NO hay una tensión más insoportable en la vida que la espera de visitantes indeseados. No dije ninguna palabra de protesta después de ese grito de desesperación, pero pasamos la hora antes de ir a la cama en cuartos separados. Vita en la biblioteca, viendo la televisión con los niños y yo en la sala de música, escuchando a Sybelius.
Al día siguiente Vita estaba sentada en lo que ella llamaba la terraza, en la parte exterior de la sala de música, esperando el claxon del coche de sus amigos; entretanto yo me paseaba arriba y abajo en el interior, con un gin tonic en la mano, mirando el reloj y preguntándome qué era lo peor: la espera del momento cruel en que el coche entrara en la carretera de acceso a la casa, o la impresión de saberlos ya instalados entre nosotros, tumbados en las sillas, con los aparatos fotográficos disparando a cada momento, con su conversación interminable y estridente y con el olor del humo del tabaco de Bill. Tal vez era preferible lo segundo.
—Aquí llegan —gritaron los niños precipitándose por las escaleras mientras yo avanzaba hacia la ventana como quien va al encuentro de una granada de mortero.
Vita, como anfitriona, era maravillosa: Kilmarth se transformó instantáneamente en una sala de recibo de una Embajada americana en el extranjero; sólo faltaba la bandera con las barras y las estrellas. La comida preparada por la complaciente señora Collins cubría la mesa. El licor abundaba, el humo de los cigarrillos llenaba el aire; almorzamos a las dos y nos levantamos de la mesa a las tres y media. Los niños, entusiasmados con la promesa de ir a nadar más tarde, desaparecieron en la explanada para jugar al cricket. Las señoras, con gafas de sol, se entregaron complacientemente al chismorreo allí donde no podíamos oírlas. Bill y yo nos instalamos en el patio, esperando poder dormir un poco; pero el sueño fue frecuentemente interrumpido; como a todos los diplomáticos, a Bill le encantaba oír su propia voz. Se entregó a lucubraciones sobre la política internacional y nacional; luego, con una mal disimulada indiferencia y evidentemente siguiendo instrucciones de Diana, abordó el tema de mis planes futuros.
—He oído decir que vas a entrar en sociedad con Joe. Maravilloso.
—No me he decidido todavía; hay muchos detalles que tenemos que discutir.
Sí, naturalmente, tú no puedes decidirte ligeramente, pero ¡qué oportunidad! Su negocio está en pleno desarrollo; nunca te arrepentirás. Especialmente, si no tienes nada que perder aquí en Inglaterra, como me han dicho. No tienes ningún compromiso aquí.
No respondí. Había decidido no discutir el asunto con él.
—Por supuesto, Vita puede hacer un hogar en cualquier parte —continuó él—. Ella conoce el secreto. Con un apartamento en New York y algún sitio en el campo para pasar los fines de semana, vosotros llevaréis una vida estupenda. Tendréis muchísimas oportunidades para viajar por el país.
Gruñí, e incliné un viejo sombrero panamá que había pertenecido al comandante Lane, sobre mi ojo derecho, que todavía tenía esa bendita mancha roja; una mancha que hasta ese momento Vita no había notado.
—No me tomes por un intruso —dijo él, bajando la voz pero tú sabes cómo hablan las mujeres. Vita está preocupada. Le dijo a Diana que tú no estabas muy entusiasmado con la idea de establecerte en los Estados Unidos y que ella no puede entender tus razones. Las mujeres siempre piensan lo peor.
Entonces comenzó una larga y pesada historia acerca de una chica que él había encontrado en Madrid, mientras Diana estaba en las Islas Bahamas con sus padres.
—La chica tenía sólo diecinueve años. Yo estaba loco por ella. Por supuesto, sabíamos ambos que eso no podía durar. Ella estaba empleada en la Embajada de esa ciudad, y Diana debía volver a Londres cuando terminara sus vacaciones. Estaba tan loco con esa chica que sentí el deseo de cortarme el gaznate cuando me despedí de ella; sin embargo, yo sobreviví, lo mismo que ella. No la he vuelto a ver desde entonces.
Encendí un cigarrillo, para contraatacar las nubes de humo que salían de su maldito cigarro.
—Si piensas que tengo alguna chica a la vuelta de la esquina, no puedes estar más equivocado.
—Eso está muy bien, muy bien. No te reprocharía si la tuvieras. Mientras que lo mantuvieras a espaldas de Vita…
Reinó un largo silencio, mientras él preparaba, supongo, una nueva táctica. Pero debió pensar que la discreción era el mejor elemento de la valentía, pues añadió bruscamente:
—¿No hablaron los niños de ir a nadar?
