Capítulo III

AL día siguiente caía una de esas lloviznas interminables que acompañan a la niebla que se levanta sobre el mar; imposible salir de casa. Me desperté sintiéndome perfectamente normal después de haber dormido mejor que de costumbre; cuando corrí las cortinas y vi el estado del tiempo, volví a la cama de mal humor, preguntándome qué iba a hacer todo el día.

Este era el tiempo de Cornish sobre el que Vita había expresado mis temores; ya podía imaginarme sus reproches si continuaba así durante las vacaciones, con mis hijastros mirando tristemente por la ventana y obligados luego a pasearse por las playas de Par. Vita marcharía continuamente de la sala de música a la biblioteca, cambiando la disposición de los muebles y diciendo que ella podría ponerlo todo mejor; en seguida telefonearía a alguna de sus múltiples amigas de la embajada americana en Londres que andaban de vacaciones por Cerdeña o Grecia. Pero estos presagios de mala ventura no se cumplirían hasta dentro de algún tiempo; entretanto me quedaban algunos días, secos o húmedos, para mí solo, en los que podía disponer de todo el tiempo a mi gusto.

La amable señora Collins me trajo el desayuno y el periódico; me compadeció a causa del mal tiempo, diciéndome que el profesor siempre tenía algo que hacer en esa curiosa y pequeña habitación «allá abajo», en el sótano; en seguida me dijo que me prepararía un pollo para el almuerzo. Yo no tenía intención de ir «allá abajo»; abrí el periódico y tomé el café. Pero mi interés por los deportes terminó pronto y mi curiosidad se despertó de nuevo con mayor interés por saber exactamente lo que me había ocurrido el día anterior.

¿Había habido alguna comunicación telepática entre Magnus y yo? Ya antes habíamos ensayado eso en Cambridge con cartas y números, pero nunca había resultado, excepto alguna vez y por pura casualidad; en ese tiempo, nosotros habíamos estado más unidos el tino al otro que ahora. No pude figurarme ningún otro medio, telepático o de otra naturaleza, gracias al cual Magnus y yo hubiéramos podido pasar por la misma experiencia a una distancia de tres meses —según parece, él había tomado la droga en Pascua—, a no ser que hubiera una conexión entre esa experiencia y algo relacionado con sucesos ocurridos anteriormente en Kilmarth. Magnus me había sugerido que una parte del cerebro, bajo el influjo de la droga, podía volver a condiciones anteriores, a un período anterior de su historia química. Sin embargo, ¿por qué a ese tiempo preciso? ¿Acaso el jinete había dejado en ella una marca tan fuerte que todos los otros períodos, anteriores y posteriores, habían quedado en la sombra?

Pensé en los días en que había pasado temporadas en Kilmarth cuando era estudiante. El ambiente de la casa era franco, ligero; recuerdo haber preguntado un día a la señora Lane si la casa estaba encantada. Mi pregunta era tonta, pues ciertamente el ambiente no era un ambiente de fantasmas; hice la pregunta solamente porque la casa era antigua.

—¡Por Dios, no! —exclamó ella—. Estamos demasiado encerrados en nosotros mismos para atraer a los fantasmas. Pobres criaturas, deben morirse de tedio, incapaces de llamar la atención de nadie. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada —le aseguré, temiendo haberla ofendido—. Sólo que la mayor parte de las casas antiguas se precian de alojar algún duende.

—Pues bien, si hay alguno en Kilmarth, nunca lo hemos oído —comentó ella—. La casa nos ha parecido siempre una casa feliz. No hay nada extraordinario en su historia. Pertenecía a una familia llamada Baker hacia el siglo XVII, que la conservó hasta que los Rashleighs la reconstruyeron en el siglo XVIII. No puedo decirle nada sobre sus orígenes, aunque alguien nos ha dicho que tiene cimientos del siglo XIV.

Tal fue el fin del asunto; sin embargo, sus comentarios acerca de los orígenes en el siglo XIV volvieron a mi memoria. Pensé en las habitaciones del sótano y en el patio contiguo, así como esa curiosa elección que hizo Magnus del lavadero para convertirlo en laboratorio. Sin duda tenía sus razones. Se encontraba bien lejos de la parte habitada de la casa y allí no podía ser perturbado por visitantes o por la señora Collins.

