EL día siguiente era domingo, y Vita anunció sus intenciones de llevar a los niños a la iglesia. Ella hacía esto de vez en cuando durante las vacaciones. Se pasaban dos o tres semanas sin hacer ninguna mención acerca de deberes religiosos y de pronto, sin ninguna razón y generalmente cuando los niños estaban felices en alguna ocupación, ella entraba en su habitación y les decía:
—Vamos, os doy cinco minutos para arreglaros.
—Arreglarnos, ¿para qué? —respondían ellos, levantando los ojos del modelo de un aeroplano o de algo que ocupaba en ese momento su atención.
—Para ir a la iglesia, naturalmente —respondía ella, saliendo de la habitación.
Era un tiempo libre para mí, pues me disculpaba valiéndome de mi educación católica. Permanecía entonces en cama hasta muy tarde leyendo la prensa del domingo. Hoy, a pesar del sol que entraba a raudales por la ventana y de la sonrisa de la señora Collins, trayéndonos en un plato el café y las tostadas, Vita parecía preocupada; dijo que había pasado una noche sin descanso. Me sentí inmediatamente culpable, pues yo había dormido como un tronco. Pensé que saber cuán bien o cuán mal duerme uno por la noche es el índice de la calidad de las relaciones conyugales; si uno de los dos pasa mala noche, es culpa del otro y el día siguiente es un día de recriminaciones.
Este domingo concretamente no iba a ser una excepción a la regla; así, cuando los niños entraron en nuestra alcoba para saludarnos, vestidos con tejanos y con camisa sport, Vita explotó:
—Aprisa, quitaos todas esas cosas y poneos vuestros trajes domingueros; ¿habéis olvidado que hoy es domingo? Vamos a la iglesia. —Oh, no, mamaíta…
Debo admitirlo, yo estaba de su parte. El sol brillante, el cielo azul y el mar más allá de los campos… Ellos debían tener un solo pensamiento, descender corriendo a la playa para nadar.
—Nada de disculpas ahora —dijo ella saliendo de la cama—. Salid inmediatamente y haced lo que os digo. —Se volvió hacia mí—. Supongo que hay aquí una iglesia en las cercanías y tú puedes por lo menos llevarnos en coche.
—Tienes dos iglesias para elegir, Fowey o Tywardreath. Ahí será adonde os llevaré. —Al decir la palabra, sonreí, porque el nombre tenía un significado especial, pero únicamente para mí solo; continué diciendo inocentemente—: De hecho, es muy interesante históricamente; en otro tiempo hubo una abadía en el sitio en donde se encuentra ahora el cementerio de la iglesia.
—¿Has oído eso, Teddy? —exclamó Vita—. Había una abadía en donde se encuentra ahora la iglesia. Siempre has dicho que te interesa la Historia. Apresuraos.
Rara vez he visto un par de personas con una expresión tan triste en los ojos. Los hombros inclinados y un rictus de tristeza en sus rostros.
—Os llevaré a nadar más tarde —les grité cuando salían de la alcoba.
Caía muy bien para mis planes el llevarles a Tywardreath. El servicio religioso duraría por lo menos una hora; podría dejarles en la iglesia, aparcar el coche cerca de Treesmill y luego caminar por los campos hasta Gratten. No sabía si podría tener otra ocasión para volver a ver ese sitio. La cantera con sus terraplenes cubiertos de hierba tenía una fascinación muy fuerte sobre mí.
Mientras conducía a Vita y a los niños, que mostraban siempre la misma falta de entusiasmo, miré a la derecha hacia Polpey; me pregunté qué habría pasado si los actuales propietarios me hubieran descubierto abriéndome camino en medio de la maleza, o peor aún, qué hubiera ocurrido si Julián Polpey hubiera recibido a Roger y a sus acompañantes en el interior de su casa: Me hubiera yo encontrado a mí mismo tratando de entrar violentamente en la nueva granja que ocupaba el sitio del antiguo Polpey. Este pensamiento me hizo gracia y comencé a reír en voz alta.