Salimos a buscar a nuestras esposas. Su sesión parecía estar en pleno apogeo. Diana era una de aquellas rubias monumentales que según dicen son maravillosas en una reunión social y unas tigresas en casa. Yo no tenía ningún deseo de experimentar una u otra de estas dos facetas. Vita decía que era su mejor amiga y yo lo creía. La sesión terminó inmediatamente cuando aparecimos Bill y yo.
Diana pasó a segunda marcha, cosa que era su costumbre cuando había delante una presencia masculina.
—Estás muy bronceado, Dick —dijo ella—; te cae muy bien. Bill se convierte en un cangrejo con el primer rayo de sol.
—Es el aire del mar —le respondí—. No es algo sintético como en su caso.
Ella tenía una botella de aceite para el bronceado, y se había estado lubricando las piernas color de azucena.
—Vamos a la playa a nadar dijo Bill.
Anímate, querida —añadió—. Así perderás un poco de esa grasa que te sobra.
Siguió el habitual rito de bromas pesadas, la comedia de los matrimonios delante de terceros de la misma especie. Los amantes nunca harían esto, supuse. La representación se hacía en silencio, y por esa era más agradable. Llevando toallas y albornoces nos dirigimos a la playa. La marea estaba baja, de suerte que para entrar en el agua, el que quería nadar tenía que abrirse camino entre algas marinas y piedras salientes. Era una nueva experiencia para nuestros huéspedes, pero la tomaron con buen humor, jugando en el agua como delfines en una piscina y dándome la razón en mi teoría de que es más fácil entretener a los huéspedes fuera que dentro de casa.
La velada que se aproximaba iba a ser la verdadera prueba de la hospitalidad. Así resultó. Bill había traído su propia botella de bourbon (un regalo para la casa) y yo saqué el hielo de la nevera, a fin de que él pudiera consumirlo en la terraza. El jerez que bebimos durante la cena, acompañando al bourbon, resultó una mezcla demasiado rica; mientras el lavaplatos funcionaba en la cocina, entramos tambaleándonos en la sala de música. No tenía que preocuparme más por la mancha en el ojo. Los dos de Bill parecían como si hubieran sido picados por abejas; entretanto nuestras esposas tenían los colores de camareras de un bar poco respetable.
Me dirigí al gramófono y puse toda una pila de discos. No importaba cuáles, con tal de que el sonido sirviera para llenar de ruido la reunión. En general, Vita bebía moderadamente, pero cuando tomaba una copa de más, se volvía desagradable. Su voz tomaba una entonación estridente o, al contrario, dulce como la miel. Esta noche la dulzura era para Bill, quien, sin ninguna timidez, se recostó a su lado en el sofá, mientras Diana, golpeando con la mano el sitio vacío a su lado, me arrastraba hacia ella con una sonrisa significativa.
Caí en la cuenta, con disgusto, que todas estas maniobras habían sido planeadas por las dos mujeres poco antes, y que íbamos a pasar por una de esas terribles veladas de cambio de parejas, para llegar, no hasta las últimas consecuencias, sino hasta sus preliminares. No podía sentirme más aburrido. La única cosa que deseaba era irme a la cama, y solo.
—Háblame, Dick —decía Diana tan cerca de mí, que tuve que girar mi cabeza como la de la muñeca de un ventrílocuo—; quisiera saberlo todo sobre tu eminente amigo el profesor Lane.
—¿Un informe detallado sobre su trabajo? Hay un artículo muy completo acerca de ciertos aspectos de él en el Biochemical journal de hace algunos arios. Posiblemente pueda encontrar un ejemplar en mi apartamento en Londres. Debes leerlo algún día.
No seas tonto. Sabes perfectamente que no entendería una palabra. Quiero saber cómo es él, su persona. Cuáles son sus aficiones, quiénes son sus amigos.
—Sus aficiones…
Pensé en esa palabra. Pensé en un hombre desocupado cazando mariposas.
—No creo que tenga aficiones, aparte de su trabajo. Le gusta la música, y sobre todo la religiosa, el canto gregoriano y el canto llano.
—¿Es eso lo que tenéis en común, la afición por la música?
—Comenzó de esa manera. Nos encontramos una vez en el mismo banco una tarde en King’s College, en un servicio religioso.
De hecho no habíamos ido allí por la música, sino por un niño de la masa coral, que tenía una aureola de cabellos rubios como el joven Samuel. Aunque el encuentro fue accidental, fue el primero de muchos. No es que yo sintiera inclinación hacia los niños de las corales, pero la combinación de una santa inocencia con cantos religiosos y con un halo de rizos dorados, era estéticamente tan agradable, que a los veinte años yo quedé encandilado durante varios días.
