñosamente a la dueña Sybell—: ahora la tenemos a ella para que cuide de nosotras, pero es demasiado gorda para ir en las ancas de tu caballo o del de Robbie.

La niña se parecía tanto a su madre cuando hablaba, que quedé encantado; Roger debió haber visto también la semejanza; pues sonrió y tocó su cabello. Pero su padre, irritado, dijo secamente a la niña que se mordiera la lengua o de lo contrario la enviaría a la cama sin comer.

—Ven a secarte junto al fuego —dijo Oliver adustamente a Roger mientras se desembarazaba de los perros—. Tú, Joanna, di a tu madre que el mayordomo ha atravesado el valle desde Tywardreath, y que tiene un mensaje de su señora, si ella quiere recibirlo.

Tomó la otra garra y la balanceó delante de los ojos de Sybell.

—Se la daremos a Isolda o la emplearás tú para calentarte. Estará seca dentro de poco tiempo y bajo tu manto será la cosa más parecida a la mano de un hombre en una noche de invierno.

Ella se crispó de una manera afectada y retrocedió mientras él la perseguía riendo. Vi por la expresión en los ojos de Roger que este había comprendido perfectamente la clase de relaciones que existían entre la dueña y su señor. La nieve podía permanecer en las colinas durante días y semanas. Había poco que tentara al señor de esta casa a volver a Carminowe.

—Mi madre te recibirá, Roger —dijo Joanna al entrar en el vestíbulo.

Atravesamos el pasadizo hasta la habitación contigua.

Isolda estaba de pie junto a la ventana, mirando caer la nieve. Una pequeña ardilla roja con una campanilla en el cuello estaba echada a sus pies agarrando su vestido. Cuando entramos dio media vuelta y nos miró; aunque a mis ojos parecía tan hermosa como siempre, sin embargo, noté con sorpresa que estaba mucho más delgada, más pálida y que un mechón de cabellos blancos atravesaba su pelo rubio.

—Me alegro de veros, Roger. Ha habido pocos contactos entre nuestras casas en los últimos tiempos; además, nosotros vamos rara vez a Tregest en estos días, como sabéis muy bien. ¿Cómo está mi prima? ¿Traéis un mensaje de su parte?

Su voz, que yo recordaba clara y fuerte, casi desafiante, era ahora apagada. Luego, cayendo en la cuenta de que Roger quería hablarle en privado, pidió a su hija que los dejara solos.

No traigo ningún mensaje, señora —dijo Roger lentamente—. La familia se encuentra en Trelawn, o mejor dicho, estaban allí según las últimas noticias. Vine únicamente movido por la consideración que os tengo; la viuda de Rob Rosgof me dijo que os encontrabais aquí y que no estabais muy bien.

—Estoy tan bien como lo estaré siempre. Aquí o en Carminowe, los días son siempre iguales.

—Esa no es manera de hablar, señora. En otro tiempo mostrabais más optimismo.

—En otro tiempo, sí, pero entonces yo era más joven… yo iba y venía a mi capricho, pues sir Oliver permanecía casi todo el tiempo en Westminster. Ahora, quizá a causa del despecho de no haber sido nombrado custodio de los bosques y parque de Cornwall después de la muerte de sir John, como esperaba, sir Oliver pasa sus días coleccionando mujeres. La que está ahora de turno, es apenas más que una niña. ¿Habéis visto a Sybell?

—Sí, señora.

Ella es su dueña. Sería conveniente que yo muriera para ambos, porque entonces él podría casarse con ella e instalarla legalmente en Carminowe.

Se detuvo para coger a la ardilla que se encontraba a sus pies; sonriendo por primera vez desde que entramos en esta habitación que estaba pobremente amueblada como la celda de una monja, dijo:

—Esta es mi confidente ahora. —Toma nueces de mi mano y me mira con ojos inteligentes. Adoptando una expresión de seriedad, Isolda agregó—: Soy una prisionera, lo sabéis, tanto aquí como cuando estoy en Carminowe. Se me prohíbe aun enviar una palabra a mi hermano sir William Ferris at Bere, a quien se le ha dicho que he perdido el juicio y que soy, por lo tanto, una persona peligrosa. Todos lo creen. Enferma corporalmente sí lo he estado, pero hasta ahora mi mente ha permanecido lúcida.

