ME vestí y fui al garaje por el coche. Tomé la carretera que pasa al lado de Tywardreath y me dirigí a Treesmill. Deliberadamente evité el aparcamiento y bajé la colina hasta llegar al valle; el dueño de la casa de campo Chapel Down, que estaba ocupado en lavar el remolque, me hizo una señal de saludo con su mano; lo mismo ocurrió cuando detuve el coche bajo el puente cercano a la granja Treesmill. El granjero que había encontrado el día anterior conducía sus vacas por la carretera; se detuvo para saludarme. Di gracias al cielo de que ninguno de los dos se hallaba el día anterior en el aparcamiento.
—¿Encontró usted la casa del señor del feudo? —preguntó el hombre.
No estoy seguro de haberlo hecho. Creo que voy a dar otro vistazo por aquí. Existe un lugar curioso en mitad de los campos, por aquel lado; está cubierto de matorrales de aliaga. ¿Tiene algún nombre?
No podía ver el sitio desde el lugar en que nos hallábamos, pero lo señalé aproximadamente: se trataba de la cantera en donde el día anterior, en otro siglo, había seguido a Roger que penetraba en la casa donde sir Henry Champernoune agonizaba.
—¿Se refiere usted a Gratten? Creo que usted no encontrará nada allí, excepto piedras sueltas. Era un buen sitio para la pizarra; ahora no hay más que desperdicios. Se dice que cuando se construyeron las casas de Tywardreath el siglo pasado, la mayor parte de las piedras fueron sacadas de allí. Tal vez es verdad.
—¿Por qué se llama Gratten?
No lo sé con exactitud. El campo arado que se encuentra detrás se llama Gratten y es una parte de la hacienda Mount Bennet. El nombre tiene algo que ver con «quemado», supongo. Hay un camino enfrente del que conduce a Stoneybridge y le llevará a usted allí. Pero no encontrará nada de interés.
—Supongo que no, excepto la vista sobre el valle.
—Sobre todo trenes y no muchos en este tiempo —dijo el hombre riendo.
Aparqué el coche a mitad del trayecto hacia la cumbre, enfrente del sendero que conduce a Stoneybridge, tal como me lo había indicado el hombre y atravesé los campos hacia Gratten. La línea del ferrocarril corría más abajo, a mi derecha; el suelo descendía de una manera muy pronunciada hasta un terraplén al lado de la vía férrea; luego bajaba suavemente hasta los pantanos y los matorrales del valle.
El día anterior, en el otro mundo, había un muelle en ese sitio; en medio del valle, cubierto de árboles ahora, Otto Bodrugan había andado su embarcación que se balanceaba a efectos de la marea que subía.
Atravesé el sitio en donde había estado el día anterior fumando mi cigarrillo; en seguida pasé por la puerta rota de la valla y me detuve una vez más en medio de los terraplenes y zanjas. Hoy, sin el vértigo y sin náusea, podía ver que esos accidentes del terreno no eran una formación natural, sino que debían ser muros cubiertos por la hiedra durante siglos; las depresiones que en mi delirio había pensado eran cráteres, eran, en realidad, vestigios de las habitaciones de una casa.
Las gentes que habían venido a coger piedras para sus cabañas, lo habían hecho movidos por buenas razones. Cavando en el suelo habían aprovechado los materiales de los fundamentos de un edificio hacía mocho tiempo derruido; la cantera que se encontraba al otro lado era una parte de esta misma excavación. Ahora que se había terminado esta búsqueda, la cantera no era más que un agujero lleno de hierbas inútiles, de trastos viejos y de piezas de metal roídas por el tiempo y por las lluvias del invierno.
Esa búsqueda había terminado en el momento en que el trabajo de las minas había comenzado; sin embargo, tal como me lo dijo el granjero en Treesmill, no encontré allí nada interesante. Sabía solamente que el día anterior, en otro mundo, yo había estado en el vestíbulo que formaba la parte central de esta casa, que había subido a la habitación superior y, en fin, que había visto morir a su propietario. Ya no existía el patio central, ni los muros, ni el vestíbulo, ni los esta tilos en la parte posterior; no había más que montículos cubiertos de hierba y un pequeño sendero lleno de barro. Una explanada se abría sobre el terreno llano, suave y verde, enfrente de este sitio; podía haber sido parte del patio de otro tiempo; me senté y miré al valle, abajo, tal como lo había hecho Bodrugan desde la pequeña ventana del vestíbulo de Tiwardrai, la casa sobre la playa… Pensé ahora: cuando la marea subía siglos atrás, el tortuoso canal sería de color azul con bancos de arena a uno y otro lado; más arriba se extenderían los campos dorados bajo el sol. Si el canal había tenido suficiente profundidad, Bodrugan pudo levar anclas y zarpar aquella misma noche; si no, él debió volver al barco para dormir con sus hombres y al alba del día siguiente tal vez debió subir a la cubierta para estirar las piernas y mirar hacia la casa enlutada.
