Capítulo VII

LA cantera era abrupta, cavada en la falda de la colina y cubierta ahora con acebo, hiedra y desperdicios amontonados durante años en medio de piedras y terrones de tierra; el sendero que salía de la cantera conducía a un pequeño agujero, luego a otro, por último a un tercero; todo eso estaba cubierto por montículos y zanjas con abundante hierba. La aliaga se encontraba por todas partes; a causa de mi vértigo no podía ver nada; tropezando contra los montículos tenía un solo pensamiento en mi mente: era preciso salir de esta tierra maldita y encontrar el coche. Era absolutamente necesario encontrar el coche.

Me agarré al tronco de un árbol para ponerme de pie; allí había más trastos a mis pies, un pedazo de canta y matojos de hierba. El sentido del tacto había vuelto a mis miembros, pero yo tropecé en un terraplén; el mareo crecía lo mismo que la náusea; caí en una zanja y permanecí allí respirando fuertemente con un gran dolor en el estómago. Eso me dio un pequeño alivio, pues me encontraba muy enfermo; me levanté y subí a otro terraplén. Ahora vi que me hallaba a sólo unos centenares de metros del seto, al lado del cual yo había fumado mi cigarrillo; los terraplenes y la cantera habían estado ocultos de mi vista por un pequeño montículo. Miré hacia abajo una vez más en dirección al valle y vi cómo la cola del tren desaparecía detrás de la estación de Par. En seguida pasé por encima del seto, caminé por la colina arriba atravesando los campos y volví al coche.

Cuando llegué a donde lo había dejado, me sobrevino otro violento ataque de náuseas. Caminé haciendo eses entre los montones de cemento y las planchas de madera y me sentí de nuevo muy enfermo; el cielo y la tierra daban vueltas alrededor de mi cabeza. El vértigo que había sentido el primer día en el patio, no era nada comparado con este; me apoyé sobre el montón de cemento esperando que pasara y diciéndome a mí mismo: «nunca más…» con toda la fuerza y con toda la ira de alguien que vuelve en sí después de una anestesia.

Antes de caer a tierra había visto vagamente que otro coche se encontraba al lado del mío en el aparcamiento; después de un tiempo que me pareció una eternidad, cuando el vértigo y la náusea habían desaparecido y yo me encontraba tosiendo y sonándome la nariz, oí la tuerta del otro coche que se cerraba y caí en la cuenta de que su dueño lamía hacia mí y me estaba observando.

—¿Se encuentra usted bien ahora? —preguntó.

—Sí —dije—; sí, creo que sí.

Me levanté difícilmente y el hombre extendió su mano para ayudarme. Era más o menos de mi edad, unos cuarenta años, con un rostro bien parecido y mucha fuerza en su brazo.

—¿Tiene usted sus llaves?

—¿Las llaves…?

Hurgué en mi bolsillo en busca de las llaves del coche. Dios mío, ¿qué pasaría si las hubiera dejado caer en la cantera, o entre los terraplenes? Nunca las volvería a encontrar. Afortunadamente, estaban en el bolsillo de mi chaqueta, con el pequeño frasco; mi alivio fue tan grande que inmediatamente me sentí más fuerte y pude llegar hasta el coche sin su ayuda. Una dificultad, sin embargo: no podía introducir la llave en la cerradura.

—Permítame, yo lo haré —dijo mi buen samaritano.

—Es muy amable de su parte. Tenga la bondad de disculparme.

—Es mi trabajo —respondió él—. Yo soy médico.

Sentí que los rasgos de mi rostro se endurecían; en seguida traté de sonreír para procurar alejar cualquier sospecha; una ayuda casual de alguien que pasaba por el mismo camino era una cosa; una atención profesional por parte de un médico, era otra. En ese momento me miraba fijamente, con interés y con un cierto reproche en sus ojos. Me pregunté lo que él estaría pensando.

—El hecho es —le dije— que debí haber subido la colina demasiado aprisa. Me sentí mareado en la cumbre y luego positivamente enfermo. No pude evitarlo.

—Está bien —dijo él—, eso ocurre con frecuencia. Supongo que un aparcamiento es un sitio tan bueno como otro para vomitar. Usted se sorprendería de saber lo que uno puede encontrar allí en la temporada del turismo.

No se dejó engañar. Sin embargo, sus ojos eran particularmente penetrantes. Me pregunté si habría notado la pequeña botella que sobresalía del bolsillo de mi chaqueta.

—¿Tiene que ir usted lejos? —preguntó.

