Capítulo XV

NO desperté hasta las diez. Vita estaba de pie cerca de la cama con el desayuno y las tostadas.

—¡Vaya! —dije—. Debí de haber dormido demasiado.

—Sí —dijo Vita; mirándome luego fijamente, añadió—: ¿Te sientes bien?

Me senté en la cama.

—Perfectamente. ¿Por qué lo dices?

—Estuviste inquieto toda la noche y sudaste muchísimo. Fíjate, la camisa de tu pijama está húmeda.

Así era. Me la quité y dije:

—Es algo curioso. Sé buena y tráeme una toalla.

Me la trajo. Me froté con ella, antes de tomar el café.

—Es el ejercicio que hicimos con los niños en la playa de Par.

—Yo no diría eso —replicó ella, mirándome intrigada—. De todos modos, tomaste una ducha al regreso. Nunca noté que sudaras copiosamente después de hacer ejercicio.

Bueno, eso pasa a veces. Es la edad. Quizá es la menopausia masculina que se me echa encima.

—Espero que no. Qué cosa tan desagradable.

Se dirigió al tocador y se miró en el espejo, como si fuera a encontrar allí la respuesta.

—Es curioso —continuó Vita pero tanto Diana como yo hemos notado que tú no pareces encontrarte muy bien, a pesar del bronceado de la piel después de la excursión en el bote—. En seguida, volviéndose bruscamente hacia mí, añadió: —Debes admitir que tú no eres tú mismo por completo. No sé de qué se trata, pero me preocupa, querido. Estás de mal humor, distraído, como si algo absorbiera tus pensamientos en cada momento. Además, esa mancha tan rara en tu ojo…

—Por Dios —la interrumpí—, ¿quieres dejar eso? Admito que me disgusté cuando Diana y Bill estuvieron aquí, y te pido me excuses.

Bebimos demasiado, eso es todo. ¿Tenemos que volver sobre eso cada cinco minutos?

—Ahí estás de nuevo, siempre a la defensiva. Espero que la llegada de tu profesor te ponga de nuevo en forma.

Sí que lo hará, pero a condición de que este interrogatorio acerca de comportamientos dudosos no continúe durante todo el fin de semana.

Vita rio. Mejor dicho, su boca tomó el rictus que es de rigor cuando una esposa desea herir a su marido.

—Nunca me atrevería a hacer un interrogatorio al profesor. Su estado de salud y su comportamiento no me interesan. Pero los tuyos sí. Sucede que soy tu esposa y que te quiero.

Abandonó la alcoba y bajó las escaleras. Mientras ponía mantequilla sobre la tostada pensé que era un buen comienzo del día: Vita enojada, yo con ese maldito fenómeno del sudor, y Magnus que debía llegar esa misma noche.

Había una tarjeta suya en el plato, que yo descubrí al levantar una tostada. Me pregunté si Vita la había ocultado allí deliberadamente. Decía que tomaría el tren de las cuatro y media en Londres y que llegaría a St. Austell hacia las diez. Era un alivio para mí. Eso quería decir que Vita y los niños podían irse a la cama o al menos que esperarían sólo a su llegada; en seguida Magnus y yo tendríamos todo el tiempo para discutir nuestros asuntos. Me levanté con nuevos ánimos, tomé una ducha y me vestí, con la firme determinación de reconciliarme con Vita y de agradar a los niños.

—Magnus no vendrá hasta después de las diez —grité por la escalera—. Así, pues, no habrá que preocuparse por la cena. Él comerá en el tren. ¿Qué queréis que hagamos hoy?

—Vamos a pasear en bote —gritaron los niños, que se encontraban vagando por el vestíbulo con esa actitud de los pequeños que no saben cómo ocupar el día.

—No hay viento —dije, después de mirar por la ventana.

—Entonces alquila un bote con motor —dijo Vita saliendo de la cocina.

