Capítulo IV

NO había habido ninguna transición perceptible. Había pasado de un mundo a otro instantáneamente y sin las molestias físicas que había sentido el día anterior. La única dificultad era mental, la adaptación a mi mundo, que exigía un esfuerzo casi intolerable de concentración. Felizmente el coadjutor avanzaba delante de mí por la nave de la iglesia, hablando sin interrupción; si había algo extraño en la expresión de mi rostro, el coadjutor fue lo suficientemente delicado como para no hacer ningún comentario.

—Tenemos un buen número de visitantes durante el verano —dijo—. Son personas que se alojan en Par o en Fowey; usted debe ser un fanático del arte, para quedarse paseando fuera de la iglesia en medio de la lluvia.

Hice un esfuerzo supremo para concentrarme.

—De hecho, no es la iglesia ni el cementerio lo que me interesa. Alguien me dijo que se levantaba aquí una abadía antiguamente. Me sorprendía ver que podía hablar.

—Ah, sí, la abadía —dijo el coadjutor—. Hace mucho tiempo que ha desaparecido y no quedan trazos de ella, desafortunadamente. El edificio cayó en ruinas después de la disolución de los monasterios en 1539. Algunos dicen que su emplazamiento era donde se encuentra actualmente Newhouse Farm, justamente debajo de aquí, en el valle; otros, en cambio, dicen que la abadía se encontraba en donde está ahora el cementerio de la iglesia, por el lado sur; pero en realidad nadie lo sabe.

Me condujo al transepto norte y me mostró la lápida del último prior, que había sido enterrado delante del altar en 1538. Me indicó el púlpito, algunos sitiales y lo que quedaba de la mampara original. Nada de lo que veía ahora se parecía a la pequeña iglesia que había visto hacía poco, con la reja en el muro que la separaba de la capilla de la abadía; tampoco podía, mientras me encontraba allí, al lado del coadjutor, reconstruir en mi imaginación nada de un antiguo crucero y de otra nave.

—Todo está cambiado —dije.

—¿Cambiado? —preguntó el coadjutor, extrañado—. Sí, sin duda. La iglesia fue reconstruida en gran parte en 1880, quizá de una manera no muy satisfactoria. ¿Está usted desilusionado?

—No, de ninguna manera —me apresuré a tranquilizarlo—. Se trata de que… Bien, como le decía, mi interés se concentra en tiempos muy antiguos, aun antes de la disolución de los monasterios.

—Lo comprendo. —El clérigo sonrió con simpatía—. Yo mismo me he preguntado con frecuencia cómo sería todo esto antiguamente, con la abadía al lado. Se trataba de una casa francesa, ya lo sabe usted, dependiente de la abadía benedictina de San Sergio de Angers; creo que la mayor parte de los monjes eran franceses. Me gustaría poder darle a usted más detalles, pero llevo en este sitio pocos años y por otra parte no soy un historiador.

—Tampoco lo soy yo dije.

Nos dirigimos hacia el pórtico.

—¿Sabe usted algo acerca de los señores del feudo en aquellos tiempos?

Se detuvo un momento para apagar las luces.

—Sólo lo que he leído en el Parochial History —dijo el coadjutor—. El feudo es mencionado en Domesday con el nombre de Tiwardrai la casa sobre la arena —y pertenecía a la gran familia de los Cardinham hasta que el último heredero, Isolda, la vendió a los Champernoune en el siglo XIII; cuando estos murieron el feudo pasó a otras manos.

¿Isolda?

—Sí, Isolda de Cardinham. Se casó con alguien llamado William Ferrers of Bere in Devon, pero me temo que no recuerde los detalles. Usted encontrará mucho más acerca de todo eso en la biblioteca pública de St Austell. —Sonrió de nuevo; pasamos por la puerta al cementerio de la iglesia—. ¿Va usted a quedarse algún tiempo por aquí o está usted sólo de paso? —me preguntó.

—Me quedo una temporada. El profesor Lane me ha prestado su casa para pasar el verano.

—¿Kilmarth? La conozco, por supuesto, pero nunca he entrado en ella. Creo que el profesor Lane no vive allí casi nunca; tampoco frecuenta la iglesia.

—No, probablemente no —le repliqué.

Pues bien —dijo cuando nos despedimos—, si tiene deseos de venir, bien sea a un servicio religioso o para echar una ojeada al sitio, me encantaría verle de nuevo.