—No —dije—, un par de millas más o menos, nada más.

—En ese caso —sugirió—, ¿no sería más prudente que usted dejara su coche aquí y me permitiera acompañarlo? Usted podrá enviar por él más tarde.

—Es muy amable por su parte, pero le aseguro que me encuentro perfectamente ahora. Se trataba de algo pasajero.

—Hum, más bien violento.

—Sinceramente, no me pasa nada. Tal vez fue algo que comí en el almuerzo y después al subir la colina…

—Mire —me interrumpió—, usted no es uno de mis pacientes y yo no estoy tratando de prescribirle un tratamiento. Sólo quiero advertirle que puede ser peligroso el conducir en estas circunstancias.

—Sí, es muy amable de su parte y le agradezco su consejo.

En realidad, él podía tener razón. El día anterior yo había ido en coche hasta St. Austell y había vuelto a casa sin ninguna dificultad. Hoy podía ser diferente. El vértigo podía asaltarme de nuevo. Él vio mi vacilación y dijo:

—Si a usted le parece, lo seguiré en mi coche, sólo para ver si todo va bien.

No podía negarme sin suscitar más sospechas.

—Es una gran amabilidad la suya; tan sólo tengo que ir hasta la cumbre de la colina de Palmear.

—Está en el camino de mi casa; vivo en Fowey —dijo sonriendo.

Subí tambaleándome un poco a mi coche y salí del aparcamiento.

El coche del médico me seguía a poca distancia; pensé para mí mismo que si me desviaba hacia el borde podía resultar una catástrofe. Pero atravesé la zona estrecha sn dificultad y suspiré aliviado cuando entré en la carretera principal y me dirigí a la colina de Palmear. Cuando giré a la derecha para dirigirme a Kilmarth pensé que quizá el médico me seguiría hasta casa, pero él solamente hizo un signo de adiós con la mano y continuó su camino hacia Fowey. De todos modos, demostraba que era un hombre discreto. Quizá pensó que yo me alojaba en Polkerris o en alguna de las granjas cercanas: Atravesé el portal, dejé el coche en el garaje y entré en casa. Allí me volví a sentir enfermo.

La primera cosa que hice cuando me recobré, estando todavía bastante convulso, fue limpiar el pequeño frasco; luego bajé al laboratorio y me puse cerca del vertedero. Era más seguro allí que en la despensa. Fue solamente cuando subí de nuevo y me dejé caer en un sillón en el salón de música, cuando me acordé de los recipientes cuidadosamente empaquetados. Los había dejado en el coche.

Estaba a punto de levantarme y de bajar al garaje para buscarlos, ya que tendría que limpiarlos aún más cuidadosamente que el pequeño frasco, y guardarlos bajo llave, cuando caí en la cuenta, con una súbita ola de temor, de que había estado a punto de confundir el presente con el pasado; los recipientes habían sido dados al hermano de Roger y no a mí.

Me senté y permanecí inmóvil; mi corazón batía fuertemente; antes no había tenido una confusión de esa naturaleza; los dos mundos habían aparecido bien distintos el uno del otro; ¿era a causa de la náusea y del vértigo por lo que el pasado y el presente se habían confundido en mi cabeza? ¿O era que me había equivocado al contar las gotas de la droga, haciéndola más potente? No sabría decirlo. Me agarré a los brazos del sillón; eran sólidos, reales; todo a mi alrededor era real: el coche, el doctor, la cantera llena de trastos y de piedras. No así la casa sobre el estuario, ni sus habitantes, ni el hombre moribundo, ni el monje, ni los recipientes cuidadosamente empaquetados: todo eso

producto de la droga, una droga que trastornaba un cerebro sano.

Comencé a ponerme furioso, no tanto conmigo mismo, conejo de lndias voluntario, sino con Magnus. Él no estaba seguro de sus descubrimientos. No sabía lo que había hecho. Nada de extraño, pues, que me pidiera le enviara la botella B a fin de ensayar el contenido en un mono. Él sospechaba que algo iba mal y ahora yo podía decirle de qué

trataba. Ya no era ni la euforia ni la depresión, sino la confusión del pensamiento. La mezcla de dos mundos. Pues bien, ya tenía bastante. Recibía mi merecido. Magnus podía realizar en adelante sus experiencias con una docena de monos, no conmigo.

