LA náusea tardó unos diez minutos en desaparecer. Me senté sobre un montón de troncos de madera en la vieja cocina, esperando. Lo peor de todo era el vértigo: no me atrevía a ponerme de pie. Mi mano no estaba herida de gravedad y pronto detuve la sangre con mi pañuelo. Podía ver la ventana rota desde el sitio en que me encontraba, así como los pedazos de vidrio en el patio. Más tarde podría reconstruir la escena, calcular dónde se encontraba mi jinete, medir las dimensiones de aquella extensa vivienda que no tenía ni sótano ni patio posterior; ahora me era imposible, pues estaba exhausto.
Me pregunté qué figura habría hecho si alguien me hubiera visto vagando por los campos, atravesando la carretera en la parte baja de la colina y luego subiendo la cuesta hasta Tywardreath. Estaba seguro que yo había ido allí. El estado de mis zapatos, de mis pantalones destrozados y de mi camisa bañada en sudor, todo eso no era el resultado de un paseo tranquilo por las colinas.
Una vez que la náusea y el vértigo desaparecieron, me dirigí por las escaleras posteriores hacia el salón. Entré en la camarilla en donde Magnus guardaba sus impermeables, sus botas y todo el resto de sus trastos viejos; me miré en el espejo colgado sobre la cubeta. Mi aspecto era bastante normal; un poco pálidas las mejillas, nada más. Necesitaba una bebida fuerte más que ninguna otra cosa. Entonces recordé lo que Magnus me había dicho: «No pruebes el alcohol antes de tres horas, por lo menos, después de haber tomado la droga; luego, ve poco a poco». El té sería un pobre sustituto, pero en todo caso podría ayudar un poco; fui a la cocina para prepararme una taza.
Esta cocina había sido la sala de familia cuando Magnus era niño; la había transformado recientemente. Mientras esperaba que el agua hirviera, miré por la ventana al patio. Era un recinto enladrillado, rodeado de un muro viejo y cubierto de musgo. Magnus, en un momento de entusiasmo, había querido transformarlo en un patio resguardado en el que pudiera pasearse desnudo, cuando apretara demasiado el calor. Su madre, me confió Magnus, nunca había hecho nada por esta parte de la propiedad, pues estaba contigua a lo que era entonces la sección reservada a la cocina y a sus dependencias.
Miré todo ahora con ojos diferentes. Imposible reconstruir el escenario que había visto hacía poco: el patio lleno de barro, con la pesebrera a un lado y el camino que conducía al bosque. Imposible verme a mí mismo siguiendo al jinete por entre los árboles. ¿Había sido todo eso una alucinación, producto de la droga infernal? Mientras atravesaba la biblioteca, con la taza de té en la mano, el teléfono comenzó a sonar de nuevo. Sospeché que era Magnus. En efecto. Su voz, decisiva y cortante como siempre, me fortaleció mucho más que la bebida que no podía tomar o que la taza de té. Me dejé caer en una silla y me preparé para una sesión.
—Te he estado llamando durante horas —dijo Magnus ¿Habías olvidado que me prometiste llamarme a las tres y media?— No lo había olvidado. Pero estaba comprometido en otro sitio.
—Ya lo pensé, y ¿cómo fue eso?
Tenía que saborear este momento. Deseaba dejar a Magnus haciendo suposiciones. La idea me daba la sensación agradable de gozar de un poder sobre él; pero no había nada que hacer, yo sabía que tenía que decírselo todo.
—Resultó —dije—. Éxito cien por cien.
Caí en la cuenta por el silencio al otro lado de la línea, que este aspecto de la noticia era completamente inesperado. Magnus había previsto un fracaso. Cuando habló de nuevo, su voz tenía un tono más bajo, como si hablara consigo mismo.
—Apenas lo puedo creer —dijo—. Absolutamente espléndido… En seguida, tomando todo bajo su control, como siempre. —¿Hiciste exactamente lo que te dije, siguiendo las instrucciones? Dímelo todo, desde el principio… Pero, espera, ¿estás bien?
—Sí, creo que sí, excepto que me siento terriblemente cansado, que me he cortado la mano y que tuve vértigo y náuseas.
—Pequeños detalles, amigo mío, pequeños detalles. Hay con frecuencia náuseas después del experimento, pero pasan en seguida. Continúa.