No sé si sir William lo cree o no; en todo caso, ha habido rumores acerca de vuestra enfermedad durante varios meses. Es la razón por la que he venido, señora, a fin de probarme a mí mismo que todo eso era una mentira.

Isolda, con la ardilla en sus brazos, podía haber sido su propia hija Margaret; miraba al mayordomo fijamente como si pesara interiormente su lealtad.

—No me gustabais en otro tiempo. Teníais una mirada demasiado astuta; os abríais camino según vuestra propia ventaja; puesto que os convenía mejor servir a una mujer que a un hombre, dejasteis que mi primo sir Henry Champernoune muriera.

—Señora, él estaba mortalmente enfermo. Habría muerto de todas maneras a las pocas semanas.

—Quizá, pero la manera como terminó sus días mostraba una precipitación indebida de vuestra parte. Eso me enseñó una cosa: a desconfiar de las bebidas preparadas por un monje francés. Sir Oliver tratará de librarse de mí por otros medios, por el cuchillo o por el estrangulamiento. No esperará a la naturaleza para terminar conmigo.

Isolda dejó la ardilla en el suelo y se dirigió hacia la ventana; miró una vez más a la nieve que caía suavemente.

—Antes de que él me mate, preferiría partir y perecer. Con los campos cubiertos de nieve como ahora, yo me helaría bien pronto. ¿Qué pensáis de todo eso, Roger? ¿Me llevaréis en un saco sobre vuestras espaldas y me arrojaréis por el acantilado? Os lo agradecería.

Ella estaba bromeando; sin embargo, Roger cruzó la habitación y, colocándose a su lado, cerca de la ventana, mientras miraba al cielo gris, murmuró:

—Bien podría ser, señora, si tuvierais el valor suficiente. —Tengo valor, si vos tenéis los medios.

Se miraron el uno al otro, mientras la idea súbitamente tomaba cuerpo en sus mentes. Isolda dijo rápidamente:

—Si saliéramos de aquí y nos dirigiéramos a casa de mi hermano en Bere, sir Oliver no se atrevería a seguirme, pues entonces no podría mantener sus mentiras referentes a mi locura. Pero con este tiempo los caminos son impracticables. No podría llegar hasta Devon.

—Ahora no, pero cuando los caminos estén practicables todo eso es posible.

—¿Dónde me esconderíais? Sir Oliver tiene que pasar solamente el valle para buscarme en la mansión de Champernoune encima de Treesmill.

—Dejadle que lo haga. Encontraría el sitio vacío con mi señora en Trelawn. Existen otros escondites si vos os arriesgáis a confiar en mí. —¿Por ejemplo?

—Mi propia casa, Kylmarth. Mi hermano Robbie está allí lo mismo que mi hermana Bess. No es más que una granja rústica, pero vos seríais bien recibida allí en espera de que el tiempo cambie.

Isolda no dijo nada por el momento. Noté por la expresión de sus ojos que abrigaba todavía algunas dudas sobre la integridad del mayordomo.

—Es cuestión de elegir —dijo al fin—. Permanecer aquí como prisionera a la merced de los caprichos de mi marido, que apenas puede contenerse para no desembarazarse de una esposa que es como un reproche viviente, o aceptar vuestra hospitalidad, que vos podréis interrumpir en el momento que os plazca.

Nunca ocurrirá esto y nunca os negaremos nuestra hospitalidad, a no ser que vos misma lo queráis así.

Ella miró de nuevo la nieve que caía y el cielo que se oscurecía cada vez más, lo cual significaba no sólo que el tiempo empeoraba, sino también la proximidad de una noche de invierno llena de amenazas.

Estoy lista.

Isolda abrió un cofre que se encontraba contra el muro; sacó un manto provisto de capuchón, un vestido de lana, un par de zapatos de cuero que nunca debieron haber servido fuera de casa, excepto para guardarlos en un saco al lado de la silla de montar.

—Mi propia hija Joanna saltó por esta ventana la semana pasada después de una disputa con su hermana Margaret para demostrar que no se encontraba demasiado gorda. Yo soy suficientemente delgada. ¿Qué decís? ¿Me falta valor ahora?

