LA primera cosa que noté fue la transparencia del aire y el intenso color verde del campo. No existían matices ni contornos vagos en las cosas. Así, las colinas distantes no confundían sus siluetas con el cielo, sino que se recortaban contra él como rocas peladas, que me parecían tan cerca que creía podía tocarlas. Su proximidad aparente me causaba la misma sorpresa y encanto que la que siente un niño al mirar un paisaje por primera vez a través de unos prismáticos. Los objetos cercanos presentaban esa, misma cualidad extraña: el césped se había convertido en un campo de espadas erizadas sobre el suelo más joven y más salvaje que jamás había visto.
Había esperado otra cosa, una transformación diferente: por ejemplo, una sensación suave de bienestar acompañada de la intoxicación borrosa de un sueño en el que todo aparece definido en la niebla. No imaginaba este impacto tremendo, esta realidad más sólida que la que yo había experimentado hasta entonces, dormido o despierto. Mis sensaciones eran ahora más fuertes: el sentido de la vista, del oído, del olfato, todo se había agudizado. Todo, excepto el sentido del tacto: no podía sentir el suelo bajo mis pies. Magnus me lo había advertido; me había dicho: «no sentirás tu cuerpo tocar objetos inanimados; caminarás, estarás de pie, te sentarás, te abrirás camino a través de esos objetos, pero no sentirás nada; no te preocupes; el hecho mismo de que puedas desplazarte sin sentirlo es la mitad de esta experiencia maravillosa».
Yo había tomado estas palabras a broma, evidentemente, como uno de los cebos de Magnus para despertar mi curiosidad y mi deseo de hacer yo también la experiencia. Ahora veía que era la pura verdad. Comencé a avanzar; la sensación era deliciosa; me parecía moverme sin esfuerzo, sin sentir contacto con el suelo.
Bajé por la colina hacia el mar, atravesando los campos cubiertos de hierbas afiladas de color de plata que brillaban intensamente bajo el sol; el cielo, en efecto, que poco antes en mí vida normal había estado cubierto de nubes, ahora aparecía transparente, de un azul deslumbrante. Recordé que la marea se había retirado hacía unos momentos, dejando la arena descubierta, con la hilera de cabinas para los bañistas que formaban como una extraña dentadura y que limitaban al fondo la extensión dorada de la playa. Ahora las cabinas habían desaparecido, lo mismo que las casas al lado de la carretera, los muelles, las chimeneas, los tejados, los edificios, en fin, todo lo que formaba la aldea de Par. Idéntica suerte había sufrido la aldea de St. Austell, que poco antes limitaba el paisaje más allá de la bahía. No quedaba más que la hierba, la maleza y las altas y distantes colinas que me parecían ahora tan cercanas; el mar, por su parte, invadía la playa, cubriéndola como si quisiera devorarla. Hacia el Noroeste los acantilados se recortaban contra el azul del mar. Allí mismo se formaba un amplio estuario en el que penetraba el agua siguiendo los contornos del terreno, hasta desaparecer de mi vista.
Al llegar al borde del acantilado, miré hacia abajo, hacia el sitio en donde debía encontrarse la carretera, la hostería, el café y las casas cercanas a la colina de Polmear; el mar cubría toda esta parte del terreno, formando una ensenada que penetraba en el valle hacia el Este. La carretera y las casas habían desaparecido, dejando solamente en su lugar una depresión en el terreno a uno y otro lado de la ensenada. El canal corría estrecho entre bancos de arena y de barro; en la marea baja el agua debía retirarse y dejar un camino fangoso que podría recorrerse a pie o a caballo. Bajé hasta la parte inferior de la colina y me detuve a la orilla de la ensenada, tratando de imaginarme la dirección exacta de la carretera que yo conocía tan bien en mi mundo ordinario; imposible; había perdido todo sentido de orientación; mi único guía ahora era la configuración del terreno, el valle y las colinas.