—¿Cuál es el chiste? —preguntó Vita.
—Solamente la vida que llevo —contesté—: conduciros ahora a la iglesia y haberme dado ayer esa caminata por la mañana. ¿Ves el pantano allá abajo? Fue allí en donde me empapé.
No me sorprende —dijo—; qué sitio tan raro para hacer una caminata. ¿Qué esperabas encontrar?
—¿Encontrar? Bueno, no lo sé, tal vez una doncella en dificultades. Nunca sabe uno la suerte que le espera.
Tomé la ruta hacia Tywardreath, con un sentimiento de alegría; el solo hecho de que ella no supiera nada de la verdad, me llenaba de un sentimiento ridículo de exaltación, como el que yo tenía de niño al engañar a mi madre. Era un sentimiento básico, instintivo en todos los hombres. Mis hijastros lo poseían también; esa era la razón por la que yo los apoyaba cuando ellos cometían pequeñas faltas contra Vita: por ejemplo, comer golosinas entre las comidas o hablar después de apagar las luces.
Los dejé a la puerta de la iglesia, sin que los niños hubieran dejado todavía la expresión de tristeza en sus rostros.
—¿Qué vas a hacer mientras estemos dentro? —preguntó Vita—. Me pasearé un poco.
Ella se encogió de hombros y entró en el cementerio de la iglesia. Conocía lo que ese gesto significaba: que mi comportamiento en ese momento no estaba acorde con el suyo. Esperaba que el oficio religioso le traería algún consuelo.
Conduje el coche hacia Treesmill, lo aparqué y comencé a caminar por los campos en dirección a Gratten. La mañana estaba espléndida. Los cálidos rayos del sol llenaban el valle. Una alondra cantaba sobre mi cabeza y descargaba su corazón en el canto. Ojalá hubiera llevado conmigo algunas provisiones y pudiera quedarme todo el día solo, en lugar de tener únicamente una hora para mí.
No penetré en la cantera llena de higueras y de viejos trastos, sino que me eché en un pequeño montículo cubierto de hierba, preguntándome qué aspecto tendría el lugar durante la noche tachonada de estrellas, o más bien qué aspecto tenía realmente cuando el agua cubría el valle interior. La escena de Lorenzo, acompañado de Jessica, vino a mi mente:
En una noche así
Troilus saltó los muros de Troya
y dejó caer su alma en un suspiro
pensando en las tiendas de Grecia,
en las que Cressida descansaba…
En una noche así
lloraba Dido con una rama de sauce en sus manos
sobre las salvajes playas, e invitaba a su amor
a regresar a Cartago.
En una noche así
Medea preparaba las hierbas mágicas
que volverían joven al viejo Eson…
Hierbas encantadas era el término exacto. El hecho es que mientras Vita y los niños se preparaban para ir a la iglesia, yo había bajado al laboratorio y había vertido cuatro dosis en el pequeño frasco. Lo tenía en el bolsillo. Sólo Dios sabe cuándo tendría otra ocasión parecida…
Todo sucedió muy rápidamente. Pero no era de noche sino de día.
Un día de verano en las últimas horas de la tarde, a juzgar por el color del cielo en el Oeste, que yo podía ver a través de las ventanas del vestíbulo. Yo estaba inclinado sobre un banco en uno de los extremos del vestíbulo. Podía ver la puerta de entrada del patio que estaba rodeado de muros. Lo reconocí en seguida; era la casa principal del feudo. Dos niñas estaban jugando en el patio; tenían más o menos ocho y diez años; era difícil adivinarlo a causa de los vestidos que les llegaban hasta los tobillos; sin embargo, el cabello largo y dorado que les caía sobre las espaldas y sus pequeños rostros casi idénticos, indicaban que eran una fiel imagen en miniatura de su madre. Nadie más que Isolda podía tener tales hijas; recordé que Roger había dicho a su compañero Julián Polpey en la recepción del obispo que ella tenía dos hijastros y sólo dos hijas suyas propias. Ahora estas estaban jugando una especie de juego infantil en un espacio dividido en cuadros, sobre el cual arrojaban pequeñas piezas de madera; a cada momento discutían entre ellas para saber a quién le tocaba el turno; la más joven tomó una de las piezas y la escondió en su falda, lo cual produjo gritos y bofetadas y tirones del cabello. Roger apareció de repente, en el patio, saliendo del vestíbulo en donde había estado observándolas; se interpuso entre ellas y las tomó de la mano.
