Capítulo X

IMPOSIBLE pasar de largo y entrar por la puerta posterior. El cartero, sonriendo, detuvo la camioneta y abrió la puerta para dejarme salir; los niños ya me habían visto y agitaban sus manos en señal de bienvenida.

—Gracias por haberme traído.

Luego musité para mí mismo: «No habría echado de menos esta calurosa recepción».

Tomé la carta que el cartero me tendía y avancé para hacer frente a mi destino.

—Hola, Dick —gritaban los niños descendiendo a prisa las escaleras Nosotros tocábamos y tocábamos, pero no podíamos hacernos oír. Mamá está furiosa contigo.

—Y yo estoy furioso con ella. No os esperaba.

—Es una sorpresa —dijo Teddy—. Mamá pensó que así sería más gracioso. Micky vino en la parte trasera del coche durmiendo; yo no, yo leía el mapa y daba las instrucciones.

El ruido del claxon había cesado. Vita salió del Buick, impecable como siempre, llevando el traje perfecto para Piping Rock, en Nueva York. Tenía un nuevo peinado, más rizado; estaba bien, pero su cara parecía demasiado llena. «El ataque es la mejor defensa —pensé—. Acabemos de una vez».

—Bueno, en nombre de Dios, podías habérmelo advertido. —Los niños no me dejaban en paz, échales a ellos la culpa.

Nos besamos y luego nos separamos para examinarnos con los ojos. —¿Cuánto tiempo habéis estado aquí esperando?— pregunté.

—Más o menos media hora. Lo hemos intentado por todas partes,

pero no hemos podido entrar. Los niños trataron de hacerse oír arrojando piedrecitas a las ventanas. ¿Qué te ha pasado? Estás calado hasta los huesos.

—Me levanté muy temprano y fui a dar una caminata.

—¿Cómo, con esta lluvia? Debes estar loco. Mira, tus pantalones están destrozados y hay una gran rasgadura en tu americana.

Me cogió el brazo; entretanto, los niños acudieron y me miraban con la boca abierta. Vita comenzó a reír.

—¿Adónde diablos has ido para ponerte en este estado? —dijo. Traté de ganar tiempo para recuperar mi aplomo.

—Mira —dije—, lo mejor que podemos hacer es bajar el equipaje. No lo podemos hacer aquí, pues la puerta principal está cerrada con llave. Sube al coche y ve a la entrada posterior.

Yo marché delante con los niños indicando el camino. Cuando llegamos a la entrada posterior, recordé que también estaba cerrada con llave desde el interior; yo había salido por la puerta lateral que daba al patio.

—Esperad aquí —dije—. Yo abriré la puerta.

Me dirigí a la puerta lateral; la puerta de la antigua cocina estaba entreabierta; debía de haber pasado por allí cuando seguí a Roger y al resto de los conspiradores. Traté de mantener la sangre fría; si la confusión ganaba mi mente, sería fatal.

—¡Qué sitio tan extraño! ¿Para qué sirve? —preguntó Micky. Para tomar baños de sol. Cuando hay sol.

—Si yo fuera el profesor Lane, lo convertiría en una piscina —dijo Teddy.

Entraron conmigo en la casa hasta la puerta posterior. La abrí y encontré a Vita esperando afuera con impaciencia.

No te quedes en la lluvia —dije—; los chicos y yo sacaremos las maletas.

—Muéstranos un poco la casa, antes que nada —dijo ella—. Las maletas pueden esperar. Deseo verlo todo. No me digas que eso es la cocina.

—Por supuesto que no. Es la cocina de la antigua mansión. Ahora no utilizamos nada de todo esto.

En realidad, yo nunca había pensado mostrarles la casa comenzando por aquí. Si hubieran llegado el lunes, les hubiera estado esperando en la entrada principal; las cortinas hubieran estado abiertas, todo hubiera estado listo; ahora los chicos, excitados, subían las escaleras corriendo.

—¿Dónde está nuestra habitación? —gritaban—. ¿Dónde vamos a dormir?

«Dios mío —pensé—, dame paciencia».

Me volví hacia Vita, que me miraba con una sonrisa.

