UNA carta enviada por correo aéreo me esperaba al día siguiente sobre la mesa del desayuno. Era de Vita. La había escrito desde la casa de su hermano en Nueva York, Decía que el calor era infernal, que debían permanecer en la piscina todo el día, que su hermano Joe iba a llevar a su familia a Newport en el yate que había alquilado por media semana; que lástima que no hubiéramos conocido sus proyectos más temprano; así yo habría llevado a los chicos en avión y habríamos podido pasar juntos las vacaciones de verano; que ahora era demasiado tarde; por lo menos, ella esperaba que la casa del profesor estuviera bien; «a propósito —decía Vita—, ¿cómo es la casa? ¿Quería yo que ella me trajera alimentos desde Londres? Ella saldría en avión desde Nueva York el miércoles siguiente y esperaba encontrar una carta mía al llegar a nuestro apartamento de Londres».
Hoy era miércoles. Ella debía llegar al aeropuerto de Londres hacia las diez de la noche; y no encontraría una carta mía, pues no la esperaba antes del fin de semana.
El pensamiento de que Vita llegaría aquí dentro de algunas horas me aturdió como un golpe. Los días que yo había esperado tener completamente libres para mí, iban a estar perturbados por llamadas telefónicas, preguntas, respuestas, toda la complicación de una vida «en familia». De una manera u otra, antes de que la primera llamada telefónica llegara, tenía que inventar un pretexto para ganar algunos días de plazo, para hacer que Vita permaneciera en Londres con los chicos por lo menos algunos días.
Magnus había sugerido fallos en las tuberías. Eso podría servir; pero el problema era que Vita al llegar comenzaría a preguntar a la señora Collins acerca de eso, y la señora Collins la miraría con ojos llenos de sorpresa. ¿Decirle que las habitaciones no estaban listas? Sería entonces la culpa de la señora Collins y crearía malas relaciones futuras entre las dos mujeres. ¿Fallos en la electricidad? Eso tenía los mismos inconvenientes que los supuestos fallos en las tuberías. Tampoco podía pretender encontrarme enfermo, pues eso sólo haría que Vita volara más aprisa para llevarme envuelto, en un paquete de mantas, a un hospital de Londres. Ella desconfiaba de todo tratamiento
médico que no fuera hecho por los mejores especialistas. En fin, tenía que pensar algo, aunque no fuera más que por Magnus; sería un descalabro que el experimento tuviera que interrumpirse bruscamente después de sólo dos tentativas.
Era miércoles, Podría experimentar ese día mismo; descanso el Jueves; un nuevo experimento el viernes; descanso el sábado; experiencia el domingo. Si Vita se empeñaba en venir el lunes, pues bien, que viniera el lunes. Este plan me permitía tres «viajes» (la terminología del L.S.D. era ciertamente exacta). Con tal de que nada resultara mal, de que yo escogiera los momentos aptos, y de que no cometiera ninguna imprudencia, los efectos negativos de la droga serían nulos, tal como había ocurrido el día anterior; lo único inquietante era ese sentimiento de euforia; pero yo podía aceptarlo y tomarlo como una advertencia de peligro. En todo caso, yo no sentía esa euforia ahora; la carta de Vita era sin duda la causa del ligero desánimo que en este momento me dominaba.
Al terminar el desayuno le dije a la señora Collins que mi esposa llegaba a Londres esa misma noche y que probablemente se nos reuniría con sus hijos el próximo lunes o martes. Inmediatamente la señora Collins preparó una lista de cosas que serían necesarias. Eso me dio la ocasión de bajar hasta Par para conseguirlas y al mismo tiempo para preparar el texto de la carta que Vita debería recibir al día siguiente.
La primera persona que vi en la tienda de alimentos fue al coadjutor de St. Andrews, que atravesó la tienda para darme los buenos días. Me presenté como Richard Young y le dije que había seguido su consejo y que me había ido a la biblioteca pública del distrito en St. Austell después de salir de la iglesia.
Usted debe ser un verdadero fanático de la Historia —me dijo sonriendo—. ¿Encontró lo que deseaba?
—En parte sí —le respondí No encontré en el libro de genealogías a Isolda de Cardinham, pero sí hallé a uno de sus descendientes, Isolda Carminowe, cuyo padre fue un tal Reinald Ferrers of Bere en Devon.
