Capítulo VI

ESTA vez, apoyado contra el seto, sin moverme, iba a tratar de descubrir el momento preciso del paso de un mundo al otro. En las ocasiones precedentes, me encontraba caminando, la primera vez a través de los campos, la segunda vez, por el sendero del cementerio de la iglesia.

Ahora seguramente ocurriría de otra manera, pues me concentraba en el momento del impacto. La sensación de bienestar vendría, así como la pérdida de la gravedad cuando el sentido del tacto abandonara mi cuerpo. Nada de pánico esta vez; asimismo, nada de lluvia molesta. Hacía incluso un poco de calor. El sol debía estar atravesando las nubes, pues sentía el brillo de la luz a través de mis párpados. Di una última chupada a mi cigarrillo y lo dejé caer.

Si esta sensación agradable iba a durar mucho tiempo, podía dormirme. Los pájaros gozaban aún de la luz del sol; podía oír el canto de un mirlo detrás de mí sobre el seto, y más distintamente todavía, el canto de un cuco en el valle, lejano al principio, pero a mi lado poco después. Escuché el canto del cuco, mi canto preferido, que despertaba recuerdos de travesuras de niño treinta años atrás. Allí, sobre mi cabeza, el pájaro cantaba.

Abrí los ojos y contemplé su vuelo extraño, irregular, en el cielo; al hacerlo, recordé que estábamos al final del mes de julio. El corto verano de Inglaterra termina para el cuco en junio, lo mismo que para el mirlo; además, las rosas que florecían cerca de mí deberían haberse marchitado a mediados de mayo. Este calor y esta luz pertenecían a otro mundo, a una primavera anterior. Todo sucedió, pues, a pesar de mi concentración, en un instante no registrado en mi cerebro. Todo el intenso color verde que vi el primer día se derramaba por la cuesta de la colina que se encontraba a mis pies; el valle con su tapete de álamos y de abedules yacía cubierto por una capa de agua, que era parte de un amplio estuario que penetraba en la tierra.

Me puse de pie y vi cómo el río se estrechaba y confundía su curso con el canal del molino debajo de Treesmill; la granja había cambiado de forma; era ahora más estrecha, con techo de paja; la colina de enfrente estaba cubierta de robles, de follaje tierno en el momento de la primavera.

Inmediatamente debajo de mí, allí donde el campo se cortaba bruscamente para dar paso a la línea del tren, veía ahora una cuesta suavemente inclinada por la cual descendía un amplio camino hacia el estuario; el camino terminaba en un muelle en donde se veían algunas barcas ancladas; el canal era profundo en ese lugar y formaba una especie de recinto cerrado. Una embarcación más grande esperaba en mitad de la corriente, con sus velas medio desplegadas. Podía oír las voces de los hombres que cantaban a bordo; vi una barca que se desprendió de su borda para llevar a alguien a tierra; las voces callaron cuando el hombre de la barca hizo un signo de silencio. Miré alrededor mío; el seto había desaparecido, la colina detrás de mí tenía la misma vegetación que la del frente; a mi izquierda, en lugar de la maleza, un muro de piedra rodeaba una casa, cuyo techo podía ver por encima de los árboles. Un sendero desde el muelle conducía a esta casa.

Me acerqué un poco. El hombre desembarcó en el muelle y comenzó a subir el camino dirigiéndose hacia el sitio en que yo me encontraba. En ese momento el cuco cantó; el hombre levantó los ojos para mirarlo y se detuvo un momento para tomar aliento; su comportamiento era tan natural, tan ordinario, que me cayó simpático, por la sola razón de que era un ser viviente, en tanto que yo parecía un fantasma irreal. El tiempo, sin embargo, no parecía constante, pues ayer era la fiesta de San Martín y hoy, a juzgar por el cuco y las rosas florecidas, debía ser primavera.

Se acercó de frente, y le reconocí, aunque su expresión ahora era más grave y más solemne que la que tenía el día anterior; se me ocurrió pensar que estas figuras eran como los diamantes, espadas y corazones de un juego de cartas que un paciente jugador barajara en sus manos; de cualquier manera que salieran, presentaban una combinación de figuras que el jugador no podía adivinar. Yo no sabía cómo iba a continuar el juego; ellos tampoco lo sabían.