—Lo siento, querida. Pero sinceramente…

—Sinceramente… ¿qué? Estoy tan excitada como ellos. ¿De qué te preocupas?

¡De qué me preocupaba! Me imaginé, con una incongruencia total, la manera como Roger Kylmerth en su papel de mayordomo hubiera mostrado una mansión feudal a Isolda Carminowe.

—De nada, ven.

La primera cosa que vio Vita, cuando llegamos a la nueva cocina, fueron los restos de comida sobre la mesa; restos de huevos fritos y de salchichas, y las luces todavía encendidas.

—¡Por Dios! —exclamó—. Te preparaste un desayuno caliente antes de tu caminata. Eso es algo nuevo.

Tenía hambre. No te preocupes por el desorden. La señora Collins lo arreglará todo; ven a la parte anterior de la casa.

Atravesamos la sala de música, corriendo las cortinas y abriendo los postigos; después del hall, llegamos al comedor y a la biblioteca; una espesa cortina de agua impedía contemplar la hermosa panorámica sobre la bahía que desde allí se divisaba, precisamente lo mejor de la casa, y que con tanta ilusión había esperado mostrarle el lunes.

—Todo parece diferente cuando hace buen tiempo.

—Es precioso —dijo Vita—. No pensaba que tu profesor tuviera tan buen gusto. Quedaría mejor, sin embargo, con aquel diván contra el muro, y algunos cojines cerca de la ventana; pero eso lo arreglaremos fácilmente.

—Bueno, esto es la planta baja. Subamos.

Me sentía como un agente de la propiedad inmobiliaria que tratara de soslayar una dificultad; mientras tanto, los niños subían corriendo las escaleras llamándose a gritos. Todo había cambiado ahora. El silencio y la paz habían desaparecido; de ahora en adelante únicamente tendría esto, a cambio de algo que yo había compartido en secreto, no sólo con Magnus y sus inmediatos antepasados, sino también con Roger Kylmerth, seiscientos años antes.

Una vez terminada la inspección del lugar, comenzamos el pesado trabajo de sacar el equipaje; hacia las ocho y media terminamos; la señora Collins llegó en su bicicleta para hacerse cargo de la situación y saludó a Vita y a los niños con simpatía sincera. Todos fueron a la cocina. Subí las escaleras, entré en el baño y deseé ahogarme en él.

Debió de ser media hora más tarde cuando Vita entró en la alcoba.

—Gracias a Dios la tenemos a ella —dijo—. No tendré nada en absoluto que hacer. Es eficientísima y debe tener por lo menos sesenta años. Ahora puedo además estar tranquila,

—¿Qué quieres decir? —grité desde el baño.

—Me imaginé a la señora Collins como alguien joven y elegante cuando tú trataste de disuadirme de que no viniera —dijo ella; entró en el baño en el momento en que me secaba—. No tengo confianza en tu profesor, pero a este respecto, estoy muy satisfecha. Ahora que estás completamente limpio, puedes besarme de nuevo y prepararme un baño. He estado conduciendo durante siete horas y estoy muerta de cansancio.

Sí, ella estaba muerta, pero en otro sentido muy determinado, para mí. Yo estaba muerto para su mundo. Podía desplazarme en él mecánicamente, escuchar distraídamente lo que ella decía mientras se desvestía y disponía sus lociones y cremas sobre el tocador, hablando sin interrupción sobre el viaje, su estancia en Londres, lo que hizo en Nueva York, los negocios de su hermano y otra docena de cosas que orinaban su vida, nuestra vida; pero nada de eso me importaba. Era como oír una música lejana por la radio. Quería volver a entrar en In noche y en la oscuridad cuando el viento soplaba en el valle, escuchar el ruido del mar que se quebraba sobre la costa cerca de la granja Polpey; quería ver de nuevo la expresión en los ojos de Isolda, cuando miraba a Bodrugan desde su pequeña carroza.

—… y si ellos forman una sociedad, no será antes del otoño, de suerte que eso no perjudicará tu trabajo —añadía Vita.

—No.