—Teddy me dijo que había una habitación cerrada con llave en el sótano, con cabezas de monos. ¡Qué espanto!
—Una cabeza de mono, para ser exactos, y varios otros ejemplares en frascos. Muy tóxicos y que deben estar fuera del alcance de todos.
—¿Oíste eso, Bill? —dijo Vita desde el otro sofá. Noté con repugnancia que él había puesto su brazo alrededor de sus hombros, y que la cabeza de Vita reposaba contra él Esta casa está construida sobre dinamita. Un descuido y volaremos en el aire.
—¿Un descuido? —preguntó Bill, guiñándole un ojo—. ¿Qué pasaría si nos acercáramos un poco más? Si la dinamita nos lanza a todos por el aire, no me importa, pero preferiría pedir permiso antes a Dick.
—Dick se queda aquí —dijo Diana—; si queréis que la cabeza del mono explote, podéis bajar vosotros dos; Dick y yo bajaremos después. De esa manera, todos seremos felices, pero en dos mundos diferentes. ¿No es verdad, Dick?
—Sí, estoy completamente de acuerdo. En todo caso, estoy harto de este mundo. Así, pues, si vosotros tres deseáis amontonaros sobre un sofá, hacedlo y buen provecho. Hay un cuarto de bourbon en aquella botella. Yo me voy a la cama.
Me levanté y dejé la habitación. Ahora que había roto el grupo, todo ese juego de caricias se detendría automáticamente; ellos se quedarían sentados durante una hora o más, discutiendo las diferentes facetas de mi temperamento, cómo había o debía haber cambiado, cómo deberían tratarme, cuál sería mi futuro, etc.
Me desvestí, metí la cabeza en agua helada, corrí las cortinas, salté a la cama y caí inmediatamente dormido.
La luna me despertó. Pasaba a través de las rendijas de las cortinas que Vita había en parte descorrido. Estaba acostada a mi lado, y roncaba, cosa que hacía rara vez, con la boca completamente abierta; debería ser el efecto de aquel cuarto de bourbon. Miré mi reloj, eran las tres y media. Me levanté, me puse unos pantalones y un jersey.
Me detuve en el rellano de las escaleras, y traté de oír el menor ruido en la habitación de los huéspedes. Silencio absoluto. Lo mismo en la habitación de los niños. Descendí las escaleras hacia el sótano y luego hacia el laboratorio. Estaba perfectamente en mis cabales, ni entusiasmado ni decaído. Nunca me había sentido mejor. Estaba decidido a hacer un nuevo viaje, eso era todo. Verter cuatro gotas en el frasco, sacar el coche del garaje, descender al valle de Treesmill, aparcar el coche, y caminar a Gratten. La luna estaba brillante; cuando comenzara a desaparecer en el Oeste, vendría la aurora. Si el tiempo me jugaba una mala pasada y el viaje duraba hasta el desayuno, ¿qué importaba? Regresaría cuando estuviera listo para volver. Vita y sus amigos no tendrían más que aceptarlo así.
«En una noche así…». ¿Una cita con quién? El mundo de hoy estaba dormido, y mi mundo no se había despertado todavía hasta que la droga tomara posesión de mí. Tywardreath era una aldea fantasma en el momento en que yo la bordeaba, pero en mí tiempo yo sabía que atravesaba la plaza central de la aldea y que la abadía se levantaba solemnemente aislada detrás de esos muros de piedra. Descendí la carretera de Treesmill; la luz de la luna llenaba el valle, haciendo resaltar las viviendas de las granjas del otro lado. Aparqué el coche cerca de la cuneta y atravesando el portal penetré en el campo. En seguida me dirigí hacia la depresión que se encontraba cerca de la cantera, que había formado parte del vestíbulo original; allí en la oscuridad cerca de la raíz de un árbol y en un claro de luna, tragué el contenido del frasco. En un primer momento, nada sucedió, excepto un zumbido en mis oídos que nunca había experimentado antes. Me apoyé contra el tronco del árbol y esperé. Algo se movió.