Nos dimos la mano; subí la carretera hasta el sitio en que había dejado el coche. Me pregunté si no había sido un poco grosero con el coadjutor. Ni siquiera le había dado las gracias por sus buenos oficios, ni le había dicho mi nombre. Sin duda me consideraría como uno de tantos visitantes de verano, más pesado que los otros y con un tornillo flojo. Entré en el coche, encendí un cigarrillo y traté de reflexionar. El hecho de no haber tenido reacciones físicas molestas me quitaba un peso de encima. Ni siquiera un asomo de náusea o de vértigo; mis miembros no me dolían como la víspera; tampoco estaba sudando.

Bajé el cristal de la ventanilla del coche y miré la calle y la iglesia. Nada se acomodaba a lo que había visto. La plaza de la aldea, en donde la gente se reunía, debía cubrir todo este sitio y más allá también, allí donde la carretera comenzaba a subir por la colina. El patio de la abadía, en la que los siervos del obispo habían tenido dificultades con la carroza, debería encontrarse en aquel espacio inferior, delante de la peluquería actual, bordeando el muro oriental del cementerio de la iglesia; la abadía misma, según una de las opiniones apuntadas por el coadjutor, debía de ocupar toda la parte sur del actual cementerio. Cerré los ojos. Vi la entrada, el patio, el edificio estrecho con la cocina y el refectorio, el dormitorio de los monjes, la sala capitular en donde había tenido lugar la recepción del obispo, y la celda del prior. En seguida los abrí de nuevo, pero los elementos del cuadro no correspondían al espacio actual; la aguja de la torre de la iglesia acababa por descomponer el plano, tal como yo quería disponerlo. No había nada que hacer, lo único que correspondía entre el pasado y el presente era la disposición del terreno.

Arrojé el cigarrillo, puse en marcha el coche y tomé la carretera que bordeaba la iglesia. Una sensación extraña de euforia se apoderó de mí a medida que iba llegando al fondo del valle, hasta llegar a las tiendas de Par. Sólo diez minutos antes, todo esto se encontraba bajo el agua; las tierras inclinadas de la abadía confinaban con el mar. Bancos de arena bordeaban en aquel tiempo las amplias líneas del estuario, allí donde se levantaban ahora casas de campo; yo veía las casas y los almacenes sumergidos en el azul del agua del canal… Me detuve en una droguería para comprar pasta para dientes; la sensación de euforia aumentaba mientras la muchacha hacía el paquete. Me parecía que ella no tenía ninguna consistencia, como tampoco la tenían los otros dos clientes ni la droguería misma; sentí que una sonrisa subía furtivamente a mis labios con un deseo de exclamar de improviso: «Ninguno de ustedes existe. Todo esto se encuentra bajo el agua».

Esperé un poco a la puerta de la droguería; había dejado de llover. El espeso velo que se cernía sobre nuestras cabezas se había desgarrado y dejaba ver un cielo desigual, con manchas azules y nubes de color de humo. Demasiado pronto para regresar a casa. Demasiado temprano para telefonear a Magnus. Una cosa había yo demostrado por lo menos: que esta vez no había habido telepatía posible entre nosotros. Mi amigo había podido intuir algo de mis movimientos el día anterior, pero no hoy. El laboratorio de Kilmarth no era un agujero encantado para conjurar duendes; tampoco el pórtico de la iglesia St Andrews estaba habitado por fantasmas. Magnus debía tener razón en su hipótesis acerca del carácter reversible de algunos procesos químicos primarios del cerebro, producidos por la droga; el condicionamiento sería de tal naturaleza que los sentidos, funcionando en situación y según un efecto secundario de la droga, serían capaces de captar el pasado.

No se trataba de un sueño nostálgico del que yo había despertado gracias a los golpecitos del coadjutor en mi hombro: yo había pasado de una realidad viviente a otra. ¿Podía ser acaso que el tiempo fuera tina realidad pluridimensional, de suerte que el ayer, el hoy y el mañana se entrecruzaran en múltiples repeticiones? ¿Tal vez se necesitaría un pequeño cambio en los ingredientes, una enzima diferente, para mostrarme el futuro: yo mismo con la cabeza calva, en Nueva York, los niños convertidos en adultos, ya casados, y Vita muerta? La idea me desconcertó. Más bien debía ocuparme ahora de los Champernoune, de los Carminowe y de Isolda. No era posible ninguna comunicación telepática en este caso: Magnus no había mencionado a ninguno de ellos; en cambio, el coadjutor sí lo había hecho y sólo después de que yo había visto a esos personajes como seres vivientes.