—¿Sabéis lo que pasa a las mujeres que discuten? Sus lenguas se vuelven negras, se enroscan hacia dentro y las ahogan. Eso le pasó una vez a mi hermana, y hubiera muerto si yo no hubiera llegado a tiempo para desenroscársela. Abrid las bocas.
Las niñas, asustadas, abrieron sus bocas y sacaron la lengua. Roger las tocó con un dedo y las movió un poco.
—Rogad a Dios que esto surta efecto; puede ser que no lo tenga, a menos que os calméis. Y ahora cerrad la boca y abridla solamente para la próxima comida y para dejar escapar palabras amables. Joanna, tú eres la mayor, tú deberías enseñar a Margaret mejores modales que el de esconder a un hombre en su falda.
Tomó la figura de madera de la falda de la niña y la colocó en el suelo.
—Vamos, seguid jugando, yo vigilaré para que el juego sea limpio.
Se puso de pie con las piernas separadas y les hizo mover las piezas alrededor suyo; ellas lo hicieron al principio con alguna aprensión, luego con más confianza y bien pronto estallaron en risas cuando Roger se balanceó hacia un lado y cayó derribando las piezas, de suerte que tuvieron que volver a colocarlas de nuevo. En ese momento, una mujer, supongo que sería la nodriza, las llamó desde una puerta más allá del vestíbulo; las niñas recogieron las piezas y se las dieron a Roger, quien las recibió y prometió jugar de nuevo al día siguiente; Roger hizo un guiño a la nodriza y le advirtió que debería examinar las lenguas de las niñas más tarde y darle cuenta a él si había síntomas de que se estuvieran volviendo negras.
Colocó las piezas de madera cerca de la entrada y penetró en el vestíbulo mientras las niñas desaparecían en la otra parte con la nodriza; me pareció la primera vez que Roger mostraba sentimientos humanos. Su papel de mayordomo calculador, frío, posiblemente corrompido, habría sido dejado de lado momentáneamente y con ello toda la ironía y la crueldad que yo había siempre supuesto en él, hasta este momento.
Se quedó de pie en el vestíbulo escuchando. No había nadie más que nosotros dos; mirando alrededor mío, tuve la sensación de que el sitio había cambiado en cierta manera desde el día del mes de mayo en que Henry Champernoune había muerto; no tenía la apariencia de un sitio permanentemente ocupado, sino más bien de una casa a la cual vienen los propietarios de vez en cuando. No se oía ladrar a los perros, no había ninguna señal de sirvientes, excepto la nodriza de las niñas; se me ocurrió súbitamente que la señora de la casa Joanna Champernoune debía estar ausente también con sus hijos y su hija, tal vez en aquella otra casa feudal de Trelawn que el mayordomo había mencionado a Lampetho y Trefrengy en la cocina de Kilmarth la noche de la rebelión fallida. Roger debía ser ahora el responsable y los niños de Isolda con su nodriza debían de estar allí para descansar a mitad del camino entre una casa y otra. Roger se dirigió a la ventana, a través de la cual entraba la luz del sol poniente; miró afuera. Casi inmediatamente se aplastó contra el muro como si alguien desde fuera pudiera verlo y él prefiriera permanecer oculto. Intrigado, me aventuré a la ventana e inmediatamente adiviné la razón de sus movimientos. Había un banco bajo la ventana con dos personas en él, Isolda y Otto Bodrugan; a causa de la disposición del muro, que sobresalía un poco para proteger el banco, todo el que se sentara allí estaba al abrigo de miradas indiscretas, excepto si, como el mayordomo, alguien lo espiara desde la ventana superior.