Una liebre, quizá; el zumbido en mis oídos aumentaba. Un pedazo de hierro oxidado cayó en la cantera. El zumbido formaba parte del mundo que se encontraba alrededor mío, pasando de ser un sonido que se escuchaba en mis oídos hasta confundirse con el rechinamiento de algo en el gran vestíbulo y con el gemido del viento en el exterior. La lluvia caía de un cielo gris; avanzando un poco, miré hacia fuera y vi que el agua del estuario había subido, con olas que avanzaban desde el mar. Los árboles que se encontraban en la colina opuesta se inclinaban al mismo tiempo; las hojas de otoño volaban con la fuerza del viento y las aves que venían del Norte formaban una masa bulliciosa que desapareció muy pronto. No me encontraba solo. Roger estaba a mi lado escrutando la costa conmigo; su rostro mostraba preocupación; cuando una racha de viento más fuerte golpeaba el edificio, movía la cabeza y murmuraba: «Dios quiera que no se atreva a venir aquí con este tiempo».
Miré a mi alrededor y vi que habían sido colocadas unas cortinas a través del vestíbulo dividiéndolo en dos partes; las voces venían del otro lado. Seguí a Roger cuando atravesó el vestíbulo y apartó las cortinas. Pensé por un momento, que el tiempo me había jugado otra mala pasada, llevándome a un momento que yo había ya vivido, porque una cama se encontraba contra el muro, y alguien yacía en ella; entretanto Joanna Champernoune estaba sentada a los pies de esa cama y el monje Jean a la cabecera. Pero acercándome vi que el enfermo no era su marido, sino Henry Bodrugan, el primogénito de Otto, y sobrino de Joanna; aparte, con un pañuelo cubriendo su boca, estaba sir John Carminowe. El muchacho, evidentemente con una gran fiebre, trataba de levantarse, llamando a su padre; el monje le enjugaba el sudor de su frente y trataba de hacerle descansar sobre la almohada.
—Imposible dejarlo aquí, teniendo la servidumbre en Trelawn y sin nadie que se cuide de él —dijo Joanna—. Aunque tratáramos de llevarle allí, no lo lograríamos antes de la caída de la noche, con este tiempo. En cambio podríamos tenerlo bajo vuestro techo en Bockenod, dentro de una hora.
—Yo no me arriesgaría a eso —respondió sir John—. Si se trata de la viruela, como teme el monje, ningún miembro de mi familia la ha tenido todavía. No hay otra solución más que dejarlo aquí bajo el cuidado de Roger.
Miró al mayordomo; sus ojos reflejaban temor y yo pensé qué pobre figura hacía delante de Joanna, mostrando tal pánico ante un posible contagio de la enfermedad. La apostura de pavo real que tenía en la recepción del obispo, había desaparecido. Sir John había ganado peso y sus cabellos eran grises. Roger, siempre respetuoso delante de sus señores, inclinó la cabeza, pero noté un brillo de burla en sus ojos.
—Haré con gusto lo que ordene mi señora —dijo él—. Tuve la viruela de niño y mi padre murió a consecuencia de ella. El sobrino de mi señora es joven y fuerte. Se recobrará. Por otra parte, no estamos seguros de que esa sea la enfermedad. Muchas clases de fiebres comienzan de la misma manera. Dentro de veinticuatro horas será quizá de nuevo él mismo.
Joanna se levantó de su silla y se acercó a la cama. Todavía llevaba su atuendo de viuda y recordé la nota escrita por el estudiante tomada del Patent Rolls y con fecha de octubre 1331:
«Licencia dada a Joanna, última esposa de Henry de Champernoune, para casarse con cualquier persona que ella quiera, que sea leal al rey».
Si sir John era todavía su preferido, el matrimonio aún no se había celebrado.
—Esperemos que sea así —dijo ella lentamente—, pero soy de la opinión del monje. He visto la viruela antes. La tuve yo misma de niña, lo mismo que Otto. Si fuera posible enviar un mensaje a Bodrugan, Otto mismo vendría y lo llevaría a casa. —Se volvió hacia Roger ¿Cómo está la marea? ¿Ha cubierto la ensenada?
—Está cubierta desde hace una hora o más —replicó Roger y la marea sigue subiendo. Imposible atravesar la ensenada antes de que baje. Si no, yo podría cabalgar hasta Bodrugan y dar la noticia a sir Otto.
—Entonces, no hay nada más que hacer que dejar a Henry a tus cuidados —dijo Joanna—, a pesar de la falta de sirvientes en la casa.
Luego se volvió hacia sir John:
—Vendré con vos hasta Bokenod, y me dirigiré a Trelawn, al romper el alba, para avisar a Margaret. Ella es quien debería encontrarse a la cabecera de la cama de su hijo.
El monje, en medio de los cuidados prodigados al joven Henry, había estado escuchando cada una de esas palabras.