Su impaciencia alimentaba mi propia excitación. Deseé que él se encontrara conmigo a mi lado en la misma habitación, en lugar de estar a cuatrocientos kilómetros de distancia.
—Ante todo —dije, bromeando—, rara vez he visto nada tan macabro como tu pretendido laboratorio. El cuarto de Barba-azul sería el nombre apropiado. Todos aquellos embriones guardados en jarros, aquella horrorosa cabeza de mono…
—Se trata de excelentes ejemplares y que valen muchísimo —me interrumpió—, pero no te desvíes del camino. Yo sé para qué sirven, in no. Dime lo que pasó.
Tomé un sorbo del té que se enfriaba rápidamente y deposité la taza sobre la mesa.
—Encontré la hilera de botellas en el aparador cerrado con llave y claramente marcadas A, B y C. Vacié exactamente tres medidas de A en el vaso de las medicinas. Lo bebí, volví a colocar la botella y el vaso, cerré con llave el aparador, lo mismo que el laboratorio, y esperé a que sucediera algo. Y bien, nada sucedió.
Hice una pausa a fin de que esta información fuera asimilada. Magnus no hizo ningún comentario.
—Así, pues —continué salí al jardín. Ninguna reacción todavía. Me habías dicho que el factor variaba, que podían ser tres, cinco, diez minutos lo que había que esperar antes de que algo ocurriera. Creía que iba a sentirme mareado, aunque tú no habías dicho nada acerca de un mareo; como nada acontecía, pensé dar una caminata. Así, pues, salté el muro, atravesé el campo y comencé a caminar en dirección de los acantilados.
—Maldito loco exclamó Magnus. —Te dije que te quedaras en casa ocurriera lo que ocurriera, para el primer experimento.
—Ya lo sé, pero francamente no esperaba que el experimento resultara. Pensé sentarme y dejarme caer en un delicioso sueño, en caso de que diera resultado.
—Maldito loco —dijo de nuevo—. No es así como eso ocurre. —Ya lo sé que no es así… ahora— dije.
Entonces le describí toda la experiencia, desde el momento en que la droga produjo efecto hasta el momento en que rompí el vidrio de la ventana de la antigua cocina del sótano. Magnus no me interrumpió ni una sola vez, excepto cuando yo hacía una pausa para respirar o para tomar un sorbo de té: «continúa… continúa», me decía.
Cuando hube terminado, incluyendo lo del mareo y de la náusea en la antigua cocina, reinó un completo silencio; yo pensé que habían cortado la comunicación telefónica.
—Magnos —pregunté—, ¿estás ahí?
Su voz volvió a mí, clara y fuerte, repitiendo las mismas palabras que había empleado al comienzo de nuestra conversación.
Espléndido, absolutamente espléndido.
Quizá… La verdad era que yo me encontraba completamente exhausto, habiendo pasado por todo el proceso del experimento dos veces.
Magnus comenzó a hablar rápidamente; yo podía imaginármelo claramente, sentado a su mesa de trabajo en Londres, con una mano en el auricular y con la otra buscando su papel de notas y su lápiz.
—¿Te das cuenta —dijo— que esta es la cosa más importante que ha ocurrido desde el momento en que los especialistas en la bioquímica se han apoderado del teonanacal y del ololiuqui? Esas drogas lanzan el cerebro en direcciones diferentes, completamente caóticas. Esto, por lo contrario, está controlado, es algo bien definido. Yo sabía que me las tenía que ver con algo de posibilidades tremendas, pero no podía estar seguro de que no se trataba de un alucinógeno, habiéndolo experimentado solamente en mí mismo. Si esto fuera así, tú y yo habríamos tenido las mismas reacciones físicas, pérdida del tacto, un sentido de la vista más agudo, etc., pero no la misma experiencia de un tiempo transformado. Esto es lo importante. Esto es lo tremendamente impresionante.
—¿Quieres decir —añadí yo—, que cuando lo ensayaste en ti mismo, tú también retrocediste en el tiempo? ¿Viste lo mismo que yo?