Me levanté tarde, escribí algunas cartas en la biblioteca, comí con buen apetito el pollo preparado por la señora Collins y traté de concentrar mis pensamientos en el futuro y en lo que iba a decidir con respecto a aquel ofrecimiento de trabajar como socio en Nueva York. No había nada que hacer. Todo parecía muy remoto. Ya tendría tiempo cuando llegara Vita para discutirlo con ella en detalle.

Miré por la ventana de la sala de música y vi a la señora Collins subir por el camino hacia su casa. Llovía todavía. Tenía por delante una larga y tediosa tarde. No sé cuándo se me ocurrió la idea. Tal vez estaba anclada en mi inconsciente desde el momento en que me desperté. Quería probar que no había habido ninguna comunicación telepática entre Magnus y yo cuando había tomado la droga el día anterior en el laboratorio. Él me había dicho que había realizado su primera experiencia allí, lo mismo que yo. Tal vez algún proceso mental había pasado del uno al otro en el momento en que tragaba el líquido, Influyendo así en el orden de mis ideas y en lo que vi o me imaginé ver la tarde anterior. Si se tomara la droga en otra parte y no en ese fúnebre laboratorio que parecía la celda de un alquimista, ¿no sería el efecto diferente? Nunca lo sabría a menos que lo ensayara.

Había un pequeño vaso en el aparador de la despensa; lo había visto la noche anterior; lo tomé, lo lavé en el grifo; de esta manera no establecía ninguna relación previa con nada; luego bajé al sótano; me sentía como la sombra de mí mismo cuando era niño y hurtaba una barra de chocolate prohibido durante la cuaresma; di vuelta a la llave de la puerta del laboratorio.

Fue algo sencillo el pasar de largo junto a los ejemplares que se encontraban en los recipientes y dirigirme a la fila de los frascos pequeños marcados con las respectivas letras A, B, C. Como ayer, conté el número de gotas del frasco A, pero ahora las vertí en el pequeño vaso que había tomado de la despensa. Luego cerré con llave el laboratorio, atravesé el patio hasta llegar al sitio del establo y subí al coche.

Conduje lentamente subiendo la carretera de entrada a la casa, giré a la izquierda dirigiéndome hacia la carretera principal, bajé la colina de Pomear y me detuve al llegar abajo, para inspeccionar el sitio. Allí, donde se encontraba la hospedería y el asilo, había visto la ensenada el día anterior por la tarde. La configuración del terreno no había variado, a pesar de la moderna carretera; sin embargo, el valle por el que había penetrado la marea era una ciénaga ahora. Tomé la ruta hacia Tywardreath, pensando con cierto recelo que si yo en realidad había tomado esta misma dirección el día anterior bajo el influjo de la droga, hubiera podido ser atropellado por un vehículo.

Bajé por la estrecha y empinada carretera hasta la aldea y aparqué mi coche un poco más arriba de la iglesia. Todavía llovía un poco y no se veía a nadie. Un coche pasó por la carretera principal de Par y desapareció. Una mujer salió de la tienda de comestibles y marchó en la misma dirección. Nadie más apareció. Salí del coche, abrí la reja de hierro del cementerio de la iglesia y entré al pórtico para protegerme de la lluvia. El patio de la iglesia formaba un declive hacia d Sur; al extremo, se veía un muro, y más allá las casas de los agricultores. Ayer, en ese otro mundo, no existía ningún edificio, sino solamente las aguas azules de la ensenada que cubrían el valle al llegar la marea; la abadía ocupaba el terreno que era hoy el cementerio de In iglesia.

Conocía ahora mejor la configuración del terreno. Si la droga surtiera efecto, podría dejar el coche allí y caminar hacia casa. No había nadie en los alrededores. Como un hombre dispuesto a zambullirse en un pozo helado, tomé la pequeña botella y bebí su contenido. En el momento de hacerlo me llené de pánico. Esta segunda dosis podría El recién llegado protestó, aunque buscó al mismo tiempo el apoyo del muro para sostenerse; luego se dejó caer sobre un banco cercano. Roger se encogió de hombros y se volvió a su compañero.

—Me sorprende que Otto Bodrugan se atreva a aparecer por aquí —dijo su amigo—. No hace aún dos años que peleó contra el rey en favor de Lancaster. Dicen que se encontraba en Londres cuando el populacho arrastraba al obispo Stapledon por las calles.

