Capítulo XVII

EL depósito de cadáveres era un pequeño edificio de ladrillo rojo, próximo a la estación de Fowey. No había nadie cuando llegamos. La patrulla de la policía debía encontrarse aún en camino. Al salir del coche, el inspector me miró y me dijo:

—Señor Young, tendremos que esperar un poco. Me gustaría ofrecerle una taza de café y un bocadillo.

—Muchas gracias —le dije—, pero me encuentro muy bien.

No sé si debo insistir. Sin embargo, me parece que debería tomar algo. Se sentirá usted mejor.

Cedí a sus instancias. Me condujo a una cafetería, al otro lado de la calle. Tomamos una taza de café. Pedí también un bocadillo de jamón. Mientras estaba sentado allí, me acordé del tiempo pasado, cuando siendo estudiantes Magnus y yo veníamos en tren hasta Par, a fin de pasar algunos días con sus padres. Recordé el traqueteo del tren sobre la vía y el paso del túnel con la repentina aparición de la luz del día al final; los campos verdes se extendían a uno y otro lado. Magnus debió de hacer este trayecto miles de veces cuando era niño. Ahora había encontrado la muerte a la entrada de ese mismo túnel.

Eso sería un enigma para los demás: para la policía, para sus múltiples amigos, para todo el mundo, excepto para mí. Me preguntarían por qué un hombre de su inteligencia había decidido pasearse al lado de la línea del ferrocarril en una noche de verano y yo tendría que responder que no lo sabía. Pero yo sí lo sabía. Magnus había estado caminando en un tiempo en que no había línea de ferrocarril y en el que la colina no era más que un terreno cubierto de hierba y de maleza. Entonces no se abría la enorme boca del túnel en el flanco de la colina, no se levantaban los postes de corriente eléctrica, no se habían construido las carreteras: sólo existía un terreno cubierto de hierba por el cual un hombre, quizá, conducía una cabalgadura por la brida…

—¿Perdón? —dije.

El inspector me estaba preguntando si el profesor Lane tenía parientes.

—Excúseme, por favor. No había oído lo que me preguntaba. No, el comandante y la señora Lane murieron hace ya algunos años, y no tuvieron más hijos. Nunca oí al profesor hablar de primos o de otros parientes.

Debía de haber algún abogado que se ocupara de sus asuntos y un Banco que se encargara de su dinero. Pero yo no conocía ni siquiera el nombre de su secretaria. Nuestras relaciones, tan íntimas, nunca se habían ocupado de los detalles de la vida ordinaria. Quizá hubiera alguna otra persona que estuviera al corriente de todo eso.

En ese momento el alguacil entró para decir al inspector que la patrulla de policía había llegado, lo mismo que la ambulancia. Nos dirigimos hacia el depósito de cadáveres. El alguacil dijo algo en voz baja, que yo no oí. El inspector se volvió hacia mí.

—El doctor Powell se encontraba en la estación de policía en Tywardreath cuando llegó el mensaje de la patrulla; ha decidido hacer un reconocimiento preliminar del cuerpo. Será después el médico forense quien se encargará del informe definitivo.

—Sí —dije.

Médico forense… informe… todo el papeleo legal.

Entré en el edificio. La primera persona que vi fue al doctor que había encontrado en el aparcamiento y que me había visto recobrarme del ataque de vértigo y náuseas diez días antes. Noté en sus ojos que me reconocía, pero no lo dejó translucir cuando el inspector nos presentó.

—Siento muchísimo todo esto —dijo. En seguida, bruscamente, añadió—: Si usted no ha visto antes a alguien que haya perecido violentamente en un accidente, sobre todo a un amigo, debo prevenirle que es un espectáculo duro de soportar. Este hombre ha recibido una profunda herida en la cabeza.

Me condujo a la camilla que se encontraba sobre una larga mesa era Magnus, pero parecía diferente, más pequeño. Tenía una cavidad llena de sangre sobre el ojo derecho. Su americana estaba manchada de sangre y uno de sus pantalones estaba desgarrado.

—Sí —dije—. Es el profesor Lane.

Di media vuelta y partí, pues Magnus no estaba realmente allí. Estaba aún marchando sobre los campos, arriba de Treesmill, o liando una ojeada de asombro alrededor suyo en un mundo todavía desconocido.

—Si eso es un consuelo para usted, le diré que no pudo vivir mucho tiempo después de recibir tal golpe. Sólo Dios sabe cómo pudo trepar esos pocos metros para llegar a la cabaña abandonada. No debía tener consciencia de sus movimientos. Debió morir pocos momentos después.

Nada poda servirme de consuelo, pero le agradecí sus buenas intenciones.

—¿Quiere usted decir —pregunté— que el profesor no estuvo allí caído mucho tiempo, preguntándose por qué nadie acudía en su ayuda?

—No, ciertamente no. En todo caso, el inspector le comunicará ulteriores detalles, tan pronto como examinemos las heridas.

Un bastón se apoyaba en el extremo de la mesa. El sargento se lo indicó al inspector.

—El bastón quedó entre la línea y la cabaña abandonada —dijo. El inspector me miró, y yo asentí.