El agua del canal formaba una abundante espuma sobre la arena. Las burbujas de la corriente acompañaban todo aquello que corre por los ríos después de una lluvia otoñal: manojos de oscuras raíces, plumas, hojas, ramas. Yo estaba seguro: nos encontrábamos en mitad del verano, en un día pesado y cubierto; en cambio, ahora todo indicaba una luz más brillante, la del invierno que se acercaba, en las primeras horas de la tarde, cuando el sol forma una llamarada en el Oeste y se dispone a teñir de púrpura todo el cielo.
En aquel momento aparecieron ante mi vista los primeros seres vivientes, unas gaviotas que seguían el curso de la marea; otras aves rozaban la superficie del agua; al mismo tiempo, en la parte superior de la colina del otro lado del valle, y recortándose contra el cielo, vi un par de bueyes que abrían un surco en la tierra. Cerré los ojos y los volví a abrir inmediatamente: la yunta había desaparecido detrás de la cumbre; en cambio, la nube de gaviotas, con su algarabía, me decía bien claro que toda la escena era real y no producto de un sueño.
Bebí hasta el fondo de mis pulmones el aire fresco, El solo hecho de respirar era una dicha que yo nunca había buscado por ella misma; ahora la respiración tenía una cierta cualidad mágica insospechada. Imposible analizar con la fría razón lo que me ocurría en ese momento; en ese nuevo mundo de percepciones maravillosas, no había más que la intensidad de la sensación que me servía de guía.
Podía permanecer allí indefinidamente, extasiado y feliz vagando entre el cielo y la tierra, lejos del mundo ordinario que yo conocía.
En ese momento volví la cabeza y vi que no me encontraba solo. No había oído los cascos de un caballo que se acercaba y que debía de haber atravesado los campos como yo; pero en este momento, al marchar sobre la grava, el ruido del metal contra la piedra hirió mis oídos violentamente; al mismo tiempo sentí el olor cálido del caballo bañado de sudor.
Instintivamente me eché a un lado; con gran sorpresa mía, el hombre que montaba el caballo, lo dirigía directamente contra mí. Al apartarme, le dejé pasar hasta la orilla del agua; allí el hombre revisó su montura; luego miró hacia el mar, calculando la marea. Sentí miedo por primera vez; el hombre no era ciertamente un fantasma, sino un personaje de carne y hueso, con los pies en unos estribos bien reales, con sus manos que apretaban unas riendas sólidas; todo estaba demasiado cerca de mí para sentirme tranquilo; no temía verme derribado: lo que me causaba pánico era el encuentro mismo con este hombre, este salto mío por encima de los siglos.
El hombre apartó los ojos del mar y los fijó en mí; tal vez me vio, tal vez yo leí en esos ojos profundos un signo de reconocimiento. Sonrió, acarició el cuello de su cabalgadura y luego, con un golpe de sus talones sobre los flancos del animal, atravesó el vado hasta la otra orilla del canal.
No me había visto; no podía verme; vivía en otro tiempo. ¿Por qué, entonces, ese movimiento rápido sobre la silla de montar para ver dónde me encontraba? ¿Era un desafío? «Sígueme si te atreves», parecía darme a entender; era una invitación apremiante y extraña. Medí la profundidad del agua que había cubierto las patas del caballo hasta más arriba de los cascos y me lancé en su seguimiento sin preocuparme de nada; al llegar a la otra orilla vi qué tenía los pies secos; no había sentido nada.
El caballero se dirigió hacia la parte superior de la colina; le seguí. El camino que tomábamos estaba lleno de barro y era muy empinado. Al llegar a la cumbre, volvimos hacia la izquierda. Reconocí satisfecho que era la misma dirección que yo había tomado esa mañana en coche; pero toda semejanza terminaba allí, pues ahora no existían las cercas que bordeaban la ruta. A derecha e izquierda se entendían terrenos arados, indefensos contra el viento. Acá y allá se veían sucios pantanales y algunos bosquecillos de aliagas. Llegamos hasta el sitio en que trabajaba la yunta de bueyes. Vi por primera vez al hombre que la conducía: una figura pequeña, cubierta con un capuchón, inclinada pesadamente sobre el yugo de madera; levantó la mano para saludar a mi jinete, gritó algo y luego continuó su trabajo; las gaviotas revoloteaban entretanto sobre su cabeza.