—Nunca os ha faltado, señora, sólo la ocasión de ponerlo en práctica. ¿Conocéis el bosque que se encuentra más allá de los pastizales?

—Debo conocerlo. He cabalgado por esos lugares con frecuencia, cuando era libre.

Entonces, cerrad la puerta con llave después de que yo haya salido. Saltad por la ventana y dirigíos allí. Yo me ocuparé de que el sendero se encuentre libre y de que todos los habitantes de esta mansión permanezcan en el interior. Diré a sir Oliver que os habéis despedido de mí y que deseáis permanecer sola.

—¿Y las niñas? Joanna continuará imitando a Sybell, como ha estado haciendo desde las últimas semanas. Pero Margaret… —Se detuvo un momento. Su valor perdía fuerza—. Una vez que haya perdido a Margaret, no me quedará nada…

—Os quedará vuestra voluntad de sobrevivir. Si conserváis esto, conservaréis todo el resto. También a vuestras hijas.

—Partid aprisa, antes de que cambie de parecer.

Habiendo salido de la habitación, oí que Isolda cerraba la puerta desde el interior. Miré a Roger y me pregunté si él se daba cuenta de lo que había hecho: incitar a Isolda a arriesgar su futuro y su vida en una fuga que seguramente fracasaría. La casa estaba ahora sumida en el silencio. Atravesamos el pasadizo hasta llegar al vestíbulo, en donde sólo se hallaban ahora las niñas y los perros. Joanna hacía gestos delante del espejo; su largo cabello estaba ahora peinado en dos trenzas, adornadas con una cinta que poco antes llevaba Sybell; Margaret, por su parte, estaba sentada en un banco, con el sombrero de forma cónica de su padre sobre su cabeza y con el largo látigo en su mano. Miró a Roger con ojos severos cuando este entró en el vestíbulo.

—Mira: en lugar de un caballo sólo tengo un banco, y por silla de montar, una alfombra. No te volveré a recordar tu falta de palabra…

—No tendrás que hacerlo de nuevo, te lo prometo. Conozco lo que debo hacer. ¿Dónde está vuestro padre?

—Está arriba. Se hizo una herida en el dedo al tratar de cortar la garra de la nutria. Sybell le está vendando la herida.

—No querrá que le interrumpas —dijo Joanna—. Le gusta dormir un poco antes de la cena. Sybell le arrulla con su canto. Así se duerme más pronto y come con mejor apetito. Por lo menos, así lo asegura él.

—No lo dudo —replicó Roger—. En ese caso, por favor, dad las gracias y decid adiós a sir Oliver de mi parte. Vuestra madre está cansada y no desea ver a nadie. ¿Queréis decir esto a sir Oliver?

—Yo lo haré, si me acuerdo —prometió Joanna.

—Yo se lo diré —dijo Margaret—, y le despertaré también, si no baja a las seis. Anoche cenamos a las siete. No me gusta comer tan tarde.

Roger se despidió de ellas. Abrió la puerta del vestíbulo y salió al patio. Cerró la puerta suavemente. Se dirigió hacia la parte posterior de la casa y prestó oídos. Algunos ruidos venían de la parte de la casa perteneciente a la cocina y a sus dependencias, pero las puertas y ventanas estaban todas cerradas y aseguradas desde el interior. Algunos perros ladraban en las dependencias que se encontraban en la parte posterior de la casa. Dentro de media hora, y aun antes, sería de noche. El terreno cubierto de matorrales, más allá del campo abierto, era una zona oscura, con manchas blancas de nieve. Las colinas del otro lado aparecían desiertas y desnudas bajo el cielo gris. Las huellas que habíamos hecho al subir la colina estaban ahora casi borradas por la nieve fresca; en cambio, a su lado, se veían huellas recientes, de pies que marchaban aprisa, como los de un niño que corriera buscando refugio, como las de un bailarín que apenas tocara el suelo. Roger las deshizo, marchando a largas zancadas y arrojando la nieve delante de él mientras descendía rápidamente hacia el matorral. Si alguien siguiera este camino antes de la noche, sólo vería las huellas de Roger, que, por otra parte, pronto estarían también cubiertas por la nieve que caía.

