YO había estado apoyado en el aparador de la antigua cocina, pero ahora ya no existía tal mueble, sino solamente el muro de piedra; la cocina misma se había convertido en las habitaciones principales de la casa primitiva con el hogar en un extremo y la escalera que conducía a las alcobas más allá. La muchacha que yo había visto arrodillada junto al hogar el primer día, bajó corriendo las escaleras al oír las pisadas de los hombres y al verla Roger gritó:
—Vete de aquí, lo que tenemos que decir y hacer no es de tu incumbencia.
Ella vaciló; un muchacho, su hermano, estaba también allí mirando por encima de su hombro.
—Fuera de aquí vosotros dos —gritó Roger.
Ellos retrocedieron y subieron la escalera; pero desde donde yo estaba podía ver que se quedaron en cuclillas ocultos a las miradas del grupo de hombres que entraron en la cocina detrás del mayordomo.
Roger colocó su antorcha sobre un banco; a su luz yo reconocí al muchacho que tenía agarrado; era el joven novicio que yo había visto en mi primera visita a la abadía, el mismo que había sido forzado a corretear por el patio del establo para distraer a sus compañeros monjes y el mismo que decía sus oraciones llorando en la capilla.
—Le haré hablar —dijo Roger— si vosotros no lográis hacerlo. Hará desatar su lengua el sabor del purgatorio que le espera.
Lentamente se subió las mangas, mirando fijamente al novicio; el muchacho se alejó del banco, buscando refugio entre los otros hombres que lo rechazaron entre risotadas. Estaba más crecido de lo que yo había visto la última vez, pero era ciertamente la misma persona; la expresión de terror en sus ojos mostraba que el tratamiento que esperaba ahora no era un juego. Roger lo cogió por su hábito y le hizo arrodillarse al lado del banco.
—Dinos todo lo que sabes, o te arrancaré los cabellos.
—No sé nada. Lo juro por la Madre de Dios… —gritó el novicio.
—No blasfemes —dijo Roger— o prenderé fuego a tu hábito. Tú has espiado bastante y nosotros queremos conocer la verdad. —Tomó antorcha en su mano y la acercó hasta una pulgada de la cabeza del muchacho. El chico se encogió temeroso y comenzó a gritar. Roger le golpeó en la boca—. Vamos, vomita la verdad —dijo.
La muchacha y su hermano miraban desde la escalera, fascinados. Uno de los cinco hombres se acercó al banco y tocó la oreja del novicio con el cuchillo.
Le cortaré hasta derramar sangre —sugirió—. En seguida le quemaremos allí donde la piel es más tierna.
El novicio levantó sus manos pidiendo misericordia.
—Diré lo que sé, pero no es nada… sólo lo que logré escuchar cuando master Bloyou, el emisario del obispo, hablaba con el prior.
Roger retiró la antorcha y la colocó de nuevo sobre el banco.
—¿Qué dijo? —El asustado novicio miró primero a Roger y después a sus compañeros—. Que el obispo estaba disgustado con el comportamiento de algunos de los hermanos, en especial del hermano Jean; que él, con algunos otros, obraba contra la voluntad del prior y que despilfarra la propiedad del Monasterio en una vida disoluta; que ellos eran un escándalo para toda la Orden y un ejemplo pernicioso para las demás personas; y que el obispo no podía cerrar los ojos ante esta situación en adelante, y que había dado al master Bloyou todos los poderes para poner en vigor el derecho canónico, con la ayuda de sir John Carminowe.
Se detuvo para tomar aliento, buscando signos de aceptación en el rostro de los hombres; uno de ellos, no el que tenía el cuchillo, se alejó del grupo.
—A fe mía, es verdad —murmuró—; quiénes somos nosotros para negarlo. Sabemos muy bien que la abadía y sus habitantes son un escándalo. Si los monjes franceses volvieran al sitio al que pertenecen, nos libraríamos de ellos.