Entonces decidí lo que debía hacer: iría a St. Austell en coche y vería si se encontraba allí algún volumen de historia que confirmara la identidad de esos personajes.

La biblioteca dominaba la aldea; aparqué mi coche y entré en ella. La chica encargada quiso ayudarme. Me aconsejó que fuera arriba, a la sección de referencias, y que buscara las genealogías en un libro que se llamaba The Visitations of Cornwall.

Tomé el libro de uno de los estantes y me acomodé en una de las mesas. La primera mirada a la lista de los nombres por orden alfabético no fue alentadora. No encontré ni Cardinham, ni Champernoune, ni Carminowe. Volví al comienzo de nuevo y me di cuenta de que debí de haberme saltado una página la primera vez, pues ahora encontré a los Carminowe. Recorrí la página con mis ojos; allí estaba un sir John, casado por intereses económicos con una tal Joanna; seguramente encontraría un problema en la identidad de nombres de su esposa y de su querida. Tuvo una abundante familia. Uno de sus nietos, Miles, heredó Boconnoc. Boconnoc… Bockenod… un cambio en la ortografía; ciertamente se trataba del sir John que yo conocía.

En la página siguiente encontré a su hermano mayor, sir Oliver Carminowe. Había tenido varios hijos de su primera esposa. Recorrí las líneas y encontré a Isolda, su segunda esposa, hija de un Reynold Ferrers of Bere in Devon; al pie de la página vi los nombres de sus hijas, Joanna y Margaret. Había, pues, encontrado la que buscaba, no a la heredera de Devon de que me había hablado el coadjutor de la iglesia de St. Andrews, Isolda Cardinham, sino a una descendiente de ella.

Separé el pesado volumen; sonreí con satisfacción a un hombre de gafas que leía el Daily Telegraph; me miraba intrigado desde hacía un rato; al mirarle, .ocultó en seguida su rostro detrás del periódico. Mi «doncella incomparable» no era un producto de mi imaginación ni un efecto telepático entre Magnus y yo. Ella había vivido, aunque las fechas de su nacimiento y de su muerte fueran imprecisas.

Volví el libro al estante, bajé las escaleras, y salí del edificio con el sentimiento de euforia más fuerte aún después de mi descubrimiento. Carminowe, Champernoune, Bodrugan, todos muertos desde hacía seiscientos años, y sin embargo, vivos en el tiempo real de mi otro mundo.

Me alejé de St. Austell satisfecho de todo lo que había logrado hacer en una sola tarde, habiendo sido testigo de una recepción en una abadía hacía muchísimo tiempo desaparecida y del espectáculo de la fiesta popular de San Martín en la plaza de la aldea. Y todo eso, gracias a un brebaje preparado por Magnus que no producía malestares físicos, al contrario, que dejaba un sentimiento de bienestar y de placer. Era tan sencillo como dejarse rodar por la pendiente de una colina. Subí la cuesta de Polmear a una velocidad de ochenta kilómetros por hora; sólo después de llegar a la carretera que desciende a Kilmarth, de haber guardado el coche y de haber entrado en la casa, pensé de nuevo en esa comparación: «dejarse rodar por la pendiente…». ¿Era esta sensación de euforia un efecto de la droga? Ayer, la náusea y el vértigo, pues había faltado a las reglas. Hoy, pasando de un mundo a otro sin dificultad, me sentía engreído como un pavo.

Subí a la biblioteca y marqué el número del teléfono del apartamento de Magnus. Contestó inmediatamente.

—¿Cómo fue eso? —preguntó.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo fue qué? Llovió todo el día.

—En cambio, el tiempo ha estado muy bueno en Londres —replicó—. Pero deja de lado el tiempo. ¿Cómo estuvo el segundo viaje?

Su certeza de que yo había hecho un segundo experimento me irritó.

—¿Qué te hace pensar que hice un segundo viaje?

—Uno siempre lo hace.

—Pues bien, tienes razón, como siempre. Quería probar algo.

—¿Qué querías probar?

—Que la experiencia no tenía que ver nada con una comunicación telepática entre nosotros.

—Te lo podía haber dicho yo —comentó Magnus.

—Quizá. Pero nosotros siempre habíamos hecho la experiencia en la cámara de Barba-azul, y esto podía tener una influencia inconsciente. Así, pues…

—Así, pues, vertí el líquido en un pequeño vaso que encontré en tu cuarto; perdona que obre como si me encontrara en mi propia casa; me dirigí a la iglesia y lo tomé en el pórtico.