Se trataba de Otto Bodrugan, seguido de su hijo Henry; cuando levantó la mano para saludar, el gesto fue tan espontáneo, que yo levanté la mía para responderle y aún le sonreí. Debería haber sabido lo inútil de ello, pues el padre y el hijo pasaron a mi lado hacia la entrada de la casa, mientras Roger el mayordomo salía a recibirlos. Él debió encontrarse allí, mirándolos acercarse, aunque yo no le había visto. El aspecto festivo de ayer había desaparecido, lo mismo que esa sonrisa de burla de querer jugar de intermediario de amantes. Llevaba una túnica oscura, como Bodrugan y su hijo; su manera de comportarse era asimismo grave, como la de ellos.

—¿Cuáles son las noticias? —preguntó Bodrugan.

Roger sacudió la cabeza:

—Se muere rápidamente. Hay pocas esperanzas. Mi señora lady Joanna está dentro, con los otros miembros de la familia. Sir William Ferrers ya ha llegado de Bere, en compañía de lady Matilda. Sir Henry no sufre; hemos cuidado de eso, o mejor dicho, el hermano Jean ha cuidado de eso, pues le ha estado acompañando día y noche.

—¿Y cuál ha sido la causa?

—Ninguna en particular, excepto esa debilidad general que vos sabéis, lo mismo que un enfriamiento general que tuvo cuando pasamos por la última nevada. Delira, pide perdón, habla de sus graves faltas… El párroco ya ha oído su confesión, pero no contento con eso, se ha confesado con el hermano Jean; ha recibido además los últimos sacramentos.

Roger se hizo a un lado para dejar pasar a Bodrugan y a su hijo a través de la puerta de entrada; pude ver ahora la extensión del edificio, con muros de piedra y techo en declive; daba frente a un patio; una escalera exterior conducía a una habitación superior tal como se ve en las granjas de hoy para subir al granero. Los establos se levantaban detrás de la casa; más allá de los muros de piedra, el camino subía serpenteando hacia Tywardreath; cabañas de techo de paja pertenecientes a los siervos se veían desparramadas a uno y otro lado del sendero.

Unos perros salieron a nuestro encuentro, ladrando; volvieron atrás con las orejas gachas, cuando Roger les impuso silencio; un siervo con rostro alarmado salió de un rincón de la casa y se los llevó. Bodrugan y su hijo cruzaron la puerta, acompañados de Roger; yo les seguía, como su sombra. Entramos en un vestíbulo largo y estrecho, que se extendía de un extremo a otro de la casa; las pequeñas ventanas daban al patio por el lado oriental y al estuario por el occidental. Una chimenea abierta se encontraba al otro lado; las ramas no daban apenas fuego; a través del ancho del vestíbulo, se encontraba una mesa en caballete, con bancos a sus lados. El vestíbulo era oscuro, en parte a causa del tamaño reducido de las ventanas, en parte al humo, y en parte, en fin, al color rojo oscuro de los muros que le daban un aire sombrío.

Tres jóvenes estaban sentados a horcajadas sobre los bancos, dos muchachos y una muchacha; su actitud de abandono sugería más bien el espanto entorpecedor ante la muerte, que un dolor real. Reconocí al mayor, William Champernoune, que había sido presentado al obispo. Él fue el primero en levantarse para saludar a su tío y a su primo; los dos menores, después de un momento de vacilación, le imitaron. Otto Bodrugan se inclinó para besarlos; en seguida los niños, como ocurre cuando un adulto entra en casa en un momento de dolor, aprovecharon la ocasión para abandonar la habitación en compañía de su primo Henry.

Ahora yo tenía tiempo de observar a los otros personajes en la habitación. No había visto antes a dos de ellos: a un hombre y a una mujer. El hombre tenía el cabello ralo y llevaba larga barba. La mujer era robusta y con una expresión en el rostro que indicaba malos presagios para quien se opusiera a ella; vestía ya de negro, lista para la calamidad cuando viniera; su cofia blanca contrastaba fuertemente un su vestido negro. El hombre debía ser sir William Ferrers, quien, según había dicho Roger, había llegado a toda prisa desde Devon con su esposa Matilda. El tercer ocupante de la habitación no era alguien desconocido para mí; era mi Isolda, sentada en un taburete bajo. Ella había preparado el luto llevando un vestido de color lila, pero el borde de plata de su vestido brillaba vistosamente, y la cinta de la cabeza, para recoger sus cabellos, había sido colocada con gran cuidado.