—Exactamente. Yo no esperaba más que tú. O más bien, sí, pues otras experiencias hacían eso remotamente posible. Se relacionaban con D. N. A., enzimas equilibrantes moleculares y cosas por el estilo; no quiero hacer lucubraciones que se te escapan, querido amigo; en todo caso, lo que me interesa ahora es que tanto tú como yo volvimos u vivir en una época aparentemente idéntica en el pasado: siglo trece a catorce, ¿no es verdad? Yo también vi a ese tipo que tú describes como tu jinete: Roger, ¿no le llamó así el prior? También vi a la desaliñada muchacha junto al fuego, así como a alguien más, un monje, que me hizo pensar inmediatamente en la abadía de la Edad Media que fue en un tiempo parte de Tywardreath. La cuestión es la siguiente: ¿invierte la droga algún proceso químico en el cerebro, haciéndolo volver a una situación termodinámica definida anterior de su evolución, de suerte que las sensaciones del pasado se repitan ahora en alguna región del cerebro? Si es así, ¿por qué la trama molecular regresa a ese momento concreto del tiempo? ¿Por qué no a ayer, a hace cinco años, o a hace un siglo o veinte años? Podría ser, y esto es lo que me extraña, podría ser que hubiera un vínculo muy poderoso que une al que toma la droga ahora con la primera imagen humana grabada en un cerebro anterior bajo el influjo de la misma droga. Tanto tú como yo vimos al jinete. El impulso interior a seguirlo fue muy urgente. Tú lo sentiste, yo también. Lo que no sé aún es por qué él representa el papel de Virgilio con respecto al nuestro de Dante en este Infierno; de todos modos, él lo representa, no hay manera de evitarlo. He hecho el «viaje», para usar la jerga de los estudiantes, muchas veces, y el personaje está siempre allí. Tú verás que ocurre lo mismo en tu próxima aventura. Él siempre se encarga de guiamos.
La suposición de que yo iba a continuar como conejo de Indias de Magnus no me sorprendió; era algo típico en nuestra larga amistad en Cambridge y en otras partes. Él daba el tono y yo seguía; Dios sabe en cuántas aventuras poco honorables le acompañé durante nuestros estudios comunes en la universidad y aún más tarde, cuando él comenzó su carrera de biólogo para continuar después como profesor en la Universidad de Londres, en tanto que yo me sometía al trabajo rutinario de una editorial. Mi matrimonio con Vita hacía tres años nos había separado por primera vez, con provecho de ambos, posiblemente. El repentino ofrecimiento de su casa de campo para pasar nuestras vacaciones, que yo acepté con mucho gusto, pues había cesado en un empleo y necesitaba reflexionar sobre el siguiente, me parecía ahora encerrar segundas intenciones (Vita me instaba a que aceptara la dirección de una floreciente casa editorial en Nueva York administrada por su hermano). Los largos y tranquilos días con los que Magnus me había tentado para que aceptase su ofrecimiento, comenzaban a tomar ahora otra significación.
—Escucha, Magnus —le dije—, hice esto por ti hoy, pues tenía curiosidad y además porque me encontraba solo; que la droga tuviera efecto o no, no importaba; pero imposible seguir adelante. Cuando Vita y los niños lleguen, estaré atado a ellos.
—¿Cuándo vienen?
—Los niños terminan la escuela dentro de una semana más o menos. Vita vuelve en avión de Nueva York para recibirlos a su salida y traerlos aquí.
—Eso está muy bien. Tú puedes lograr mucho en una semana. Escucha, tengo que irme. Te telefonearé mañana a la misma hora. Adiós.
Se había ido. Me quedé con el auricular en la mano y con mil preguntas que hacer. Siempre el mismo maldito Magnus. Ni siquiera había dicho si yo debía esperar sufrir algunos efectos secundarios de esta diabólica droga, sacada de hongos sintéticos y de células del cerebro de monos, o de quién sabe qué cosa, que él había preparado en esas aterradoras botellas. El vértigo podría venir de nuevo, así como la náusea. Podía quedarme ciego de repente, o loco, o las dos cosas. Al diablo con Magnus y con su maldito experimento…
Decidí subir al piso superior y tomar un baño. Sería un alivio el quitarme mi camisa bañada en sudor y mis pantalones destrozados, y dejar relajar mi cuerpo en una bañera de agua caliente perfumada con aceite. Magnus podía tener otros defectos, pero no el del mal gusto. Vita aprobaría la decoración de la alcoba que él había puesto a nuestra disposición, la suya propia, la sala de baño, y la habitación, que tenía una magnífica vista sobre el mar.