Un murmullo de aprobación se levantó y el hombre del cuchillo, perdiendo interés en el novicio, se volvió hacia Roger:
—Trefrengy tiene razón en eso. Es evidente que nosotros, que habitamos el valle a este lado de Tywardreath, ganaríamos mucho si la abadía cerrara sus puertas; tenemos una reclamación sobre las tierras del Monasterio que sirven para engordar a los monjes; no nos sentiríamos obligados a hacer pacer nuestros rebaños entre la maleza.
Roger cruzó sus brazos y golpeó con el pie al novicio que estaba todavía aterrorizado.
—¿Quién habla de cerrar la abadía? No el obispo de Exeter; él habla solamente en nombre de la diócesis; puede recomendar al prior que imponga la disciplina a sus monjes, nada más. El rey es el supremo señor, como sabéis muy bien, y cada uno de nosotros, los que dependemos de Champernoune, tenemos un buen trato y recibimos beneficios de la abadía. Más aún, ninguno de vosotros ha dejado de comerciar con los barcos franceses que anclan en nuestra bahía. ¿Hay alguno de vosotros que no haya llenado su bodega, gracias a ellos?
Nadie respondió. El novicio, creyéndose a salvo, comenzó a arrastrarse para escapar. Pero Roger lo agarró una vez más.
—No tan aprisa, todavía no he terminado contigo. ¿Qué más le dijo el master Henry Bloyou al prior?
—Nada más de lo que he dicho —tartamudeó el muchacho.
—¿Nada concerniente a la seguridad del reino mismo?
Roger hizo un movimiento como si quisiera tomar de nuevo la antorcha del banco; el novicio levantó las manos para protegerse.
—Habló de rumores que venían del Norte; que se preparan secretamente disturbios entre el rey y su madre la reina Isabel, que se convertirán en una guerra abierta dentro de poco tiempo; si eso ocurriera así, se preguntaba quién en el oeste de Inglaterra permanecería leal al joven rey y quién se declararía por la reina y por su amante Mortimer.
—Me pregunto lo mismo —dijo Roger—. Ahora quédate en ese rincón y calla. Si dices una sola palabra de todo esto afuera, te cortaré la lengua.
Volvió la cabeza y miró a los cinco hombres, que parecían indecisos; esta última noticia los había reducido al silencio.
—Y bien —preguntó Roger—, ¿qué pensáis de todo esto? ¿Acaso os habéis vuelto mudos?
El hombre llamado Trefrengy movió la cabeza.
—Eso no nos concierne —dijo—; el rey puede pelearse con su madre si lo desea, eso no nos importa.
—¿No nos importa? —preguntó Roger—. ¿Aun en el caso de que la reina y Mortimer conservaran el poder en sus manos? Conozco algunas personas aquí que preferirían que todo ocurriera de esa manera, y que serían recompensados si se pusieran de parte de la reina cuando estalle el conflicto. Sí, y que pagarían con liberalidad a quienes siguieran su ejemplo.
—¿No será el joven Champernoune? —dijo el hombre del cuchillo—. Es menor de edad y está atado a las faldas de su madre. En cuanto a ti, Roger, tú nunca te arriesgarás en una rebelión contra un rey; en todo caso, mientras mantengas tu posición de mayordomo.
El hombre se rio con ironía y los otros se unieron a él; el mayordomo por su parte los miró fijamente sin mostrar ninguna emoción.
—La victoria es segura si actuamos rápido y si se toma el poder inmediatamente —dijo él—; si eso es lo que la reina y Mortimer fraguan, nosotros estaremos en el campo de los vencedores si apoyamos a sus amigos. Quién sabe, tal vez podría haber una nueva distribución de tierras en el feudo… y en lugar de llevar a pacer tus ganados en la maleza, Geoffrey Lampetho, podrías recibir la parte superior de las colinas…
El hombre del cuchillo se encogió de hombros.
—Es fácil de decir, pero ¿quiénes son esos amigos que hacen tales promesas? No conozco a nadie.
—Sir Otto Bodrugan es uno de ellos —dijo Roger en voz baja.
Se levantó un murmullo entre los hombres; el nombre de Bodrugan repitió una y otra vez; Henry Trefrengy, que había hablado contra los monjes franceses, movió la cabeza una vez más.