La atmósfera que se respiraba era tensa; Matilda Ferrers tenía una expresión de enojo que iba a causar problemas.

—Os esperábamos desde hace mucho tiempo —fue su inmediato reproche para Bodrugan mientras este se acercaba a su silla—. ¿Son necesarias tantas horas para atravesar la bahía u os habéis demorado a propósito a fin de dar tiempo a vuestros hombres de pescar algo?

Bodrugan besó su mano, no hizo caso del reproche y miró al hombre que se encontraba detrás de ella.

—¿Cómo estáis, William? —dijo—. Una hora desde mi playa hasta aquí, con el viento contrario, es un tiempo bien corto. Habría tardado más si hubiera venido a caballo.

William asintió, con un imperceptible encogimiento de hombros; estaba acostumbrado al mal humor de su esposa.

—Pienso lo mismo —murmuró—. No hubierais podido venir más pronto y, en todo caso, no hay nada que hacer.

—¿Nada qué hacer? —repitió Matilda—. Excepto ayudarnos cuando llegue el momento, y unir su voz a la nuestra. Hay que despachar a ese monje francés de su lado y echar al párroco borracho de la cocina. Si él no puede usar la autoridad de un hermano para persuadir a Joanna a que entre en razón, nadie lo podrá.

Bodrugan volvió la cabeza hacia Isolda. Apenas rozó su mano al saludarla; tampoco ella levantó la vista ni le sonrió; tenían que ser prudentes; una palabra demasiado afectiva podría levantar sospechas.

Noviembre… mayo… Seis meses debían haber pasado desde el momento de la recepción en la abadía.

—¿Dónde está Joanna? —preguntó Bodrugan.

—En la cámara superior respondió William.

En este momento caí en la cuenta de su parecido con Isolda. Este era William Ferrers, su hermano, pero por lo menos diez o quizá quince años mayor; su rostro era delgado, y su cabello escaso estaba un poco encanecido.

—¿Vos os dais cuenta de lo difícil de la situación? —continuó—. Henry no acepta a nadie a su lado excepto al monje francés, el hermano Jean; no recibe más cuidados que los de él; ha rechazado los buenos oficios del médico que trajimos de Devon, un hombre de gran fama. Ahora que el tratamiento del monje ha fallado, Henry ha caído en coma y su fin está próximo, quizá vendrá dentro de unas pocas horas.

—Si tal es el deseo de Henry y si no está sufriendo, ¿de qué nos podemos quejar? —preguntó Bodrugan.

—¡Porque todo eso está mal! —gritó Matilda Henry ha llegado a expresar el deseo de ser enterrado en la capilla de la abadía, cosa que debemos impedir a toda costa. Todos conocen la mala reputación de la abadía, el comportamiento relajado del prior, la falta de disciplina de los monjes. La tumba en ese sitio para una persona de la categoría de Henry, nos pondría en ridículo ante los ojos de todos.

—¿Los ojos de quién? —preguntó Bodrugan—. ¿Contempláis a toda Inglaterra o solamente a Devon?

Matilda se puso roja.

Sabemos muy bien de qué lado estabais hace siete años, apoyando a una reina adúltera contra su hijo, el legítimo rey. Sin duda ninguna os sentís atraído hacia todo lo que es francés, desde unas fuerzas invasoras, aunque tuvieran que atravesar el canal, hasta unos monjes disolutos que sirven una congregación extranjera.

Su marido William puso una mano conciliadora sobre el hombro de Matilda.

