Al volver del hospital Beth Israel, donde había ido a visitar a Marge Schonhauser, Cathryn tuvo la sensación de que estaba llegando a los límites de lo que podía soportar. La visita había sido un fracaso. Sabía que Marge debía de estar muy mal, pues de lo contrario no habría sido hospitalizada, pero aun así no estaba preparada para el cuadro con que se encontró. Al parecer, con la muerte de Tad, en el cerebro de Marge se había cortado una hebra vital, pues estaba sumida en una apatía total; se negaba a comer, e incluso a dormir. Cathryn le hizo compañía, en silencio, hasta que, abrumada por la tensión nerviosa, tuvo que irse. La depresión de Marge parecía contagiosa. Cathryn volvió al Hospital Pediátrico, huyendo de una tragedia que había concluido con una muerte para encaminarse hacia el comienzo de otra.
Mientras ascendía al sexto piso en el atestado ascensor, se preguntaba si lo que le había sucedido a Marge podía sucederle a ella, o incluso a Charles. Él era médico, y debía estar más capacitado para enfrentarse a esa clase de realidad, pero sin embargo, su comportamiento distaba mucho de ser tranquilizador. Por más rechazo que sintiese hacia los hospitales y las enfermeras, Cathryn trató de prepararse para lo que podía venir. El ascensor llegó al sexto piso y Cathryn tuvo que abrirse paso a empujones para poder llegar a la puerta antes de que se cerrara. Estaba impaciente por regresar junto a Michelle, porque como la niña no quería que ella se marchara, le prometió volver en media hora. Lamentablemente, había pasado casi una hora. Esa mañana, después de marcharse Charles, Michelle se aferró a Cathryn. Insistía en que Charles estaba enfadado con ella y, aunque lo intentó por todos los medios, Cathryn no logró hacerle cambiar de parecer.
Abrió la puerta del cuarto de Michelle, con la esperanza de que la niña estuviera durmiendo. Al principio se lo pareció, porque no se movía, pero luego notó que había echado a un lado las mantas, se había deslizado hacia los pies de la cama y tenía una pierna doblada debajo del cuerpo. Desde la puerta, Cathryn vio que su pecho se agitaba con violencia y, lo que era peor, que tenía la cara de un horrendo tono azulado y los labios oscuros, casi marrones. Corrió a la cama y tomó a Michelle de los hombros.
—Michelle —gritó, sacudiéndola—. ¿Qué pasa?
La niña movió los labios y separó los párpados, pero sólo mostró la parte blanca de los ojos.
—¡Socorro! —gritó Cathryn, y corrió al pasillo—. ¡Socorro!
La enfermera encargada corrió, seguida por otra. De un cuarto contiguo al de Michelle salió una tercera. Todas convergieron rápidamente en el cuarto de Michelle, e hicieron a un lado a la aterrorizada Cathryn. Una fue al pie de la cama, y las otras dos se colocaron a ambos lados.
—Llamen al servicio de urgencias.
La enfermera que estaba al pie de la cama corrió al intercomunicador y ordenó que el empleado del puesto de enfermeras solicitara el servicio de urgencias. Mientras tanto la enfermera encargada le tomó el pulso a la niña. Lo sintió rápido y débil.
—Parece una taquicardia ventricular —dijo—. El corazón late tan rápidamente que es difícil distinguir los latidos individuales.
—Tienes razón —convino la otra enfermera, poniendo alrededor del brazo de Michelle la banda elástica del aparato para tomar la presión.
—Respira, pero está cianótica. ¿Le hago la respiración boca a boca? —preguntó la enfermera encargada.
—No sé —contestó la segunda enfermera, mientras bombeaba el aparato de tomar la presión—. Podría ser conveniente.
La tercera enfermera regresó a la cama y enderezó la pierna de Michelle mientras la enfermera encargada se inclinaba y, apretando con los dedos la nariz de Michelle, iniciaba la respiración boca a boca.
—La presión sanguínea —dijo la segunda enfermera— es 60/40, aunque variable.
La enfermera encargada seguía practicando la respiración boca a boca, pero el rápido ritmo respiratorio de Michelle lo hacía difícil. La enfermera se enderezó.
—Me parece que la estoy obstaculizando en vez de ayudarla. Es mejor que lo deje.
Cathryn permanecía pegada a la pared, aterrorizada por la escena, con miedo de moverse, pues podía estorbar. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, aunque se daba cuenta de que era malo. ¿Dónde estaría Charles?