—Sí, es uno de los muchos que poseía. Su padre coleccionaba bastones. Hay por lo menos una docena en su apartamento de Londres.

—Lo mejor que podemos hacer ahora es conducirle a usted de nuevo a Kilmarth —dijo el inspector Por supuesto, le mantendremos al corriente de todo. Sabe usted muy bien que tendrá que dar su testimonio en nuestra indagación.

—Sí, por supuesto —dije.

Me preguntaba qué ocurriría con el cuerpo de Magnus después de la autopsia. Quizá permanecería allí hasta después del fin de semana. Pero eso no importaba. Nada importaba ahora.

Al darme la mano para despedirnos, el inspector dijo que probablemente iría a Kilmarth el lunes para hacerme algunas preguntas, por si yo podía agregar algo a lo que ya había dicho.

—Usted sabe, señor Young, si ha podido tratarse de amnesia o incluso de suicidio.

—Amnesia, eso quiere decir una pérdida de la memoria, ¿no es verdad? Muy poco probable. En cuanto al suicidio, es absolutamente imposible. El profesor sería la última persona del mundo que hiciera tal cosa. Además, no tenía ningún motivo. Estaba impaciente por pasar el fin de semana con nosotros. Por otra parte, se encontraba de excelente humor cuando hablamos por teléfono.

—De acuerdo. En fin —continuó el inspector—. Esto es lo que el médico forense querrá oír de usted mismo.

El alguacil me condujo a casa. Bajé de su coche y caminé lentamente por el jardín. Subí las escaleras de la entrada. Me serví un whisky triple y me eché en el diván de uno de los cuartos. Debí dormirme inmediatamente. Cuando me desperté, eran ya las últimas horas de la tarde. Los últimos rayos del sol poniente penetraban por la ventana occidental de la habitación que daba al patio. Vita esperaba sentada a mi lado, con un libro en sus manos.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Más o menos las seis y media. Pensé que lo mejor era dejarte descansar. El doctor que te vio en el depósito de cadáveres ha telefoneado esta tarde. Me ha preguntado si te encontrabas bien. Le he dicho que dormías. Me ha aconsejado dejarte dormir lo más posible.

Vita puso su mano en la mía. Era un gesto reconfortante, como si yo hubiera vuelto a mi infancia.

—¿Qué has hecho con los niños? La casa parece muy tranquila.

—La señora Collins se ha portado de una manera maravillosa. Se los ha llevado a Polkerris para pasar el día con ella. Su marido les iba a llevar a pescar después del almuerzo. Les traerá aquí hacia las siete. Llegarán de un momento a otro.

Guardé silencio un momento.

—Esto no debe estropearles sus vacaciones.

—No te preocupes por ellos o por mí. Ya nos haremos cargo de nosotros mismos. Lo que me preocupa es el choque que todo esto ha producido en ti.

Le agradecí que no siguiera tratando el tema y que no me preguntara por qué eso había ocurrido, qué había estado haciendo Magnus, por qué no se percató del tren que se acercaba, por qué el conductor no le había visto, etc. Esas cuestiones no nos llevarían además a ninguna parte.

—Tengo que telefonear. Hay que avisar a la Universidad.

—El inspector se está encargando de todo eso dijo Vita. —Volvió aquí, poco tiempo después de tu llegada. Quiso ver la maleta de Magnus. Le dije que tú la habías abierto ayer y que no habías encontrado nada. Tampoco él. Dejó los vestidos en el armario.

Recordé la botella que se encontraba en mi propia maleta, así como los papeles referentes a Bodrugan.

—¿Qué más quería?

—Nada. Solamente dijo que lo dejáramos todo a su cargo, y que se pondría en contacto contigo el lunes.

Abrí mis brazos y la atraje hacia mí.

—Gracias, querida. Eres un gran apoyo para mí. Todavía no puedo pensar como es debido.

—No hagas todavía ningún esfuerzo. Ojalá pudiera decir o hacer algo más.

Oímos a los niños hablando en su habitación. Debieron de haber entrado por la puerta posterior.

—Iré a verles —dijo Vita Querrán cenar. ¿Deseas que te suba algo a ti también?

—No, yo bajaré. Tengo que aparecer delante de ellos algún día.

Permanecí todavía un rato en el diván, mirando los rayos del sol que agonizaba entre los árboles. En seguida tomé una ducha y me vestí. A pesar de las conmociones del día, mi ojo había vuelto a su estado normal. Esa perturbación pudo ser algo casual, sin ninguna relación con la droga. En todo caso, era algo que ya nunca podría averiguar.

Vita estaba dando de comer a los niños en la cocina. Pude oír lo que decían, mientras yo atravesaba el vestíbulo reuniendo mis fuerzas antes de entrar.

—Pues bien, te apuesto lo que quieras a que se trataba de una intriga internacional. —La voz un poco chillona y nasal de Teddy pasó a través de la puerta abierta—. Es lógico que el profesor tuviera cierta información secreta, quizá algo que ver con la guerra biológica, y que hubiera convenido en encontrarse con alguien cerca del túnel; el hombre resultó un espía, y le golpeó en la cabeza. La policía de aquí no pensará en eso y el servicio secreto tendrá que intervenir.