—No ganamos nada abriendo antiguas heridas. La parte de Otto en esa rebelión no nos concierne. Sin embargo… —él miró a Bodrugan en ese momento—, Matilda tiene razón en una cosa. No es buena política para un Champernoune ser enterrado entre monjes franceses. Sería más conveniente que vos le enterrarais en Bodrugan, teniendo en cuenta que Joanna conserva una parte de vuestro feudo como dote de su matrimonio. O tal vez sería mucho mejor para él ser enterrado en Bere, donde estamos reconstruyendo la iglesia. Después de todo, Henry es mi primo: mi parentesco es casi tan estrecho como el vuestro.

—¡Por amor de Dios! —Isolda interrumpió con impaciencia—. Dejad a Henry reposar donde él quiera. ¿Hemos de portarnos como carniceros que regatean sobre la carne de un cordero, antes de que este sea degollado?

Era la primera vez que oía su voz. Hablaba en francés, como los otros, con la misma entonación nasal; sin embargo, quizá a causa de su juventud, o debido al hecho de que yo me sentía inclinado hacia ella, encontré su acento más musical y más claro que el de los otros. Matilda rompió en llanto, con gran consternación de su marido; entretanto Bodrugan se dirigió a la ventana y miró hacia fuera. En cuanto a Isolda, la causante de esta crisis, golpeó el suelo con el pie y mostró en su rostro una expresión de desdén.

Miré a Roger que estaba de pie a mi lado. Hacía un supremo esfuerzo para reprimir una sonrisa. En seguida avanzó, con una actitud de respeto hacia todos los presentes; observó a todos en general, aunque yo sospeché que buscaba los ojos de Isolda.

—Si me lo permitís —dijo daré cuenta a mi señora de la llegada de sir Otto.

Nadie contestó. Roger, tomando el silencio por una afirmación, se inclinó y salió. Subió las escaleras que conducían a la habitación superior; yo le seguí como si una cuerda nos atara el uno al otro. Entró sin llamar; apartó las pesadas puertas de la habitación, que ocupaban la mitad del espacio del vestíbulo inferior; gran parte de la habitación estaba ocupada por una gran cama y su dosel. Las pequeñas ventanas daban poca luz, pues estaban cubiertas con papel encerado; los cirios encendidos sobre la mesa al pie de la cama formaban sombras monstruosas sobre los muros pintados de rojo.

Había poca gente allí: Joanna, un monje y el moribundo. Henry de Champernoune estaba incorporado en su cama, gracias a un gran cojín colocado a sus espaldas; el mentón se apoyaba sobre su pecho; un lienzo blanco le cubría la cabeza como un turbante y le daba un extraño parecido con un jefe árabe. Sus ojos estaban cerrados; a juzgar por la palidez de su rostro, estaba a punto de morir. El monje removía un líquido en un recipiente, sobre la mesa, cuando nosotros entramos. Levantó la cabeza. Era el hombre joven que había servido al prior como secretario o ayudante, en mi primera visita a la abadía. No dijo nada y continuó removiendo el líquido. Roger se volvió hacia Joanna, quien se encontraba sentada al otro extremo del cuarto. Se la veía perfectamente dueña de sí misma; se ocupaba en ese momento en tejer con hilos de diversos colores. No mostraba el más mínimo dolor en su rostro.

—¿Están todos allí? —preguntó sin levantar los ojos de su labor.

—Los que han sido invitados —respondió el mayordomo—; y ya disputan unos con otros; lady Ferrers comenzó por enfadarse con los niños porque hablaban demasiado fuerte; ahora se las tiene que ver con sir Otto; entretanto lady Carminowe, por la expresión de su rostro, muestra que desearía encontrarse en otra parte. Sir John no ha venido aún.

—Y no es probable que venga —replicó Joanna—. Le dejé el asunto a su discreción. Si viene demasiado pronto a dar el pésame, se pensará que tiene interés en ello y su hermana lady Ferrers sería la primera en levantar chismes.

—Ya levanta chismes ahora —dijo Roger.

—Lo sé. Por eso, cuanto más pronto se arregle todo este asunto, tanto mejor.

Roger se dirigió al pie de la cama y miró al indefenso sir Henry. —¿Cuánto tiempo aún?— preguntó al monje.

—No volverá a despertar. Puedes tocarlo si quieres, no lo sentirá. Esperamos sólo que el corazón deje de latir; entonces la señora podrá anunciar su muerte.