—No, él no estaba allí —replicó Roger Se encontraba con otros muchos en la fiesta de la reina en Wallingford.

—De todos modos, su posición es delicada —comentó el otro—. Si yo fuera el obispo, no me mostraría delicado con el hombre de quien se dice que ha contribuido a la muerte de mi predecesor.

—Su Señoría no tiene tiempo de ocuparse de política —respondió Roger—. Tendrá bastante con ocuparse de su diócesis. Los asuntos pasados no le interesan. Bodrugan se encuentra hoy aquí a causa de su parentesco con Champernoune, ya que su hermana Joanna es la esposa de sir Henry. Asimismo, a causa de sus obligaciones con sir John, a quien aún no ha pagado los doscientos marcos que le pidió prestados.

Una conmoción en la puerta les hizo a todos avanzar un poco para ver mejor; hubo un pequeño movimiento al pie de la escalera que conducía a nuestra cámara. El obispo entró acompañado por el prior, quien se encontraba más limpio y en mejor forma que la víspera cuando le vi metido en la cama en compañía del perro sucio. Los hombres y las mujeres hicieron una profunda inclinación; el obispo dio a besar su mano a todos; entretanto el prior, agitado a causa del ceremonial, presentaba las personas al obispo. Puesto que yo no entraba en este mundo, podía ir de una parte a otra a mi gusto, a condición de no tocar a nadie; me acerqué a ellos, tratando de descubrir con curiosidad el nombre de cada uno.

Sir Henry de Champernoune, señor del feudo de Tywardreath —decía el prior—, vuelto hace poco de una peregrinación a Santiago de Compostela.

El caballero de cierta edad avanzó y se inclinó profundamente con una rodilla en tierra. Me impresionaron una vez más su aspecto digno y su elegancia, al mismo tiempo que su humildad. Cuando hubo besado la mano del obispo, se levantó y se volvió hacia la mujer que tenía a su lado.

—Joanna, mi mujer, su Señoría —dijo.

Ella se inclinó profundamente, tratando de igualar la humildad de su marido; el gesto no estuvo desprovisto de elegancia. Así, pues, esta era la mujer que se habría maquillado si no se tratara de la visita del obispo. Me pareció que había hecho bien al prescindir del maquillaje. La toca que rodeaba su rostro era suficiente adorno, pues embellecía los rasgos de cualquier mujer, ordinaria o hermosa. Joanna no era ni una cosa ni otra, pero no me extrañó que su fidelidad a sus obligaciones matrimoniales fuera sospechosa; había visto ojos como los suyos en las mujeres de mi propio mundo, ojos llenos y sensuales; un solo gesto de un hombre, y ellas son presa fácil.

—Mi hijo y heredero William —continuó su marido.

Uno de los jóvenes avanzó para rendir homenaje.

Sir Otto Bodrugan —añadió sir Henry— y su esposa, mi hermana Margaret.

Se trataba evidentemente de un mundo bien entrelazado; ¿no había yo oído a mi jinete Roger decir que Otto Bodrugan era hermano de Joanna, la esposa de Henry Champernoune, de suerte que así se encontraba doblemente conectado con el señor del feudo? Margaret era pequeña, de color pálido, muy nerviosa; tropezó cuando quiso rendir homenaje al obispo y hubiera caído al suelo si su esposo no la hubiera sostenido. Me gustaba el aspecto de Otto Bodrugan: se adornaba con un hermoso penacho; sería un buen aliado, pensé yo, en un duelo o en un combate. Debía tener también un buen sentido del humor, pues en lugar de ruborizarse o de disgustarse a causa del mal efecto producido por su mujer, se sonrió y la tranquilizó. Sus ojos, castaños como los de su hermana Joanna, eran menos expresivos que los de ella; sentí, sin embargo, que compartía plenamente sus otras cualidades.

Bodrugan a su vez presentó a su hijo mayor Henry y en seguida marchó atrás para dar paso al hombre que le seguía en la hilera. Este estaba indudablemente impaciente por mostrarse delante de todos. Vestido más ricamente que sir Henry Champernoune o que sir Otto Bodrugan, dejaba ver una sonrisa de confianza en sí mismo.

Esta vez fue el prior quien hizo la presentación:

Nuestro amado y respetado protector, sir John Carminowe de Bockenod, sin la ayuda del cual nos hubiéramos encontrado en dificultades financieras en estos calamitosos tiempos.