—El nombre de Reynold Ferrers me suena —añadió el coadjutor—. Si no me equivoco, fue el hijo de sir William Ferrers, que se casó con la heredera. Así, pues, su Isolda sería su nieta. Sé que la heredera vendió el feudo de Tywardreath a uno de los Champernoune en 1269 por cien libras esterlinas, justamente antes de su matrimonio con William Ferrers. Era toda una fortuna en aquellos tiempos.
Hice un cálculo rápido en mi cabeza. Mi Isolda difícilmente pudo haber nacido antes de 1300. No parecía tener más de unos veintiocho años en la recepción del obispo, lo cual situaría ese suceso hacia 1328.
Seguí al coadjutor mientras él hacía sus compras.
»No te preocupes de los alimentos, la señora Collins se encarga de todo eso; es una excelente cocinera, de suerte que no tienes nada que temer a ese respecto. De todos modos, yo estoy seguro de que podrás distraer a los niños hasta el lunes; debe de haber museos y cosas que no han visto aún; por tu parte, tú debes desear ver de nuevo a gente conocida; así, pues, querida mía, sugiero que hagamos planes para la semana próxima; en ese momento no habrá aquí ningún problema.
»Me alegro mucho de que hayas gozado tanto con Joe y su familia. Sí, tal vez, considerándolo ahora, hubiera sido una buena idea el llevar a los niños a Nueva York, pero es fácil escoger lo mejor después de que todo ha pasado. Espero que no estés muy cansada después del vuelo. Telefonéame cuando recibas esta carta.
»Te quiere, DICK».
Leí la carta dos veces. Me pareció mejor la segunda vez; daba impresión de veracidad. Tenía que inventar cosas para ayudar a Magnus. Cuando miento, me gusta fundar la mentira sobre una parte de verdad, pues así tranquilizo la conciencia y satisfago un cierto sentido de la justicia. Puse el sello al sobre y lo guardé en mi bolsillo; recordé que Magnus quería que le enviara la botella B por correo. Encontré una caja, papel y un cordel; bajé al laboratorio. Comparé las botellas B y A; no parecía que hubiera ninguna diferencia entre ellas. Todavía llevaba la redoma de ayer en mi bolsillo; era una cosa muy sencilla el medir una segunda dosis del líquido A. Podía usar mi buen juicio para decidir si lo iba a tomar y cuándo lo iba a tomar.
Cerré el laboratorio; subí las escaleras y miré el aspecto del tiempo desde la ventana de la biblioteca. No llovía, y el cielo se abría del lado del mar. Empaqueté la botella B con cuidado; en seguida me dirigí a Par para enviarla por correo certificado y para depositar la carta para Vita; me pregunté en ese momento, no tanto cómo mi esposa iba a reaccionar a la lectura de la carta, sino cómo iba a comportarse el mono en su primer viaje a lo desconocido. Cumplida mi misión, me dirigí a través de Tywardreath hacia Treesmill.
La estrecha carretera, bordeada de campos a cada lado, descendía fuertemente hacia un valle; antes de llegar al final, desembocaba en un puente debajo del cual corría la línea de ferrocarril de Par a Plymouth. Detuve el coche cerca del puente y pude oír el ruido de una máquina diesel que salía del túnel, fuera de mi vista, hacia la derecha; pocos momentos después el tren salió, produciendo el ruido característico sobre los rieles; pasó bajo el puente y descendió hacia el valle, rumbo a Par. Recuerdos de los tiempos universitarios volvieron a mí. Magnus y yo veníamos siempre en tren y en el momento en que este salía del túnel entre Lostwithiel y Par, nos levantábamos para coger nuestras maletas. Se veían los campos en pendiente hacia la izquierda y el valle a la derecha, cubierto de hierbas silvestres; bien pronto el tren llegaba a la estación, un edificio negruzco, grande, con un tablero que decía: «Cambio de trenes en Par para Newquay».
Ahora, mirando al expreso desaparecer detrás de una curva hacia el valle, observé el terreno desde un ángulo diferente; caí en la cuenta de cómo la construcción del ferrocarril un siglo antes había alterado la configuración del terreno. Las minas de estaño y de cobre habían dejado también sus huellas al otro lado del valle. Recordé que el comandante Lane nos contó una vez durante la cena cómo centenares de hombres habían sido empleados en las minas en tiempos de la reina Victoria; cuando vino la depresión económica, las fábricas de transformación habían sido abandonadas, pues los mineros emigraron para buscar trabajo en la industria moderna de la porcelana china.