Roger pasó su mirada del lecho hacia los pequeños recipientes que se encontraban sobre la mesa.

—¿Qué le diste de beber?

—Lo mismo que antes, meconium, el jugo de la planta, con una porción igual de beleño; todo tiene el poder de un trago de aguardiente. Roger miró a Joanna.

—Será mejor que retire estos vasos, no sea que luego la gente hable acerca del tratamiento dado a sir Henry. Lady Ferrers hizo mención de su médico personal. Difícilmente podrán ir contra vuestra voluntad, pero siempre pueden crearse situaciones difíciles.

Joanna, ocupada siempre en su labor, se encogió de hombros.

—Toma los ingredientes, si quieres; yo ya he dispuesto de la mezcla de los líquidos arrojándolos a la pila. Puedes retirar también los vasos, si te parece más seguro, aunque no creo que el hermano Jean tenga nada que temer. Su discreción ha sido absoluta.

Ella sonrió al monje, quien le correspondió con una mirada expresiva; me pregunté si él también, como el ausente sir John, había encontrado el favor de la dama durante la enfermedad de su marido. Entre los dos, Roger y el monje, recogieron los recipientes, hicieron un paquete con ellos y los metieron en un saco; entretanto, yo pude oír voces en el vestíbulo inferior, lo cual significaba que lady Ferrers se había recobrado de su crisis de llanto.

—¿Cómo está mi hermano Otto? —preguntó lady Joanna.

—No hizo ningún comentario cuando sir William sugirió el entierro de sir Henry en la capilla de Bodrugan como sitio más conveniente que la capilla de la abadía. Me parece que hay pocas probabilidades de que él se mezcle en el asunto, Sir William propone su propia iglesia en Bere como otra alternativa.

—¿Con qué propósito?

—Tal vez para ganar prestigio, ¿quién sabe? No recomendaría esa solución. Una vez que tuvieran el cuerpo de sir Henry en sus manos, podrían crear dificultades. Mientras que en la capilla de la abadía…

—Todo irá bien. Los deseos de sir Henry serán atendidos, y nosotros en paz. Confío en ti para que no haya problemas con los concesionarios. La gente no ama mucho la abadía.

—No habrá problemas si se les trata bien, en la celebración del funeral respondió Roger. —Una promesa de mitigación de multas en el próximo juicio y perdón de castigos por mala conducta, les contentará.

—Esperemos que sea así. —Dejó a un lado su labor y se dirigió al lecho—. ¿Vive todavía?

El monje tomó el pulso y luego acercó su cabeza al pecho del enfermo.

—Apenas. Podéis encender los cirios si lo deseáis; mientras la familia se reúne, él habrá muerto.

Parecían hablar de un mueble que había perdido su utilidad, más bien que del marido que estaba a punto de morir. Joanna volvió a su sitio, tomó un velo negro y comenzó a envolverse con él la cabeza y los hombros. En seguida tomó un espejo de plata que se encontraba sobre la mesa.

—¿Debo llevar este velo así, o cubriéndome el rostro? —preguntó al mayordomo.

—Mejor cubrir también el rostro, a no ser que seáis capaz de llorar a voluntad.

—No he llorado desde el día de la boda.

El hermano Jean cruzó las manos de sir Henry sobre el pecho y un trozo de tela para sostener su mandíbula inferior. Se levantó

mirar su trabajo; puso un crucifijo entre las manos cruzadas del orto.

Entretanto Roger arreglaba la mesa.

—¿Cuántos cirios necesitas? —preguntó al monje.

Cinco en el día de la muerte en honor de las cinco llagas de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Tienes una cobertura negra para la cama? —En aquel cofre— intervino Joanna.

Mientras Roger y el hermano Jean preparaban el lecho, ella se miró por última vez en el espejo, antes de cubrirse el rostro con el velo.

—Si vos me lo permitís —murmuró el monje—, sugiero que la mejor impresión la daríamos si os arrodilláis al lado de la cama; yo me mantendré a los pies de ella. Así, cuando los miembros de la familia entren, yo podré recitar las oraciones por los difuntos. A no ser que vos prefiráis que lo haga el párroco.