Yo había puesto los documentos recibidos esa mañana por el correo en uno de mis bolsillos; los saqué ahora y los leí de nuevo.
La orden del obispo Grandisson al prior de la abadía, era de agosto de 1329. Sir Henry Champernoune había muerto al final de abril o comienzos de mayo. Los Ferrers sin duda ninguna eran los que trataban de trasladar su cuerpo de la abadía; Matilda Ferrers debía ser la más interesada de los dos. Me pregunté quién había llevado estos rumores hasta el obispo aprovechando el orgullo eclesiástico para impedir que el cuerpo fuera exhumado y evitar así ulteriores investigaciones. Muy probablemente había sido sir John Carminowe, de común acuerdo con Joanna, a la que él había llevado sin duda ninguna, desde hacía mucho tiempo y con éxito, a su propio lecho. Miré el Lay Subsidy Roll, y recorrí una vez más la lista de los nombres, escogiendo los que correspondían a los sitios que yo encontraba en el mapa actual: Ric Trevynor, Ric Trewiryan, Ric Trenathelon, Julián Polpey, John Polorman, Geoffrey Lampetho… todos, con pequeñas variaciones de ortografía, correspondían a nombres de granjas en el mapa que tenía a mi lado. Así, pues, los hombres que habitaban en ellas, muertos hacía seiscientos años, habían dejado sus nombres a la posteridad; sólo Henry Champernoune, señor del feudo, había apenas dejado una serie de montículos en los que habría de tropezar un intruso, yo mismo, mucho tiempo después. Todos estaban muertos desde hacía cerca de siete siglos, Roger Kylmerth e Isolda Carminowe entre ellos. Lo que ellos habían soñado, los planes que habían hecho, todo eso no importaba ya, todo se había olvidado.
Me levanté y traté de encontrar entre los montículos el vestíbulo en donde Isolda estaba sentada el día anterior acusando a Roger de complicidad en el crimen. No fue posible. La naturaleza había hecho su trabajo demasiado bien, aquí en el borde de la colina y abajo en el valle, en donde en otro tiempo se abría el estuario: el océano se había retirado de la tierra y la hierba había cubierto los muros; los hombres y las mujeres que habían vivido aquí y contemplado el paisaje marítimo, se habían convertido en polvo, desde hacía muchísimo tiempo.
Volví atrás atravesando de nuevo los campos; me sentía abatido, pues la razón me decía que este era el fin de la aventura. La emoción estaba en conflicto con la razón, haciendo trizas mi paz interior; para bien o para mal, sabía que me encontraba comprometido. No podía olvidar que me bastaba abrir el laboratorio para que todo eso ocurriera de nuevo. Era tal vez la misma elección que puso al primer H OMBRE en la alternativa de comer o no el fruto del Árbol de la ciencia. Entré en el coche y volví a Kilmarth.
Pasé toda la tarde escribiendo un relato de lo ocurrido el día anterior dirigido a Magnus; añadí que Vita se encontraba en Londres. En seguida fui a Fowey para poner la carta en el correo y a fin de alquilar un bote para después del fin de semana, cuando Vita y los niños se hubieran reunido conmigo. Ella no gozaría de la calma de Long Island o del lujo de los yates de su hermano Joe, pero este gesto mostraría mi buena voluntad de agradarla; los niños por su parte gozarían mucho.
No telefoneé a nadie esa noche, y nadie me telefoneó, de suerte que dormí mal, despertándome a cada momento y escuchando en silencio. Continué pensando en Roger Kylmerth, en su alcoba sobre la cocina del edificio original y preguntándome si su hermano había guardado convenientemente los recipientes del hermano Jean seiscientos años antes. Debió hacerlo así, porque Henry Champernoune permaneció sin ser perturbado en la capilla de la abadía hasta que esa villa cayó en ruinas.