—No seas tonto, Teddy —dijo Vita bruscamente—. Esa es justamente la manera como se crean rumores estúpidos. Dick se disgustaría muchísimo si te oyera decir esas cosas. Espero que no hayas dicho algo por el estilo a la señora Collins.

—Fue el señor Collins quien primero habló de ello —intervino Micky—. Dijo que nunca se sabe lo que los científicos traen entre manos en estos tiempos; que quizá el profesor estaba buscando un sitio para establecer un laboratorio secreto en el valle de Treesmill.

Esta conversación me volvió a mis cabales. Pensé cómo Magnus habría bromeado con todo eso, cómo habría ayudado a crear otras fantasías del mismo género. Tosí fuertemente y entré en la cocina en el momento que Vita decía:

Los niños levantaron los ojos. Sus pequeños rostros tomaron la expresión de un malestar tímido, lo que es habitual cuando los menores se encuentran de repente frente a una situación en la que los adultos, según piensan ellos, deben estar sumergidos en el dolor.

—¡Hola! —dije—. ¿Pasasteis un día agradable?

—No estuvo mal —murmuró Teddy, ruborizándose—. Fuimos de pesca.

—¿Habéis cogido algo?

—Algunos merlanes. Mamá los está cocinando ahora.

—Pues bien, si queda algo, me invito a probarlos. He tomado una taza de café en Fowey, con un bocadillo. Con eso tengo para todo el día.

Ellos quizá pensaron que yo me mantendría de pie, con la cabeza y los hombros caídos, pues mostraron un gran alivio cuando me vieron tomar un cazamoscas y aplastar una avispa contra el vidrio de la ventana, diciendo «la agarré», con un gran alivio de mi parte. Más tarde, mientras estábamos comiendo, les dije:

—Es posible que la próxima semana esté muy ocupado, porque van a comenzar una investigación sobre la muerte de Magnus; habrá varios asuntos a los cuales tendré que atender, pero haré que Tom os lleve en uno de sus botes desde Fowey; en un bote de vela o de motor, como lo prefiráis.

—Muchísimas gracias —dijo Teddy; Micky, cayendo en la cuenta de que el tema de Magnus ya no era un tema prohibido, dijo con la boca llena—. ¿Aparecerá la historia del profesor Lane en la televisión esta noche?

—No lo creo —repliqué—. No se trata de un cantor de ye-ye o de un político.

—Mala suerte —dijo él—. De todas maneras miraremos la televisión, por si acaso.

Pero no se mencionó nada en ella, con gran desencanto de los niños y, según me parece, también de Vita; por mi parte fue un alivio. Sabía que en los días siguientes tendríamos más ruido publicitario de lo conveniente, una vez que la prensa estuviera al corriente del asunto. Así sucedió, en efecto. El teléfono comenzó a sonar en las primeras horas de la mañana, aun siendo domingo; Vita y yo pasamos la mayor parte del día respondiendo al teléfono. Finalmente lo desconectamos y nos instalamos en el patio, en donde los periodistas, aunque llamaran a la puerta, no nos encontrarían. La mañana siguiente Vita llevó los niños a Par para hacer algunas compras; entretanto yo abrí la correspondencia. Las pocas cartas que había recibido no tenían nada que ver con la catástrofe. Tomé la última del pequeño montón de cartas y vi con un sobresalto que estaba dirigida a mí y escrita a lápiz con la letra de Magnus; llevaba el sello de Exeter. La abrí:

«Querido Dick:

»Te escribo en el tren, y probablemente mi letra será ilegible. Si encuentro un buzón a mano en Exeter, la despacharé desde allí. Probablemente no hay necesidad de escribírtela y en el momento en que la recibas el sábado por la mañana, habremos ya pasado, espero, por una espléndida experiencia juntos, con la perspectiva de pasar otras muchas más. Pero te escribo como una medida de prudencia en el caso de que ocurra algo. Lo que he encontrado hasta ahora es bastante concluyente; estamos a punto de hallar algo de grandísima importancia, relativo al funcionamiento del cerebro. En resumen y en un lenguaje para profanos, el proceso químico de las células cerebrales conectadas con la memoria es capaz de ser reproducido, de suerte que podamos repetirlo tal como ha evolucionado desde el momento de nuestra infancia; te hablo en estos términos, porque no encuentro otros ahora; en esas mismas células la composición química depende de nuestra herencia, del legado de nuestros antepasados a partir de los tiempos más primitivos. El hecho de que yo sea un genio y tú una persona ordinaria depende únicamente de los mensajes transmitidos hasta nosotros por esas mismas células y luego distribuidos al resto de las células de nuestro cuerpo. Exceptuando nuestras características personales, las células sobre las cuales estoy trabajando, y que llamaré la red memorial, guardan no solamente nuestras experiencias pasadas, sino también los reflejos y los hábitos de los esquemas cerebrales que hemos heredado. Estos hábitos, si logran surgir al nivel de la conciencia, nos permitirán ver, oír, ser testigos de sucesos que ocurrieron en el pasado; no porque un antepasado nuestro determinado haya vivido tina escena particular cualquiera, sino porque, gracias a un procedimiento científico (en este caso la droga), los esquemas heredados de los antepasados aparecen en primer plano y dominan el campo de la conciencia. Las consecuencias, en el terreno histórico, no me interesan; en cambio, desde el punto de vista biológico, el dominio de la herencia cerebral es para mí de un enorme interés y abre posibilidades incalculables.