—Está demasiado borracho para poder subir las escaleras dijo Roger. —Si lady Ferrers llega a verlo, será el fin para ese hombre.

—Entonces dejadlo tranquilo —ordenó Joanna—, y hagamos lo nuestro. Roger, ¿quieres bajar y llamarlos? A William primero, pues es el heredero.

Ella se arrodilló al lado de la cama, con la cabeza inclinada en signo de dolor; la levantó, sin embargo, cuando salíamos y dirigiéndose a Roger sobre su hombro, dijo:

Le costó cerca de cincuenta marcos a mi hermano Otto el entierro, cuando mi padre murió, sin contar los animales que fueron degollados en la fiesta del funeral. No debemos exagerar ahora. No hagas liberalidades.

Roger abrió la puerta; le seguí. Igual que a mí, el contraste entre el brillo del día en el exterior y la atmósfera fúnebre en el interior, debió llamarle la atención, pues se detuvo un momento en la parte superior de la escalera y miró hacia abajo, más allá de los muros de piedra que rodeaban la propiedad hacia las aguas del estuario. Las velas de la embarcación de Otto Bodrugan estaban recogidas; uno de los hombres, en un bote a estribor, trataba de pescar algo. Los chicos de la casa habían descendido la colina para mirar la embarcación de su tío. Henry, el hijo de Bodrugan, señalaba algo a su primo William, mientras los perros corrían y ladraban de nuevo.

Caí en la cuenta en ese momento de una manera más intensa que antes, de lo fantástica y macabra que era mi presencia en medio de ellos: invisible, no nacido aún, testigo de sucesos que habían ocurrido siglos atrás, perdidos en la historia. Al mismo tiempo me preguntaba cómo era posible que encontrándome allí sobre esa escalera, mirando sin ser visto, pudiera sentirme comprometido en todo eso y perturbado por esos amores y esas muertes. El hombre que agonizaba hubiera podido ser un pariente de mi mundo: mi padre, por ejemplo, que había muerto cuando yo tenía la edad del joven William. El telegrama anunciando su muerte por los japoneses en el lejano Oriente había llegado en el momento en que mi madre y yo habíamos terminado de almorzar, en un hotel de Gales durante las vacaciones de Pascua. Ella había subido a su habitación y había cerrado la puerta; yo me había paseado por la carretera de entrada al hotel, consciente de la pérdida, pero sin poder llorar y temiendo la mirada de compasión de la recepcionista cuando volviera a entrar al hotel.

Roger, llevando el paquete con los recipientes manchados con los jugos de las hierbas, bajó hasta el patio y atravesó un portal que conducía al establo. Al parecer, todos los sirvientes de la casa se habían reunido allí; al acercarse el mayordomo, interrumpieron sus conversaciones en voz baja y se dispersaron; sólo quedó uno, que yo había visto ya el día de la recepción al obispo, y que reconocí, por su parecido con Roger, como su hermano. Roger le llamó a su lado con un movimiento de la cabeza.

—Ha muerto —le dijo—. Ve a la abadía inmediatamente e informa al prior, y dile dé órdenes para que toquen las campanas. El trabajo debe cesar al oírlas, y todo el mundo debe venir de los campos y reunirse en la plaza de la aldea. Inmediatamente después de esto, cabalga a casa y coloca este paquete en el sótano y espera allí mi regreso. Tengo mucho que hacer; no volveré antes de la noche.

El muchacho asintió con la cabeza y se dirigió al establo. Roger pasó una vez más bajo el portal en dirección al patio. Otto Bodrugan estaba de pie a la entrada de la casa. Roger dudó un momento, luego se dirigió hacia él.

—Mi señora os pide que vayáis a reuniros con ella, en compañía de sir William, de lady Ferrers y de lady Isolda. Yo iré a llamar a William y a los niños.

—¿Ha empeorado sir Henry? —preguntó Bodrugan.

—Ha muerto, sir Otto. Hace apenas cinco minutos, sin recobrar el conocimiento, en paz, en medio de su sueño.