La respuesta fue automática; súbitamente ella dio media vuelta con su rostro convertido en una máscara de crema bajo el turbante que llevaba siempre en el baño, y dijo:

—No has puesto atención ni a una palabra de lo que he dicho. El cambio en el tono de la voz me hizo ponerme alerta. —Sí, claro que he puesto atención.

—¿A qué, cuándo? ¿De qué he estado hablando? —me preguntó desafiante.

Yo estaba arreglando mis cosas en el guardarropa de forma que tuve tiempo para reflexionar.

—Decías algo acerca del negocio de Joe; una especie de sociedad; excúsame, querida, vuelvo en un minuto.

Ella cogió la percha que yo tenía en la mano con mi mejor traje y lo arrojó al suelo.

—No quiero que salgas ahora —dijo.

Levantó la voz con esa entonación que yo temía tanto.

—Quiero que permanezcas aquí ahora, prestándome toda tu atención, en lugar de permanecer ahí como una estatua. ¿Qué diablos te ocurre? Parece que estuviera hablando a alguien que viviera en otro mundo.

—Querida —le dije sentándome en la cama, tirando de ella—, no comencemos mal el día. Tú estás cansada y yo también; si comenzamos a pelearnos, nos agotaremos y lo estropearemos todo para los niños. Si parezco distraído, debes achacarlo al exceso de trabajo. Hice esa caminata bajo la lluvia porque no podía dormir, pero en lugar de recuperarme, parece que más bien me ha acabado de agotar.

—Entre el millón de cosas que hubieras podido hacer… hubieras podido más bien… bueno de todos modos: ¿por qué no podías dormir?

—Olvídalo, por Dios, olvídalo, olvídalo.

Me levanté de la cama. Cogí un montón de ropa y lo llevé a la otra habitación. Cerré la puerta con el pie. Ella no me siguió. Oí que cerraba los grifos y que se sumergía en el agua, haciendo caer una parte de esta fuera de la bañera.

La mañana transcurría, y Vita no aparecía por ninguna parte. Abrí la puerta de la alcoba suavemente hacia la una de la tarde y vi que estaba dormida sobre la cama. Cerré de nuevo la puerta y bajé con los niños. Ellos hablaban incansablemente y se contentaban con un «sí» o «tal vez» cuando me preguntaban una y otra vez por Vita. La lluvia continuaba, de suerte que era imposible salir a jugar al cricket o a bañarnos en el mar; así, pues, los conduje a Fowey y les dejé comprar helados, revistas del Oeste y rompecabezas.

La lluvia terminó hacia las cuatro, permitiendo ver un cielo opaco en el que brillaba un sol tibio, sin fuerzas; era suficiente buen tiempo para que los niños se precipitaran hacia el muelle de Town, y me pidieron dar un paseo por el mar. Acepté cualquier cosa para darles gusto y para retrasar el momento del regreso; alquilé un pequeño bote, dotado de un fuera borda, zigzagueamos por todo el puerto; los niños agarraban las plantas acuáticas; al final todos estábamos calados hasta los huesos.

Llegamos a casa hacia las seis de la tarde; los niños acudieron corriendo a la abundante merienda que la prevenida señora Collins les había preparado. Yo me dirigí tambaleándome hacia la biblioteca para prepararme un buen vaso de whisky y me encontré a una Vita revitalizada, sonriente y en pleno dominio de sí misma; el mobiliario estaba completamente transformado y el mal humor de la mañana, gracias a Dios, completamente desaparecido.

—¿Sabes, querido? Me parece que me va a gustar todo esto. En este momento se parece un poco más a nuestro propio apartamento.

Caí desmadejado sobre un sillón, con el vaso de whisky en la mano y miré con los ojos entrecerrados a Vita que iba de una parte a otra de la habitación, trastrocando la colocación de los floreros con hortensias que tan mañosamente había puesto la señora Collins. Mi estrategia sería de ahora en adelante decir «sí» a todo; cuando la situación exigiera el silencio, permanecer mudo, tratando de adivinar lo que en cada momento conviniera. Estaba en mi segundo vaso de whisky y completamente desprevenido, cuando los niños entraron corriendo en la biblioteca.