No tomé el desayuno en la cama al día siguiente porque estaba muy inquieto. Tomaba mi café en las escaleras al salir de la biblioteca cuando sonó el teléfono. Era Magnus.
—¿Cómo te sientes? —preguntó inmediatamente.
—Cansado; dormí muy mal…
—Puedes recuperarte más tarde. Duerme una siesta en el patio. Hay varias hamacas en uno de los cuartos; te envidio. Londres es una caldera.
—Cornwall no lo es —repliqué— y el patio me, da claustrofobia. ¿Recibiste mi carta?
—Sí, por eso es por lo que te telefoneo. Felicitaciones por tu tercer viaje. No te preocupes por las náuseas, fue culpa tuya, después de todo.
—Puede ser, pero la confusión de los dos mundos no lo ha sido.
—Lo sé —concedió Magnus—. Esa confusión me ha interesado mucho, lo mismo que el paso de uno a otro inundo; seis meses o más entre el segundo y tercer viaje. ¿Sabes una cosa? Pienso salir dentro de una semana o dos y reunirme con vosotros para hacer un viaje junios tú y yo.
Mi primera reacción fue un sentimiento de alegría. En seguida el sentido de la realidad se impuso:
—Imposible, Vita estará aquí con los niños.
—Podernos librarnos de ellos; envíalos a Scillies a una jornada en Land’s End. Eso nos dará tiempo.
—No lo creo.
Él no conocía bien a Vita. Ya me imaginaba las complicaciones.
—En fin, eso no es urgente, pero podría ser algo formidable. Además, me gustaría echar una mirada a Isolda Carminowe.
Su voz optimista me hizo recobrar la calma; sonreí.
—Ella es la chica de Bodrugan y no la nuestra —le dije.
—Sí, pero ¿por cuánto tiempo? Ellos cambiaban de compañera a todo momento. No veo aún cuál es la situación de Isolda con respecto a los demás.
—Ella y William Ferrers parecen ser primos de los Champernoune —expliqué yo.
—Y el marido de Isolda, Oliver Carminowe ausente ayer, de la vera del difunto, ¿es hermano de Matilda y de sir John?
—Así parece —afirmé.
—Tengo que apuntar todos estos datos y poner mi esclavo a trabajar, para que me proporcione ulteriores detalles. Lo veo, tenía razón cuando pensaba que Joanna era una ramera. —En seguida, cambiando bruscamente el tono de su voz, dijo—: Así, pues, ¿tú estás satisfecho ahora que la droga haya tenido su efecto y estás convencido de que no se trataba de alucinaciones?
—Casi, casi —respondí prudentemente.
—¿Casi? ¿Los documentos no prueban eso por lo menos?
Los documentos son un argumento —concedí—, pero no olvides que tú los leíste antes que yo. Así, pues, queda la posibilidad de que tú estuvieras ejerciendo una especie de telepatía sobre mí. A propósito, ¿cómo está el mono?
—¿El mono? —Magnus, se quedó en silencio un momento—. El mono ha muerto.
—¡Muchas gracias! —dije.
—Oh, no te preocupes, no fue la droga, lo maté a propósito; tengo que investigar sus células cerebrales. Tardaré algún tiempo, no te impacientes.
—No me impaciento lo más mínimo, solamente me asusta el riesgo a que estás obligando a mi cerebro.
—Tu cerebro es diferente. Tú puedes resistir muchísimo más. Además, piensa en Isolda. Un formidable antídoto contra Vita. Aún puedes encontrar que…
Le interrumpí, sabía exactamente lo que iba a decir.
—Deja mi vida conyugal tranquila, eso no te importa.
—Solamente te iba a sugerir, querido amigo, que el pasar de un mundo a otro puede obrar como un estimulante. Sucede todos los días, sin necesidad de drogas, que cuando un hombre tiene una querida a la vuelta de la esquina y una esposa en casa… A propósito, fue un gran hallazgo tuyo el hacer la experiencia en la cantera sobre el valle de Treesmill. Pondré a mis amigos arqueólogos a que hagan excavaciones en ese sitio cuando hayamos terminado con este asunto.