El terreno descendía un poco hasta un muro detrás del cual se extendían los campos cortados por el río; en este se veía anclado el navío de Bodrugan. Yo podía ver el mástil, pero no la cubierta. La marea estaba baja, el canal estrecho, y a ambos lados del curso de agua aparecían bancos de arena cubiertos de toda clase de pájaros salvajes que metían el pico en los charcos dejados por la marea. Bodrugan conservaba las manos de Isolda las suyas y contemplaba sus dedos; en una especie de juego amoroso los mordía, uno después del otro, o más bien simulaba que lo hacía e inventaba muecas, como si tuvieran un sabor amargo.
Me quedé de pie junto a la ventana mirándoles; me sentí confuso, no por hacer el papel de espía como el mayordomo, sino porque sentía de alguna manera que las relaciones entre estas dos personas, tan apasionadas en otro momento, ahora eran inocentes, sin engaño y absolutamente puras; era la clase de relaciones que yo nunca podría tener.
Súbitamente, él dejó caer las dos manos de Isolda, que volvieron a su regazo.
—Dejadme permanecer otra noche sin volver a bordo —dijo él—; en cualquier circunstancia, la marea puede jugarme una mala pasada, de suerte que tal vez encalle si me hago a la vela.
—Eso no ocurrirá si escogéis el momento apropiado contestó ella —cuanto más tiempo permanezcáis aquí, más peligroso es para ambos. Sé muy bien cómo corren los chismes. Venir es ya una locura, pues vuestro navío es muy conocido.
Eso no tiene importancia —dijo él—; vengo con frecuencia a la bahía y a este río, sea para hacer negocios o para distraerme, pescando entre este punto y Chapel Point; fue pura casualidad lo que os trajo a vos también aquí.
—No, no fue casualidad, lo sabéis muy bien. El mayordomo os llevó mi nota diciéndoos que yo estaría aquí.
—Roger es un mensajero de confianza. Mi esposa y los niños están en Trelawn, así como mi hermana Joanna. Valía la pena correr el riesgo.
—Valía la pena, sí, una vez, pero no dos noches seguidas. Tampoco tengo confianza en el mayordomo como vos la tenéis; tengo mis razones.
Bodrugan frunció el ceño.
—¿Os referís a la muerte de Henry? Sigo pensando que sois injusta. Henry estaba agonizando, todos lo sabíamos. Si esos brebajes le hicieron dormir más pronto, libre de todo dolor y con el consentimiento de Joanna, ¿por qué acusarle?
—Fue tarea demasiado fácil y hecha a propósito —dijo Isolda Lo siento, Otto, pero no puedo perdonar a Joanna, aunque sea vuestra hermana. En cuanto al mayordomo, sin duda alguna ella le paga bien, lo mismo que al monje, su cómplice.
Miré a Roger. Él no se había movido desde el rincón, sumido en la sombra; podía oírles tanto como yo, y a juzgar por la expresión de sus ojos, las palabras de Isolda le hacían daño.
—En cuanto al monje —añadió Isolda—, se encuentra todavía en la abadía y gana cada día más influencia. El prior es un trozo de cera entre sus manos y la comunidad sigue el parecer del hermano Jean; este entra y sale de la abadía cuando quiere.
—Si él lo hace así, eso no me concierne.
—Podría importaros si Margaret llega un día a tener tanta fe en su ciencia y conocimiento de las hierbas medicinales como la tenía Joanna ¿Sabíais que él ha tratado a vuestra familia últimamente?
—No tenía noticia de ello —respondió Bodrugan—; he estado en Lundy, como sabéis, y Margaret encuentra la isla Bodrugan demasiado expuesta al viento; prefiere Trelawn.
Se levantó del banco y comenzó a pasearse de un lado a otro, enfrente de ella. La escena de amor había terminado, dejando lugar a los problemas domésticos de cada día. Se habían ganado mi simpatía.