Lo siento —dijo Bodrugan—, pero es mejor así. Ruego a Dios que tanto tú como yo podamos abandonar este mundo de una manera tan pacífica, aunque no lo merezcamos. —Ambos hombres hicieron sobre ellos la señal de la cruz. Automáticamente, yo hice lo mismo—. Avisaré a los otros —continuó Bodrugan—. Lady Ferrers puede tener una crisis de histeria, pero no importa. ¿Cómo está mi hermana?

—Tranquila, sir Otto.

—Así me lo esperaba.

Bodrugan hizo una pausa antes de entrar en la casa.

—Tú sabes muy bien —continuó, con una cierta vacilación en el tono de su voz— que siendo William menor de edad, deberá ceder sus tierras al rey hasta llegar a su mayoría.

—Sí, lo sé, sir Otto.

—La confiscación sería nada más que una pequeña formalidad en circunstancias ordinarias —prosiguió Bodrugan—. Como tío que soy de William y por lo tanto su custodio legal, yo debería ser el encargado le administrar las tierras en nombre del Rey. Pero las circunstancias no son ordinarias, debido a la parte que tuve en lo que han llamado

—El mayordomo conservó un silencio discreto, sin dejar traslucir sus sentimientos. —Por lo tanto dijo Bodrugan—, el delegado del rey será probablemente alguien que goce de mejor nombre que yo, seguramente su primo sir John Carminowe. En ese caso, no dudo que él sabrá disponer todas las cosas de la manera menos enojosa para mi hermana.

La ironía de su voz era evidente.

Roger inclinó la cabeza, sin hacer ningún comentario. Bodrugan entró en la casa. La sonrisa de satisfacción del mayordomo desapareció instantáneamente en el momento en que el joven Champernoune, acompañado de su primo Henry, entró riendo y corriendo en el patio, habiendo olvidado momentáneamente la inminencia de la muerte en esa casa. Henry, el mayor del grupo, fue el primero en intuir lo que había pasado. Hizo callar a los dos más pequeños e invitó a William a avanzar. Vi cambiar la expresión en el rostro del joven, que pasó de la risa ligera a la sospecha de algo funesto; me imaginé la rapidez con que el terror se apoderó de él y le hizo sentirse enfermo.

—¿Se trata de mi padre…? —preguntó.

Roger asintió.

—Toma a tu hermano y a tu hermana contigo —dijo—, y ve al lado de tu madre. Recuerda, tú eres el primogénito; ella contará contigo como consuelo para los días que se avecinan.

El joven se agarró al brazo del mayordomo.

—Tú te quedarás con nosotros, ¿no es verdad? —preguntó—. ¿Y mi tío Otto también?

—Ya veremos —respondió Roger—. Pero tú eres la cabeza de la familia ahora.

William hizo un esfuerzo supremo para dominarse. Se volvió hacia sus hermanos y les dijo:

—Nuestro padre ha muerto. Venid conmigo.

Entró en la casa, con la cabeza alta, aunque muy pálido. Los niños, asustados, hicieron como se les decía; tomaron la mano de su primo Henry y miraron a Roger. Vi por primera vez algo de compasión sobre el rostro del mayordomo, al mismo tiempo que de orgullo; el joven que él había conocido desde la cuna, no iba a fallarle. Esperó un momento y luego les siguió.

El vestíbulo parecía desierto. Una cortina que colgaba en un extremo, había sido corrida; se veía una estrecha escalera que subía a la habitación superior; por esta escalera debieron de subir Otto y los Ferrers, lo mismo que los niños. Pude oír el ruido de pisadas arriba; en seguida, silencio, seguido del murmullo del monje:

Réquiem aeternam dona eis Domine: et lux perpetua luceat eis. Dije que el vestíbulo parecía desierto, y así era, salvo que la esbelta figura vestida de lila se encontraba allí: Isolda era el único miembro del grupo que no había subido. Al verla, Roger se detuvo, antes de continuar su camino, mostrando un gran respeto.

—¿Lady Carminowe no desea presentar las condolencias, con el resto de la familia? —preguntó.

Isolda no le había visto, volvió la cabeza y le miró fijamente; brillaba un tal frío en sus ojos, que encontrándome yo al lado del mayordomo, me parecía que me cubrían a mí también con una ola de desprecio.

—No acostumbro a representar una farsa cuando se trata de la muerte —dijo ella.