—¡Eh, Dick! —gritó Teddy—. ¿Qué es esta cosa horrible? Tenía en su mano el frasco con el feto del mono. Salté sobre mis pies.

—¡Dios mío! —grité—. ¿Qué rayos habéis estado haciendo?

Arrebaté el frasco de su mano y me dirigí hacia la puerta. Únicamente en ese momento recordé que al salir del laboratorio esa madrugada después de haber tomado la segunda dosis, no había guardado la llave en el bolsillo, sino que la había dejado en la cerradura.

—No estábamos haciendo nada —dijo Teddy, ofendido—; solamente estábamos echando una ojeada a las habitaciones vacías que se encuentran abajo.

Se volvió hacia Vita:

Hay una pequeña cámara oscura llena de botellas, algo así como el laboratorio apestoso de nuestro colegio. Ven y mira. Mamá, hay algo en un frasco que parece una gallina muerta.

Salí volando de la biblioteca; bajé las escaleras y atravesé el vestíbulo que conducía al sótano. La puerta del laboratorio estaba abierta de par en par y las luces encendidas. Eché una ojeada rápida. No habían tocado nada, excepto el frasco con el mono. Apagué las luces, me dirigí al pasadizo y cerré la puerta con llave. En ese momento los inflo% llegaban corriendo por la antigua cocina con Vita que les pisaba los talones. Ella parecía preocupada.

—¿Qué han hecho? ¿Han estropeado algo? —indagó.

—No, por suerte —dije—. Fue culpa mía por dejar la puerta sin cerrar.

Ella miraba sobre mis hombros el pasadizo.

—De todos modos, ¿qué hay allí? —preguntó—. Esa cosa que non mostró Teddy —siguió— parecía espeluznante.

—Yo me atrevería a decir —respondí— que lo que ocurre es que esta casa pertenece a un profesor de biofísica, y que él utiliza esa pequeña cámara como laboratorio. Si agarro a alguno de los niños cerca de esta habitación de nuevo, habrá un asesinato en esta casa.

Se retiraron hablando entre sí en voz baja. Vita se dirigió a mí:

—Debo decir que me parece más bien curioso que el profesor conserve una habitación como esa con toda clase de objetos científicos en ella y que no se asegure de que está convenientemente cerrada.

—No comiences ahora —dije—. Soy responsable delante de Magnus y te aseguro que no volverá a suceder. Pero si tú hubieras venido la semana próxima en lugar de aparecer esta mañana a una hora imposible, cuando nadie te esperaba, nada de todo esto hubiera sucedido.

Me miró con sorpresa.

—¡Hola, estás temblando! Cualquiera diría que hay dinamita ahí abajo.

—Tal vez la hay —dije—; en todo caso, esperemos que los niños hayan aprendido la lección.

Apagué las luces y subimos las escaleras. Yo estaba temblando y con razón. Toda una pesadilla de desgracias venía a mi mente. Ellos podían haber abierto las botellas con la droga, podían haber vaciado el contenido en el vaso pequeño, podían haber vaciado las botellas en la pila. Nunca debía dejar la llave lejos de mí; la palpaba en mi bolsillo. Tal vez sería mejor sacar una copia de la llave y conservar ambas; sería más seguro. Fui a la sala de música y permanecí allí de pie mirando hacia el vacío e introduciendo el dedo meñique en el asa de la llave.

Vita había subido a la alcoba. Escuché el ¡clic! de un teléfono al descolgarse; el que se encontraba en el hall. Eso quería decir que estaba hablando desde la conexión que teníamos en la alcoba. Fui al baño para lavarme las manos y después me dirigí a la biblioteca. Podía oír a Vita que hablaba por teléfono en la alcoba, encima de mí. No tenía la costumbre de escuchar conversaciones telefónicas ajenas, pero ahora, un instinto furtivo me hizo dirigirme al teléfono que se encontraba en la biblioteca y tomar el auricular.

—… así, pues, no sé exactamente qué es lo que ocurre; nunca le he oído hablar de esa manera tan brusca a los niños. Ellos están muy sorprendidos y molestos. Dick no parece encontrarse muy bien. Tiene grandes ojeras. Dice que ha estado durmiendo muy mal.