—Margaret tiene mucho de una Champernoune, como el pobre Henry —dijo él Un sacerdote o un monje podría persuadirla a hacer penitencia o a consagrarse totalmente a la oración si así lo pretendiera. Me ocuparé de todo eso.
Isolda se levantó también del banco, y de pie enfrente de Bodrugan y con sus manos sobre los hombros de él, le miraba fijamente a los ojos. Hubiera podido tocarles con sólo inclinarme fuera de la ventana.
Parecían pequeños, algunos centímetros más bajos que los adultos de hoy. Sin embargo, él tenía la espalda cuadrada y fuerte, con una cabeza pequeña iluminada por una sonrisa amable; por su parte, ella era apenas más alta que sus dos hijas, y tenía el aspecto delicado de una muñeca de porcelana. Se abrazaron y se besaron. Una vez más tuve esa extraña sensación, una especie de nostalgia que yo experimentaría rara vez en mi propio tiempo, si viera a un par de enamorados desde mi ventana…
Una simpatía intensa y una gran compasión; sí, esa era la palabra, compasión. No podía explicarme ese sentimiento de participación en todo lo que hacían; volviendo atrás desde mi tiempo hasta el suyo, los sentía vulnerables y condenados más ciertamente a morir que yo mismo, sabiendo de hecho que ambos se habían convertido en polvo hacía seiscientos años.
—Os preocupáis por Joanna también —dijo Isolda—; ella está tan lejos del matrimonio con sir John, como lo estaba hace dos años, y en consecuencia pudiera cometer algún desmán. Podría emplear los mismos medios que utilizó con su marido, ahora con la esposa de sir John.
—Ella no se atrevería, como tampoco John —respondió Bodrugan.
—Ella se atreve a todo, si le conviene. Tened cuidado vos mismo, si sois un obstáculo en su camino. Tiene un solo pensamiento en la cabeza: ver a John custodio de Restormel y comisario de Cornwall, y verse a sí misma como su esposa, dominando en todos los territorios confiados por la corona.
—Si todo resulta así, yo no podría impedirlo —dijo Bodrugan.
—Como hermano, podríais tratar de impedirlo y por lo menos hacer que ese monje no siga pisándole los talones con sus pociones envenenadas.
—Joanna siempre tuvo la cabeza dura. Siempre ha hecho lo que ha querido. No puedo estar a toda hora de guardia. De todos modos, puedo decir una palabra a Roger.
—¿Al mayordomo? Él está tan unido al monje como ella —dijo Isolda en tono burlón—. Os prevengo de nuevo. No os fieis de él, Otto, ni en lo que respecta a ella, ni en lo que respecta a nosotros. Él guarda en secreto nuestras entrevistas porque le conviene.
Una vez, miré el rostro de Roger y vi cómo se ensombrecía. Deseé que alguien lo llamara desde la habitación interior para que no siguiera escuchando. Estas palabras con las que ella manifestaba tan abiertamente la poca estima que le tenía, podrían granjearle la enemistad del mayordomo.
—Él apoyó mis proyectos en octubre pasado, y lo hará de nuevo —dijo Bodrugan.
—Os apoyó entonces porque calculó que tendría mucho que ganar con eso —replicó Isolda—. Ahora que podéis hacer poco por él, ¿por qué va a arriesgarse a perder su posición? Una palabra a Joanna, de allí a John y de allí a Oliver, y estamos perdidos.
—Oliver está en Londres.
—En Londres, hoy tal vez, pero la malignidad viaja con el viento que sopla. Mañana las palabras volarían a Bere o Bockenod; al día siguiente a Tregest o Carminowe. A Oliver no le importa nada morir o vivir, con tal de tener mujeres en el sitio donde se encuentre; pero su orgullo nunca perdonaría a una esposa infiel. Yo lo sé muy bien.
Una nube cayó sobre ellos, así como en el cielo sobre las colinas más allá del valle. Todo el brillo del día de verano se había ido. La inocencia había desaparecido y con ella la serenidad de su mundo, la serenidad de mi mundo también. Separados por siglos, yo compartía en cierta manera su culpabilidad.
—¿Qué hora es? —preguntó ella.