El saludo de un hombre al otro parecía extremadamente natural. La conmoción que yo había sentido al ver al caballero en el vado, se convirtió primero en sorpresa y ahora en aceptación. Recordé mi primer viaje a Francia cuando era niño; abriendo la ventana del coche-cama había visto pasar delante de mis ojos los campos, las ciudades, las aldeas, las personas que trabajaban la tierra, como ahora este pobre agricultor. Con la curiosidad de un niño, me había preguntado: «esa gente, ¿está viva, como yo, o solamente lo parece?».
Mi sorpresa y mi curiosidad eran ahora más grandes aún que cuando yo era niño. Miré a mi caballero y a su cabalgadura y me acerqué a distancia suficiente para poder tocarlos y olerlos. Ambos despedían un olor tan fuerte que parecía pertenecer a la esencia de la vida misma. Los riachuelos de sudor en los flancos del animal, la crin al viento, el trazo de espuma en el bocado del freno… la rodilla fuerte del hombre, su cinturón de cuero que aseguraba la túnica, las manos sobre las riendas, el rostro de color rojizo con sus mandíbulas poderosas, la cabellera negra que le caía hasta más abajo de las orejas: todo era realidad pura, y yo un fantasma extraño.
Tuve unos deseos locos de extender la mano y posarla sobre el caballo, pero recordé el aviso de Magnus: «Si encuentras un personaje del pasado, no se te ocurra tocarlo; a los seres inanimados, no importa que los toques; pero si tratas de palpar un ser viviente, toda la magia se rompe y volverás en ti con una sacudida muy desagradable. Lo he ensayado yo mismo y sé de qué hablo».
El sendero descendía, después de atravesar el campo arado; el paisaje presentaba un aspecto muy diferente al que yo esperaba: la aldea de Tywardreath, tal como yo la había visto poco antes, estaba totalmente transformada; las cabañas y casas de campo que formaban una especie de arco extendido al norte y al oeste de la iglesia, habían desaparecido; sólo veía un villorrio formado por viviendas dispuestas sin ningún orden; pensé en mi infancia, cuando yo jugaba con casas en miniatura, colocándolas de cualquier modo sobre el piso. Ahora veía chozas pequeñas, con techo de bálago, amontonadas alrededor de una plaza central en la que se movían cerdos, gallinas, dos o tres caballos e innumerables perros. El humo no salía por chimeneas, sino por agujeros en el techo.
La simetría y la belleza se habían refugiado en la parte inferior del poblado en donde se levantaba la iglesia; no era, sin embargo, la iglesia que yo había conocido pocas horas antes, sino otra, más pequeña y sin campanario; formando un solo bloque con ella, se extendía un largo y bajo edificio de piedra; alrededor de todo este conjunto corría un muro igualmente de piedra. En el interior de este recinto se encontraba un huerto, jardines, algunas dependencias y un bosquecillo; debajo de este, el terreno descendía hasta un pequeño valle en el que penetraba el mar.
Hubiera deseado quedarme allí un buen rato contemplando el paisaje, pues me encantaba su simplicidad y su belleza, pero mi jinete continuó su camino y una fuerza interior me impulsaba a seguirle. El sendero bajaba a la plaza central del villorrio; ahora la vida de la gente y de los animales me rodeaba de cerca; unas mujeres, cerca del pozo de agua en un extremo de la plaza, mostraban sus vestidos largos ceñidos a la cintura, sus cabezas cubiertas con un velo que sólo descubría los ojos y las narices.
La llegada de mi compañero causó sensación. Los perros comenzaron a ladrar, otras mujeres salieron de las viviendas; por una y otra parte se oían gritos y llamadas; reconocí, a pesar del sonido tosco de bis consonantes, el inconfundible acento gutural de Cornish.
El caballero se dirigió a la izquierda y desmontó delante del recinto protegido por el muro de piedra; ató las riendas a una estaca clavada en el suelo y entró por un portal que tenía adornos de bronce. Una estatua dominaba la entrada; representaba un santo vestido con túnica y llevando en su mano la cruz de San Andrés. Mi olvidada y aun menospreciada educación católica, me obligó hacer la señal de la cruz.