—Hay otra solución, señora. La celda de los huéspedes en la abadía está libre y ni yo ni mis hermanos los monjes tememos a la viruela. Henry Bodrugan se encontraría mejor bajo nuestro techo que aquí. Y yo tomaría a mi cargo el velarlo día y noche.
Noté la expresión de alivio en el rostro de sir John, así como en el de Joanna: pasara lo que pasara, ellos no serían responsables.
—Deberíamos haber decidido eso antes —dijo Joanna—. Así nos encontraríamos ya de camino hacia casa, antes de estallar esta tormenta.
—¿Qué pensáis, John? ¿No os parece, quizá, la mejor solución?
Así parece —dijo él rápidamente—. Es decir, si el mayordomo puede disponerlo todo para el traslado a la abadía. Nosotros no nos atreveríamos a tomarlo en nuestra carroza por miedo al contagia.
—¿Contagio a quién? —dijo riendo Joanna—. ¿Queréis decir a vos mismo? Podéis escoltarnos a caballo con vuestro pañuelo sobre la boca, como lo tenéis ahora. Venid, ya hemos tardado bastante.
Tomada la decisión, Joanna no se preocupó más de su sobrino, sino que se dirigió hacia la puerta del gran vestíbulo escoltada por sir John; este abrió la puerta, pero tuvo que volver atrás, arrastrado por la fuerza del viento.
—Sería mejor para vos —dijo ella con ironía— que viajarais cómodamente a mi lado, a pesar del muchacho enfermo; no tendríais que soportar el viento golpeando a vuestras espaldas cuando lleguemos a campo abierto.
—No temo por mí mismo —comenzó a decir. En seguida, viendo al mayordomo a su lado, dijo—: ¿Comprendes? Mi mujer es delicada y mis hijos también. El riesgo sería demasiado grande.
—Demasiado grande, ciertamente, sir John. Sois prudente —dijo Roger.
Prudente, maldita sea, pensé, lo mismo que Roger, a juzgar por la expresión de su rostro; y Joanna también…
Acompañamos la carroza a través del patio en medio del viento enfurecido; entretanto, sir John montaba sobre su caballo. En seguida volvimos al vestíbulo. El monje cubría al medio inconsciente Henry con mantas.
—Están listos y esperando —dijo Roger—. Podemos transportar el colchón entre nosotros dos. Ahora que estamos solos, ¿qué esperanza tienes de que el chico se recupere?
El monje se encogió de hombros.
—Como tú mismo has dicho, el chico es joven y fuerte, y hemos visto a moribundos recuperarse, y a sanos morir. Que permanezca en la abadía bajo mis cuidados, y yo ensayaré en él ciertas medicinas.
—Ten mucho cuidado en esta ocasión —dijo Roger—. Si fracasas, tendrás que responder ante su padre, y en ese caso ni el prior mismo podría protegerte.
El monje sonrió.
—Según entiendo, sir Otto Bodrugan ya tendrá bastantes dificultades con protegerse, a sí mismo. ¿Sabes que sir Oliver Carminowe se alojó en Bokenod anoche y que salió esta mañana de madrugada sin decir a nadie adónde se dirigía? Si ha cabalgado ocultamente a lo largo de la costa, es únicamente por una razón. Para buscar al amante de su esposa y matarlo.
—Que lo intente una vez —respondió Roger—. Bodrugan es el mejor espadachín del condado.
Una vez más, el monje se encogió de hombros.
—Es posible, pero Oliver Carminowe usó otros métodos cuando combatió contra sus enemigos en Escocia. No daría mucho por la vida de Bodrugan si cayera en una emboscada.
El mayordomo le hizo una seña para qué guardara silencio en el momento en que el joven Henry abrió los ojos.
—¿Dónde está mi padre? ¿Adónde vais a llevarme?
—Vuestro padre está en su casa, señor —dijo Roger—. Hemos enviado a buscarle, vendrá a vuestro lado mañana por la mañana. Esta noche vais a descansar en la abadía, bajo los cuidados del hermano Jean. Después, si os sentís más fuerte y si vuestro padre lo quiere, podéis dirigiros a Bodrugan o a Trelawn.
El muchacho miró a uno y a otro con espanto.
—No quiero ir a la abadía, prefiero ir a casa esta noche.
—Imposible, señor —respondió Roger cortésmente—. Sopla un vendaval muy fuerte y los caballos no pueden avanzar rápidamente; mi señora os espera en su carroza y os llevará a la abadía. Allí os encontraréis en seguridad en la celda de huéspedes dentro de media hora.