Me tendí en la bañera y dejé que el agua llegara hasta la barbilla. Pensé en nuestra última noche en Londres, cuando Magnus me propuso su arriesgado experimento. Previamente me había sugerido solamente que Kilmarth estaba a mi disposición si yo quería ir a alguna parte durante las vacaciones escolares de los niños. Yo había telefoneado a Nueva York para convencer a Vita; esta no se sintió muy entusiasmada con el proyecto, pues como muchas mujeres americanas, es una planta de tierra caliente, de suerte que prefería tomar las vacaciones bajo un cielo mediterráneo, con un casino en las cercanías; me objetó que siempre llovía en Cornwall, me preguntó si la casa era suficientemente abrigada y si no habría dificultades para procurarnos alimentos. La tranquilicé y aun le hablé de la mujer que vendría todos los días del pueblo para las labores domésticas; finalmente aceptó, sobre todo, me parece, a causa del lavaplatos automático y del nuevo equipo de cocina. Magnus se rio mucho cuando le conté todo esto.
—Tres años de matrimonio, y el lavaplatos automático es más importante que el lecho doble que haré disponer para vosotros. Te previne que no duraría. Quiero decir, el matrimonio, no la cama.
Evité el espinoso tema de mi matrimonio, que estaba pasando ahora por un período de crisis después de los apasionantes primeros meses; espinoso sobre todo porque yo deseaba quedarme en Inglaterra y Vita deseaba que me estableciera en los Estados Unidos. En todo caso, ni mi matrimonio ni mi empleo futuro importaban a Magnus, de suerte que él empezó a hablar sobre la casa, los varios cambios que había hecho en ella desde que sus padres murieron; yo había estado allí varias veces cuando estudiábamos en Cambridge; ahora Magnus había convertido el sótano en un laboratorio, sólo para divertirse con experimentos que no tenían nada que ver con su trabajo de Londres.
Magnus había preparado muy bien el terreno con una excelente comida; yo me encontraba bajo el hechizo habitual de su fuerte personalidad; de repente dijo:
—He llegado a algo que me parece un éxito en una de mis investigaciones; una mezcla de producto sintético y vegetal que forma una droga capaz de producir un efecto extraordinario en el cerebro.
Dijo esto como al azar, pero Magnus siempre decía así las cosas que tenían importancia para él.
—Pensaba que todas las drogas fuertes tienen ese efecto —dije yo—. La gente que toma la mescalina, L.S.D. y otras por el estilo, pasan a un mundo de fantasía lleno de sensaciones exóticas y se imaginan encontrarse en el paraíso.
Magnus vertió más brandy en mi vaso.
No se trata de fantasía, el mundo en el que he entrado —dijo—. Es ciertamente muy real.
Esto excitó mi curiosidad. Un mundo diferente del suyo, tan egoísta, debía de tener una especial atracción.
—¿Qué clase de mundo? —pregunté.
—El pasado —contestó.
Recuerdo que reí al tomar el vaso de brandy en la mano.
—¿Todos tus pecados, quieres decir? ¿Las fechorías de una juventud desenfrenada?
—No, no. —Magnus sacudió la cabeza con impaciencia—. No se trata absolutamente de algo personal. Yo no era más que un observador. No, el hecho es… —Se interrumpió y se encogió de hombros—. No te diré lo que he visto: eso estropearía el experimento que tú harás.
—¿Me estropearía a mí el experimento?
—Sí. Quiero que ensayes la misma droga en ti mismo, para ver produce el mismo efecto.
Moví la cabeza.
—Oh, no —le dije—, no estamos ahora en Cambridge. Hace. veinte años yo podía tragarme uno de tus menjunjes y arriesgar la vida. Pero eso se acabó.
—No te estoy pidiendo que arriesgues la vida —exclamó con impaciencia—. Te estoy pidiendo que consagres veinte minutos, tal vez una hora, de una tarde en que no tengas nada que hacer, antes de que lleguen Vita y los niños, ensayando sobre ti mismo un experimento que puede cambiar la concepción del tiempo que tenemos hasta ahora.
No había ninguna duda de que sus palabras eran sinceras. Magnus no era ahora el frívolo Magnus de Cambridge, sino un profesor de biofísica, famoso en su especialidad; aunque yo entendía poco del sentido de su trabajo, sabía, sin embargo, que si realmente él había encontrado alguna droga interesante, podía equivocarse acerca de su importancia, pero no estaba mintiendo sobre el valor que le concedía.
