EL abogado, Herbert Dench, telefoneó de nuevo por la tarde y me expresó su gran sorpresa y su hondo sentimiento ante la muerte repentina de su cliente. Le dije que la encuesta duraría diez o quince días y le sugerí que dejara los preparativos de los funerales a mi cargo; le invité a venir el día del entierro. Todo esto le pareció muy bien. Sentí un gran alivio, porque era sin duda una persona coco simpática; eso significaba que no le tendríamos con nosotros más de un par de horas.
—No abusaría de su tiempo, señor Young, si no fuera debido al respeto que sentía por el finado profesor Lane y por las circunstancias trágicas de su muerte; por otra parte, usted es el beneficiario de su testamento.
—Oh, no había pensado… —dije sorprendido, y esperé que se tratara de los bastones.
—Es algo de lo que yo preferiría no hablar por teléfono —añadió el abogado.
Fue solamente después de haber colgado el teléfono, cuando caí en la cuenta de la situación extraña y molesta en la que me encontraba, viviendo gratis en la casa de Magnus únicamente por una concesión verbal de su parte. Quizá las intenciones del abogado eran sacarnos de allí en el plazo más corto posible, tal vez inmediatamente después de la encuesta. Este pensamiento me sobresaltó. Seguramente no haría eso. Por supuesto, yo me ofrecería a pagar un alquiler, pero él podía poner algunas objeciones, por ejemplo, que el sitio debía ser cerrado o pasado a un agente de ventas de fincas. Me sentí deprimido y sin ningún deseo de hacer un gesto que tal vez podría empeorar las cosas.
Pasé el resto de la tarde en llamadas telefónicas, disponiéndolo todo para el entierro, después de ponerme de acuerdo con la policía y de comunicar al abogado lo que se había dispuesto. Nada parecía tener relación con Magnus. Lo que el agente de ventas de fincas hiciera, lo que ocurriera a su cuerpo, las formalidades preliminares al entierro, todo eso no tenía ninguna relación con el hombre que había sido mi amigo. Era como si Magnus formara parte ahora de ese mundo que yo conocía, el de Isolda y Roger.
Vita entró en la biblioteca cuando yo había terminado de telefonear. Me encontraba sentado delante del escritorio de Magnus al lado de la ventana que daba sobre el mar.
Vita permaneció de pie a mi lado y puso su mano sobre mi hombro:
—Querido, he estado pensando; cuando termine la encuesta, ¿no te parece que sería mejor que nos fuéramos de aquí? Sería difícil para nosotros el permanecer en este sitio, pues sería siempre causa de tristeza para ti; de todas maneras, no hay ningún motivo para quedarnos aquí, ¿no es verdad?
—¿Qué motivo? —pregunté.
—Pues bien, el habernos prestado la casa; ahora que Magnus está muerto, no puedo menos de sentirme como una intrusa, y además no tenemos en realidad ningún derecho de permanecer aquí. Ciertamente, sería mucho más conveniente que pasáramos el resto de las vacaciones en otra parte. Es sólo el comienzo de agosto. Bill me decía por teléfono que Irlanda es maravillosa; han encontrado un hotel delicioso en Connemara; es un viejo castillo con zona de pesca privada.
—Estoy seguro que sí lo han encontrado, pero a un precio de veinte guineas por noche; además, estará seguramente lleno de tus compatriotas.
—No seas injusto. Bill pretendía únicamente ayudarnos. Suponía que tú querías abandonar este lugar.
—Pues bien, no lo quiero. Por lo menos no saldré antes de que el abogado nos expulse; y eso es diferente.
Le dije a Vita que el entierro se había fijado para el jueves y que Dench vendría, así como quizá alguno de los colaboradores de Magnus. La perspectiva de huéspedes para el almuerzo, la cena o aun para pernoctar con nosotros, le hizo olvidar el proyecto de Irlanda. De hecho, no tuvimos que hacer frente a lo peor, porque Dench y el colaborador más importante de Magnus, John Willis, asistieron al entierro, y aceptaron nuestra invitación para el almuerzo, pero regresaron a Londres en el tren de la noche. Los chicos fueron enviados a una excursión de pesca durante todo el jueves en compañía de Tom.