—Cerca de las seis, según la posición del sol —contestó Bodrugan—. ¿Por qué?
—Las niñas deben encontrarse ahora con Alice, y pueden volver en cualquier momento para buscarme; no deben veros aquí conmigo.
—Roger está con ellas. Él se encargará de que nos dejen solos.
—Sin embargo, debo darles las buenas noches: si no, ellas no montarán nunca en sus caballos.
Ella comenzó a alejarse por el césped; entretanto el mayordomo desapareció del rincón oscuro y atravesó el vestíbulo. Le seguí intrigado. Ellos no podían estar alojados en esta casa, sino tal vez en Bockenod, pero el Boconnoc que yo conocía estaba demasiado lejos para una cabalgata de niños, de suerte que ellos difícilmente llegarían allí antes del ocaso.
Atravesamos el pasadizo hacia el patio posterior y pasando el portal nos dirigimos a los establos. Robbie, el hermano de Roger, se encontraba allí ensillando las cabalgaduras y ayudando a las niñas a montar; estas reían y gastaban bromas a la nodriza, quien, encaramada en su caballo, difícilmente lo mantenía quieto.
—Estará más tranquilo si dos de vosotros montáis en él —dijo Roger—. Robbie se sentará con vos y os dará calor. Delante o detrás de vos, como lo prefiráis. A ti te da lo mismo, ¿no es verdad, Robbie?
La nodriza, una muchacha de campo, de mejillas sonrosadas, prorrumpió en exclamaciones de alegría, pero al mismo tiempo afirmaba que podía muy bien cabalgar sola; todo esto dio lugar a nuevas bromas que terminaron a una señal de Roger, en el momento en que Isolda entraba en el patio del establo. El mayordomo se dirigió a ella y se inclinó con gran deferencia.
—Las niñas estarán seguras en compañía de Robbie, pero yo puedo escoltarlas, si vos lo preferís así.
—Lo prefiero —dijo ella secamente—. Gracias.
Roger se inclinó y ella atravesó el patio hasta llegar a las niñas; estas se encontraban ya sobre las cabalgaduras que dominaban con gran facilidad.
—Permaneceré aquí todavía un rato —les dijo besándolas—. Os seguiré más tarde; no fustiguéis demasiado a los caballos al llegar al camino real, y obedeced a Alice.
—Obedeceremos a lo que él diga —dijo la más pequeña, señalando con su pequeño látigo a Roger—; de lo contrario, él pellizcará nuestras lenguas para ver si se vuelven negras.
—No lo dudo —respondió Isolda—, empleará eso o cualquier otro método para imponer silencio.
El mayordomo sonrió confuso, aunque ella no le miró; Roger avanzó llevando las riendas de los caballos de las niñas en cada mano y condujo a las cabalgaduras hacia la salida principal, haciendo un gesto con la cabeza a Robbie para que hiciera lo mismo con el caballo de la nodriza. Isolda nos acompañó hasta la entrada; en ese momento, me encontré dividido interiormente entre una fuerza que me arrastraba a seguir el grupo dirigido por Roger y un deseo de quedarme y de mirar a Isolda; esta decía adiós a las niñas, completamente ignorante de mi presencia a su lado.
Sabía que no debía tocarla. Sabía que si lo hacía, no tendría más efecto sobre ella que un soplo de aire, o menos aún, porque yo nunca había existido en su mundo, ni podía haber existido; ella era alguien real y yo nada más que un fantasma sin forma. Si me diera a mí mismo el placer inútil de acariciar su mejilla, no habría ningún contacto, y ella desaparecería instantáneamente en tanto que yo quedaría con la agonía del vértigo, de la náusea y del remordimiento. Felizmente no tuve que escoger. Ella movió su mano una vez más en señal de despedida, mirando directamente a mis ojos y a través de ellos; luego se volvió y atravesó el patio, de vuelta hacia la casa.