—Es una persona de calidad, pero la última vez que se rebeló contra la Corona en 1322, fracasó y tuvo una multa de mil marcos.
—Fue recompensado cuatro años más tarde cuando la reina le hizo gobernador de la Isla de Lundy —replicó Roger—. El puerto de Lundy es un sitio muy bueno para recibir a los navíos que portan mas; los hombres pueden permanecer allí en toda seguridad hasta que se les necesite. Bodrugan no es tonto. ¿Qué cosa más sencilla para él, teniendo tierras en Cornwall y en Devon y siendo gobernador de Landy que procurarse hombres y naves para ayudar a la reina?
Sus argumentos, bien pesados, dichos de una manera suave y persuasiva, parecían lograr su efecto, especialmente en Lampetho.
—Si existe alguna ventaja para nosotros en eso, le deseo buena suerte y nos pondremos de su lado cuando todo termine. Pero yo no cruzaré el Tamar por nadie, por Bodrugan o por otro, y tú puedes decírselo.
—Tú mismo puedes decírselo —dijo Roger—; su navío está anclado cerca de aquí. Él sabe que le esperamos aquí. Os lo digo, amigos; la reina Isabel sabrá recompensarlo, lo mismo que a los otros que se pongan de su parte.
Bajó hasta el pie de la escalera.
—Baja, Robbie —llamó—; toma una antorcha, atraviesa el campo y mira si llega sir Otto.
Su hermano bajó la escalera y tomando una de las antorchas salió corriendo al patio que se encontraba detrás de la cocina. Henry Trefrengy, más prudente que sus compañeros, se cogió la barbilla.
—¿Qué ventajas tienes, Roger, en ponerte de su parte? ¿Lady Joanna unirá sus fuerzas con las de sus hermanos contra el rey? —preguntó.
Mi señora no tiene nada que ver en eso —replicó Roger—; está ausente durante algún tiempo en sus propiedades de Trelawn, con sus hijos, con la esposa de Bodrugan y su familia. Ninguno de ellos sabe nada de lo que se fragua.
—Ella no te lo agradecerá cuando se entere —replicó Trefrengy— y tampoco sir John Carminowe. Todo el mundo sabe que ellos esperan que la esposa de sir John muera para casarse.
—La mujer de sir John está llena de salud y probablemente continuará así —respondió Roger— y cuando la reina haga a Bodrugan custodio de Restormel Castle y supervisor de todas las tierras de Duchy, mi señora puede perder su interés por sir John y considerar a su hermano con más afecto que ahora. No tengo ninguna duda que seré recompensado por Bodrugan y perdonado por mi señora.
Sonrió y se rascó la oreja.
—A fe mía —dijo Lampetho—, sabemos que preparas los planes a tu conveniencia. No importa quién gane, tú estarás a su lado. Bodrugan o sir John como dueños de Restormel Castle te tendrán a ti a su lado con una bolsa bien llena.
—No lo niego —dijo Roger sonriendo—. Si vosotros tuvierais la misma habilidad, haríais lo mismo.
Sonaron pisadas en el patio posterior. Roger se dirigió a la puerta y la abrió. Otto Bodrugan se encontraba en el dintel acompañado del joven Robbie.
—Entrad, sir, sois bienvenido en esta casa. Todos somos amigos —dijo Roger.
Bodrugan entró en la cocina mirando fijamente alrededor suyo sorprendido al ver a ese grupo de hombres que, embarazados a causa de su súbita llegada, retrocedieron hacia el muro. Su túnica estaba atada al cuello por un lazo. Llevaba un cinturón de cuero con una bolsa y una daga; encima de sus hombros, un manto de viaje con bordes de cuero. Presentaba un fuerte contraste con los otros hombres que llevaban capuchones. Era evidente, a juzgar por la serenidad de su rostro, que estaba acostumbrado a dar órdenes.
—Me alegro de veros —dijo saludando a cada uno—. Henry Trefrengy, ¿no es verdad? y Martin Pnehelek. John Beddyng, te conozco, tu tío me acompañó en el año veintidós. A los otros, no los conozco.