Así, pues, aquí estaba el caballero con un pie en cada campo, una esposa encerrada a diez kilómetros de distancia, y otra mujer en esta cámara. Quedé desilusionado, pues esperaba encontrar un tipo apuesto con ojos dominantes. No era nada de eso, sino un hombre pequeño y tieso, inflado de orgullo como un pavo. Lady Joanna debía de contentarse con poco.

—Su Señoría —dijo él con un tono lleno de pomposidad—, nos mentimos profundamente honrados de teneros entre nosotros.

Se inclinó para besar la mano del obispo con una tal afectación, que si yo hubiera sido Otto Bodrugan, aún debiéndole doscientos marcos, le habría dado tal puntapié en el trasero que con eso hubiera saldado mi deuda.

El obispo, con sus ojos de mirada aguda, alerta, no perdía detalle. Parecía un general haciendo la inspección de un nuevo regimiento, anotando mentalmente lo referente a los oficiales: Henry Champernoune ya está pasado, hay que reemplazarlo; Bodrugan, valiente en la acción, pero insubordinado, a juzgar por su participación en la reciente rebelión contra el rey; Carminowe, ambicioso y demasiado celoso, un /lumbre que puede causar problemas. En cuanto al prior, ¿era una mancha de salsa lo que aparecía sobre su hábito? Podía jurar que el obispo lo notó, como yo mismo. Un momento más tarde sus ojos pasaron por encima de las cabezas de los personajes menos importantes y cayeron sobre la figura del cura de la parroquia, que se apoyaba contra el muro para no caerse. Tuve esperanzas, por el bien del prior, de que la inspección no continuara en la cocina del priorato, o peor aún, en la celda del prior.

Sir John se había levantado y a su vez hacía sus presentaciones.

—Mi hermano, su Señoría, sir Oliver Carminowe, uno de los comisarios de su Majestad; Isolda, su mujer.

Tornó del brazo a su hermano y le hizo avanzar; este parecía, a juzgar por su color encendido y por su mirada perdida, que había pasado las horas de espera en la bodega en compañía del párroco.

—Su Señoría —dijo, teniendo cuidado de no doblar demasiado la rodilla por miedo de perder el equilibrio al levantarse.

Era un hombre mejor parecido que su hermano, a pesar de la bebida; era más alto, más ancho de hombros, con una mandíbula fuerte; ciertamente, un individuo con quien no convenía entrar en disputas.

—Esa es la que tomaré, si la fortuna me favorece.

El susurro se produjo muy cerca de mis oídos. El jinete Roger estaba a mi lado una vez más; no me hablaba a mí, sino a su compañero. Había algo de desagradable en la manera como él dirigía mis pensamientos, siempre a mi lado cuando menos esperaba verlo. Tenía razón, sin embargo, en su elección, y yo me preguntaba si ella también se daba cuenta de la mirada de Roger, pues dirigió sus ojos hacia nosotros al levantarse de rendir homenaje al obispo.

Isolda, la mujer de sir Oliver Carminowe, no tenía una toca que enmarcara su rostro, sino que llevaba sus cabellos rubios atados en dos trenzas; una red con algunas joyas recogía las trenzas y coronaba la parte superior del velo que cubría la cabeza. Tampoco usaba manto, como las otras mujeres; su vestido era menos amplio en la cintura, más ceñido; las mangas llegaban más allá de las muñecas. Posiblemente, siendo más joven que sus compañeras, apenas tenía veinticinco o veintiséis años, seguía más de cerca la moda; si eso era así, no parecía darse cuenta de ello, pues llevaba sus vestidos con encantadora naturalidad. Nunca había visto un rostro tan hermoso ni tan lleno de aburrimiento; cuando nos miró, o mejor cuando miró a Roger y a sus compañeros, sin la menor muestra de interés, un ligero movimiento sobre sus labios traicionaba un bostezo que trataba de ahogar.

Es el destino de todo hombre, supongo, en un momento u otro de su vida, el ver un rostro en una multitud y no poderlo olvidar nunca; quizá, por un golpe de la fortuna, lo podrá encontrar otro día en un restaurante, en una reunión social. Encontrarlo con frecuencia rompería el encanto. Este no era ahora el caso. Miraba, atravesando siglos, lo que Shakespeare llamaría «una doncella incomparable», la cual, pobre de mí, no me miraría jamás.