—Ya era hora de que te reunieras con él —fue el comentario de la otra persona.

Reconocí la voz. Se trataba de su amiga Diana.

—… un esposo solo, es un esposo perdido —continuaba—. Ya te lo había dicho antes. Yo he tenido experiencia con Bill.

—¡Oh, Bill! —dijo Vita—. Todos sabemos que nadie puede confiar en Bill cuando está lejos de ti. En fin, no sé… esperemos que haga buen tiempo y que podamos salir frecuentemente. Creo que ha alquilado un bote.

—Eso parece muy saludable.

—Sí…, en todo caso espero que «su» profesor no esté tramando algo con Dick. No tengo confianza en ese hombre. Nunca la he tenido y nunca la tendré. Por otra parte, sé que yo no le caigo bien.

—Me imagino por qué razón —dijo riendo Diana.

—No seas tonta. Él puede ser así, pero Dick ciertamente no lo es. Es un hombre muy diferente.

—Quizá esa es la razón de la atracción que siente por su profesor —dijo Diana.

Volví a colocar el auricular con mucho cuidado.

El problema con las mujeres es que tienen una mentalidad tan estrecha, que para ellas todo macho, sea hombre, perro, caballo o pez, sólo tiende al mismo fin, a la realización de la cópula.

A veces me he preguntado si piensan en alguna otra cosa.

Vita y su amiga Diana parlotearon por lo menos quince minutos más; cuando bajó las escaleras, fortificada por los consejos femeninos, no hizo alusión a mi comportamiento en el sótano, sino que moviéndose alegremente de aquí para allá, y llevando puesto un delantal de dibujos estrafalarios (parecía como si tuviera manzanas y serpientes estampados), se puso a prepararnos unos bistés para la cena, con perejil y mantequilla.

—Todos a la cama temprano —dijo cuando los niños, cabizbajos y silenciosos, bostezaban durante la cena.

El viaje de siete horas en el coche y el paseo por el puerto los había agotado. Después de la cena se instaló en el sofá de la biblioteca y se puso a coserme las desgarraduras de mis pantalones. Yo me senté ante el escritorio de Magnus haciendo alusión a algunas cuentas pendientes, pero en realidad echando otra ojeada al Lay Subsidy Rolls de la parroquia Tywardreath del año 1327. Julián Polpey, Henry Trefrengy y Geoffrey Lampetho estaban allí. Los nombres no significaron nada para mí, cuando vi la lista por primera vez. Pero pudieron haberse grabado en mi inconsciente. Las figuras que yo había visto podían haber sido figuras fantasmagóricas, que yo había seguido por el valle, pasando por las granjas que llevaban todavía sus hombres hoy.

Vi una carta sin abrir sobre mi mesa; era la que el cartero me había dado esta mañana. En la confusión de la llegada de la familia, me había olvidado de ella. Se trataba de un pedazo de papel escrito a máquina, procedente del estudiante que hacía investigaciones en Londres.

«El profesor Lane ha pensado que a usted le puede interesar esta nota referente a sir John Carminowe. Él fue el segundo hijo de sir Roger Carminowe de Carminowe. Enrolado en el ejército en 1323. Caballero en 1324. Invitado a tomar parte en el Gran Consejo en Westminsten Nombrado custodio de los castillos de Tremerton y de Res-Rimel, el 27 de abril de 1331. El 12 de octubre del mismo año, nombrado guardián de los bosques, parques, florestas, etc., del rey, y de la caza del rey en el condado de Cornwall, de tal suerte que él tenía que dar cuenta de la flora y fauna de los dichos bosques, parques y florestas cada año, y que él confiaba al mayordomo y a los otros custodios legales bajo su jurisdicción.

El estudiante había escrito entre paréntesis: «copiado del calendario de Fine Rolls en el año quinto del reinado de Eduardo III». Había añadido una nota al pie de la página: «Octubre veinticuatro. Los Patent Rolls del mismo año, 1331, hacen mención de un permiso concedido a Joanna, última esposa de Henry de Champernoune, para casarse con quien ella quiera entre los súbditos del rey. Paga contribución de diez marcos».