—Geoffrey Lampetho, sir, y su hermano Philip —dijo Roger—. Trabajan en la hacienda del valle junto a las tierras de Julián Polpeys, debajo del feudo de la abadía.
—¿Julián no está aquí, entonces?
—Nos espera en Polpey.
Los ojos de Bodrugan cayeron sobre el novicio que estaba todavía tirado junto al banco.
—¿Qué está haciendo este monje aquí, entre vosotros? —preguntó.
—Nos ha procurado información, sir —dijo Roger—. Ha habido algunos problemas en la abadía, una cuestión de disciplina entre los hermanos que no nos concierne directamente, pero que ha preocupado al obispo, hasta el punto de enviar a master Bloyou desde Exeter para informarse del asunto.
—¿Henry Bloyou, un amigo íntimo de sir John Carminowe y de sir William Ferrers, se encuentra todavía en la abadía? —interrogó.
El novicio, ansioso por granjearse las simpatías, tocó la rodilla de Bodrugan.
—No, sir, ya se ha ido. Partió ayer para Exeter, pero prometió regresar pronto —dijo.
—Está bien; levántate, chico, no te haremos ningún daño. —Bodrugan se dirigió entonces al mayordomo—. ¿Le habéis amenazado?
No hemos tocado un pelo —aseguró Roger—. Únicamente está asustado porque teme que el prior tenga noticia de su presencia aquí. Yo le he asegurado que no lo sabrá.
Roger hizo una señal a Robbie, para que tomara al novicio y lo llevara a la habitación superior; ambos desaparecieron. El novicio mostraba tanta prisa por escaparse como un perro golpeado.
Una vez que los dos hubieron partido, Bodrugan, de pie ante el fuego, con sus manos en el cinturón, miró a cada uno de los hombres.
—No sé lo que Roger os ha dicho sobre las posibilidades de triunfo que tenemos; en todo caso, yo os prometo una mejor suerte cuando el rey esté en prisión.
Nadie respondió.
—¿Os ha dicho Roger que la mayor parte del país se declarará en favor de la reina dentro de pocos días? —preguntó.
Henry Trefrengy, que parecía el portavoz, se atrevió a responder.
—Así nos lo ha dicho, pero con muy pocos detalles.
—Se trata de planear todo a su debido tiempo —replicó Bodrugan—. El Parlamento está ahora en sesión en Nottingham; los planes son apoderarse del rey, sin hacerle ningún daño, por supuesto, hasta que sea mayor de edad. Mientras tanto, la reina Isabel continuará como regente, con Mortimer para ayudarla. Este hombre no goza de mucha popularidad entre algunos, pero es un hombre fuerte, capaz y un buen amigo de mucha gente de Cornish. Me siento orgulloso de contarme entre ellos.
De nuevo reinó el silencio. Geoffrey Lampetho avanzó un paso. —¿Qué queréis que hagamos?— preguntó.
—Venir al Norte conmigo, si queréis; si no lo queréis, y Dios sabe que no puedo obligaros, entonces prometedme jurar fidelidad a la reina Isabel cuando venga la noticia de Nottingham de que hemos prendido al rey.
—Eso se llama hablar francamente —dijo Roger—; por mi parte
yo doy mi asentimiento con mucho gusto y os acompañaré. También yo —dijo otro, el hombre llamado Penhelek. También yo— gritó el tercero, John Beddyng.
Solamente los hermanos Lampetho y Trefrengy se mostraban reticentes.
—Juraremos fidelidad cuando llegue el momento —dijo Geoffrey Lampetho—, pero la juraremos en casa y no al otro lado del Tamar.
—Eso se llama también hablar francamente —dijo Bodrugan—. Si el rey mantuviera el poder, estaríamos en guerra con Francia dentro de diez años, luchando al otro lado del canal. En cambio, apoyando a la reina, favorecemos la paz. Tengo la promesa de cien hombres de mis tierras de Bodrugan, de Tregreham y de Devon. Iremos a ver qué partido toma Julián Polpey.
Hubo una ligera confusión mientras los hombres se dirigían hacia la puerta.