El teléfono comenzó a sonar. Me levanté de la silla y atravesé la biblioteca para contestar. Malditos sus poderes telepáticos. Iba a decirme que sabía dónde yo había estado; que la casa sobre el estuario le era familiar; que no tenía de qué preocuparme; que todo era completamente seguro con tal de que no tratara de tocar a alguien; que si yo me sentía enfermo o confuso era una consecuencia de la droga, sin importancia. Pero yo pondría todas las cosas en su punto.

Cogí el auricular, y alguien dijo:

—Espere un momento, por favor, alguien le llama.

Oí un pequeño ruido cuando Magnus se puso al habla.

—Maldito mil veces —dije yo—, esta es la última vez que me porto como un tonto.

Oí una exclamación de sorpresa y luego una risa,

—Gracias por la bienvenida a casa, querido.

Era Vita. Me quedé estupefacto con el auricular en la mano. ¿Era su voz una parte de la confusión?

—Querido —repitió ella—, ¿estás ahí? ¿Algo va mal?

—No, nada va mal, pero ¿qué ha ocurrido? ¿Desde dónde me hablas?

—Desde el aeropuerto de Londres. Tomé un avión que salió antes; eso es todo. Bill y Diana vendrán a recogerme e iremos a comer fuera esta noche. Pensé que podrías llamar más tarde a nuestro apartamento y que podrías sorprenderte de que yo no respondiera. Perdona si te doy una sorpresa.

—Está bien, pero olvidémoslo. ¿Cómo estás?

—Bien, ¿y tú, qué tal? ¿Quién pensabas que era cuando me contestaste hace poco en el teléfono? No parecías estar muy contento.

—De hecho, creí que era Magnus. Tuve que hacer un trabajo para… te he escrito todo esto en mi carta que no recibirás antes de mañana por la mañana.

Ella rio, reconocí la entonación de su voz con esa sugerencia de va me lo imaginaba». Luego dijo:

—Así, pues, tu profesor te ha puesto a trabajar. No me sorprende, pero ¿qué te ha hecho hacer que te ha convertido en un tonto?

Bueno, un montón de cosas, ya te lo explicaré cuando nos veamos. ¿Cuándo vuelven los niños?

—Mañana. Su tren llega a una hora imposible por la mañana. Así, pues, he pensado meterlos en el coche e ir en seguida a reunirnos contigo. ¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar ahí?

—Espera, se trata de eso precisamente, todavía no estamos listos para recibiros; te lo explico todo en mi carta. Espera hasta después del fin de semana.

—¿No estáis listos? Pero tú estás ahí desde hace cinco días; pensé que te habrías arreglado con alguna mujer para que viniera a cocinar, a preparar las camas y demás. ¿Nos ha fallado?

—No, no se trata de eso. Ella no puede ser mejor. Mira, querida,

no te lo puedo explicar por teléfono, todo te lo explico en mi carta;

de todos modos, no te esperábamos antes del lunes, por lo menos.

—¿No te esperábamos? ¿Quieres decir que el profesor está ahí? —No, no…

Sentía la irritación que se apoderaba de ambos.

Quiero decir la señora Collins y yo. Ella sólo viene por la mañana, tiene que subir en bicicleta desde Polkerris, la pequeña aldea que se encuentra al pie de la colina; las camas no se han aireado todavía. Ella se sentirá molesta si todo no se encuentra perfectamente a punto; tú te conoces muy bien, la casa te disgustará si no está en perfectas condiciones.

—Qué tontería, estoy preparada para hacer picnic, lo mismo que los niños. Podemos llevar la comida con nosotros, si eso es lo que te preocupa; también ropa para las camas; ¿hay suficientes sábanas?

—Montones de sábanas y montones de comida. ¡Oh, querida! No insistas. No conviene que vengas en este momento, esa es la pura verdad. Lo siento.

—De acuerdo. Perdóname.

El tonillo en el «de acuerdo» era típico de Vita, cuando se sentía momentáneamente vencida, pero determinada a ganar la batalla final.

—Mejor que consigas un delantal y una escoba —agregó ella

Les diré a Bill y a Diana que te has convertido en un criado y que vas a pasar la noche fregando el suelo. Se reirán mucho.

No es que no quiera verte, querida comencé a decir, pero su «adiós» con la misma inflexión de voz me indicó que yo no había estado muy brillante; ella había colgado el teléfono y se dirigía ahora seguramente al restaurante del aeropuerto para pedir un whisky y fumar tres cigarrillos seguidos en espera de sus amigos.