Isolda nos esperaba a la entrada del bosque. Llevaba consigo a la pequeña ardilla. Se cubría con el abrigo de lana y la capucha estaba atada bajo su barbilla. El vestido que ella había tratado de mantener recogido, gracias al cinturón que la ceñía, caía dé nuevo hasta más abajo de sus tobillos. Sonreía, como hubiera sonreído también su hija Margaret si se encontrara haciendo una travesura, y con la promesa de un caballo como recompensa, en lugar de un destino desconocido.

—Vestí a mi almohada con mi traje de dormir y lo cubrí todo con las mantas. Puede engañar a alguien que venga a verme esta noche en mi habitación.

—Dadme vuestra mano. No os ocupéis de vuestro vestido, dejadlo arrastrar sobre la nieve. Bess os dará un traje seco cuando lleguemos a casa.

Isolda rio y puso su mano en la suya. Al hacerlo, yo sentí como si la pusiera también en la mía y que Roger y yo la levantábamos y la arrastrábamos sobre la nieve; sentía también que Roger no era ya un mayordomo al servicio de otra mujer y yo un fantasma perteneciente a otro mundo, sino que éramos hombres que compartíamos un mismo destino y un común amor; amor que ninguno de nosotros dos se atrevería a deshonrar, en su mundo o en el mío.

Cuando llegamos al puente que se encontraba medio derruido en mitad de la corriente, Roger dijo:

—Debéis confiar en mí una vez más y permitirme llevaros en mis brazos como lo haría con vuestra hija Margaret.

Pero si me dejáis caer, no os tiraré de las orejas, como lo haría ciertamente mi hija.

Roger rio. La pasó sin dificultad hasta la otra orilla. De nuevo, estaba mojado hasta la cintura. Continuamos marchando a lo largo de los pequeños y oscuros arbustos. El silencio a nuestro alrededor no estaba ahora cargado de presagios, como cuando yo atravesaba solo este sitio poco antes. Más bien, era un silencio mágico, lleno de emociones.

Roger se dirigió a Isolda:

—La nieve será más espesa en el sitio del valle cercano a la granja de Treveryan. Si Ric Treveryan nos viera, quizá no dejaría de hablar. ¿Tenéis aliento suficiente todavía para subir la colina y seguir el sendero que allí se encuentra? Robbie me espera en este sitio con los caballos. Escogeréis con cuál de nosotros dos preferís cabalgar. Yo soy el más prudente.

Entonces escojo a Robbie. Esta noche abandono la prudencia para siempre.

Giramos hacia la izquierda y comenzamos a trepar la cuesta. El río corría a nuestra espalda. Las piernas de mis dos compañeros se hundían hasta las rodillas en la nieve, haciendo la marcha muy penosa y lenta.

Esperad un momento —dijo Roger, dejando la mano de Isolda—. Puede haber una zanja en este sitio, antes de llegar al sendero.

Roger avanzó entonces, barriendo la nieve con sus manos. Me quedé entonces sólo en compañía de Isolda. Pude contemplar a mis anchas su rostro pequeño, con rasgos llenos de resolución, bajo el capuchón de su manto.

—Todo está en orden. La nieve es más dura en este lugar. Ya bajo a buscaros.

Le miré cuando descendía deslizándose hacia ella. Me pareció de repente que eran más bien dos hombres los que se dirigían hacia Isolda y que ambos la ayudaban después a subir. Debía ser Robbie, que habiendo oído las voces de su hermano, había bajado hasta este sitio desde el sendero.

Un secreto instinto me dijo que no debía moverme, ni trepar, sino dejar partir a Isolda sola para ser recibida por las manos de los dos hombres. Ella se apartó de mí. La perdí pronto de vista, lo mismo que a Roger y a la tercera silueta, en medio del temporal de nieve.

Permanecí enclavado en el mismo sitio, temblando, teniendo entre mis manos los hilos de alambre de la verja que me separaban de la línea férrea. Ahora no era la nieve la que cubría las colinas opuestas, sino más bien el color gris de las lonas que cubrían los vagones del tren de carga, que en ese momento penetraba con gran ruido en el oscuro túnel…