»En cuanto a la droga misma, es verdad que es peligrosa y que puede ser mortífera, si se toma en una dosis excesiva; más aún, si cae en manos de gente de pocos escrúpulos, puede agregar un cúmulo de desgracias a nuestro mundo ya suficientemente perturbado. Así, pues, querido amigo, si algo me pasa, destruye todo lo que queda en la cámara de Barba-azul. Mis colaboradores tienen instrucciones parecidas en Londres; son gente de confianza; en todo caso, ellos no saben nada sobre el alcance de mi descubrimiento, pues he trabajado en él completamente solo. En cuanto a ti, si no te vuelvo a ver, olvida todo este asunto. Si nos vemos esta noche, tal como lo hemos previsto y si tomamos una caminata juntos o quizá «un viaje», tal como lo espero, deseo tener la suerte de ver más de cerca a Isolda. Esta, según los documentos que tengo en mi maleta, debió perder a su amado tal como tú dijiste y debe encontrarse necesitada de consuelo. Podemos descubrir al mismo tiempo si Roger Kylmerth pudo proporcionárselo. No tengo tiempo de agregar nada más. Ya llegamos a Exeter. Hasta pronto, en este mundo o en el otro.

»MAGNUS».

Si no hubiéramos salido de paseo el viernes, yo habría encontrado el mensaje telefónico a tiempo… si me hubiera dirigido directamente a Gratten después de salir de la estación de St. Austell, en lugar de ir a casa…: demasiados «sí», y ninguno de ellos resultó. Aun esta carta, que llegó como un mensaje póstumo, debía haberme llegado el sábado por la mañana, en vez de este lunes. No es que esto hubiera tenido algún provecho, ni que dijera algo nuevo acerca de las intenciones verdaderas de Magnus; en el momento en que la puso al correo, quizá todavía no había tomado ninguna decisión. La carta era una medida de seguridad, como decía él, en caso de que ocurriera algo. La leí una y otra vez; después encendí una cerilla y la quemé.

Bajé al sótano, atravesé la vieja cocina y me dirigí al laboratorio. No había entrado allí desde la mañana del viernes, después de regresar de Gratten, cuando Bill había bajado y me había encontrado preparando el té en la cocina. La hilera de jarrones y de botellas, la cabeza del mono, los fetos de gallinas y los hongos no me amenazaban ahora, como tampoco lo habían hecho desde el primer experimento. En este momento, cuando su dueño mágico había partido para no volver nunca más, presentaban una apariencia triste y casi trágica. Ninguna mano encantada les volvería a la vida; nadie extraería los jugos, ni pondría los huesos a fermentar en alguna olla.

Cogí los jarros que contenían diferentes líquidos y los vacié en la pila. Después los lavé y los volví a colocar en el armario. Podían haber servido para conservar frutas, mermeladas o para no importa qué uso; no había ninguna marca distintiva sobre ellos; sólo etiquetas que yo retiré y guardé aparte. En seguida fui a buscar un viejo saco que recordé haber visto en la buhardilla y me puse a abrir los recipientes restantes que contenían los fetos y la cabeza del mono. Guardé todo en el saco, después de haber vertido el líquido en la pila y teniendo cuidado de no tocar nada con mis manos. Hice lo mismo con los hongos que coloqué también en el saco. Sólo quedaron dos pequeñas botellas, la botella A que contenía el resto de la droga que yo había utilizado hasta ese momento, y la botella C, que yo nunca había tocado. La botella B la había enviado a Magnus y se encontraba ahora vacía en mi maleta. No vertí el contenido de ninguna de estas botellas en la pila, sino que las guardé en mi bolsillo. En seguida me dirigí a la puerta y escuché. La señora Collins iba de una parte a otra, entre la cocina y la despensa; podía escuchar su radio funcionando.

Cargué el saco a mi espalda y cerré la puerta del laboratorio. Después me dirigí a través de la puerta posterior y subí hasta el jardín de la cocina, detrás del establo; en seguida subí al bosque que se encuentra arriba en la colina. Me dirigí hacia el sitio en que la maleza es más espesa, donde hay tupidos laureles y rododendros que no han florecido durante años, ramas rotas de árboles muertos, hojas caídas en otoños sucesivos; tomé luego una de las ramas muertas y abrí un agujero en la tierra húmeda y oscura; vertí el contenido del saco y aplasté la cabeza del mono con una piedra hasta que desapareció toda apariencia de un ser viviente; sólo quedaron pedazos de hueso y una masa gelatinosa; los fetos mezclados con los otros fragmentos quedaron irreconocibles, como las entrañas de un pez destripado. Cubrí todo con tierra y con hojas; una frase vino a mi memoria: «las cenizas a las cenizas, el polvo al polvo»; era como si estuviera enterrando a Magnus o a su trabajo.