Decidí darles gusto a todos. Nos embarcamos en Fowey en compañía de nuestro piloto Tom, quien nos proporcionó un antiguo bote salvavidas dotado de un viejo motor que nos hacía volar a cinco nudos por hora, ni un centímetro más. Llevábamos el almuerzo preparado para tomarlo al aire libre. Nos dirigimos hacia el Este. Salimos del puerto y anclamos en Lantivit Bay. Allí comimos, nos bañamos, nadamos. Todo el mundo feliz. Media docena de peces pescados en el camino de vuelta completaron el contento de Teddy y Micky; pescados que pondrían a prueba las cualidades culinarias de Vita en la cena. La jornada había sido un éxito completo.

—Por favor, di que volveremos mañana —pidieron los niños.

Vita, mirándome, les respondió que todo dependería del profesor. Vi cómo se ensombrecían sus rostros y comprendí lo que debían sentir. ¿Qué podía ser más aburrido que tener que acomodarse a este amigo imponente de su padrastro? Además, su instinto les decía que ese buen señor no le caía muy en gracia a su madre.

—Podréis ir de todos modos con Tom, aunque Magnus y yo tengamos otros planes.

Una buena idea, pensé, para quedarnos tranquilos mi amigo y yo: Vita no permitiría ir a los niños solos con Tom.

Llegamos a Kilmarth hacia las siete. Vita fue inmediatamente a la cocina a encargarse de la cena. Yo subí a tomar una ducha y a cambiarme. Hacia las ocho menos diez bajé al comedor y vi la nota que se encontraba en mi sitio en la mesa. Era la escritura de la señora Collins, y decía: «Han transmitido un telegrama por teléfono. Dice que el profesor Lane tomará el tren de las 2.30 en lugar del de las 4.30 y que llegará a St. Austell a las 7.30».

¡Santo cielo! Magnus debía haber estado gastando suela en la estación de St. Austell durante los últimos veinte minutos… Me precipité a la cocina.

—¡Catástrofe! —exclamé—. Mira esto. Acabo de encontrar esta nota. Magnus ha tomado el tren más temprano. ¿Por qué diablos no telefoneó? ¡Qué maldito enredo!

Vita, distraída miraba uno de los pescados que preparaba en ese momento.

—¿Estará aquí para la cena, entonces? Dios mío, yo no puedo darle una comida como esta. Lo menos que se puede decir es que Magnus podría tener más consideraciones con nosotros. Seguramente…

—Seguramente Magnus comerá tu pescado —grité, mientras corría escaleras abajo—. Probablemente se ha criado con eso. Además, tenemos queso y frutas. ¿Por qué te preocupas?

Puse en marcha el coche. Estaba en parte de acuerdo con Vita: cambiar el momento de su llegada, sabiendo que quizá nos encontrábamos fuera de casa todo el día, era mostrar poca consideración por nosotros. Pero ese era Magnus. Un tren que salía más pronto debió convenirle y lo tomó. Si yo llegara tarde para recibirle, tomaría un taxi. No dejaría de hacerme un signo con la mano al cruzarnos en la carretera…

La mala suerte me esperaba en St. Austell. Algún atontado había atravesado su coche en la carretera, de suerte que una larga cola de vehículos esperaba el momento de pasar. Eran las nueve menos cuarto cuando llegué a la estación. No había trazas de Magnus, y con razón. El andén estaba vacío y todo parecía cerrado. Finalmente descubrí un mozo al otro lado de la estación. Me dijo que el tren de las siete y media había llegado puntualmente.

—Lo suponía. No se trata de eso. Lo que ocurre es que debía recibir a alguien y esa persona no está aquí.

—Pues bien, señor. Probablemente se cansó de esperar y tomó un taxi.

—Si hubiera hecho eso, habría telefoneado o dejado un mensaje en la oficina. ¿Estaba usted aquí cuando llegó el tren?

—No. La oficina estará abierta de nuevo a tiempo para el próximo tren a las diez menos cuarto.

—Eso no me interesa —dije con impaciencia.

Pobre diablo, él no tenía la culpa.