¿Por qué yo? —le pregunté—. ¿Por qué no la ensayas en tus alumnos de la Universidad de Londres y en condiciones bien controladas?
—Porque sería prematuro y porque no estoy preparado para arriesgarme a hablar de ello a nadie, ni aun a mis alumnos… Tú eres la única persona que sabe que yo he investigado en estas materias que no tienen nada que ver con mi trabajo habitual. Tropecé con esto por casualidad, y tengo que buscar más datos antes de encontrarme satisfecho sobre las posibilidades que presenta. Tengo intenciones de trabajar en ello cuando vaya a Kilmarth en septiembre. Entretanto, tú vas a estar solo en esa casa. Tú podrías ensayar al menos una vez y darme tu informe. Estoy quizá completamente equivocado con respecto a esa droga. No tendrá ningún efecto molesto sobre tu organismo, excepto el dejarte las manos y los pies entumecidos por un momento y hacer que tu cerebro, mi querido amigo, se vuelva un poco más ágil de lo que es en el momento presente.
Finalmente, y después de otro vaso de brandy, logró convencerme. Me dio instrucciones detalladas sobre el laboratorio, me confió las llaves del armario en donde guardaba la droga y me describió el efecto instantáneo que podía tener; en seguida añadió algo sobre los efectos posteriores, la posibilidad de la náusea. En cambio, cuando le pregunté lo que yo podía ver, se mostró evasivo.
—No —me dijo—. Yo podría inconscientemente predisponerte a ver lo que yo vi. Tú tienes que hacer el experimento con una mente limpia, sin condicionamientos.
Algunos días después dejé Londres y me dirigí a Cornwall. La casa estaba aireada y lista; Magnus había escrito a la señora Collins que vivía en Polkerris, pequeña aldea cerca de Kilmarth; encontré floreros llenos de flores y alimentos en la nevera; la estufa estaba encendida en la sala de música y en la biblioteca, aunque nos encontrábamos a mediados de julio; Vita no habría podido hacerlo mejor. Empleé los dos primeros días en gozar de la paz del lugar, así como del confort que, si no recuerdo mal, no existía cuando los padres de Magnus, que eran un poco excéntricos, vivían en la casa. El padre, el comandante Lane, había sido un marino retirado; nos llevaba a navegar en un yate de diez toneladas en el que invariablemente nos mareábamos; la madre había sido una criatura indefinida, al mismo tiempo que encantadora, que se paseaba con un inmenso sombrero. Tanto si hacía buen tiempo como si era malo, dentro y fuera de casa, y que empleaba su tiempo en examinar las rosas muertas en el jardín que ella cultivaba con pasión, pero con muy poco éxito. Yo me burlaba un poco de ellos y les quería sinceramente; cuando murieron, con un intervalo de doce, yo lo sentí casi más que el mismo Magnus.
Todo esto parecía haber ocurrido mucho tiempo atrás. La casa había cambiado mucho y se encontraba modernizada; sin embargo, algo de la presencia de los padres de Magnus permanecía en ella, o al menos así me lo pareció en aquellos primeros días. Ahora, después del experimento, ya no estaba tan seguro. Tal vez yo nunca me había dado cuenta que la casa abrigaba otros recuerdos, debido al hecho de que nunca antes había entrado en el sótano.
Salí del baño y me sequé; me mudé de ropa, encendí un cigarrillo bajé a la «sala de música», llamada así en lugar de «sala de estar», pues los padres de Magnus eran buenos intérpretes de duetos. Me pregunté si era aún demasiado pronto para tomar la copa que deseaba tan ardientemente. Mejor estar seguro que tener que arrepentirme después; esperaría aún otra hora.