Recuerdo muy poco lo que pasó en la ceremonia del entierro, excepto el pensar que Magnus hubiera preferido un proceso químico mucho más sencillo para disponer de su cuerpo. Nuestros compañeros de duelo, Herbert Dench y John Willis, gente sin pretensiones, comieron con buen apetito y nos distrajeron con historias de viudas indias que debían sacrificarse sobre la hoguera que consumía el cuerpo de sus esposos. Dench había nacido en la India y nos aseguró que él había sido testigo de uno de estos sacrificios cuando era niño.
John Willis era de pequeña estatura, de aspecto ratonil, con unos ojos profundos escondidos detrás de unas gafas de concha. Se diría que se encontraría a sus anchas detrás de las rejas de un Banco. No podía imaginármelo al lado de Magnus, ayudándole a tratar monos o a diseccionar células cerebrales. Era muy parco en palabras. Pero eso no importaba, pues el abogado hablaba por todos.
Una vez terminado el almuerzo, nos dirigimos a la biblioteca. Herbert Dench tomó su cartera de mano, a fin de proceder a la lectura oficial del testamento, en el cual, según parecía, John Willis tenía algo que ver, lo mismo que yo. Vita, con mucho tacto, quiso retirarse, pero el abogado le pidió que permaneciera.
—No tiene que irse, señora Young. Es algo breve y que le interesa.
Tenía razón. Prescindiendo del lenguaje legal, Magnus había dejado todos sus bienes en dinero efectivo a su colega, para consagrarlos a la investigación biológica. Su apartamento en Londres, lo mismo que sus efectos personales, debían ser vendidos y el dinero destinado a ese mismo objeto. Se hacía excepción de su biblioteca privada, que dejaba a John Willis, como signo de agradecimiento por su cooperación profesional y por su amistad. A mí me dejaba Kilmarth con todo lo que contenía. Yo podía disponer de ello como quisiera. Lo hacía en recuerdo de los años de amistad que se remontaban hacia la época de estudiantes, y también debido al hecho de que los antiguos ocupantes de la casa habrían deseado eso mismo. Eso era todo.
—Supongo —dijo el abogado sonriendo que por antiguos ocupantes se refiere a sus padres, el comandante Lane y su señora, que usted ha conocido, señor Young, ¿no es verdad?
—Sí, yo les estimaba mucho —respondí, dominado por la sorpresa—. Pues bien, todo se arregla perfectamente. Es una casa deliciosa. Espero que ustedes sean muy felices en ella.
Miré a Vita. Estaba encendiendo un cigarrillo. Era su táctica de defensa en momentos difíciles.
—Qué generosidad… qué generosidad tan extraordinaria por parte del profesor —dijo ella—. En realidad, no sé qué decir. Por supuesto, corresponde a Dick decidir si tiene intenciones de conservarla o no. Nuestros planes futuros están todavía muy imprecisos.
Hubo un momento de silencio embarazoso, mientras Herbert Dench nos miraba a uno después del otro.
—Naturalmente, ustedes tienen muchas cosas que discutir en privado… Por supuesto, saben que la casa tendrá que ser evaluada para los efectos testamentarios. Les agradecería que me permitieran recorrerla ahora mismo, si no es mucha molestia.
—Por supuesto que no.
Nos levantamos. Vita dijo:
—El profesor tenía un laboratorio en el sótano. Un lugar inquietante, al menos así pensaban mis hijos. Supongo que todos los objetos que se encuentran allí no pertenecen a la casa, sino que tienen que ser enviados a su propio laboratorio de Londres, ¿no es verdad? Quizá el señor Willis sabría de qué se trataba exactamente.