—Vamos a hacer lo siguiente, señor. Abriré la oficina y veré si n amigo ha dejado alguna nota para usted.

Nos dirigimos hacia la oficina. Con dificultad, o al menos así me I() pareció, el mozo introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Yo le seguí de cerca. Lo primero que noté fue una maleta contra el muro con las iniciales M. A. L.

—Allí está. Es su maleta. ¿Pero por qué la dejó aquí?

El mozo se dirigió a la mesa y tomó una nota. «Maleta con las iniciales M. A. L. dejada en consigna al llegar el tren de las 7.30. Entregarla al señor Richard Young».

—¿Es usted el señor Young?

—Sí. ¿Pero dónde está el profesor Lane?

El mozo continuó leyendo: «El propietario de la maleta, el profesor Lane, ha dejado un mensaje diciendo que había cambiado de opinión y que descendería del tren en Par y caminaría desde allí. El encargado dice que el señor Young comprendería». Me tendió el pedazo de papel. Lo leí yo mismo.

—No entiendo —dije más exasperado que nunca—. No sabía que los trenes de Londres se detuvieran ahora en Par.

—No se detienen. Paran en Bodmin Road. Quien desee ir a Par hace el transbordo allí. Es lo que su amigo debió de haber hecho. —Qué maldita tontería— dije.

El mozo rio.

—En fin, es una noche muy agradable para pasearse. No hay nada escrito sobre los gustos de cada uno.

Le di las gracias por todo y volví al coche. Deposité la maleta en el asiento posterior. Lo que me ponía de mal humor era ignorar por qué diablos Magnus había alterado todo lo convenido. Debía de estar en ese momento en Kilmarth, tomando la sopa de pescado y haciendo bromas con Vita y los niños a costa mía. Regresé a toda velocidad y llegué a las nueve y media, furioso. Vita, que se había maquillado y puesto un vestido nuevo sin mangas, apareció a la puerta de la sala de música en el momento en que yo subía corriendo las escaleras.

—¿Qué os ha pasado a vosotros dos? —comenzó, con una sonrisa que se desvaneció al verme entrar solo—. ¿Dónde está Magnus?

—¿Quieres decir que no ha llegado aún? —exclamé.

—¿Llegado? —repitió ella, sorprendida—. Por supuesto que no ha llegado. Fuiste al tren, ¿no es verdad?

—Santo cielo, ¿qué diablos está pasando? Mira, Magnus no estaba en St. Austell. Sólo encontré su maleta. Dejó un mensaje con el encargado del tren que debía llegar a las 7.30 diciendo que descendería en Par y que caminaría hasta aquí. No me preguntes por qué. Una de sus malditas ideas. Pero él ya debía estar aquí.

Me dirigí a la sala de música para servirme una bebida. Vita me acompañó. Entretanto los chicos corrieron al coche para coger la maleta.

—Realmente —exclamó Vita—, esperaba más consideración de tu profesor. En primer lugar, cambia de tren; luego modifica su itinerario y por último no se molesta en aparecer a la hora convenida. Espero que habrá encontrado un taxi en Par y habrá ido a cenar a alguna parte.

Quizá. Pero, ¿por qué no telefoneó para avisarnos?

Es tu amigo, no el mío, querido. Suponía que conocías sus mañas. En fin, no voy a esperar más tiempo. Me muero de hambre.

Un trozo de pescado fue reservado para la cena de Magnus, aunque yo estaba seguro de que él preferiría un jugo de naranja y una taza de café. Vita y yo comimos un trozo de pastel que ella había traído de Londres y que había guardado en la nevera. Entretanto Teddy telefoneó, o mejor dicho, trató de telefonear a la estación de Par, sin resultado. Nadie respondía.

—¿Sabes? —dijo el muchacho—. Quizá el profesor ha sido raptado por una organización que busca documentos secretos.

—Es muy probable —dije—. Le dará media hora. Si no aparece, llamaré a Scotland Yard.