Esa tarde, una vez desaparecidos el tren y su ruido en la distancia, todo volvió a la tranquilidad; nada se movía en el valle, excepto las vacas que pacían en las praderas al pie de la colina. Dejé que el coche bajara suavemente por la carretera. Un arroyuelo perezoso serpenteaba por la pradera; un puente cruzaba la corriente; a un lado, y más arriba, se veían algunas granjas. Bajé la ventanilla del coche y miré alrededor. Un perro ladró desde una granja y vino hacia mí, corriendo; un hombre, cargado con un balde, le seguía. Saqué la cabeza fuera de la ventanilla y le pregunté si esto era Treesmill.
—Sí dijo él. —Si usted continúa derecho, llegará a la carretera principal que va de Lostwithiel a St. Blazey.
—A decir verdad, yo buscaba el molino mismo.
—No ha quedado nada de él —respondió el hombre—. Este edificio que usted ve aquí era la antigua casa del molino. Lo que queda de la antigua corriente de agua es este arroyo. La corriente principal fue desviada hace mucho tiempo, antes de que yo llegara. Dicen que untes de construir este puente, había aquí una ensenada. La corriente pasaba por encima de esta carretera, y la mayor parte del valle se encontraba bajo el agua.
—Sí —dije—, sí, es muy posible.
Me señaló una casa del otro lado del puente.
—Eso era una taberna en otros tiempos, cuando se trabajaba en las minas en Lanescot y en Carrogett. Estaba llena de mineros los sábados por la noche, según dicen. No hay mucha gente que sepa algo sobre lo que pasaba en esos días.
—¿Sabe usted si existe alguna granja aquí en el valle qué haya podido ser la casa principal de un feudo en los tiempos más antiguos? Reflexionó un momento antes de contestar.
—Pues bien, está Trevennor, allá arriba detrás de nosotros, sobre la carretera de Stoneybridge, pero nunca he oído decir que fuera antigua; más lejos está Trenadlyn y, por supuesto, Treveryan, arriba del valle, cerca del túnel del ferrocarril. Es una casa buena y antigua, construida hace cientos de años.
—¿Cuánto tiempo hace? —pregunté lleno de interés.
Reflexionó de nuevo.
—Hubo un anuncio en el periódico local una vez. Un caballero de Oxford vino a verla. Dijeron que había sido construida en 1705.
Mi interés desapareció. Casas del tiempo de la reina Ana, minas de estaño y cobre, una taberna al lado del arroyo, todo ocurrió siglos después de «mi» tiempo. Me sentí como un arqueólogo que descubre una casa romana en lugar de un campamento de la Edad de Bronce.
En fin, muchas gracias —le dije—. Buenos días.
Hice dar media vuelta al coche y remonté la colina. Si los Champernoune habían descendido este camino en 1328, las carrozas no hubieran podido pasar la corriente de agua, a menos que existiera en ese tiempo un puente más antiguo. A mitad del camino hacia la cima, giré a la izquierda por una estrecha carretera y vi las tres granjas mencionadas por el hombre hacía poco. Miré el mapa de carreteras. Esta carretera lateral se reunía con la principal en la parte superior de la colina; el largo túnel debía de correr a gran profundidad bajo la carretera; una buena obra de ingeniería; y efectivamente, la granja a mi derecha era Trevennor, la de enfrente Trenadlyn, y la tercera, cerca de la línea del ferrocarril, Treveryan. Entonces, ¿qué hacer? Dirigirme a cada una de ellas y preguntar: ¿Tienen ustedes inconveniente en que me siente aquí durante una media hora, me tome lo que los adictos a la droga llaman un «fix» y espere a ver qué pasa?
Los arqueólogos tenían mejor suerte: alguien para financiar sus excavaciones, compañeros llenos de entusiasmo, y ningún riesgo de terminar en un asilo de locos al fin de la jornada. Volví atrás, subí al coche y me dirigí por la pendiente empinada hacia Tywardreath. Un coche bloqueaba el camino, pues trataba de entrar con una caravana en una casa de campo, a mitad del trayecto entre el valle y la cumbre. Frené cerca de la zanja lateral, para permitir al conductor proseguir sus maniobras. Me dio sus disculpas en voz alta y al fin logró aparcar su coche y su caravana al lado de la casa de campo. Saltó del coche y vino hacia mí, dándome de nuevo sus disculpas.