—Me pregunto cuánto tiempo estará contenta dentro de los muros de Carminowe —murmuró Roger—, y si cuidará de que sus pensamientos no se desvíen.

—Ojalá yo lo supiera. Si yo hubiera vivido en su tiempo, habría renunciado a mi cargo de mayordomo de sir Henry y habría ofrecido mis servicios a sir Oliver y a su señora esposa.

—Una ventaja para ella —replicó el otro— es que no tiene que proporcionarle un heredero, ya que tiene tres hijastros para llenar el puesto. Ella puede disponer de su tiempo como guste, habiendo procurado ya dos hijas a sir Oliver con las que este puede hacer un buen negocio cuando lleguen a la edad del matrimonio; ahora puede estar tranquila.

Ese era el valor de la mujer en aquellos tiempos: bien mantenidas ron vistas al mercado, luego compradas y vendidas en la plaza, o más bien, en el feudo. Nada extraño que una vez cumplido con su deber, buscaran consuelo a su alrededor, bien fuera tomando un amante, o bien representando un papel activo en las estipulaciones mercantiles referentes a sus propios hijos e hijas.

—Te digo una cosa —afirmó Roger—. Bodrugan la desea para sí, pero mientras esté en deuda con sir John, debe mirar muy bien en dónde pisa.

—Te apuesto cinco contra uno que ella no le hace caso.

—Acepto. Y si ella lo hace, yo haré de intermediario. Ya he representado ese papel entre mi señor y sir John.

Como testigo de ese tiempo pasado que no era el mío, yo no me comprometía ni tenía ninguna responsabilidad. Podía moverme en su mundo sin ser observado; sabía que pasara lo que pasara, nada podía hacer para impedirlo, ya fuera una comedia, una tragedia o una farsa; en cambio, en mi existencia en el siglo XX yo debía trabajar para labrarme mi propio futuro y el de mi familia.

Parecía que la recepción había terminado; no así la visita del obispo, pues una campana llamó a vísperas; el grupo de personas se dividió en dos: los más importantes personajes fueron a la capilla de la abadía, mientras los otros se dirigieron a la iglesia, que era una parte de la capilla misma, separada por una entrada con arcos y una reja.

Pensé que podía prescindir de las vísperas, aunque quedándome cerca de la reja lograría tal vez ver a Isolda; mi guía, del que no podía liberarme, tuvo la misma idea y decidió que ya había perdido demasiado tiempo. Hizo una señal a su compañero con la cabeza, salió del priorato, atravesó el patio y se dirigió a la puerta de entrada. Alguien la había abierto, pues una cantidad de gente, hermanos laicos y sirvientes, estaban allí de pie, riéndose y mirando a los servidores del obispo, que trataban penosamente de hacer entrar la pesada carroza en el patio. Las ruedas estaban atascadas por el barro del camino.

Otro espectáculo se ofrecía a mi vista: el de los hombres, mujeres y niños que habían invadido la plaza central de la aldea. Una especie de mercado se había establecido allí, con puestos de venta en todas partes; un individuo tocaba un tambor, otro arrancaba sonidos de una especie de arpa y un tercero me ensordecía con el toque de dos cuernos tan grandes como él mismo, que con gran habilidad lograba tocar al mismo tiempo.

Seguí a Roger y a su amigo a través de la plaza. A cada momento se detenían para saludar a gente conocida. Caí en la cuenta que todo esto no era una manifestación popular en favor de la visita del obispo, sino más bien una especie de paraíso de carniceros; en efecto, cuerpos de cerdos y de carneros recién degollados colgaban en cada puesto de venta; las viviendas que bordeaban la plaza mostraban asimismo igual mercancía. Cada jefe de familia con un cuchillo en la mano estaba en pleno trabajo de despellejar una vieja oveja o de degollar un cerdo; uno o dos individuos pertenecientes sin duda a un grado más alto en la escala feudal, blandían una cabeza de toro y se ganaban así los gritos y los aplausos de la multitud. Se encendieron antorchas a medida que la noche avanzaba; a su luz, los que despellejaban y los que degollaban los animales tomaban un aspecto macabro; trabajaban aprisa, furiosamente, a fin de terminar la tarea antes de la noche; la excitación de la gente crecía cada vez más; el músico, con un cuerno en cada mano, iba de un lado a otro entre la gente y levantaba sus instrumentos por encima de las cabezas de los demás, a fin de aumentar el volumen de la música.