Su risa llena de placer me molestó aún más.

—¿Qué pasa? —pregunté—. No me digas que tú hiciste lo mismo.

Precisamente. Pero no en el pórtico, mi querido amigo, sino en el patio del cementerio, ya de noche. Lo que importa es: ¿qué viste?

Se lo conté todo y terminé con mi encuentro con el coadjutor de la iglesia, con mi visita a la biblioteca pública y con la falta de efectos perniciosos de la droga. Me escuchó sin interrumpirme como lo había hecho el día anterior, y cuando hube concluido, me dijo que esperara un poco, pues iba a servirse una bebida; al mismo tiempo me recordó que yo no debía hacerlo. La imagen del vaso de ginebra agregó combustible a la llama de mi indignación.

Me parece que te las arreglaste muy bien —me dijo—; se diría que tú has encontrado la más hermosa flor de la región, que es mucho más de lo que yo mismo he logrado, en este o en otro tiempo.

—¿Quieres decir que no tuviste la misma experiencia?

Tuve una experiencia completamente contraria. Nada de una sala capitular o de la plaza central de una aldea. Yo me encontré en el dormitorio de los monjes, y lo que allí pasaba era algo muy diferente.

—¿Qué pasaba?

—Exactamente lo que puedes suponer cuando un hatajo de franceses de la Edad Media se reunían. Emplea tu imaginación.

Ahora era yo quien reía. La imagen de Magnus haciendo el papel de curioso en medio de esa maloliente comunidad, me trajo de nuevo el buen humor.

—¿Sabes lo que pienso? —le dije—. Creo que cada uno de nosotros ha encontrado lo que merece. Yo me encontré con su Señoría el obispo y con la nobleza, que despertaron en mí los olvidados recuerdos de mis aficiones cursis en el colegio de Stonyhurst, y tú te encontraste con las desviaciones sexuales de las que te has privado durante treinta años.

—¿Cómo sabes que yo me he privado de ellas?

—Es verdad; no lo sé. Te otorgo carta de buena conducta.

—Gracias por el cumplido. Lo que importa es que nada de todo esto puede explicarse por comunicación telepática entre nosotros. ¿De acuerdo?

De acuerdo.

—Por lo tanto, lo que hemos visto ha sido gracias a otro canal, el caballero Roger. Él estuvo contigo en la sala capitular y en la plaza del pueblo y en el dormitorio de los monjes conmigo. Él es el cerebro que canaliza la información para nosotros.

—Sí, pero… ¿por qué?

—¿Por qué? No vamos a descubrir eso con sólo un par de viajes. Tienes trabajo por delante.

—Todo eso está muy bien; sin embargo, es un poco molesto el tener que seguir a sol y a sombra a ese hombre, o ser seguido por él cada vez que hago la experiencia. No le encuentro muy simpático. Tampoco la señora del feudo me cae muy bien.

—¿La señora del feudo? —Magnus se detuvo un momento—. Ella es tal vez la que vi en mi tercer viaje. ¿Cabello oscuro, ojos castaños, con aspecto de ramera?

—Todo eso le cuadra muy bien. Joanna Champernoune —dije. Reímos al mismo tiempo, sorprendidos por lo extraño y fascinante que resultaba el hablar de alguien muerto hacía seis siglos como si la hubiéramos conocido recientemente en una reunión social.

Discutía problemas relacionados con tierras del feudo —dijo Magnus—. No la pude seguir. A propósito, ¿has notado cómo uno entiende el sentido de la conversación sin tener que hacer una traducción consciente del francés medieval que hablan ellos? Una vez más, él es el vínculo que une el cerebro de Roger al nuestro. Aunque hubiéramos visto alguna vez ese antiguo francés escrito, el inglés antiguo, el francés normando o el cornish, no hubiéramos entendido ni una sola palabra.

—Tienes razón —dije—. No se me había ocurrido eso, Magnus… —¿No?

Me preocupa aún lo referente a los efectos posibles de la droga. Lo que quiero decir es que gracias a Dios no sentí esta vez ni náusea ni vértigo, sino al contrario, un sentimiento formidable de euforia; debo de haber pasado el límite de velocidad en el coche varias veces cuando volvía a casa.

Magnus no respondió inmediatamente; cuando lo hizo, el tono de su voz era grave.