—La marea se retira del estuario —dijo Roger—; debemos cruzar el valle por Trefrengy y Lampetho.
Tengo un caballo para vos, sir. ¡Robbie! —llamó a su hermano que se encontraba en la habitación superior—. ¿Tienes el caballo listo para sir Otto? ¿Y el mío? ¡Vamos, apresúrate!
Mientras el muchacho bajaba la escalera, Roger le susurró al oído:
—El hermano Jean enviará por el novicio más tarde. Vigílalo mientras tanto. En cuanto a mí, no sé cuándo estaré de regreso.
Nos encontrábamos en el establo, donde se hacinaban hombres y caballos. Sabía que debía seguirlos, porque Roger montaba su cabalgadura al lado de Bodrugan, y donde él iba, yo estaba obligado a seguirle. Las nubes corrían en el cielo, el viento soplaba con fuerza y el paso de los caballos con el tintineo de los arneses llegaba hasta mis oídos. Nunca antes, ni en mi propio mundo ni en el otro tuve un tal sentimiento de solidaridad con la gente. Yo era uno de ellos, aunque no lo supieran. Me encontraba a mis anchas entre ellos, aunque esto tampoco lo supieran. Este me parece era el secreto de la importancia que yo le daba a ese mundo. Ser solidario y al mismo tiempo libre; estar solo y en su compañía; nacer en el tiempo actual y vivir en el tiempo de ellos como un testigo invisible.
Cabalgaron por el sendero que rodeaba a Kilmarth; en la cumbre de la colina, en lugar de seguir la dirección de la carretera actual, que yo conocía, atravesaron la cima y se dirigieron directamente hacia el valle. El camino era abrupto, y hacía tropezar a los caballos de vez en cuando. La cuesta parecía casi tan escarpada como los bordes de un acantilado. Encontrándome a mí mismo fuera de mi cuerpo, no podía, sin embargo, juzgar los accidentes del terreno; mis únicos guías eran los jinetes que yo acompañaba. A través de la oscuridad vi entonces el brillo del agua; llegamos a la parte inferior del valle y a un puente de madera que cruzaba la corriente; los caballos pasaron en fila india; el camino torcía hacia la izquierda, siguiendo el curso del agua hasta que la corriente se abría en una amplia ensenada más allá de la cual se extendía el océano. Sabía que debía encontrarme en el lado opuesto del valle con respecto a Polmear Hill, pero me encontraba como un extranjero en su mundo, en medio de la noche, y la apreciación de la distancia era imposible; únicamente podía seguir a las cabalgaduras; tenía mis ojos clavados en Roger y en Bodrugan.
El camino nos condujo a través de algunas granjas; los hermanos Lampetho se apearon y Geoffrey, el mayor, gritó que nos seguiría más tarde; continuamos por el sendero que subía un poco bordeando la ensenada; había otras granjas más allá, cerca de las dunas, donde la corriente entraba en el mar; aun en la oscuridad yo podía ver el brillo de las olas que se rompían contra la playa lejos de nosotros. Alguien salió a nuestro encuentro; ladraban unos perros; nos encontrábamos en otro establo, parecido al de Kilmarth. En el momento en que los hombres se apearon de sus cabalgaduras, la puerta del edificio principal se abrió y yo pude reconocer al hombre que avanzaba hacia nosotros. Se trataba del compañero de Roger, que yo había visto en la abadía, en la recepción del obispo, y el mismo que le había acompañado en la plaza de la aldea. Roger, el primero que se apeó, fue también el primero que se colocó al lado de su amigo; a pesar de la escasa luz de la linterna de la casa, noté que sil expresión cambiaba mientras su amigo le decía en voz baja y apresuradamente algo al oído y le señalaba el extremo de la granja.
Bodrugan lo notó también, porque saltó del caballo y exclamó:
—¿Algo va mal, Julián? ¿Habéis cambiado de opinión desde que os vi la última vez? —indagó.
Roger dio media vuelta con rapidez.
—Malas noticias, sir —y llevándole aparte añadió—: y son confidenciales.