Si Roger fue sorprendido, no dio muestras de asombro; mostrando el mismo respeto que antes, continuó:

Sir Henry agradecería vuestras oraciones.

—Él las ha tenido con regularidad durante muchos años, y sobre todo durante las últimas semanas.

La insinuación en el tono de su voz era evidente para mí y sin duda también para el mayordomo.

Sir Henry ha estado enfermo después de hacer su peregrinación a Compostela —replicó él—. Dicen que sir Ralph de Beaupré sufre hoy de la misma enfermedad. Es una fiebre maligna que no tiene remedio. Sir Henry cuidaba muy poco de su propia persona, de suerte que era difícil cuidar de él. Os aseguro que hemos hecho todo lo posible.

—Entiendo que sir Ralph Beaupré conserva sus facultades mentales a pesar de la fiebre —replicó Isolda—. Mi primo no las mantuvo. No reconocía a ninguno de nosotros durante un mes o más, aunque su frente estaba fresca y la fiebre no era muy alta.

—No hay dos hombres que se comporten igual en la enfermedad —respondió Roger— Lo que salvará a uno, perjudicará a otro. Si sir Henry perdió sus facultades mentales, eso fue mala suerte suya.

Mala suerte que fue más efectiva gracias a los brebajes que se le suministraron —dijo ella—. Mi abuela Isolda de Cardinham tenía un tratado de hierbas escrito por un médico muy docto que estuvo en las Cruzadas; ella me lo dejó a mí antes de morir, porque yo llevaba su mismo nombre. Estoy familiarizada con las semillas de la adormidera, de la mandrágora, del abeto marítimo, y sé muy bien el efecto que producen.

Roger, sorprendido, no le respondió inmediatamente. Luego dijo:

—Estas hierbas son usadas por todos los boticarios para aliviar dolores. El monje Jean de Meral se formó en el monasterio de Angers y es especialmente hábil. Sir Henry tenía una fe ciega en él.

—No dudo nada de la fe de sir Henry, de la habilidad del monje o de su celo en emplear esa habilidad, pero una hierba para curar puede volverse fatal, si se aumenta la dosis —replicó Isolda.

Ella había lanzado un desafío y él lo sabía. Recordé la mesa al pie de la cama y los recipientes encima de ella, recipientes que habían sido envueltos cuidadosamente y llevados a otra parte.

—Esta casa está de luto dijo Roger, —y continuará así durante varios días. Os aconsejo hablar de este asunto con mi señora, no conmigo. Yo nada tengo que ver en eso.

—Tampoco yo —respondió Isolda—. Yo hablo movida por el cariño que tengo a mi primo y porque no se me engaña fácilmente. Debes recordar esto.

Uno de los niños comenzó a llorar en la habitación de arriba, y hubo un súbito silencio en las oraciones, ruido de personas que se movían y pasos en la escalera. La hija de la casa, que no podía tener más de diez años, entró corriendo en nuestra habitación y se arrojó en brazos de Isolda.

—Dicen que está muerto —dijo la niña— y, sin embargo, abrió sus ojos y me miró una vez antes de cerrarlos de nuevo. Nadie más lo vio, estaban demasiado ocupados con sus oraciones. ¿Quiso decir con eso mi padre que yo debería acompañarlo a la tumba?

Isolda abrazó a la niña con un aire protector y miró fijamente por encima del hombro a Roger; de repente dijo:

Si algo malo ha sido perpetrado aquí hoy o ayer, tú serás responsable con los otros cuando llegue el momento. No en este mundo, donde no tenemos pruebas, sino en el futuro delante de Dios.

Roger avanzó, me parece para hacerla callar o para arrebatarle a la niña; me precipité sobre él para impedírselo, pero tropecé con una piedra suelta. Alrededor mío no había nada, excepto montones de tierra cubiertos de hierba, de malezas de, aliaga y de raíces de un árbol muerto; detrás de mí, se abría un gran agujero en la tierra, de forma circular como una cantera, llena de trastos viejos. Me agarré a un tronco retorcido de aliaga, hice un esfuerzo violento mientras en la distancia pude oír el ruido de una locomotora que pasaba más abajo, en el valle.