En ese momento una campana hizo resonar en mí recuerdos olvidados; y tuve miedo de volver a mi infancia.
En realidad, no tenía nada que temer. No fue una escena de senderos ordenados, de figuras geométricas, de claustros tranquilos, de perfumes de santidad y de un silencio resultante de la oración, lo que encontré: la puerta se abrió sobre un patio lleno de barro; dos hombres perseguían, medio en broma y medio en serio, a un muchacho en cuyos ojos se adivinaba un gran espanto; le golpeaban las piernas desnudas con correas; los dos hombres eran monjes, a juzgar por sus hábitos y por la tonsura; el chico era un novicio; tenía su hábito recogido en la cintura, dejando así las piernas a merced de los golpes de los dos hombres.
El caballero contempló la pantomima sin moverse; pero cuando el muchacho cayó al fin, en el barro, con parte del hábito encima de su cabeza, de suerte que ahora no sólo las piernas, sino también las espaldas estaban desnudas, el hombre exclamó:
—No le hagáis sangrar. Al prior le gustan los cerdos tiernos sin salsa; el condimento vendrá después, cuando el cochinillo se haga más fuerte.
Entretanto la campana llamaba a la oración, pero sin producir el menor efecto en esos hombres.
El caballero, una vez que su observación fue celebrada con risas por los dos monjes, atravesó el patio y entró en el edificio; en seguida penetró por un pasadizo que parecía dividir la cocina del comedor, a juzgar por el olor a carne asada y a humo que salía de un fogón. Dejando atrás el calor y el sabor de los alimentos en la cocina a la derecha, lo mismo que el frío confort del comedor con los desnudos bancos a la izquierda, mi jinete atravesó una puerta situada en el centro y subió por unas escaleras hasta otra puerta que cerraba el camino. El hombre llamó y entró sin esperar la respuesta.
La habitación en la que entramos, con su techo de madera y sus muros enyesados, presentaba un cierto aspecto de comodidad; sin embargo, la pobreza limpia, tal como yo la había conocido en mi infancia, estaba allí completamente ausente. El piso de esteras de junco estaba cubierto de huesos medio roídos por los perros; la cama, en uno de los rincones de la habitación, parecía ser el sitio destinado a arrojar los objetos inútiles: una alfombra hecha de piel de oveja, un par de sandalias, una bola de queso sobre un plato de hojalata, una caña de pescar y un perro que se rascaba la cola con los dientes.
—Salud, padre prior —dijo mi jinete.
Algo se sentó en la cama, perturbando así al perro, que saltó al suelo; ese algo era un monje de cierta edad, de mejillas sonrosadas y de ojos que mostraban ahora la sorpresa de verse interpelado.
—Dejé orden de que nadie me molestara —dijo.
Mi jinete se encogió de hombros.
—¿Ni siquiera para el oficio? —preguntó.
Llamó en seguida al perro, que trepó a su lado, moviendo la cola mordida.
El sarcasmo del hombre no provocó respuesta en el monje. El prior se cubrió mejor con sus mantas y dobló las rodillas en la cama.
—Necesito descanso dijo, —todo el descanso posible, a fin de encontrarme reposado para recibir al obispo. ¿Estás al tanto de las noticias?
—Los rumores no faltan nunca —contestó el jinete.
No se trata ahora de rumores. Sir John envió un mensaje ayer. El obispo ha salido rumbo a Exeter y estará aquí el lunes; espera alojarse con nosotros durante la noche, después de salir de Launceston.
—El obispo escoge muy bien el momento de su visita. La fiesta de San Martín, con carne fresca para la cena. No tenéis nada que temer.
¿Nada que temer? —La voz petulante del prior subió de tono—. ¿Piensas que puedo mantener en sus carriles a este indisciplinado rebaño? ¿Qué impresión causarán estos monjes en ese nuevo obispo, empeñado como está en dar una buena limpieza a toda la diócesis?