Bien, qué importaba. Mi indignación contra Magnus se había vuelto contra Vita, pero ¿cómo podía imaginarme que ella iba a tomar otro avión y telefonearme inesperadamente? Cualquiera, en la misma situación, hubiera cometido el mismo error. Pero la cuestión era esa precisamente. Mi situación no era la misma que la de cualquier otro: ella era única. Hacía menos de una hora yo había estado viviendo en otro mundo, en otro tiempo, o me lo había imaginado así, gracias a una droga.

Comencé a pasearme por la biblioteca, el comedor y la sala de música, como alguien que recorriera la cubierta de un barco; me parecía que no estaba seguro de nada; ni de mí mismo, ni de Magnus, ni de Vita, ni de nada que perteneciera a mi mundo inmediato; porque ¿quién podría decir a qué mundo pertenecía yo?: a este de esta casa prestada, al del apartamento en Londres, al de la oficina que había dejado al abandonar mi empleo, o a aquella casa de luto que se encontraba bajo los escombros amontonados durante siglos; ¿por qué, si tenía la determinación de no volver a ver esa casa, había disuadido a Vita de venir a reunirse conmigo el día siguiente? Las excusas habían venido a mi mente por un reflejo. La náusea y el vértigo habían desaparecido. La droga era peligrosa, sus implicaciones y sus efectos subsiguientes eran desconocidos. Esto también lo aceptaba. Yo amaba a Vita y, sin embargo, no la quería conmigo. ¿Por qué?

Cogí el teléfono y llamé a Magnus. No hubo respuesta, como tampoco encontraba respuesta a mis preguntas. Aquel doctor de ojos inteligentes hubiera podido tal vez contestarlas. ¿Qué me hubiera dicho? ¿Que una droga alucinatoria podía causarnos curiosos efectos, obrando sobre el inconsciente y trayendo a la superficie de la mente toda una vida de inhibiciones? asta sería una respuesta plausible, pero no satisfactoria. Yo no me había estado moviendo en compañía de fantasmas de mi niñez. La gente que había visto no eran sombras de mi pasado. Roger el mayordomo no era mi súper ego, ni Isolda un sueño de adolescente, un «hubiera podido ser…». ¿O quizá lo eran?

Traté de comunicarme con Magnus dos o tres veces de nuevo, pero sin resultado; pasé una tarde inquieta, incapaz de leer la prensa, de escuchar un poco de música, o de mirar la televisión. Finalmente, harto de mí mismo y de todo, me fui a la cama y con gran sorpresa mía, dormí como un lirón. Cuando me desperté por la mañana, me sentía perfectamente bien.

Lo primero que hice fue telefonear al apartamento en Londres; Vita estaba a punto de salir a recibir a los niños.

Querida, siento lo que pasó ayer…

Pero no había tiempo de hablar de todo eso ahora, pues Vita iba llegar tarde a la estación.

—Muy bien, pero ¿cuándo puedo telefonearte de nuevo? —le pregunté.

No puedo decírtelo. Depende de lo que los niños deseen hacer. Ademáis, tengo que comprar muchas cosas. Probablemente necesitan blue jeans, bañadores, no sé. A propósito, gracias por tu carta. Ciertamente, tu profesor te mantiene ocupado.

No te preocupes por Magnus… ¿Cómo estuvo la comida con Diana y Bill?

Agradable. Muchos escándalos de que hablar. Pero debo irme, si no, los niños estarán buscándome inquietos, en la estación Waterloo. Dales un afectuoso recuerdo de mi parte.

Ella ya había colgado el teléfono. Parecía contenta. La noche pasada en compañía de sus amigos y un buen descanso debieron cambiar sus ideas, lo mismo que mi carta, que ella parecía haber aceptado fácilmente. ¡Qué alivio!… Ahora podía descansar. La señora Collins llamó a la puerta y entró con el desayuno.

—Me mima usted demasiado —le dije—. Debía haberme levantado hace una hora.

—Usted está de vacaciones. No hay ninguna razón para levantarse, ¿no es verdad?

Pensé en estas palabras mientras tomaba mi café. Una observación muy pertinente. «Ninguna razón para levantarse…». Habían terminado para mí los viajes en el metro desde West Kensington hasta Covent Garden, lo mismo que la rutina inevitable en la oficina, las discusiones acerca de temas de publicidad, tales como cubiertas de libros, el valor de autores antiguos y modernos, etc. Todo había terminado, al abandonar mi empleo. Ninguna razón, pues, para levantarme… Pero Vita quería que yo comenzara de nuevo, esta vez en su país, al otro lado del Atlántico. Abrirme paso entre la gente en el metro, estrujar a los peatones en las aceras, un edificio de oficinas de treinta pisos, la rutina inevitable, discusiones sobre la publicidad, otras sobre autores modernos y antiguos… Alguna razón para levantarse…