—Esa es una de las razones por las que debemos experimentar la droga. Podría ser un estimulante de efectos catastróficos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—El peligro no está en la fascinación de la experiencia misma, que como sabemos, nadie ha sentido antes que nosotros, sino en un estímulo peligroso sobre la parte del cerebro afectada por la droga. Tú comprendes que esa región del cerebro se encuentra cerrada a otros influjos cuando tú estás bajo el efecto de la droga. La parte de coordinación de movimientos del cerebro continúa funcionando, tal como ocurre por ejemplo cuando tú sigues conduciendo un coche sin tener un accidente, aunque hayas ingerido un alto porcentaje de alcohol en la sangre; pero el peligro está siempre allí, y no parece que haya un sistema de alarma que funcione entre una región del cerebro y la otra. Quizá exista, quizá no. Todo esto es una parte de lo que tenemos que descubrir tú y yo.

—Sí, lo veo —dije—, lo veo.

Me sentí un poco desinflado. El sentimiento de euforia que había experimentado mientras volvía a casa había sido ciertamente algo inhabitual.

—Lo mejor es que yo eche una siesta ahora —añadí—. No pensaré más en ello, a no ser que las circunstancias sean absolutamente adecuadas para la experiencia.

Antes de contestar, Magnus hizo una nueva pausa.

Eso depende de ti. Tú tienes que juzgar por ti mismo. ¿Tienes alguna otra pregunta que hacerme? Voy a salir a cenar fuera.

¿Alguna pregunta?… Docenas de preguntas. Pero con toda seguridad se me ocurrirían claramente cuando Magnus hubiera colgado el teléfono.

—Espera —dije—. Antes de hacer tu primer viaje, ¿sabías que Roger había vivido en esta casa?

—De ninguna manera. Mi madre acostumbraba a hablar de los Bakers en el siglo XVII y de los Rashleighs que les sucedieron. No sabíamos nada de sus predecesores, aunque mi padre tenía una vaga idea que los cimientos de la casa remontaban al siglo XIV; no sé quién no lo dijo.

—¿Es por eso por lo que convertiste el antiguo lavadero en el cuarto de Barba-azul?

—No. Me pareció un sitio conveniente; además, el horno en arcilla me pareció interesante, pues conserva el calor si enciendes el fuego; lid puedo mantener líquidos a alta temperatura mientras trabajo en olía cosa. Por otra parte, tiene un ambiente perfecto, nada siniestro; 440 te metas en la cabeza la idea de que estas experiencias son una especie de caza de duendes, mi querido amigo. No estamos conjurando espíritus que vengan del vasto reino inferior…

—No, ya lo sé —dije.

—Para simplificarlo todo lo mejor posible: si tú te sientas en un billón para mirar un viejo film en la televisión, los personajes no van a saltar del aparato para espantarte, aunque muchos de ellos ya han muerto. Es algo así lo que te ha pasado esta tarde. Nuestro guía Roger y sus amigos vivieron en un tiempo, pero ahora están bien muertos.

Comprendí lo que quería decir, pero no me parecía tan simple. Las implicaciones del asunto iban más lejos, y el impacto que me causaban, también; la sensación no era la de ser un testigo de otro mundo, sino de ser un actor en él.

Me gustaría —dije— que conociéramos algo más sobre nuestro guía. En la biblioteca de St. Austell ya he encontrado referencias a los Carminowe, tal como te lo dije, a John y a su hermano Oliver, a Isolda, la mujer de este último; en cambio, un mayordomo de nombre Roger es un personaje demasiado secundario; es poco probable que se encuentre en un libro de genealogías.

—Probablemente no, pero no se puede estar seguro. Uno de mis estudiantes tiene un amigo que trabaja en la oficina de registro civil y en el Museo Británico; ya ha comenzado a encargarse del asunto. No le he dicho por qué estoy interesado en él, sólo que quiero una lista de los contribuyentes de la parroquia de Tywardreath en el siglo catorce. 11 deberá encontrar ese dato en el registro de subsidios de 1327, fecha cercana al período que nos interesa. Si aparece algo te lo comunicaré. ¿Tienes noticias de Vita?

—Ninguna.

—Lástima que no te las hayas arreglado para enviar a los niños a hacerle compañía en Nueva York.

—Es endiabladamente caro el viaje. Además, eso me hubiera obligado a partir también.

—Pues bien, mantenlos lejos de la zona tanto tiempo como puedas. Dile que algo va mal con los conductos del agua. Eso la desanimará.

—Nada asusta a Vita —le dije—. Ella traería consigo a un especialista en conductos de agua, de la Embajada americana.