Me llamó la atención, mientras él hablaba, el ver cómo nuestras actitudes con respecto a la experiencia eran muy diferentes. La suya era científica, fría, no le importaba quién fuera destruido en ese proceso, con tal de lograr probar lo que se proponía. En cambio, yo estaba cogido en la trama de la historia: las gentes que para él eran marionetas de un tiempo pasado, para mí eran personas vivientes. Tuve una visión súbita de aquella casa hacía tanto tiempo desaparecida y reconstruida ahora; dos shillings como derecho de admisión, un aparcamiento en Chapel Down…
—Así, pues, ¿Roger nunca te condujo allí? —pregunté.
—¿Al valle de Treesmill? No. Yo salí solamente una vez de Kilmarth y eso fue para ir a la abadía, como ya te he dicho. Prefiero permanecer en mi propio terreno. Te lo contaré todo cuando venga a reunirme contigo. Iré a Cambridge para el fin de semana, pero recuerda que tienes todo el sábado y el domingo libres. Aumenta un poco la dosis, no te hará daño.
Colgó el teléfono antes de que pudiera preguntarle su número en Cambridge, en caso de necesitarle durante el fin de semana. Acababa de colgar el auricular, cuando de nuevo sonó el teléfono. Esta vez era Vita.
—La línea estaba ocupada durante largo rato —dijo ella—. Supongo que era el «profesor».
—Efectivamente.
—¿Te encargaba nuevas tareas? No trabajes demasiado, querido. Sentía una especie de acidez en el tono de su voz esta mañana. Acidez que debía derramarse sobre los niños.
—¿Qué vas a hacer hoy? —le pregunté sin hacer caso de sus palabras.
—Los niños van a la piscina, en el Club de Bill. Es lo único que pueden hacer. Sufrimos una ola de calor aquí en Londres. ¿Qué tal está por ahí?
—El cielo está cubierto —dije mirando por la ventana—. Una zona de baja presión que cruza el Atlántico llegará a Cornwall hacia la medianoche.
—Parece delicioso. Espero que la señora Collins logre airear las camas…
—Hemos previsto todo. He alquilado un yate para la semana próxima, un yate bastante grande, con un piloto a bordo. A los niños les gustará mucho.
—Y ¿qué dirá mamita?
—A mamita le gustaría también, si toma pastillas contra el mareo. Tenemos también una playa más allá de los acantilados; hay que cruzar solamente unos campos. No hay toros.
—Querido, espero que tú estés impaciente por vernos, después de todo.
La acidez del tono de la voz se volvía ahora dulce y aun meloso.
—Por supuesto que lo estoy, ¿por qué iba a ser lo contrario?
—Yo nunca sé qué pensar después de que tú has estado con tu profesor. Siempre hay malentendidos entre nosotros cuando él se halla en los alrededores… Aquí están los niños, quieren saludarte.
Las voces de mis hijastros eran idénticas, así como su aspecto físico, por más que Teddy tenía doce años y Micky diez. Se decía que ate parecían a su padre, muerto en un accidente de aviación, dos años antes de mi encuentro con Vita. A juzgar por la fotografía de él que llevaban siempre consigo, eso era verdad. Él tenía, ellos tenían, la cabeza típicamente teutónica con el cabello cortado muy a ras como muchos jóvenes americanos, ojos azules, inocentes, plantados en un rostro ancho. Eran simpáticos, pero yo podía muy bien pasarme sin ellos. —Hola, Dick—, dijo uno después del otro.
—Hola —repetí yo, y la palabra me parecía tan extraña como si yo estuviera hablando togolés.
—¿Cómo estáis vosotros dos?
—Estamos bien.
Hubo un largo silencio. No se les ocurría decir otra cosa. Tampoco a mí.
—Estoy impaciente por veros la semana próxima —les dije.
Oí una conversación en voz baja y en seguida Vita se puso de nuevo al aparato.
—Están impacientes por ir a nadar. Tengo que irme, cuídate bien, querido; y no trabajes demasiado con el balde y la escoba.
Salí de la casa y me fui a la caseta de verano que la madre de Magnus había hecho construir hacía algunos años; dirigí mis ojos hacia la bahía. Era un sitio agradable, tranquilo, protegido del viento, excepto por el Sudoeste. Podía ya verme a mí mismo empleando un largo tiempo allí durante las vacaciones jugando con los niños; seguro que traerían el equipo de cricket, un bate y una pelota para jugar en el campo que se extendía más allá de la cerca.
—Te toca a ti ahora.
—No, te toca a ti.