Seguí al grupo que cabalgaba sobre los campos. Isolda y Bodrugan quedarían solos por unas pocas horas, probablemente se harían el amor. Esperaba con una especie de simpatía trágica que así lo hicieran, porque tenía el sentimiento de que el tiempo se les escapaba a ellos, como también a mí.
El sendero bajaba a la ensenada donde la corriente del molino, atravesando el valle, se confundía con el agua del mar. Ahora, en marea baja, la ensenada era vadeable; cuando las niñas llegaron allí, Roger soltó las riendas, y golpeando las ancas de los caballos las envió al galope a través de la llanura; las niñas gritaron de placer; hizo lo mismo con el tercer caballo que llevaba a Robbie y a la nodriza; esta lanzó un grito que debió oírse a uno y otro lado del valle. El herrero cuya fragua se encontraba al otro lado de la corriente salió de su taller sonriendo y tomando un fuelle que se encontraba a su lado, lo dirigió hacia la nodriza de suerte que hizo volar su falda, salpicada ya con el agua de la ensenada. Yo pude ver el brillo del fuego y el yunque en el interior del taller, lo mismo que un par de caballos que esperaban fuera a que les pusieran las herraduras.
—Toma la barra encendida del fuego, para calentar a la chica —gritó Roger.
El herrero hizo como si tomara una barra de hierro que arrojaba chispas en todas direcciones; entretanto Robbie, doblado en dos a causa de la risa y medio ahogado por los brazos de la nodriza aterrorizada, espoleó al caballo para hacerle correr más aprisa. El espectáculo hizo salir también al molinero y su ayudante. Vi que eran monjes. En el patio contiguo a la herrería estaba un carro en el que otros dos monjes depositaban las gavillas de trigo; hicieron una pausa en su trabajo y rieron como el herrero; uno de ellos colocó sus dos manos en la boca e imitó al búho, mientras su compañero levantaba sus brazos rápidamente sobre su cabeza como si fueran alas.
—Escoge una de estas dos cosas, Alice —gritó Roger—: fuego y viento de Rob Rosgof y su forja o ser atada por los hermanos por tu manto a las palas del molino.
—Las palas del molino, las palas del molino —gritaban las niñas desde el otro lado de la pequeña ensenada, pensando con gran excitación que Alice iba a ser ahogada.
Luego, súbitamente, tan súbitamente como había comenzado, terminó el juego. Roger atravesó la corriente con el agua que le llegaba a medio muslo y tomando de nuevo las riendas de los caballos los condujo por el sendero que torcía a la derecha, colina arriba; Robbie y la nodriza le seguían de cerca. Me preparaba a seguirles cuando uno de los monjes que trabajaba en el patio del molino lanzó otro grito; al menos pensé que era el monje, me volví para ver de qué se trataba y en lugar de ello vi a un coche conducido por un chófer airado que acababa de detenerse justamente detrás de mí.
—¿Por qué no se compra usted una trompetilla para sordos? —gritó al pasar, haciendo un quite a mi lado y casi arrojándome a la cuneta.
Me quedé confuso, mirando al coche que desaparecía con tres personas en el asiento trasero, vestidas con trajes domingueros y mirándome con sorpresa a través de la ventanilla posterior.
El tiempo había jugado conmigo demasiado aprisa. La corriente del molino y la forja habían desaparecido; me encontraba en medio de la carretera de Treesmill en el fondo del valle.
Me incline sobre el puente pequeño que atravesaba el pantano. Había estado a punto de aterrizar en la zanja, en compañía de los pasajeros del coche. No podía pedir disculpas, pues el vehículo había ya desaparecido en la colina opuesta. Me senté, esperando una reacción fisiológica, pero nada acaeció. Mi corazón latía más rápidamente que de costumbre, pero era natural a causa del susto. Tuve suerte de escapar. La culpa no había sido del conductor, sino totalmente mía.