Lo llevaron en el colchón. El muchacho protestaba débilmente. Atravesaron el vestíbulo y pasaron por el patio hasta la carroza que les esperaba; lo extendieron a los pies de su tía. Luego el monje subió a su lado. Joanna miró a su mayordomo a través de la ventana abierta. El velo se había caído de su rostro y noté cómo sus rasgos se habían endurecido desde la última vez que la había visto. Su boca estaba caída. Se le notaban las ojeras.
Se acercó a la ventana de manera que su sobrino no pudiera oírla.
—Hay rumores de posibles dificultades entre sir Oliver y mi hermano. No sé si sir Oliver se encuentra en las cercanías o no. En todo caso esta es una de las razones de por qué quiero alejarme, y pronto.
—Como lo deseéis, señora —respondió el mayordomo.
—Ni sir John ni yo misma queremos tomar parte en esa disputa. No nos concierne. Si llegan a las manos, mi hermano es capaz de cuidarse de sí mismo. Mis órdenes respecto a ti es que no favorezcas ni a uno ni a otro, sino de que te ocupes únicamente de mis asuntos. ¿Entendido?
—Perfectamente, señora.
Ella inclinó la cabeza y luego fijó su atención sobre el joven Henry que se encontraba a sus pies. Roger hizo un signo al conductor y el pesado vehículo continuó su camino, subiendo el sendero lleno de barro hacia la abadía; lo seguían sir John a caballo y un sirviente, ambos bastante inclinados sobre sus cabalgaduras a causa del viento y de la lluvia que les golpeaba duramente. Tan pronto como llegaron a la cumbre y desaparecieron, Roger se dirigió rápidamente al establo y llamó a Robbie. Su hermano vino inmediatamente trayendo un caballo.
—Cabalga como un demonio hacia Tregest, y avísale a lady Isolda que permanezca allí. Bodrugan tenía que ir allá, pero nunca se aventurará en esta tormenta. Se encuentre o no sir Oliver en su compañía, lady Isolda debe recibir este mensaje sin falta.
El muchacho saltó sobre el caballo, atravesó el campo hacia esta parte del estuario. Según recordaba, Roger había dicho que era imposible atravesarlo a causa de la marea. Robbie debería cruzar, pues, la corriente más arriba, en el sitio llamado Tregest, Este nombre no me sonaba. Recordaba que no había nada que se llamara Tregest en el mapa de carreteras.
Roger atravesó el patio y se dirigió hacia la colina que daba sobre la ensenada. Aquí la fuerza del viento casi le hizo caer; pero él continuó descendiendo en medio de la lluvia, bajando por el abrupto camino que conducía al muelle. Había una expresión de angustia en su rostro, muy diferente de su expresión habitual de aplomo; mientras marchaba, o mejor, mientras corría, miraba la desembocadura de la corriente, allí donde entraba en el amplio estuario de Par. La sensación de desgracia inminente que yo había sentido cuando volví de mi expedición anterior a la bahía se apoderó de nuevo de mí; yo sentía que era la misma que se apoderaba ahora de Roger, de suerte que de alguna manera nosotros participábamos en el mismo sentimiento de miedo y de ansiedad.
Una especie de abrigo se abrió para nosotros cerca del muelle a causa de la colina que se encontraba a nuestras espaldas. Pero la corriente misma estaba muy agitada, con olas muy pronunciadas, que arrastraban consigo toda clase de desechos otoñales, ramas, troncos y plantas marinas, todo lo cual era picoteado por una nube de gaviotas que luchaban contra el fuerte vendaval.
Vimos el navío al mismo tiempo; no parecía la misma nave que yo había admirado anclada una tarde de verano; ahora se balanceaba como si estuviera ebria, con su mástil roto, con las vergas inclinadas sobre la cubierta y con las velas colgando. El timón debía haber desaparecido, porque la nave estaba sin control, a merced del viento y de la marea, que la llevaban hacia delante lateralmente, con la quilla vuelta hacia las arenas poco profundas en que se rompían las olas del mar. Yo no podía distinguir cuántas personas luchaban a bordo; había por lo menos tres. Trataban de botar una chalupa que se encontraba enredada entre las velas y las vergas caídas. Roger puso sus manos en forma de bocina y gritó. Pero no podían oírle a causa del viento. Saltó al muro del muelle y movió sus brazos; uno de los hombres a bordo lo vio. Debía de ser el mismo Otto Bodrugan, y le contestó de la misma manera señalando la orilla opuesta.
—¡A este lado del canal! ¡A este lado del canal! —gritaba Roger, pero su voz se perdía en el viento.
Ellos no podían oírle, pues estaban ocupados en botar la chalupa desde la borda.