Bodrugan vaciló un momento y luego dijo rápidamente:
—Como queráis. Puso la mano sobre el hombro del dueño de
la casa Tenía esperanzas de reunir armas y hombres en Polpey, Julián. Mi nave está anclada cerca de Kilmerth, debéis haberla visto. Hay varios hombres a bordo listos para el desembarco.
Julián Polpey movió la cabeza:
Lo siento, sir Otto, no serán necesarios, como tampoco vuestra persona. Ha llegado una noticia hace menos de diez minutos diciendo que el plan ha fracasado, aun antes de haberse fijado sus últimos detalles. Una mensajera especial os ha traído la noticia personalmente, sin preocuparse de su propia seguridad.
Pude oír a Roger a mi lado, ordenando a los hombres que volvieran a montar en sus cabalgaduras y que regresaran a Lampetho, donde él se reuniría con ellos. En seguida, pasando las riendas de su caballo al siervo que se encontraba a su lado, se unió a Polpey y a Bodrugan que se dirigían al otro extremo de la casa.
—Se trata de lady Carminowe —dijo Bodrugan a Roger. Su seguridad había desaparecido. Su rostro enjuto mostraba una gran ansiedad—. Ha traído malas noticias.
—¿Lady Carminowe? —exclamó Roger, incrédulo; en seguida, cayendo en la cuenta de quién se trataba, y bajando la voz dijo—: ¿Queréis decir lady Isolda?
—Estaba de camino hacia Carminowe; adivinando mis movimientos, ha interrumpido su viaje aquí en Polpey.
Llegamos al otro lado de la casa. Enfrente del camino que conducía a Tywardreath, un vehículo cubierto, parecido a los que había visto en la abadía en la fiesta de San Martín, se encontraba al lado de la entrada; el vehículo era un poco más pequeño, pues estaba tirado por dos caballos solamente.
Al acercarnos, las cortinas de la ventanilla se abrieron y apareció Isolda; el capuchón oscuro que cubría su cabeza le cayó sobre sus hombros:
—Gracias a Dios he llegado a —tiempo dijo ella—. Vine directamente de Bockenod; tanto John como Oliver están allí, a medio camino de Carminowe, para reunirse con los niños. Lo peor que podía suceder para vuestros propósitos, y que era lo que yo temía, ha acaecido. Antes de mi partida, llegaron noticias de que la reina y Mortimer habían sido recluidos en el castillo de Nottingham. El rey conserva todos los poderes y Mortimer va a ser llevado a Londres para ser juzgado; Otto, es el fin de todos vuestros sueños.
Roger cambió una mirada con Julián Polpey. Ambos se retiraron discretamente ocultándose en las sombras que cubrían el patio; pude notar el conflicto de emociones en el rostro de Roger. Adiviné lo que estaba pensando. La ambición le había apartado del recto camino, y había apoyado una causa perdida. Únicamente le quedaba urgir a Bodrugan que volviera a su navío, que dispersara a sus hombres y que aconsejara a Isolda continuar su camino; mientras tanto, él mismo, habiendo explicado su cambio de actitud a Lampetho, Trefrengy y el resto de los hombres de la mejor manera posible, podría reinstalarse como un fiel mayordomo de Joanna Champernoune.
—Os habéis arriesgado a que os descubran al venir aquí —dijo Bodrugan a Isolda.
La expresión del rostro de él no mostraba ahora la importancia de su fracaso.
—Si lo he hecho así —replicó ella—, vos conocéis las razones.
Vi la expresión del rostro de ella, mientras la miraba, lo mismo que la de Bodrugan. Los únicos testigos éramos Roger y yo. Bodrugan se inclinó para besar su mano, y mientras lo hacía oí ruido de ruedas en el camino, y pensé: «Al fin y al cabo, ella ha llegado demasiado tarde para ponerlo en guardia; Oliver, su marido, y sir John la han seguido».
Me extrañé que ninguno de ellos escuchara el ruido de las ruedas; de súbito caí en la cuenta de que habían desaparecido. La pequeña carroza ya no existía; en cambio, la camioneta del correo de Par se había detenido delante de la puerta.