La inocencia parecía brillar en su rostro. Pero yo sabía muy bien que la mención que hacía del laboratorio tenía intenciones ocultas y que ella deseaba saber lo que se encontraba allí.
—¿Un laboratorio? ¿Realizaba el profesor Lane algún trabajo aquí? —preguntó el abogado.
En ese momento se dirigió al señor Willis.
El hombre pequeño de aspecto ratonil pestañeó tras sus gafas gruesas.
—Lo dudo mucho. En todo caso, si había algo, sería de poca importancia desde el punto de vista científico, y sin ninguna relación con sus investigaciones en Londres. Pudo haber hecho algunas experiencias aquí, pero sólo para divertirse en un día de lluvia. Ciertamente, nada más. De lo contrario, lo hubiera mencionado.
Excelente. Si este hombre sabía algo, ciertamente no se iba a comprometer. Pude ver que Vita estaba a punto de decir que yo le había explicado un día que el contenido del laboratorio era de valor científico incalculable. Por eso sugerí que visitáramos el laboratorio antes de pasar al resto de la casa.
—Venga con nosotros —dije a Willis—. Usted es experto en estas cosas. El cuarto era en tiempos del comandante Lane un antiguo lavadero. Magnus introdujo allí una cantidad de jarras y recipientes.
Me miró, pero no dijo nada. Descendimos al sótano. Abrí la puerta.
—Aquí estamos. Nada extraordinario. Sólo una colección de viejos jarros, tal como les he dicho.
El rostro de Vita era digno de ser estudiado atentamente: una mezcla de sorpresa, incredulidad y curiosidad. Una pregunta brillaba en sus ojos. Ya no estaban allí ni la cabeza del mono, ni los fetos de las gallinas; sólo una fila de botellas y recipientes vacíos. Con todo, dio muestras de un gran sentido común al no abrir la boca.
—Bien, bien —dijo el abogado—. El tasador puede poner seis peniques como precio de cada jarro. ¿Qué le parece, señor Willis? El biofísico esbozó una sonrisa:
—Yo diría que la madre del profesor Lane ha podido conservar aquí mermeladas en otro tiempo.
—La despensa lo llaman —dijo riendo el abogado—. La criada almacenaría aquí provisiones de fruta para todo el año. Fíjense en esos ganchos que cuelgan del cielorraso; probablemente guardaban aquí carne también. Grandes trozos de jamón. Pues bien, señora Young, todo esto será en adelante parte de sus dominios en esta casa, y no de su marido. Le recomendaría una máquina de lavar en aquel rincón, para ahorrar gastos en el lavado de la ropa. Es caro instalarla, pero el gasto se compensará en dos años, sobre todo si se tiene una familia con niños pequeños.
Se dirigió, todavía riendo, hacia el pasadizo. Le seguimos. Cerré la puerta con llave. Willis, que se había quedado un poco atrás, recogió algo del suelo. Era una de las etiquetas de uno de los jarros. Me la dio, sin decirme una palabra. Yo la guardé en el bolsillo. Luego subimos las escaleras para continuar la inspección de la casa, Herbert Dench sugería que si queríamos hacer fructificar la propiedad, podíamos convertirla en una serie de apartamentos para veraneantes, dejando para nuestro uso privado nuestra alcoba actual con sus dependencias. Continuaba explicando su idea a Vita cuando atravesábamos el jardín. Vi que Willis miraba su reloj.
—Creo que ustedes ya han soportado bastante nuestra compañía. Le he dicho a Dench que podríamos él y yo ir al cuartel general de la policía en Liskeard y contestar a las preguntas que los agentes de policía deben hacernos. Si usted telefonea pidiendo un taxi, podremos estar allí dentro de poco y tomar la cena antes de que salga el tren nocturno para Londres.