Sin duda ninguna, Bodrugan conocía muy bien el canal; si lograban arrojar el pequeño bote, podrían llegar a tierra firme sin dificultad, a pesar de las olas del mar que rompían contra las arenas bajas. No era lo mismo que el mar abierto, más peligroso. Aunque el río fuera más ancho en el sitio donde la embarcación encallara, podrían en el peor de los casos esperar la subida de la marea.
En ese momento vi la razón del miedo de Roger, y por qué él trataba de atraer a Bodrugan y sus compañeros hasta esta orilla. Una columna de jinetes en fila india cabalgaba por el otro lado. A causa de la configuración del terreno, los hombres de a bordo no podían verla.
Roger continuaba sus gritos y sus signos, pero los hombres del navío interpretaron todo eso como señales de aliento en el esfuerzo que realizaban para botar la pequeña embarcación y replicaban de la misma manera. Poco después y mientras la nave iba a la deriva subiendo el canal, ellos lograron arrojar el bote y subieron a él. Un cable iba desde la quilla del navío hasta el bote; dos de los hombres remaban. Bodrugan, encogido en la popa y apretando fuertemente el cable, trataba de dirigir la embarcación hacia la orilla opuesta. Estaban demasiado ocupados en su tarea para poner atención a los gestos de Roger. Mientras ellos se dirigían lentamente hacia la otra orilla, vi a los jinetes, más o menos una docena, desmontar cerca de la hilera de árboles. Aprovechando que quedaban invisibles a los ojos de los tres hombres, descendieron a la ensenada, en el sitio donde la playa se hace más profunda y donde la tierra penetra en el agua, formando una especie de banco de arena. Roger gritó por última vez moviendo sus brazos con desesperación; olvidando mi situación de fantasma, yo hice lo mismo, pero no pude proferir ningún sonido; era más impotente como aliado que ningún espectador en un partido de futbol tratando de animar al equipo perdedor; mientras la chalupa se acercaba a la playa, los enemigos ocultos tras la hilera de árboles llegaron hasta el banco de arena.
De repente, el cable se rompió, en el momento en que el navío encallaba. Bodrugan, perdiendo pie, cayó en medio de sus hombres; la chalupa se volcó, arrojándolos al agua. Estaban tan cerca de la playa, que el río no tenía una gran profundidad en el sitio en que cayeron. Bodrugan fue el primero en ponerse de pie, con el agua a la altura del pecho. Entretanto, los otros se colocaban a su lado y Bodrugan respondía al último aviso de Roger con un grito de triunfo.
Fue su último grito. La banda de hombres cayó sobre ellos antes de que tuvieran tiempo de volver sus cabezas o de defenderse; eran doce contra tres y antes de que la lluvia que caía sobre nosotros más pesada que nunca los ocultara a nuestra vista, pude ver, con una mezcla de repugnancia y horror, que en lugar de arrastrar a las víctimas hacia el banco de arena, para rematarlos allí con la espada o con el puñal, estaban sumergiendo sus cabezas en el agua. Uno de ellos ya había dejado de resistir, el otro se debatía; necesitaron ocho hombres para sumergir a Bodrugan. Roger comenzó a correr a lo largo del borde del río hacia el molino, maldiciendo. Sabía que todo era en vano, que corríamos inútilmente, pues mucho antes de que él pudiera conseguir ayuda, ya todo habría terminado.
Llegamos al sitio de la ensenada debajo del molino. Tal como Roger había dicho poco antes a Joanna, el agua corría en ese sitio furiosamente; la corriente era profunda y alcanzaba casi el nivel de la puerta de la forja. De nuevo, Roger puso las manos en bocina.
—Rob Rosgof —gritó—. Rob Rosgof.
La figura espantada del herrero apareció a la puerta, acompañado de su esposa.
Roger indicó el sitio, corriendo abajo. El hombre hizo un ademán negativo con sus manos y meneó la cabeza. En seguida señaló con el pulgar de su mano derecha la colina detrás de él. Toda esta pantomima sin palabras quería decir que había tenido noticias de la emboscada, pero que no había podido hacer nada. Arrastró consigo a su esposa al interior de la herrería y aseguró la puerta desde el interior con una tranca.
Roger se dirigió con desesperación hacia el molino. Los tres monjes que yo había visto el domingo por la mañana cuando las hijas de Isolda cabalgaban atravesando la ensenada, salieron a su encuentro.
Bodrugan y sus hombres han sido arrastrados hasta la playa
—gritó Roger —Su barco yace encallado. Han preparado una emboscada contra ellos. Son ahora hombres muertos: tres contra una docena de hombres armados.