Así, pues… sir John había conseguido lo que quería y lo que Otto Bodrugan había perdido, mientras Joanna, anticipándose a la muerte de la esposa de sir John, tenía ya una licencia lista para casarse. Yo guardé ese documento con el Lay Subsidy Rolls y, levantándome del escritorio, me dirigí a los estantes de libros en donde yo había visto los volúmenes de la Enciclopedia Británica, heredados del comandante Lane. Tomé el volumen VIII, y busqué Eduardo III.

Vita se desperezaba en el sofá, bostezando y suspirando a cada instante:

—Bueno, no sé lo que tú piensas, pero yo me voy a la cama. —Estaré allí en un momento, querida.

¿Todavía trabajando duro para tu profesor? —preguntó—. Llévate el libro a la luz, si no, vas a estropearte los ojos. No le respondí.

«Eduardo III (1312-1377), rey de Inglaterra, hijo mayor de Isabel de Francia, nació en Windsor el 13 de noviembre de 1312. El 13 de enero de 1327 el Parlamento lo reconoció como rey, y fue coronado el 29 del mismo mes y año. Durante los cuatro años siguientes, Isabel y su ministro Mortimer gobernaron en su nombre, por más que oficialmente su tutor era Enrique, conde de Lancaster. En el verano de 1327 tomó parte en una fallida campaña contra Escocia. Se casó con Philippa en York, el 24 de enero de 1328. El 15 de julio de 1330 nació su primer hijo, Eduardo, llamado Príncipe Negro».

No se hacía mención de ninguna rebelión. Pero allí estaba la clave.

«Poco después, Eduardo hizo una tentativa, que tuvo éxito, para librarse de la dependencia degradante que sufría de parte de su madre y de Mortimer. En octubre de 1330 penetró por la noche en el castillo de Nottingham, por un pasaje subterráneo, e hizo prisionero a Mortimer. El 29 de noviembre la ejecución del favorito en Tyburn coronó la emancipación del joven rey. Discretamente, Eduardo puso un velo sobre las relaciones de su madre con Mortimer, tratándola con sumo respeto. No hay ninguna verdad en las narraciones que dicen que la mantuvo en una prisión honorable, pero sí en que la influencia política de la madre había llegado a su fin».

Las influencias políticas de Bodrugan también habían terminado en lo que concierne a sus posesiones en Cornwall. Sir John, un año más tarde solamente, fue nombrado custodio de los castillos de Trementon y Restormel; un hombre fiel al rey, teniendo a su lado a Roger, útil para mantener en silencio a sus amigos del valle; la noche de octubre había pasado al olvido. Me preguntaba lo que había ocurrido después de la reunión en la granja de Polpey, cuando Isolda arriesgó su vida para proteger a su amante; me preguntaba también si Bodrugan, pensando con nostalgia en lo que hubiera podido ser, había retornado a sus posesiones, guardando solamente un romántico recuerdo de su amor, y si Isolda, en ausencia de su marido Oliver, tuvo ocasión de volver a ver a Bodrugan en secreto. Yo había estado a su lado mirándolos hacía menos de veinticuatro horas; es decir, hacía seiscientos años…

Volví a colocar el volumen en el estante; apagué las luces y subí a la alcoba. Vita ya estaba en la cama; se incorporó y miró a través de la ventana hacia el mar.

Esta habitación es el cielo —dijo—; imagínate lo que sería con una luna llena. Querido, quedaré encantada de este sitio, te lo prometo; es maravilloso encontrarnos de nuevo juntos.

Permanecí un rato de pie junto a la ventana, mirando hacia la bahía. Roger, desde su alcoba sobre la antigua cocina, debía de tener el mismo paisaje sobre el mar y sobre el cielo; al volverme hacia la cama, recordé las palabras burlonas de Magnus, por teléfono, el día anterior: «únicamente sugiero, mi querido amigo, que el pasaje entre estos dos mundos puede ser un estimulante para tu amor». No era verdad, al contrario.