Era la mañana. Me encontraba de pie en el camino que conducía a una pequeña casa en el valle cerca de Polmear, rodeada por una cerca. Traté de esconderme en los matorrales al lado del camino, pero el cartero había ya salido de la camioneta y estaba abriendo la puerta de la verja. En su mirada se veía una mezcla de reconocimiento y de asombro. Seguí la dirección de su mirada y vi mis piernas. Me encontraba completamente mojado: debía haber marchado a través del pantano. Mis zapatos estaban también empapados y mis pantalones destrozados. Esbocé una sonrisa tímida.
El hombre parecía embarazado.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó—. Es usted el caballero que vive en Kilmarth, ¿no es verdad?
—Sí —le repliqué.
—Pues bien, esta es Polpey, la casa del señor Graham. Pero dudo que estén levantados tan pronto, pues son apenas las siete de la mañana. ¿Quería usted ver al señor Graham?
No, claro que no; me levanté temprano, salí a dar un paseo y no sé cómo me perdí en el camino.
Era una mentira evidente, y así lo parecía. El hombre, sin embargo, pareció aceptarlo.
—Tengo que entregar estas cartas y en seguida subiré la colina hacia su casa; ¿quiere usted venir conmigo en la furgoneta? Así se ahorrará una caminata.
—Muchas gracias, es muy amable.
Desapareció a través de la cerca y yo subí a la furgoneta. Miré el reloj; tenía razón, eran las siete y cinco. La señora Collins debía tardar todavía por lo menos hora y media más, de suerte que tendría tiempo para bañarme y cambiarme.
Traté de reflexionar sobre lo que había estado haciendo. Debía haber atravesado la carretera principal por la cumbre de la colina y en seguida debía haber descendido y atravesado los terrenos pantanosos del fondo del valle. Yo ni siquiera sabía que esta casa se llamaba Polpey.
Gracias a Dios no sentía ni náuseas ni vértigo. Mientras esperaba en la furgoneta, vi que todo el resto de mis vestidos estaban también mojados, porque estaba lloviendo en ese momento; y probablemente ya llovía cuando salí de Kilmarth hora y media antes. Me preguntaba si debía completar mi historia, la que había contado al cartero, o dejarla tal y como estaba. Mejor dejarla así…
El hombre volvió y subió a la furgoneta.
—No es una mañana muy agradable para una caminata; ha estado lloviendo fuertemente desde medianoche.
Recordé entonces que había sido precisamente la lluvia y el viento los que me habían despertado al caer sobre las cortinas de mi habitación.
—No me importa la lluvia, me hace mucha falta hacer ejercicio.
—Lo mismo me pasa a mí —dijo el cartero, de buen humor—; todo el día estoy conduciendo esta furgoneta; sin embargo, prefiero encontrarme bien envuelto en las mantas que hacer una caminata por el pantano en un tiempo como este. De todas maneras cada uno es cada uno.
Él se detuvo en la hostería Ship al pie de la colina y en una o dos casas de campo de los alrededores; mientras íbamos por la carretera principal miré hacia la izquierda para contemplar el valle, pero el terraplén lateral me impedía verlo. Sólo Dios sabe por qué terrenos llenos de agua y lodo me había aventurado. Mis zapatos, empapados de agua, manchaban el piso de la furgoneta. Dejamos la carretera principal y giramos a la derecha, por la que conduce a Kilmarth.
—Usted no es el único pájaro mañanero —dijo él en el momento en que alcanzamos a ver la puerta de entrada de la casa—. O la señora Collins ha encontrado a alguien que la traiga en coche o usted tiene visitantes.
Vi el gran portaequipajes de un coche abierto y completamente lleno de maletas. El claxon sonaba sin descanso y dos niños con sombreros en las cabezas para protegerse de la lluvia, subían las escaleras del lado del jardín de la casa.
La incredulidad dejó paso a la melancolía ante la inminente desgracia.
—No es la señora Collins —dije—, es mi esposa y su familia. Debieron haber viajado desde Londres durante toda la noche.