—Ellos sabrán comportarse como es debido si les prometéis una debida recompensa. Lo que importa es mantenerse en buenos términos con sir John Carminowe.
El prior se removió inquieto bajo las mantas.
—Sir John no se deja engañar fácilmente; por otra parte, él mismo tiene que abrirse su propio camino, teniendo un pie en cada uno de los dos campos. Sí, él es nuestro protector; no obstante, no me apoyará si eso no le conviene para sus planes.
El jinete cogió un hueso de la alfombra de juncos y se lo dio al perro.
—Sir Henry, como señor de este feudo, tendrá más influencia que sir John en este caso. Vestido de penitente, no hablará en contra vuestra. Estoy seguro de que en este momento se encuentra de rodillas en la capilla.
Esta observación no le hizo gracia al prior.
—Como buen mayordomo, tú deberías mostrar más respeto por tu señor —observó él. En seguida añadió pensativamente Henry de Champernoune es un monje mucho mejor que yo.
El jinete rio.
—El espíritu está pronto, padre prior, ¿pero la carne…? —Hurgó en las orejas del perro—. Es mejor no hablar de la carne antes de la visita del obispo. —Luego se levantó y se dirigió hacia la cama—. El barco francés está anclado en este momento en Kilmerth. Permanecerá allí dos mareas; ¿queréis darme cartas para él?
El padre prior arrojó las mantas y saltó de la cama.
—En nombre de San Antonio, ¿por qué no lo dijiste inmediatamente? —gritó y comenzó a buscar entre el montón de papel en desurden que se encontraba sobre un banco a su lado.
Presentaba un aspecto digno de lástima vestido con su camisa de dormir; sus delgadas piernas mostraban las venas varicosas, y sus pies, muy sucios, terminaban en dedos cuadrados, como cabezas de martillos.
—No puedo encontrar nada en este caos —se quejó—. ¿Por qué no están nunca mis papeles en orden? ¿Por qué el hermano Jean nunca está aquí cuando le necesito?
Tomó una campanilla del banco y la hizo sonar, al mismo tiempo que se enojaba con el jinete, que se echó de nuevo a reír. Casi al instante entró un monje: a juzgar por su rápida respuesta a la llamada, debía de haber estado escuchando detrás de la puerta. Era joven y moreno, con ojos extraordinariamente brillantes.
—A sus órdenes, padre —dijo en francés y antes de atravesar la habitación hasta hallarse al lado del prior, cruzó un guiño con el jinete.
—Ven aquí, no te entretengas —exclamó el prior con impaciencia, volviéndose hacia el banco.
En el momento de pasar al lado del jinete, el monje le murmuró al oído:
—Te llevaré las cartas esta noche y te enseñaré algo más de las artes que quieres aprender.
El jinete se inclinó con un reconocimiento mezclado de burla y se dirigió hacia la puerta.
—Buenas noches, padre prior. No perdáis vuestro sueño a causa de In visita del obispo.
Buenas noches, Roger, buenas noches. Dios sea contigo.
Al abandonar la habitación el jinete respiró el aire con una mueca. El moho de la celda del prior había ganado un olor adicional, el perfume del hábito del monje francés.
Bajamos las escaleras, pero antes de atravesar de nuevo el pasadizo, el jinete se detuvo un momento, luego abrió otra habitación y miró dentro. La puerta daba a la capilla; los monjes que habían estado haciendo la pantomima con el novicio estaban ahora en oración, o más bien, para ser más precisos, estaban haciendo los movimientos de la oración; sus ojos estaban bajos y sus labios se movían. Cuatro monjes más que yo no había visto en el patio se encontraban allí presentes, de los cuales dos estaban completamente dormidos en sus sitiales. El novicio estaba tumbado sobre sus rodillas, llorando silenciosa pero amargamente. La única persona que mostraba cierta dignidad era un hombre de mediana edad, cubierto de un gran manto; largos cabellos grises enmarcaban un rostro amable y hermoso; con sus manos entrelazadas delante con gran reverencia, tenía los ojos fijos sobre el altar. «Este debe ser —pensé yo—, sir Henry de Champernoune, dueño del feudo y señor de mi jinete, de cuya piedad había hablado el prior».