—Entonces apresúrate antes de su llegada. Ahora que pienso, ¿recuerdas la muestra marcada con una B en el laboratorio, al lado del líquido A que estás usando?

—Sí.

—Envuélvela cuidadosamente y envíamela por correo. Quiero ponerlo a prueba.

Entonces, ¿tú vas a experimentarlo sobre ti mismo en Londres?

—No en mí mismo, sino en un joven y robusto mono. No verá a sus antepasados de la Edad Media, pero sí puede sufrir el vértigo. Adiós.

Magnus había colgado el teléfono de la manera brusca que le era habitual, dejándome con la acostumbraba sensación de desconcierto. Siempre había sido así, cuando hablábamos, o cuando pasábamos una tarde juntos, en el primer momento yo sentía la excitación de su compañía; de repente él saltaba a un taxi y desaparecía durante varias semanas; yo vagaba entonces por las calles, sin ningún objeto, hasta volver a mi apartamento.

—¿Cómo estuvo tu profesor? —acostumbraba preguntar Vita con el tono burlesco que ella adoptaba para hablarme cuando yo había pasado una tarde en compañía de Magnus; el énfasis en el «tu» no dejaba nunca de herirme.

—Como siempre —acostumbraba a responderle—. Lleno de ideas locas y divertidas.

—Me alegro de que hayas pasado un buen rato —decía.

Se notaba, sin embargo, un tono de voz que indicaba bien claro lo contrario de la alegría. Una vez me dijo después de una visita a Magnus más larga que de costumbre, pues no había vuelto a casa hasta las dos de la mañana, que Magnus me dejaba desinflado, de suerte que al volver a ella más parecía un balón roto que otra cosa.

Esa fue una de nuestras primeras disputas de casados. Ella se paseaba de un lado a otro de la sala, golpeando los cojines y limpiando los ceniceros que había llenado esperándome; entretanto, yo permanecía echado en el sofá, confuso. Fuimos a la cama sin decir una palabra, pero al día siguiente, para mi sorpresa y alivio, ella se comportó como si nada hubiera sucedido, rebosante de calor y de encanto femeninos. No se volvió a hablar de Magnus; me hice el propósito de no volver a cenar con él, a menos que Vita tuviera una cena con amigos la misma noche.

Ahora no me sentía como un balón desinflado después de nuestra conversación telefónica; la expresión, por otra parte, no dejaba de ser ofensiva, ahora que pienso en ello, pues sugiere el mal aliento de alguien cuya respiración hace explosión… No, me sentía más bien un poco incómodo. ¿Por qué se le ocurría de repente a Magnus hacer una experiencia con el líquido contenido en la botella B? ¿Quería asegurarse del resultado de sus observaciones, poniéndolas a prueba primero en un desgraciado mono para someterme a mí en seguida, como conejo de Indias humano, a la misma experiencia, más fuerte que la primera? Había aún suficiente líquido en la botella A para continuar conmigo el experimento…

El pensamiento me hirió como un choque: ¿continuar conmigo?… Lo mismo diría un alcohólico antes de ir a una nueva borrachera; recordé lo que me había dicho Magnus acerca de la posibilidad de que la droga pudiera ser «negativamente estimulante», crear un hábito. Tal vez esta era otra razón para ensayarla en un mono. Me imaginé al pobre animal, con los ojos brumosos, saltando en su jaula, anhelando nueva dosis.

Busqué el vaso que guardaba en mi bolsillo y lo lavé cuidadosamente; no lo volví a colocar en la alacena del cuarto de Magnus, pues temí que la señora Collins lo pusiera en otro sitio cualquiera y yo tuviera entonces que preguntarle por él, lo que sería una molestia. Era todavía demasiado temprano para cenar, pero el plato que me había preparado con jamón y ensalada, frutas y queso era tentador; decidí llevármelo a la sala de música y pasar una larga velada junto al fuego.

Tomé una serie de discos al azar. No importaba la clase de música; yo continué pensando en las escenas contempladas esa tarde: la recepción en la sala capitular dé la abadía, los animales descuartizados en la plaza de la aldea, el músico cubierto con el capuchón que tocaba la trompa doble en medio de los niños y de los perros bulliciosos; sobre todo, pensaba en aquella hermosa doncella de cabello trenzado y redecilla adornada de perlas, que una tarde, hacía seiscientos años, parecía llena de aburrimiento hasta que unas palabras dichas a su oído y que yo no había podido escuchar, le habían hecho levantar la cabeza y sonreír.