Yo mismo les conduciré allí. Esperen un momento, tengo algo que mostrarles. —Fui al piso superior y bajé con el bastón de Magnus—. Esto fue encontrado junto al cuerpo de Magnus. Pertenece a la colección de bastones que Magnus tenía en Londres, ¿creen ustedes que me permitirán conservarlo?
—Ciertamente —dijo el abogado—, lo mismo que los otros. Estoy contentísimo de que ustedes hayan recibido esta casa y espero que no la venderán.
No pretendo hacerlo.
Vita y Dench se quedaron un momento en la terraza.
Willis me habló de una manera reposada:
—Creo que tendremos que hacer más o menos la misma declaración en la encuesta: A Magnus le encantaba caminar. Si quiso dar un largo paseo después de pasar varias horas en el tren, nadie debe extrañarse.
—Sí —dije.
—A propósito, un joven amigo mío, estudiante, ha estado investigando en el Museo Británico y en los Archivos Públicos, para buscar datos históricos que Magnus necesitaba. ¿Quiere usted que él continúe haciéndolo?
Dudé un momento.
—Podría ser útil… Sí. Si encuentra algo, dígale que me lo envíe aquí.
—Lo haré.
Por primera vez descubrí en sus ojos un sentimiento de vacío y de incertidumbre.
—¿Cuáles son sus planes para el futuro? —le pregunté.
—Continuaré haciendo lo mismo que antes, supongo. Trataré de hacer avanzar algo del trabajo de Magnus. Pero será difícil. Como jefe y como colega, él es irreemplazable. Usted debe saberlo.
—Lo sé.
Vita y el abogado se acercaron. Willis y yo no volvimos a decir una sola palabra. Después de una taza de té que nadie deseaba, pero que Vita insistió en servirnos, Willis manifestó su deseo de partir rumbo a Liskeard. Sabía yo ahora por qué Magnus le había elegido como miembro más importante del grupo de sus colaboradores. Además de la competencia profesional, la lealtad y la discreción eran cualidades preciosas en este hombre de aspecto tan poco impresionante.
Una vez que nos encontrábamos en el coche, Dench preguntó si podríamos recorrer parte del camino que Magnus había cubierto el viernes por la noche. Les conduje, pues, por la ruta de Stoneybridge, más allá de la granja de Treveryan, hasta la cumbre de la colina. Desde allí les señalé los campos que descendían hasta el túnel.
—Es increíble —murmuró Dench—, absolutamente increíble. Y era oscuro, en ese momento. Confieso que no me gusta nada.
—¿Qué quiere usted decir? —le pregunté.
—Pues que si esto no tiene sentido para mí, tampoco lo tendrá para el médico forense ni para el jurado. Ellos tendrán que ver que hay algo que se oculta detrás de todo esto.
—¿Qué, por ejemplo?
—Una especie de impulso irresistible de llegar hasta ese túnel. Una vez que llegó allí, ya sabemos lo que pasó.
—No estoy de acuerdo —dijo Willis—. Como usted ha dicho; estaba oscuro en ese momento, o casi oscuro. No se podría ver el túnel ni la línea férrea desde aquí. Yo creo que a Magnus se le ocurrió descender hasta el valle, quizá echar un vistazo a la granja desde el otro lado; al llegar al fondo del campo, tropezó con el terraplén de la vía férrea, que le ocultaba, en parte, la visión del terreno. Subió al terraplén y en ese momento le atropelló el tren.
—Es posible. Pero qué ocurrencia tan extraña.
—Extraña para una mentalidad de hombre de leyes, pero no para el profesor Lane. Él era un investigador en todos los sentidos de la palabra.
Después de dejarles en el cuartel general de policía, me dirigí a casa. A casa… La palabra tenía ahora un nuevo significado. Era mi casa. El lugar me pertenecía, como había pertenecido a Magnus, La tensión y la depresión que había sentido durante el día comenzaron a disminuir. Magnus había muerto, es verdad; nunca le vería de nuevo, ni oiría su voz, ni me alegraría de estar en su compañía, ni sentiría su presencia en el telón de fondo de mi existencia. Sin embargo… el lazo que nos había unido nunca se rompería, ya que la casa que le había pertenecido era ahora mía. De esta manera yo nunca le perdería. De esta manera… nunca me encontraría solo.