El jinete cerró la puerta y salió al corredor; atravesamos todo el edificio, el patio ahora vacío, y llegamos a la puerta. El campo abierto de la aldea estaba desierto en este momento, pues las mujeres habían abandonado el pozo; las nubes cubrían el cielo, dando una sensación de un día que se acaba. El jinete montó en su caballo y se dirigió hacia el sendero que conducía hacia las tierras labradas.
Yo no tenía ninguna idea del tiempo, del de Roger o del mío. Aún me encontraba sin el sentido del tacto y podía moverme a mí alrededor sin ningún esfuerzo. Bajamos por un camino hasta la ensenada, que mi jinete atravesó ahora sin mojar las patas de su cabalgadura, pues la marea se había retirado; en seguida se dirigió hacia la parte superior de las colinas que se encontraban al otro lado.
Cuando llegamos a la cima y el paisaje recobró su aspecto familiar, caí en la cuenta, con gran sorpresa y excitación, que él me llevaba a casa; en efecto, Kilmarth, la casa de campo de Magnus me había prestado para pasar las vacaciones de verano, se encontraba al otro lado del pequeño bosque frente a nosotros. Unos seis o siete caballos pacían en las cercanías; al ver al jinete, uno de ellos levantó la cabeza y relinchó; en seguida todos a una se apartaron y golpeando con los cascos la tierra, emprendieron la fuga. Atravesamos un claro del bosque; el camino se hacía más profundo; de pronto, y justamente enfrente y más abajo del sitio en que nos encontrábamos, vi una vivienda construida de piedra, con el techo de paja y rodeada de un patio lleno de barro. La pocilga formaba parte de la vivienda; el humo salía a través de un único agujero en el techo. Yo reconocí una sola cosa, el sitio en que se encontraba la vivienda, sobre una depresión del terreno.
El jinete entró en el patio, se apeó y llamó; un muchacho salió de la pesebrera de al lado para hacerse cargo del caballo. Era más joven y más delgado que el jinete, pero tenía los mismos ojos profundos; debía de ser su hermano. Condujo el caballo fuera; entretanto el jinete atravesó la puerta abierta y entró en la casa, que parecía constar de una sola habitación. Siguiéndole de cerca, pude distinguir poca cosa en medio del humo, salvo que los muros estaban hechos de una mezcla de greda y paja, y que el suelo era de tierra desnuda.
Una escalera al fondo conducía a un desván elevado sólo unos pocos pies sobre el espacio de la habitación; levantando la vista, distinguí haces de paja sobre las planchas de madera. El fuego, alimentado por hojas y ramas, ardía en una concavidad practicada en el muro; una olla colgaba sobre el humo, sostenida por barras de hierro fijadas al suelo de tierra. Una muchacha, con el cabello suelto hasta más abajo de sus hombros, estaba de rodillas junto al fuego; cuando el jinete dudó, ella le miró y sonrió.
Yo me encontraba muy cerca, detrás de él; de repente se volvió, mirando fijamente en mi dirección; yo podía sentir su aliento sobre mis mejillas; instintivamente extendí una mano para apartarlo de mí y sentí un repentino y agudo dolor en los nudillos; vi que estaban sangrando; al mismo tiempo oí el ruido de cristales rotos. Él no estaba ya allí, ni tampoco la muchacha, ni el fuego ahogado por el humo; yo había pasado mi mano a través de una de las ventanas de la vieja cocina del sótano de Kilmarth y me encontraba en el abandonado patio posterior de la casa.
Tropezando, atravesé la puerta de la cocina, doblado sobre mí mismo, no a causa de la sangre, sino debido a una náusea intolerable que me sacudía de los pies a la cabeza. Temblando todos mis miembros, une apoyé contra el muro de piedra de la cocina; la sangre corría desde mi mano hasta la muñeca.
Arriba, en la biblioteca, el teléfono comenzó a sonar con insistencia: era una llamada desde un mundo perdido e indeseable. Lo dejé sonar.