No sé qué sentimiento dominaba en su rostro: la ira, la tristeza o su impotencia para acudir en auxilio de Bodrugan.
—¿Dónde está lady Champernoune? —preguntó uno de los monjes.
—¿Sir John Carminowe? Hemos visto esta tarde su carroza a la entrada de la propiedad.
—Su sobrino, el hijo de Bodrugan, está enfermo —contestó Roger—. Le han llevado a la abadía. Ellos, por su parte, se dirigen ahora hacia Bockenod. He enviado a Robbie a Tregest para prevenir a los de esa casa. Pido a Dios que ninguno de ellos se atreva a salir de allí, pues su vida correría también peligro.
Permanecimos clavados en ese sitio, junto al patio del molino, sin saber si debíamos quedarnos o marcharnos, mirando fijamente la corriente, allí donde los irregulares bancos de arena de la ensenada ocultaban el navío encallado y la escena criminal que se desarrollaba en ese momento.
—¿Quién preparó la emboscada? —preguntó el monje—. Bodrugan tenía enemigos en otro tiempo, cuando el rey estaba firmemente establecido en su trono.
—Sir Oliver Carminowe. ¿Quién más puede ser? —respondió Roger—. Combatieron en bandos diferentes en la rebelión del año 22, pero si hoy le asesina, es por otra causa diferente.
No se oía más que el viento, el ruido sordo de la corriente al arrastrarse entre los estrechos bancos de arena, y los chillidos de las gaviotas que rozaban la superficie del agua. Entonces uno de los monjes señaló el extremo de la ensenada y gritó:
—Han echado el bote al agua, y suben ahora con la marea.
No se trataba de un bote. Al menos, no era un bote completo, sino más bien las planchas de la cubierta, arrancadas para formar una especie de balsa. Subía lentamente, haciendo círculos, arrastrada por la marea. Algo se encontraba atado a las planchas. Se sumergía y volvía a aparecer en seguida. Roger miró a los monjes. Yo le miré a él. Todos a una nos lanzamos corriendo por la orilla hacia el sitio de la ensenada a donde el remolino de agua arrastraba las tablas cubiertas de espuma. Mientras esperábamos allí, la balsa, con lo que llevaba atado, se levantó y se sumergió con la fuerza de la marea. En ese mismo momento, se oyeron unos gritos al otro lado de la corriente; eran los caballeros que salían del grupo de árboles. Cabalgaron por el camino que conducía a la forja. Se detuvieron luego en silencio.
Nos precipitamos a la corriente, Roger, los monjes y yo.
El jefe de la cuadrilla gritó:
—Es un regalo de cumpleaños para mi esposa, Roger Kylmerth. Te encargo que se lo hagas llegar a ella, con mis felicitaciones. Una vez que lo haya recibido, dile que la espero en Carminowe.
Soltó una carcajada. Sus hombres le acompañaron. Luego volvieron sus cabalgaduras y partieron al galope hacia lo alto de la colina.
Roger y el primer monje arrastraron las tablas sobre la playa. Otros hicieron la señal de la cruz y comenzaron a rezar. Uno de ellos cayó de rodillas a la orilla del agua. No había ninguna herida causada por un cuchillo en el cuerpo de Bodrugan. Ninguna señal de violencia. El agua salía de su boca. Sus ojos estaban abiertos. Le habían ahogado antes de atarlo a las tablas.
Roger le desató y le condujo en sus brazos hacia el molino. El agua chorreaba de los cabellos de Bodrugan.
—Dios de misericordia —musitaba Roger—. ¿Cómo voy a decírselo a ella?
No hubo necesidad. Cuando dábamos vuelta hacia el molino, vimos los caballos, con Robbie e Isolda; esta llevaba los cabellos húmedos y sueltos sobre sus hombros; su manto flotaba al viento como una vela. Robbie, con una mirada, se dio cuenta de la situación y tendió la mano para tomar las bridas del caballo de Isolda y hacerle volver atrás. Pero ella ya había desmontado y venía corriendo hacia nosotros desde lo alto de la colina.
—Oh, amor mío…, amor mío; oh, no… oh, no… oh, no…
Su voz, que era un grito claro y fuerte al comienzo, terminó en un gemido sordo.
Roger depositó el cuerpo en el suelo y corrió hacia ella. Lo mismo hice yo. Al querer sujetarla por las manos, ella resbaló y cayó a tierra. Yo, en lugar de estar cogiendo su vestido, me encontré debatiéndome contra montones de paja almacenados en un viejo cobertizo, al otro lado de la carretera que conduce a la granja de Treesmill.