Encendí el magnetófono y tomé un disco al azar. El concierto Brandenburgués n.° 3 de Bach me ayudaría a ponerme de nuevo en mis cabales. Magnus debió mezclar los discos la última vez que estuvo allí, pues no fue la música mesurada de Bach la que vino a mis oídos en el momento en que me tendía en el sofá al lado del fuego, sino el murmullo insidioso e inquietante de La Mer de Debussy. Qué rara elección de un disco por parte de Magnus cuando estuvo allí en las vacaciones de Pascua. Yo creía que no podía soportar a los compositores románticos. Debí de haberme equivocado, a no ser que su gusto hubiera cambiado con los arios. O, tal vez, sus aventuras por lo desconocido habían despertado en él el gusto por sonidos más misteriosos, por la invitación mágica del mar sobre la playa. ¿Había visto Magnus el estuario que penetraba profundamente en la tierra firme, tal como yo lo había visto esta tarde? ¿Había contemplado los campos pintados de un verde intenso y limpio, el agua azul avanzando por el valle, los muros de piedra de la abadía recortados contra la colina? No lo sabía: no me lo había dicho. ¡Tantas cosas que no le pregunté en esa conversación por teléfono, bruscamente interrumpida!
Dejé terminar el disco, pero lejos de calmarme, produjo el efecto contrario. La casa se sumió en un profundo silencio una vez que la música hubo cesado; con el sonido de La Mer que avanzaba y se retiraba en mis oídos, crucé el vestíbulo hasta la biblioteca y miré el mar a través de la ventana. Estaba gris, golpeado por el viento del Oeste que levantaba pequeñas olas en la superficie inmensa. ¡Qué diferente del turbulento y azul océano que yo había contemplado aquella tarde en ese otro mundo!
Dos escaleras conducen al sótano de Kilmarth. La primera, que sale del vestíbulo, va directamente a la bodega y a la antigua cocina y de
ahí pasa a la puerta del patio. La segunda se encuentra al otro lado de la actual cocina, de donde baja a la entrada posterior de la casa, al fregadero, a la despensa y al lavadero. Era el lavadero el que había nido transformado en laboratorio por Magnus.
Bajé esta escalera, di vuelta a la llave y entré una vez más en el laboratorio. Nada allí tenía un carácter clínico. El viejo sumidero estaba allí todavía, sobre el suelo de piedra y bajo una pequeña ventana con barrotes. A su lado se encontraba el hogar, con un pequeño horno de arcilla, abierto en la espesura del muro, que se empleaba antiguamente para cocer el pan. Del cielorraso lleno de telarañas colgaban ganchos oxidados, de los que debieron pender antiguamente embutidos y jamones.
Magnus había dispuesto sus curiosos ejemplares sobre los estantes fijados a lo largo del muro. Algunos eran esqueletos, otros eran organismos completos, preservados en una solución química, con la carne de color pálido. La mayor parte eran irreconocibles; me pareció que se trataba de embriones de pollos o de ratones. Los dos ejemplares que reconocí fueron la cabeza de un mono con el cráneo delicado y perfectamente conservado, como la cabeza de un niño antes de nacer, y a su lado la cabeza de otro mono de la que se había extraído el cerebro; este se encontraba en salmuera, en una vasija, y presentaba un color marrón. Otros vasos y vasijas contenían hongos, plantas y algunas hierbas de formas extrañas, con tentáculos y hojas en espiral.
Me había burlado de él por teléfono, llamando al laboratorio la cámara de Barba-azul. Ahora, al inspeccionarla de nuevo, con el recuerdo vívido de esta tarde en mi mente, la pequeña habitación parecía cobrar un significado diferente. Me recordaba no tanto al barbudo y poderoso hombre oriental del cuento de hadas, sino una imagen que había olvidado y que me había asustado cuando yo era niño; se llamaba «El Alquimista»: un hombre, desnudo hasta la cintura, estaba de cuclillas al lado de un horno semejante al que veía aquí en el lavadero; encendía el fuego con un fuelle; a su izquierda le acompañaban un monje cubierto con su capuchón y un sacerdote con una cruz; un cuarto personaje, vestido con sombrero y manto de la Edad Media, y apoyado en un bastón, hablaba con los otros tres. Sobre una mesa se veían botellas, un recipiente que contenía cáscaras de huevo, cabellos y gusanos delgados como hilos; en el centro de la habitación se levantaba un trípode y sobre este una olla que contenía un pequeño lagarto con cabeza de dragón.
¿Por qué únicamente ahora, después de treinta cinco años, volvía el recuerdo de esa horrorosa imagen? Di media vuelta, cerré la puerta del laboratorio de Magnus y subí las escaleras. No podía esperar por más tiempo la bebida alcohólica que tanto necesitaba.