—O quizá tuvo un ataque al corazón al subir la colina de Polmear —sugirió Micky—. La señora Collins me dijo que su abuelo había muerto en una caminata, un día que había perdido el autobús. Aparté mi plato y bebí el último sorbo de whisky.

—Estás sudando de nuevo, querido. Me lo explico muy bien. Pero, ¿no crees que deberías subir a la alcoba y cambiarte?

Acepté su sugerencia y salí del comedor. En el rellano de la escalera miré hacia la alcoba de huéspedes. ¿Por qué diablos Magnus no había telefoneado para decirnos lo que iba a hacer? O al menos, ¿por qué no escribió una nota en lugar de dejar al guarda un mensaje verbal que podía ser mal transmitido? Corrí las cortinas y encendí la luz de al lado de la cama, lo cual le dio un aspecto más acogedor.

La maleta de Magnus reposaba sobre una silla al pie del lecho. Intenté abrirla. Con gran sorpresa mía, lo logré.

Magnus hacía la maleta metódicamente, al contrario que yo. Unos pijamas de color azul y una bata de casa se encontraban bajo un pliego de papel de seda, junto con un par de babuchas de cuero envueltas en su cartucho de papel celofán. Debajo, un par de trajes y una muda de ropa interior. En fin, me dije, esto no es un hotel de primera categoría: puede deshacer él mismo su maleta. Lo único que el anfitrión hace por su huésped es colocar el pijama sobre la almohada y la bata de casa sobre una silla.

Tomé ambas cosas de la maleta. Al hacerlo, noté que había un sobre largo y de color castaño debajo del pijama. Escrito a máquina se leía:

«Otto Bodrugan. Mandamiento e inquisición. Octubre 10. Eduardo III (1331).»

El estudiante debía haberse puesto a su trabajo de nuevo. Me senté sobre la cama y abrí el sobre. Se trataba de la copia de un documento con los nombres de las propiedades de Otto Bodrugan en el momento de su muerte. El feudo de Bodrugan se encontraba allí. Otto pagaba un tributo por él a Joanna: «Heredad de Henry de Campo Arnulphi» (eso debía de ser Champernoune). Seguía otro párrafo: «Henry, su hijo, de veintidós años de edad, fue su heredero; murió tres semanas después de su padre, de suerte que no tomó posesión de la herencia mencionada más arriba, ni tuvo noticia de la muerte de su padre. William, hijo del mencionado Otto y hermano de Henry, fue el heredero siguiente, cuando cumplió veinte años de edad al día siguiente de la fiesta de San Gil».

Tuve una extraña sensación al leer algo que ya sabía. El monje había hecho un buen trabajo, o quizá un pésimo trabajo, y el joven Henry no había sobrevivido largo tiempo en la enfermería de la abadía. Me alegré de que no hubiera tenido noticia de la muerte de su padre.

Seguía una larga lista de propiedades que Henry habría heredado. En seguida una nota, tomada del Calendar of Fine Rolls:

«Octubre 10. Westminster, 1331. Orden dada al confiscador de esta región de Trent, para que tome posesión en nombre del rey de las tierras del fallecido Otto Bodrugan, arrendatario principal».

El estudiante había escrito «vuelva la página, por favor», al pie del documento. Al hacerlo así, encontré una media hoja, que transcribía algo tomado también del Calendar of Fine Rolls, con fecha del 14 de noviembre de 1331, en Windsor:

«Orden dada al confiscador de esta región de Trend de tomar posesión en nombre del rey de las tierras de John de Carminowe, fallecido, arrendatario principal. Lo mismo, concerniente a las tierras de Henry, hijo de Otto Bodrugan».