Volví a casa pasando por el sótano y por las escaleras laterales; evité así encontrarme con la señora Collins; sin embargo, esta debió de oírme entrar al vestíbulo, pues dijo:

—¿Es usted, señor Young?

—Sí.

Le estuve buscando por todas partes y no le pude encontrar. El inspector de Liskeard le llamó por teléfono.

—Paseaba por el jardín. Yo le telefonearé.

Subí las escaleras y me dirigí al cuarto contiguo a nuestra alcoba; metí las botellas A y C en mi maleta, al lado de la botella B; la cerré con llave y guardé esta conmigo; me lavé y bajé a la biblioteca. Telefoneé a la estación de Policía de St. Austell.

—Lo siento, inspector. Me encontraba en el jardín cuando usted telefoneó.

—Está bien, señor Young. Pensé que le gustaría conocer las últimas noticias. Hemos progresado algo. Se trataba de un tren de carga.

Pasaba por el túnel de Treveryan hacia las diez menos diez. El maquinista no vio nada al lado de la línea férrea cuando se acercaban al túnel, pero estos trenes de carga son a veces muy largos y este no llevaba ningún guardafrenos en la parte posterior; así, pues, cuando la máquina entró en el túnel, no había nadie para observar si alguien se acercaba al ferrocarril y si era golpeado por uno de los vagones.

—Lo comprendo. Muchísimas gracias. ¿Piensa usted que eso fue lo que sucedió?

—Pues bien, señor Young, todo parece indicarlo. Se diría que el profesor Lane debió marchar por la carretera hasta más allá de la granja Trenadlyn, pero antes de llegar a la carretera principal debió de entrar en un campo que llaman Higher Gum, que se encuentra encima de Treveryan; desde allí se dirigiría diagonalmente hacia el ferrocarril. Es posible, atravesando la cerca de alambres y trepando por el terraplén, llegar hasta la línea del ferrocarril; en todo caso, cualquiera que hiciera eso tenía que darse cuenta de que el tren de carga se acercaba. Era de noche, por supuesto, pero hay una señal justamente a la entrada del túnel; además, un tren de carga no es nada silencioso, con el sonido del pito que obligatoriamente tiene que hacer sonar antes de entrar en el túnel.

Sí, era verdad, me dije; pero hace seis siglos no había señales, ni cerca de alambres, ni ferrocarriles, ni pitos que advirtieran la proximidad de un tren…

—¿Quiere usted decir que quien oyera el tren subir por el valle, aunque se encontrara a una distancia considerable, debía estar ciego o completamente sordo?

—Sí, señor Young, algo así. Por supuesto, es posible colocarse uno al lado de la línea del ferrocarril cuando pasa el tren; hay suficiente espacio a uno y otro lado y parece ser que esto era lo que el profesor Lane quería. Hemos encontrado marcas en el suelo en el sitio donde él se deslizó, lo mismo que en el terraplén por el cual tuvo que trepar para llegar a la cabaña.

Reflexioné un momento y en seguida dije:

—Inspector, ¿sería posible que yo fuera y mirara el sitio exacto?

—En realidad, señor Young, era eso precisamente lo que iba a sugerirle, pero no sabía cómo reaccionaría usted. Podría ser útil tanto para nosotros como para usted.

—Entonces estaré listo cuando usted quiera.

Digamos a las once y media en la estación de Policía de Tywardreath.

Eran ya las once. Sacaba mi coche del garaje cuando Vita entraba con el Buick en compañía de los niños. Salieron de él llevando cestos de provisiones.

—¿A dónde vas? —preguntó Vita.

—El inspector quiere que observe el sitio cerca del túnel en donde encontraron a Magnus. Ya saben lo que ocurrió: un tren de carga que pasaba a las diez menos diez lo golpeó. El maquinista ya ha estado en el túnel.

—Idos de aquí —dijo Vita secamente a los niños—. Tomad estas cosas y llevadlas a la señora Collins.

Cuando los niños no podían oír, me preguntó:

—¿Por qué Magnus se encontraba sobre la línea férrea? Eso no tiene ningún sentido, ¿sabes lo que la gente va a decir? Lo he oído en una de las tiendas. Me pareció horrible…: han dicho que debía de tratarse de un suicidio.

—Completamente absurdo —dije.

Sí, ya lo sé…, pero cuando alguien es muy conocido y ocurre un desastre, siempre se levantan estos rumores. Por otra parte, los científicos parecen ser personas diferentes de las demás.

—Todos lo somos, los policías, los antiguos agentes de publicidad…; no me esperes para el almuerzo, no sé cuándo estaré de vuelta.

El inspector me llevó al sitio del cual me había hablado por teléfono, en la carretera que pasa por encima de la granja de Treferyan. En el camino, el inspector me dijo que había entrado en contacto con la persona más importante de los colaboradores de Magnus, pero que no habían logrado obtener nuevas luces referentes a la catástrofe.