Comencé a subir la colina hacia la curva en donde había aparcado mi coche; me senté al volante y durante un corto tiempo temí que viniera la confusión a mi mente. No debía volver a la iglesia antes de que mi cabeza estuviera en orden. La imagen de Roger acompañando a las niñas en sus caballos por el sendero de la colina y por el valle estaba nítida en mi mente; pero ya sabía lo que era, parte de aquel otro mundo de nuevo desaparecido. La casa sobre los bancos de arena era ahora la cantera de Gratten cubierta de hierba, hiedra y trastos viejos. Bodrugan e Isolda ya no se harían más el amor. La realidad presente me rodeaba una vez más.
Miré el reloj y no lo pude creer. Las manecillas indicaban la una y media. El oficio religioso en St. Andrews debía haber terminado hacía una hora y media, o tal vez más.
Puse en marcha el coche, lleno de remordimiento. La droga me había jugado una mala pasada, confundiendo el tiempo de una manera que no podía comprender. No podía haber permanecido más de media hora en la casa; otros diez minutos siguiendo a Roger y a las niñas en la ensenada. Todo el episodio había pasado rápidamente, y yo no había hecho más que escuchar desde la ventana, mirar a los niños subir a las cabalgaduras y partir. Al subir la colina, estaba más preocupado con la acción de la droga que con la perspectiva de encontrarme con Vita y tener que inventar otra mentira: por ejemplo, que había estado paseándome y que había perdido el camino. «¿Por qué esta distorsión del tiempo?», me pregunté. Recordé entonces que cuando había vuelto al pasado anteriormente, nunca había mirado mi reloj, de suerte que no tenía manera de conocer el ritmo del paso del tiempo.
Su sol no era mi sol, ni su cielo el mío. ¿No había manera de medir la duración de los efectos de la droga? Como siempre cuando algo iba mal, eché la culpa a Magnus. Debiera haberme prevenido. Me dirigí a la iglesia, pero, por supuesto, nadie estaba allí. Vita debía haber esperado con los niños echando humo de ira; en seguida debió pedirle a alguien que los condujera a casa, o debió encontrar algún taxi.
Me dirigí a Kilmarth, tratando de inventar una mejor excusa que la de haber perdido mi camino y la de haberse detenido mi reloj. «Gasolina. ¿Podía haberse terminado la gasolina? Un pinchazo, ¿qué tal un pinchazo? ¡Oh, maldita sea…!», pensé.
Me dirigí por la carretera de entrada y me detuve ante la puerta de la casa. Atravesé el jardín a pie y subí al vestíbulo. La puerta del comedor estaba cerrada. La señora Collins, con una expresión de ansiedad en su rostro, salió de la cocina.
—Creo que ya han terminado de comer —me dijo—, pero le he guardado algo caliente. ¿Tuvo alguna avería?
—Sí —le dije con agradecimiento.
Abrí la puerta del comedor. Los niños se levantaban de la mesa en ese momento, mientras que Vita tomaba el café.
—Maldito coche… —comencé.
Los niños se volvieron sin saber si debían reír o salir corriendo. Teddy mostró un tacto insospechado; hizo una señal a Micky; salieron ambos de la habitación, llevando los platos sucios.
—Querida, lo siento muchísimo. No hubiera querido que ocurriera esto por nada del mundo. No tienes idea…
—Tengo una idea muy buena —dijo ella—; temo que te hemos estropeado tu domingo.
No comprendí su ironía. Dudé un momento sin saber si debía continuar o no con mi brillante historia de una avería en la carretera.
—El coadjutor de la parroquia fue extremadamente amable con nosotros —continuó ella—; su hijo nos condujo a casa en su coche; cuando llegamos, la señora Collins me entregó esto. —Me indicó un telegrama sobre la mesa—. Llegó justamente después de salir para la iglesia. Pensando que era importante lo abrí. Es de tu profesor, naturalmente.
Me entregó el telegrama puesto desde Cambridge.
«Buen viaje en este fin de semana. Espero que tu chica se deje ver. Pensaré en vosotros. Saludos. MAGNUS».
Lo leí dos veces. Luego miré a Vita, pero ella ya se dirigía hacia la biblioteca lanzando nubes de humo de su cigarrillo al tiempo que la señora Collins entraba con un enorme bistec.