Pasé cerca de Boconnoc, que en otro tiempo se llamaba Bockenod, antes de bajar por la colina hacia Lostwithiel. Pensé en el pobre sir John Carminowe, contagiado ahora de viruela, y cabalgando al lado de la fea carroza de Joanna Champernoune, en aquella noche batida por el viento de octubre de 1331; dentro de un mes habría de morir, habiendo gozado de su posición como custodio de los castillos de Restormel y de Tremerton durante siete meses escasos.
Más allá de Lostwithiel, tomé la ruta de Treesmill, para tener una perspectiva mejor sobre las granjas situadas al otro lado del valle. Strikstenton se levantaba a la izquierda de la estrecha carretera.
Según el vistazo breve que le eché encima, parecía muy antigua, y estaba situada en un lugar que las guías turísticas calificarían de «pintoresco». Las tierras cubiertas de pastizales bajaban suavemente hasta llegar a un pequeño bosque.
Cuando me encontré fuera de posibles miradas indiscretas, bajé del coche. Miré hacia la línea férrea, al otro lado del valle. El túnel aparecía claramente. En ese mismo momento emergió un tren, como una serpiente de cabeza amarilla, que avanzó zigzagueando más abajo de la granja de Treveryan y que desapareció después en el fondo del valle. El tren de carga que había matado a Magnus había avanzado en dirección contraria: había subido por el terreno inclinado y había desaparecido por el túnel como un reptil que busca los espacios subterráneos, mientras que Magnus, que no había visto ni oído nada, se arrastraba medio muerto hasta la cabaña.
Conduje el coche a lo largo de la estrecha carretera en espiral. Noté, a mi izquierda, el accidente de terreno que pasaba al lado de la granja de Colwyth y que llegaba hasta el fondo del valle; según mi opinión, era lo que quedaba del primitivo curso del río. En alguna época, antes de que el tren atravesara estas tierras, debió de existir un sendero desde Gran Treveryan hasta la otra granja más pequeña, Little Treveryan, que se encontraba al otro lado, extremo del valle. Cualquiera de estas dos granjas podía ser el «Tregest» de los Carminowe.
Descendí hasta Treesmill, y luego subí hasta Tywardreath. Desde allí telefoneé a Vita.
—Querida, me parece una descortesía dejar a Dench y a Willis solos en Liskeard. Esperaré aquí hasta que hayan terminado sus asuntos con la policía. Luego, cenaré con ellos.
—Hazlo así, si es necesario. Pero no tardes demasiado. Tú tienes que esperar hasta la llegada del tren.
—Haré todo lo posible. En todo caso, eso depende de lo que tengamos que discutir juntos.
—De acuerdo. Te esperaré.
Colgué el teléfono y regresé al coche. Volví a Treesmill y subí por la carretera hasta llegar al punto en donde hay una desviación hacia Colwyth. Tomé esta última. Pasé más allá de la granja. La carretera se hacía cada vez más inclinada, hasta que terminó bruscamente, delante de un terreno fangoso, al pie de la colina. A la izquierda, atravesando una verja, se veía la entrada a la granja de Little Treveryan. La casa con sus dependencias estaba oculta por los árboles, pero aquí se leía una inscripción: «W. P. Kelly. Carpintero».
Atravesé el terreno fangoso en el coche, que aparqué fuera de la carretera, y junto a una hilera de árboles. La línea férrea pasaba a unos pocos centenares de metros.
Miré al reloj. Era un poco más de las cinco. Abrí el cofre del coche y saqué el bastón de Magnus, dentro del cual yo había vertido el resto del contenido de la botella A, antes de mostrársela a Willis en la biblioteca.