En seguida me imaginaba la voz de Vita que gritaba detrás de las matas de hortensias:
—Bueno, si vais a pelearos no habrá cricket, os lo aseguro. —Y como último recurso, dirigiéndose a mí—: Haz algo, querido, tú eres aquí el único hombre.
Pero por lo menos hoy, en esta caseta de verano, mirando a la bahía en el momento en que el sol tocaba el horizonte, reinaba la paz en Kylmerth… Había pronunciado el nombre según su ortografía original, sin caer en la cuenta. La confusión del pensamiento ¿se estaba convirtiendo en un hábito? Demasiado cansado para analizarme, me levanté y vagué de una parte a otra golpeando los setos con un viejo bastón que había encontrado en la alacena. Magnus tenía razón en lo referente a las hamacas; encontré tres. Me encargaría de todo eso por la tarde si tenía suficientes energías.
—¿Ha perdido usted el apetito? —preguntó la señora Collins cuando yo dejé gran parte de mi almuerzo y le pedí el café.
—Lo siento, no tiene nada que ver con la calidad de la comida. No me encuentro muy bien.
—Pensaba que usted parecía un poco cansado. Es el tiempo. Está muy pesado.
No era el tiempo. Era mi incapacidad de estarme quieto, una especie de intranquilidad que me impulsaba a hacer algo. Caminé a través de los campos hacia el mar, pero todo parecía lo mismo que como yo lo había visto desde la caseta de verano, gris y sin relieve; además, pensé en el esfuerzo de volver a remontar la colina. El tiempo se arrastraba. Escribí una carta a mi madre, describiéndole la casa con todos los detalles, a fin de llenar páginas y páginas; recordé las cartas de niño, que tenía que escribir desde la escuela: «en este semestre me han puesto en otro dormitorio; somos quince». Exhausto física y mentalmente, subí a la habitación a las siete y media, me eché completamente vestido sobre la cama y me dormí a los pocos minutos.
La lluvia me despertó. No era muy abundante, sólo unas gotas que golpeaban en la ventana abierta; la cortina estaba inflada por el viento.
Reinaba la oscuridad más completa. Encendí la luz, eran las cuatro media. Había dormido nueve horas seguidas. Mi cansancio había desaparecido completamente y me moría de hambre. Esta era la ventaja de vivir solo: podía comer y dormir cuando y como lo deseara.
Bajé las escaleras hasta la cocina y me preparé unas salchichas, huevos y tocino y una taza de té. Me encontré en muy buenas condiciones para comenzar un nuevo día. Pero ¿qué podía hacer a las cinco de la mañana, en este amanecer triste y gris? Una cosa, solamente una osa. En seguida tendría el fin de semana para recobrarme si era necesario…
Bajé por las escaleras posteriores hasta el sótano, encendiendo todas las luces y silbando. Todo parecía mejor iluminado, mucho más alegre. Aun el laboratorio había perdido su aspecto siniestro de cámara de alquimista, y el medir las gotas en el vaso fue una cosa tan sencilla como el lavarme los dientes.
—Vamos, Roger, muéstrate, tengamos una entrevista…
Me senté en el borde de la pila y esperé un largo rato. Nada sucedía. Me puse a mirar a los embriones en las botellas mientras la claridad del día aumentaba poco a poco a través de la ventana. Debía esperar más o menos media hora. ¡Qué estafa! Entonces recordé que Magnus me había sugerido que aumentara la dosis.
Tomé el cuentagotas y con mucho cuidado dejé caer dos o tres gotas sobre mi lengua y las tragué. ¿Fue efecto de mi imaginación o realidad el hecho de que esta vez tenía un sabor más agrio, un poco Acido?
Cerré con llave la puerta del laboratorio y atravesé el pasadizo hasta la antigua cocina. Apagué las luces, porque ya la claridad del día se liudo visible en el patio. Oí que la puerta de atrás chirriaba, al rozar el piso de piedra, y quedaba abierta a causa del viento. En seguida escuché el sonido de pisadas y la voz de un hombre.
«Dios mío —pensé—, la señora Collins dijo que su marido vendría a cortar el césped esta mañana».
El hombre pasó la puerta; arrastraba a un joven; no se trataba del marido de la señora Collins, sino de Roger Kylmerth; le seguían cinco hombres llevando antorchas; no era la luz del alba lo que se hacía visible en el patio, sino la oscuridad de la noche.