—Espero que usted pueda pasar ahora —me dijo—. Siento haberle detenido.
—No se preocupe, —le dije—. No tengo prisa. Usted realizó una proeza al lograr hacer entrar su coche y su remolque.
—Bueno, estoy acostumbrado. Vivimos aquí; el remolque nos proporciona habitaciones para nuestros huéspedes en verano. Miré el nombre de la propiedad sobre la puerta.
—Chapel Down, meseta de la capilla. Es un nombre extraño. El hombre sonrió.
—Eso fue lo que pensamos cuando construimos nuestra casa. Decidimos conservar el nombre del terreno. Ha sido Chapel Down durante siglos, y los campos al otro lado de la carretera se llaman Chapel Park, el parque de la capilla.
—¿Tiene algo que ver con la antigua abadía? —pregunté. No entendió mi pregunta.
—Hubo un par de residencias por aquí cerca, hace algún tiempo, una especie de casas de reunión metodistas. Pero el nombre de los campos viene de un tiempo mucho más antiguo.
Su esposa salió de la casa acompañada de dos niños; puse en marcha el coche.
—El camino está libre por delante —dijo el hombre.
Salí de la cuneta y conduje el coche hacia la cumbre de la colina, hasta que la curva de la carretera hizo desaparecer la casa de campo
mi vista. En seguida me dirigí hacia un aparcamiento a la derecha, donde había un montón de piedras y de madera.
Había alcanzado la cima de la colina. Más allá del aparcamiento, la carretera descendía hacia Tywardreath, cuyas primeras casas podía distinguir. Chapel Down… Chapel Park… ¿Podía haberse levantado aquí una capilla en otros tiempos que hubiera sido destruida hacía muchos años? ¿Tal vez en el sitio de la casa de campo del hombre de la caravana, o cerca de la zona de aparcamiento allí donde una casa moderna se levantaba, frente a la carretera?
Más abajo de esta casa se abría una puerta que conducía a un campo abierto; me dirigí allí, manteniéndome cerca del borde, hasta que el declive del terreno me ocultó de la casa. Este era el campo que el propietario de la caravana había llamado Chapel Park. No tenía nada de especial. Unas vacas pacían al otro lado. Pasé por el seto que se encontraba al final y me encontré en una parte cubierta de alta hierba, un centenar de metros sobre la línea del ferrocarril y teniendo ante mí la extensión del valle.
Encendí un cigarrillo y contemplé el paisaje. Ninguna capilla a la vista; en cambio, qué hermoso cuadro: la hacienda de Treesmill, lejos, u mi derecha; las otras haciendas más lejos aún, todas protegidas contra el viento y la lluvia; a mis pies, el ferrocarril, y al otro lado la extraña configuración del valle, sin delimitación de campos de cultivo, sino un tapete hecho de sauces, abedules y alisos. Un paraíso para los pájaros en primavera y un buen sitio para los niños que quieran esconderse de las miradas paternas; pero los niños de hoy no salen en busca de nidos de pájaros, al menos mis hijastros no lo hacen.
Me senté para fumar el cigarrillo; al hacerlo, sentí el pequeño recipiente en mi bolsillo del pecho. Lo saqué y lo miré. Era de tamaño muy cómodo para transportar, y me pregunté si había pertenecido al padre de Magnus; habría sido del tamaño justo para beber un poco de ron durante las travesías en el mar, cuando el viento refrescaba. Si a Vita le disgustara viajar en avión y hubiera preferido un viaje por mar, eso me hubiera dado algunos días más de libertad… Un ruido debajo de mí me hizo mirar hacia el valle. Una locomotora sola subía por los carriles, yendo quién sabe dónde sin su séquito de vagones; la miré avanzar como un gusano por el valle, en medio de los álamos y abedules, pasar por el puente que se encontraba sobre Treesmill y desaparecer al fin por la oscura boca del túnel, una milla más lejos. Abrí el frasco y bebí su contenido.
«Está bien —me dije a mí mismo—. ¿Qué importa lo que pase? Torno todas las precauciones. Por otra parte, Vita está en medio del Atlántico». Cerré los ojos.