—El hombre estaba muy impresionado, naturalmente —continuó el inspector—. Sabía que el profesor Lane iba a pasar el fin de semana con usted y que estaba impaciente por ello. Está de acuerdo con usted en afirmar que el profesor se encontraba en perfectas condiciones. A propósito, parece que él no tenía ninguna noticia acerca de las aficiones arqueológicas del profesor, pero concedió que podía ser sin duda ninguna una de sus aficiones privadas.

Tomamos la carretera de Treesmill más allá de Tywardreath y entramos en la ruta de Stoneybridge; atravesamos Trenadlyn y Treveryan. Subimos hasta cerca de la cima de la colina y aparcamos el coche al lado de una puerta que se abría sobre el campo.

—Lo que es difícil de entender —observó el inspector— es por qué, si el sitio que interesaba al profesor Lane era la granja de Treveryan, no llamó allí, sino que marchó a través de los campos más allá de la granja.

Eché una ojeada alrededor mío. Treveryan se encontraba a mi izquierda dominando el valle más arriba del sitio por el que pasaba la línea férrea. Más allá de esta el terreno continuaba descendiendo. Hace algunos siglos la disposición del terreno debía ser la misma, pero una corriente de agua bastante ancha pasaba por el valle, más abajo de la granja; en realidad, era más que una corriente, un verdadero río, que en el deshielo del otoño debía inundar la planicie antes de desembocar en el estuario de Treesmill.

—¿Existe todavía una corriente de agua por allí? —pregunté señalando con el dedo la parte inferior del valle.

—¿Todavía? —repitió el inspector, asombrado—. Hay una zanja en la base de la colina más abajo de la línea férrea: usted puede llamar a eso una corriente si quiere; el terreno es pantanoso.

Descendimos la colina. Podíamos ver ya la línea férrea y a nuestra derecha la tenebrosa boca del túnel.

—Pudo haber existido un camino aquí en otro tiempo —dije yo— que descendía hasta el valle, y un vado para pasar al otro lado.

—Es posible —dijo el inspector—. Sin embargo, no hay muchos trazos de todo ello.

Magnus había querido vadear la corriente. Había estado siguiendo a alguien a caballo que atravesaba el río. Por lo tanto, debió moverse con rapidez. No era una noche de verano o la alborada de un día claro: era el otoño, el viento soplaba y la lluvia caía pesadamente sobre la colina…

Continuamos bajando hasta la línea férrea, cerca del túnel. A una corta distancia a nuestra izquierda se abría un pasadizo debajo de la línea férrea que unía los dos campos situados a uno y otro lado de esta. Algunos animales domésticos se protegían allí de las moscas.

—¿Ve usted? —dijo el inspector—. El granjero o cualquier otra persona no necesita atravesar la línea férrea para pasar al otro lado. Pueden hacerlo a través del pasadizo subterráneo, allí donde están esos animales.

—Sí, pero el profesor pudo no haberlo visto si caminaba un poco más arriba. En ese caso era más simple cruzar la línea férrea directamente.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Trepar sobre el terraplén, pasar la cerca y descender hasta la línea férrea? ¿Y todo eso en la oscuridad? Yo tendría buen cuidado de no hacerlo así.

De hecho, eso fue lo que hicimos en ese momento, en plena luz del día. El inspector iba delante y yo le seguía; una vez que nos encontramos sobre la cerca, me mostró con el dedo la cabaña abandonada situada a algunos metros sobre el terraplén, dominando la línea férrea.

—El terreno está pisoteado, porque estuvimos aquí ayer —continuó el inspector—, pero las huellas del profesor Lane eran muy claras; se veía muy bien el sitio desde donde se arrastró para subir a la cabaña abandonada; estando casi inconsciente en ese momento, mostró una fortaleza casi sobrehumana para realizar ese esfuerzo.

¿En qué mundo se encontraba Magnus en ese momento, en el presente o en el pasado? ¿No había visto el tren de carga que se dirigía hacia el túnel en el momento en que trepaba sobre el terraplén? Cuando la locomotora estaba ya en el túnel, ¿trató Magnus de atravesar la línea férrea, que en su imaginación era simplemente una pradera tranquila que bajaba hasta el valle? ¿Y fue así como Magnus resultó atropellado por el tren? En uno u otro mundo, en todo caso, fue para él el golpe de gracia. Quizá no supo ni siquiera qué fue lo que le había golpeado. El instinto de conservación le hizo trepar hasta la cabaña; allí, quizá, sin sentir el abandono ni la soledad, murió tranquilamente.

El inspector y yo nos detuvimos un momento contemplando la cabaña vacía. Me mostró el sitio en donde Magnus había muerto. El lugar no presentaba ningún aspecto íntimo ni personal, era como un cobertizo para herramientas abandonado hacía mucho tiempo por el jardinero.

—Esta cabaña no ha sido empleada durante muchos años —dijo el inspector—. Los obreros que trabajaban en la línea férrea acostumbraban a tomar el té con pastas en este sitio. Actualmente se emplea en su lugar la cabaña que está situada más abajo, y aun así, no se hace frecuentemente.