—Dios mediante, tendrán sus estómagos bien rellenos este invierno —observó Roger.

Yo le había olvidado en medio del tumulto, pero estaba siempre a mi lado.

—Supongo que has contado el número de animales —dijo su amigo.

No solamente los he contado, sino que los he examinado antes de dejarlos degollar; no porque sir Henry se diera cuenta o se preocupara por saber si faltaba un centenar de animales de sus rebaños, sino porque mi señora sí se preocuparía. Él está demasiado absorto en sus oraciones para pesar su bolsa y sus propiedades.

—¿Ella tiene confianza en ti, entonces?

Mi caballero se rio.

—Tiene que tener confianza en mí sabiendo lo que hago para ayudarla en sus aventuras. Cuanto más se apoya en mis consejos, mejor duerme por la noche.

Roger volvió la cabeza a causa de un ruido que provenía esta vez de la caballeriza de la abadía. Los siervos del obispo habían por fin encontrado sitio para la carroza, tomando el lugar de otros vehículos más pequeños, que aparentemente servían para llevar a damas de alto rango a través de los campos; tres de estos vehículos, adornados como el del obispo con escudos de armas, estaban siendo colocados a la entrada de la abadía.

Las vísperas habían terminado y los fieles que habían asistido a ellas salían ahora de la iglesia y se mezclaban con la gente de la plaza.

Roger se abrió camino hacia el patio cuadrangular y en seguida hacia la abadía en la que los huéspedes del prior formaban un grupo antes de la partida. Sir John Carminowe estaba en primera fila, y a su lado la esposa de sir Henry, Joanna de Champernoune. Al acercarnos a ellos, sir John murmuró a los oídos de Joanna:

¿Estaréis sola si voy a veros mañana?

—Quizá —respondió ella Pero es mejor esperar a que os envíe un mensaje.

Él se inclinó para besar su mano, luego montó el caballo que un servidor tenía de las riendas y desapareció al galope. Joanna le vio irse y en seguida se volvió hacia su mayordomo.

Sir Oliver y Lady Isolda pasarán la noche en nuestra casa dijo Trata de ayudarles a partir de aquí pronto. Busca también a sir Henry. Deseo partir cuanto antes.

Permaneció de pie allí en la entrada, golpeando impacientemente el suelo con el pie; sus grandes ojos estaban seguramente perdidos en imaginar los planes que favorecerían sus ulteriores proyectos. Sir John debía estar impaciente por mantener en ella el fuego del amor.

Roger entró en la abadía. Le seguí. Venían voces del refectorio. Habiendo preguntado a un monje que se encontraba por allí cerca, se enteró de que sir Oliver Carminowe tomaba algún alimento, acompañado de su séquito, mientras que su esposa todavía se encontraba en la capilla.

Roger se detuvo un momento, luego se dirigió a la capilla. Pensé en un primer momento que esta estaba vacía. Los cirios del altar habían sido apagados y la luz era escasa. Dos personas estaban de pie delante de la reja, un hombre y una mujer. Al acercarme vi que eran Otto Bodrugan e Isolda Carminowe. Hablaban en voz baja, de suerte que no pude distinguir lo que decían; en cambio vi que el cansancio y el hastío habían desaparecido del rostro de ella; de repente levantó la cabeza y sonrió.

Roger me dio un golpecito en el hombro.

—Es demasiado oscuro para ver algo. ¿Puedo encender las luces?

No era su voz. Él se había ido, y ellos también. Yo me encontraba de pie en la nave sur de la iglesia con un hombre vestido de clérigo a mi lado.

—Le vi a usted a la entrada de la iglesia, como si no acabara de decidirse a entrar o a quedarse fuera, a causa de la lluvia. Pues bien, ahora que ha entrado, permítame que le enseñe un poco la iglesia. Soy el coadjutor de St Andrews. Es una antigua iglesia y nos sentimos muy orgullosos de ella.

Puso su mano en un interruptor y encendió todas las luces. Miré a mi reloj; no sentía el más mínimo vértigo ni náuseas. Eran exactamente las tres y media.