Había dos cartas en la bandeja, con el desayuno. Una era de mi madre que se encontraba en Shropshire; me decía que el tiempo debía estar espléndido en Cornwall, que me envidiaba mi suerte, pues deberíamos tener mucho sol; sufría de nuevo a causa de su artritis; el pobre de Dobsie se estaba volviendo muy sordo. (Dobsie era mi padrastro y no me extrañaba que se estuviera volviendo sordo; tal vez era un mecanismo de defensa, pues mi madre nunca cerraba la boca), etc., etc. Su escritura grande cubría unas ocho páginas. Tuve remordimientos de conciencia, pues no había ido a verla desde hacía un año; tenía que ser justo con ella: nunca me lo reprochaba. Se había sentido feliz cuando me casé con Vita; se acordaba siempre de los niños, a quienes enviaba regalos en Navidades, lo que yo consideraba ciertamente una gentileza excesiva.

El otro sobre era largo y delgado y contenía un par de documentos escritos a máquina acompañados de una nota escrita por Magnus.

«Querido Dick: El melenudo amigo de mi alumno que se pasa su vida ramoneando en el Museo Británico, me ha enviado los documentos que te incluyo aquí. La copia del Lay Subsidy Roll tiene informaciones interesantes; el otro documento, que menciona a tu señor del feudo Champernoune y el lío que se produjo a consecuencia del traslado de su cuerpo, puede distraerte. Pensaré en ti esta tarde; me pregunto si Virgilio está descarriando a Dante. Recuerda que no debes tocarlo; la reacción puede ser cada vez más desagradable. Consérvate a distancia, y todo irá bien. Pensé que era mejor recordártelo antes de que emprendas el próximo viaje,

Tuyo, MAGNUS».

Consideré los dos documentos. El estudiante de investigación histórica había escrito al comienzo del primero: «Del obispo Grandisson de Exeter. Original en latín. Excuse las faltas de la traducción». Decía así:

«Grandisson. 1329 después de Cristo. Abadía de Tywardreath. John, etc., a sus hijos pertenecientes a una Congregación Religiosa, a los señores, al prior y al Convento de Tywardreath; saludos… etcétera. Según las leyes del Derecho Canónico, sabemos que los cuerpos de los fieles, una vez que han sido enterrados por la Iglesia, no pueden ser exhumados, sino a condición de cumplir lo que dicen esas mismas leyes. Hemos sabido que el cuerpo del señor sir Henry de Champernoune reposa en vuestra iglesia. Algunos, sin embargo, dirigiendo su mirada según un modo de actuar mundano sobre las pompas transitorias de la presente vida más bien que sobre el bien espiritual del alma de dicho señor y sobre los ritos que se prescriben, tratan de exhumar su cuerpo, en circunstancias, que no son aceptables por nuestras leyes, y de trasladarlo a otro sitio sin nuestra licencia. Por lo tanto, y en virtud de la santa obediencia que nos debéis, os ordenamos que os opongáis n tales pretensiones injustas y que no permitáis la exhumación ni el traslado de dicho cuerpo de cualquier manera que sea, antes de que se nos haya consultado sobre el asunto y de que las razones para tal exhumación o traslado, si es que existen, sean examinadas, discutidas y aprobadas; así escaparéis al castigo de Dios y al nuestro. Entretanto, por nuestra parte, mandamos, bajo pena de excomunión, a todos y a cada uno de nuestros súbditos, así como a aquellas personas gracias a las cuales algunos esperan perpetrar un crimen de esta naturaleza, que no se proporcione ninguna ayuda, consejo o favor para que se haga la exhumación o el traslado de que se hace aquí mención. Dado en Paington el 27 de agosto».

Magnus había añadido una nota al pie de la página. «Me gusta el estilo directo del obispo Grandisson. Pero ¿de qué se trata? ¿Una disputa familiar o algo más siniestro, de lo que el obispo no estaba al corriente?».

El segundo documento era una lista de nombres, con el título:

«Lay Subsidy Roll, 1327, Parroquia de Tiwardryd. Subsidio que hay que pagar de una vigésima parte de todos los bienes movibles… por todos los propietarios que posean bienes por valor de diez shillings o más».

Se encontraban allí cuarenta nombres en total; Henry de Champernoune encabezaba la lista; recorrí con la mirada el resto; el número treinta y tres era Roger Kylmerth. Así, pues, no se trataba de una alucinación: él había realmente existido.