Nos apartamos de allí y volvimos a recorrer el mismo camino. Miré hacia las colinas del otro lado, algunas de ellas estaban cubiertas de un tupido bosque, Hacia la izquierda vi una granja y más al Norte un grupo de edificios. Pregunté sus nombres. La Granja se llamaba Colwyth; un pequeño edificio junto a ella había sido en otro tiempo una escuela. Una tercera construcción que apenas podíamos distinguir era otra granja llamada Strickstenton.

—Nos encontramos en los límites de tres parroquias —me informó el inspector—: Tywardreath, St. Sampsons of Goland y Lanlivery. El señor Kendall de Pelyn es un gran propietario en estas regiones. Ahora bien, existe una antigua casa feudal que le puede interesar a usted: Pelyn, que se encuentra justamente un poco más abajo de la carretera que conduce a Lostwithiel. Esta casa ha sido posesión de la familia durante siglos.

—¿Durante cuántos siglos?

—Señor Young, yo no soy un experto en eso. ¿Cuatro, quizá?

El nombre de Tregest no pudo haberse convertido en Pelyn. Ninguno de los nombres que yo encontraba sobre el mapa convenía a Tregest. Sin embargo, en alguna parte y a una distancia que podía recorrerse a pie Magnus había estado siguiendo a Roger que se dirigía hacia la residencia de Carminowe; esta bien podía haber sido la casa principal de un feudo o una granja.

—Inspector, aun ahora, y a pesar de lo que usted me ha mostrado, creo que el profesor Lane pretendía encontrar el origen de la corriente en la parte superior del valle y cruzarla hasta el otro lado.

—¿Con qué propósito, señor Young?

Me miró de una manera no antipática, sino más bien curiosa, tratando de entender mi punto de vista.

—Si usted está contagiado por la curiosidad de las épocas pasadas, comprenderá que un historiador, un arqueólogo o simplemente un curioso, está como dominado por una fiebre en la sangre: nunca estará satisfecho si no resuelve el problema que se le plantea. Yo opino que el profesor Lane tenía una sola idea en la cabeza y que por ella decidió bajarse del tren en Par en vez de hacerlo en St. Austell. Tenía la determinación de subir por este valle, movido por una razón que tal vez nosotros nunca encontraremos; y lo hizo así, a pesar de la línea férrea.

—¿Y permaneció aquí de pie, en el momento en que el tren pasaba y luego súbitamente atravesó la línea cuando los últimos vagones se encontraban enfrente de él?

—Inspector, eso no lo sé. Su oído era bueno, lo mismo que su vista; y él amaba la vida. No se arrojó contra la parte posterior del tren deliberadamente.

—Espero que usted convenza al médico forense, señor Young, por el bien del profesor Lane. Usted casi ha logrado convencerme.

—¿Casi?

—Yo soy un policía, señor Young, y hay un elemento que falta en alguna parte; pero estoy de acuerdo con usted: quizá nunca lo encontraremos.

Volvimos sobre nuestros pasos atravesando el amplio terreno abierto, hasta la entrada en la cumbre de la colina. Mientras volvíamos a casa le pregunté si tenía alguna idea acerca del tiempo que tardaría la investigación.

—No puedo decírselo exactamente. Muchos factores influyen en eso. El médico forense hará todo lo posible para apresurar las cosas, pero bien puede tomar diez o quince días, especialmente si el médico forense tiene que acudir a un Juzgado a causa de las circunstancias extrañas de esta muerte. A propósito, el médico de la región está de vacaciones, de suerte que el médico forense preguntó al doctor Powell si podría hacer la autopsia, ya que él había ya examinado el cadáver. El doctor Powell ha aceptado. Tendremos su informe hoy mismo.

Pensé en todas las veces en que Magnus había diseccionado animales, pájaros, plantas, poniendo en su trabajo una fría indiferencia que yo no podía menos que admirar. Una vez me invitó a mirar cómo él separaba los órganos de un cerdo que acababa de matar. Resistí cinco minutos y luego mi estómago se rebeló. Si alguien tenía que abrir el cadáver de Magnus, me alegré que fuera el doctor Powell.

Llegamos a la estación de policía, en el momento justo en que el alguacil salía. Dijo algo al inspector, quien se volvió hacia mí:

—Hemos terminado el registro de las ropas y efectos del profesor Lane. Estamos dispuestos a entregarle todo a usted si acepta esa responsabilidad.

—Ciertamente. Dudo que nadie los reclame. Espero con impaciencia ponerme en contacto con su abogado, no importa quién sea.

El alguacil volvió a los pocos minutos, con un paquete envuelto en papel marrón. La cartera de mano estaba aparte, lo mismo que un libro que Magnus debía haber estado leyendo en el tren: The Experiencies of an Irish R. M., por Somerville y Ross. No podía imaginarme nada más inapropiado para conducir a alguien a una crisis cerebral o a un suicidio.

—Espero que usted haya anotado el título del libro, a fin de llamar la atención sobre él al médico forense —dije al inspector.