Así, pues, John debió de haber contraído la enfermedad que tanto temía, y morir inmediatamente; Joanna había perdido, pues, la ocasión de escoger un segundo marido…

Olvidé el presente y todo lo referente a Magnus, y permanecí sentado en la cama de la alcoba de huéspedes, pensando en el otro mundo y preguntándome qué consejo le habría dado Roger a la desilusionada Joanna Champernoune. Si es que él le había dado un consejo… Con la muerte de los dos Bodrugan, y siendo el sucesor un menor de edad, ella debió de acariciar las mejores esperanzas de aumentar su dominio con las tierras de Bodrugan; pero justamente en ese momento, cuando el poder se encontraba casi entre sus manos, la suerte había cambiado; John, el custodio de los castillos de Restormel y de Tremerton, había muerto a su vez… Casi sentí compasión por ella. También por sir John, un hombre sin suerte, pues se había protegido en vano contra la infección. ¿Quién recibiría la custodia de las tierras y de los bosques del condado de Cornwall en su lugar? No su hermano Oliver, esperaba yo, el asesino…

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Vita desde las escaleras.

¿Hacer? ¿Qué podía yo hacer? Oliver ya había abandonado el lugar, en compañía de la banda de sus sanguinarios compañeros, dejando a Isolda al cuidado de Roger. No sabía aún qué le había ocurrido a Isolda…

Oí a Vita subir las escaleras. Instintivamente volví a meter los papeles en el sobre y lo guardé todo en mi bolsillo. Cerré la maleta. Debía volver al presente. No era el momento de confundir ahora los dos mundos.

—Estaba sacando el pijama y la bata de casa de la maleta de Magnus —dije, en el momento en que ella entraba en la habitación—. Estará agotado cuando llegue aquí.

—¿Por qué no le preparas también el baño? ¿Y dispones la bandeja para el desayuno? No me pareció que fueras tan atento con Bill y Diana.

No hice caso de su sarcasmo y me dirigí a nuestra alcoba. El ruido de la televisión venía de la biblioteca en el piso inferior.

—Es hora de que los chicos vayan a la cama —dije sin mucha convicción.

—Les prometí que podrían esperar la llegada del profesor —dijo Vita—. Pero creo que tienes razón, no tienen por qué quedarse levantados tanto tiempo. ¿No crees que deberías ir a Par? Quizá el profesor esté en un bar tratando de ahogar sus penas.

—Magnus no es el tipo de personas que se pasa el tiempo en un bar.

—Y bien, entonces, ha debido de encontrarse con viejos amigos y ha cenado con ellos en vez de hacerlo con nosotros.

—Muy poco probable. Y maldita su falta de educación, al no telefonear. —Descendimos juntos las escaleras y entramos en el vestíbulo—. De todos modos, él no tiene amigos en estos lugares, que yo sepa.

De repente Vita exclamó:

—Ya lo sé: ¡Ha encontrado a los Carminowe! Ellos no tienen teléfono. Eso es lo que ha pasado. Ha debido encontrarlos en Par, y ellos le han invitado a cenar.

La miré, con una nube de confusión en mi cerebro. ¿De qué diablos estaba hablando? De repente caí en la cuenta de todo. El mensaje dado al empleado de la estación tomó todo su sentido. «El propietario de la maleta, el profesor Lane, ha dejado un mensaje diciendo que había cambiado de opinión y que descendería del tren en Par y caminaría desde allí. El encargado dice que el señor Young comprenderá».

Magnus había tomado la conexión de trenes locales de Bodmin Road a Par, porque así atravesaría más lentamente por el valle de Treesmill. Sabía, gracias a la descripción que le envié, que le bastaba mirar hacia arriba a la izquierda, después de pasar la granja de

Treesmill, para ver Gratten. Después, y siendo aún de día cuando el tren llegara a Par, Magnus habría caminado por la carretera de Tywardreath y atravesado los campos para examinar el lugar.

—Dios mío —exclamé—. Qué tonto he sido. No se me había ocurrido. Por supuesto, es eso lo que ha pasado.

—¿Quieres decir que ha ido a ver a los Carminowe?

Creo que estaba cansado. Creo que estaba excitado. Creo que estaba aliviado de un gran peso. Todo eso al mismo tiempo. No tenía humor para explicar nada, o para inventar una mentira. La cosa más natural salió de mi boca, sin pensarlo.

—Sí.

Corrí por las escaleras abajo y atravesé el camino hasta llegar al coche.

—¡Pero tú no sabes dónde viven los Carminowe! —gritó Vita.

No le respondí. Le envié un gesto de despedida con mi mano y subí al coche. En un instante recorrí a toda velocidad la carretera de entrada a Kilmarth y desemboqué en la carretera principal.

Estaba bastante oscuro. Sólo brillaba una pálida luna. Tomé, sin embargo, el atajo que forma la vía que daba vuelta a la aldea. No encontré a nadie en la ruta. Aparqué el coche cerca de la casa llamada Hill Crest. Si Magnus descubriera el coche antes de que yo le encontrara a él, lo reconocería y me esperaría allí. No era fácil atravesar los campos hacia Gratten; tropezaba en los montículos y en los baches; comencé a llamar a Magnus por su nombre cuando nadie podría oírme desde la casa; pero no respondió. Recorrí todo el sitio cuidadosamente. No había ninguna señal suya. Bajé por el camino que descendía hasta el valle, llegué hasta la granja de Treesmill, pero Magnus no estaba allí tampoco. Entonces me dirigí de nuevo hacia la cimbre de la colina, de vuelta hacia el coche. Lo encontré como lo había dejado, vacío. Conduje hasta la aldea. Recorrí el cementerio. El reloj de la Iglesia indicaba las once y media.

Fui al teléfono que se encontraba cerca de la peluquería y llamé a Kilmarth. Vita respondió inmediatamente.

—¿Has tenido suerte? —preguntó.

Sentí un vacío en el estómago. Esperaba que hubiera llegado a

No, no hay trazas de él.

—¿Y los Carminowe? ¿Encontraste su casa?

No —dije—. Creo que he seguido una mala pista. Me equivoqué tontamente. En realidad, no tengo idea de dónde viven. Bueno, alguien debe de saberlo —dijo Vita—. ¿Por qué no preguntas a la policía?

—No, eso no serviría para nada. Mira, bajaré a la estación y conduciré lentamente hacia casa. No hay nada más que hacer.

Pero la estación de Par estaba cerrada durante la noche, y por más que di la vuelta a Par dos veces, no encontré a Magnus.

Comencé a rezar: «¡Dios, haz que le vea caminando por la colina de Polmear!». Sabía muy bien qué aspecto debería presentar, si los faros del coche le iluminaran a un lado de la carretera: vería su figura delgada y angulosa, con esa manera tan suya de caminar a largas zancadas. Yo haría sonar la bocina del coche, él se detendría y yo le diría: ¿Por qué demonios…».

Pero Magnus no estaba allí. No había nadie allí. Penetré en la carretera de entrada a Kilmarth. Descendí del coche y subí lentamente las escaleras exteriores de la casa. Vita me esperaba en la puerta. Parecía angustiada y triste.

—Algo ha debido pasarle —dijo ella—. Creo que debes avisar a la policía.

Pasé a su lado y subí las escaleras.

—Voy a sacar sus cosas de la maleta —dije—. Pudo haber dejado una nota en ella. No sé…

Saqué sus vestidos de la maleta 5r los colgué en el guardarropa. Puse su máquina de afeitar y demás instrumentos de aseo en el baño. Continué diciéndome interiormente que en cualquier momento iba a escuchar el ruido de un coche en la carretera de entrada y que Magnus saldría de él, riendo. Vita me llamaría desde las escaleras: «¡Dick, ya está aquí, ya ha llegado!».

No había ninguna nota. Busqué en todos sus bolsillos. Nada.

Cogí la bata de casa, que yo había ya desempacado. Mi mano se cerró sobre algo redondo en el bolsillo izquierdo. Lo saqué. Era una pequeña botella que reconocí al punto. Tenía la letra B. Era la misma que yo le había enviado por correo una semana antes. Estaba vacía.