Me aseguró que así lo había hecho. Sabía que nunca abriría el paquete envuelto en papel marrón; en todo caso yo estaba contento de poseer la cartera de mano y el bastón.

Conduje mi coche hasta Kilmarth. Me sentía cansado, decaído y muy lejos de haber llegado a una conclusión. Antes de abandonar la carretera principal, me detuve en la cumbre de la colina de Polmear, para permitir a un coche que me adelantara. Reconocí a su conductor, el doctor Powell. Se detuvo a un lado de la carretera y yo hice lo mismo. Salió de su coche y se acercó a mí.

—¿Cómo se siente usted?

—Bien —le dije—. Acabo de mirar el túnel de Treveryan con el inspector.

—¿Le dijo a usted que yo había efectuado ya la autopsia del cadáver?

—Sí.

—Mi informe irá al médico forense. Usted será debidamente informado a su tiempo. Confidencialmente creo que a usted le gustaría saber que fue el golpe en la cabeza lo que mató al profesor Lane; le produjo una abundante hemorragia cerebral. Tuvo otras heridas debidas también a la caída; no hay duda alguna, debió estrellarse contra uno de los vagones del tren de carga.

Gracias. Es muy amable de su parte decirme todo esto personalmente.

—Usted era su amigo y la persona más directamente allegada a él. Solamente una cosa: tengo que enviar el contenido del estómago para un análisis. En realidad, es algo rutinario. Es sólo para contentar al médico forense y al jurado y mostrarles que no estaba cargado de whisky o de algo por el estilo en ese momento.

Sí, por supuesto.

—Bien, eso es todo. Nos veremos en el Juzgado.

Regresó a su coche y yo me dirigí lentamente hacia Kilmarth. Magnus acostumbraba a beber moderadamente durante el día. Es probable que hubiera tomado un gin-tonic en el tren. Quizá una taza de té por la tarde. Todo esto aparecería en el análisis. ¿Qué más?

Encontré a Vita y a los niños en la mesa. Había habido toda una serie de llamadas telefónicas por la mañana; incluso una del abogado de Magnus, un hombre llamado Dench, asimismo Bill y Diana habían telefoneado desde Irlanda, en donde habían recibido la noticia por la radio.

—Esto va a ser interminable —suspiró Vita—. ¿Dijo algo el inspector referente a la encuesta?

—Probablemente no se terminará hasta dentro de diez o quince días.

—Entonces, no nos quedarán muchas vacaciones dijo ella suspirando de nuevo.

Los chicos salieron de la habitación para preparar el siguiente paseo. Vita se volvió hacia mí, con una expresión de preocupación en su rostro:

—No he dicho nada delante de ellos, pero Bill está asustado con estas noticias; no porque la tragedia en sí misma sea algo espeluznante, sino sobre todo porque se pregunta si no hay algo escondido detrás de todo eso. No quiso darme más detalles, pero dijo que tú comprenderías lo que él quería decir.

Dejé caer el cuchillo y el tenedor sobre la mesa.

—¿Bill dijo eso?

—Bill habló de una manera bastante enigmática. Pero, ¿es verdad que tú le dijiste que una banda de asesinos en estas cercanías se dedicaban a atacar a la gente? Bill esperaba por otra parte que tú hubieras dado cuenta de todo eso a la policía.

Sólo faltaba eso. Bill, con su afán de ayudar, no hacía más que complicar las cosas.

—Bill está loco. Nunca le dije nada de eso.

—Ah, bueno, está bien… —En seguida agregó ella con una expresión de preocupación en su rostro—: En todo caso, espero que tú hayas dicho al inspector todo lo que sabes.

Los chicos volvieron a la cocina y terminamos en silencio. Después cogí el paquete envuelto en papel marrón, la cartera de mano y el bastón y me fui a la habitación de huéspedes. Esos objetos se quedarían allí con el resto de las cosas de Magnus encerradas en el armario. Yo podría emplear el bastón; era la última cosa que Magnus había tenido en sus manos.

Recordé su colección de bastones en su apartamento de Londres. Había un bastón pistola y un bastón espada, un bastón con un catalejo y otro con la cabeza de un pájaro en el pomo. Este último era más bien sencillo con una contera de plata de forma vulgar, que tenía grabadas las iniciales del comandante Lane. Fue él quien le inició en esta afición de coleccionar bastones; vagamente recordé el día en que me mostró concretamente este bastón en una ocasión en que yo me encontraba en Kilmarth. Tenía un secreto, no recuerdo cuál; en todo caso, haciendo presión en el pomo, saltaba un resorte. Lo intenté, pero nada sucedió. Ensayé de nuevo al mismo tiempo que hacía girar la empuñadura y algo sonó. Desenrosqué la empuñadura, que quedó entre mis dedos, dejando ver un espacio vacío suficientemente grande como para contener una ración de licor o de cualquier otro líquido. Todo había sido limpiado cuidadosamente, probablemente el paño usado para eso había sido arrojado o quemado en el momento en que emprendió su última caminata; en todo caso, ahora yo sabía con absoluta certeza lo que este bastón había contenido.