Una médica residente fue la primera en llegar. Venía tan rápido por el pasillo que tuvo que sostenerse del marco de la puerta para no caerse en el suelo pulido. Corrió directamente a la cama y cogió la muñeca de Michelle para tomarle el pulso.
—Parece una taquicardia ventricular —dijo la enfermera—. Tiene leucemia. Mieloblástica. Es el segundo día en que se intenta una ducción.
—¿Tiene antecedentes cardíacos? —preguntó la médica, mientras se acercaba y levantaba los párpados de Michelle—. Por lo menos tiene las pupilas bajas.
Las tres enfermeras se miraron.
—No creemos que tenga antecedentes cardíacos. No había nada de eso en el historial clínico —dijo la enfermera encargada.
—¿Presión arterial? —preguntó la residente.
—La última vez era 60/40, aunque variable —contestó la enfermera.
—Taquicardia ventricular —confirmó la residente—. Hágase atrás un momento.
La residente cerró la mano en un puño y lo descargó sobre el tórax estrecho de Michelle con un ruido sordo que hizo que Cathryn diera un respingo. Un médico, jefe de residentes, de aspecto muy joven, llegó seguido de otros dos, que empujaban un carro cubierto de un conjunto de artefactos y accesorios médicos, coronado por un aparato electrónico. La médica residente explicó brevemente la condición de Michelle mientras las enfermeras rápidamente colocaban electrodos en las extremidades de la niña.
La enfermera jefa se acercó a una de las otras y le dijo que ordenara buscar al doctor Keitzman. La caja electrónica de la parte superior del carro empezó a vomitar una tira interminable de papel en el cual Cathryn pudo ver los garabatos rojos de un electrocardiograma. Los médicos se agruparon alrededor del aparato, olvidando momentáneamente a Michelle.
—Sí, taquicardia ventricular —confirmó el residente jefe—. Con la disnea y la cianosis, está claro que tiene un compromiso homodinámico. ¿Qué significa eso, George?
Uno de los residentes levantó la mirada, asustado.
—Significa que debemos hacer una cardioversión inmediata.
—Tienes razón —dijo el jefe de residentes—. Preparemos lidocaína. Veamos, la chica debe pesar unos cincuenta kilos, ¿no?
—Un poco menos —sugirió la mujer residente.
—Muy bien, cincuenta miligramos de lidocaína. Preparen también un miligramo de atropina en caso de que se produzca una bradicardia.
El equipo funcionaba eficientemente. Uno de los residentes se encargaba de la medicación, otro de los electrodos, mientras que el tercero se ocupaba de Michelle. Puso un electrodo debajo de la espalda de Michelle, el otro sobre el pecho.
—Muy bien, aléjense un poco —dijo el jefe de residentes—. Usaremos una descarga de cincuenta vatios por segundo para comenzar, programada para que coincida con la inscripción de la onda R.
Oprimió el botón y después de un momento el cuerpo de Michelle se contrajo, y brazos y piernas se elevaron de la cama. Cathryn observaba, horrorizada, cómo los médicos permanecían inclinados sobre el aparato, no haciendo caso de la reacción violenta de Michelle. Cathryn vio que la niña abría los ojos, atónita, y levantaba la cabeza de la almohada. Por suerte, el color de su cara volvió a la normalidad.
—¡No ha estado mal! —gritó el jefe de residentes, examinando la tira de papel que salía del aparato.
—John, lo haces cada vez mejor —dijo la mujer residente—. Podrías muy bien dedicarte a ello.
Todos los médicos rieron y se volvieron hacia Michelle.
El doctor Keitzman llegó, sin aliento, con las manos metidas en los bolsillos de su guardapolvo blanco. Se dirigió a la cama. Tras las lentes, sus ojos examinaron rápidamente el cuerpo de Michelle. Le levantó la mano para sentirle el pulso.
—¿Estás bien, chiquilla? —le preguntó, tomando el estetoscopio.
Michelle asintió, pero no dijo nada. Parecía aturdida. Cathryn observó cómo John, el jefe de residentes, hacía un resumen de lo sucedido en una jerga médica que le resultaba incomprenslble.
El labio superior del doctor Keitzman se levantó en un espasmo característico, se inclinó sobre Michelle y le auscultó el pecho. Satisfecho, examinó el papel del electrocardiograma que le acercó John. En ese momento vio a Cathryn apoyada contra la pared. Keitzman miró a la enfermera jefa con una expresión interrogativa. La mujer se encogió de hombros.
—No sabíamos que estaba aquí —dijo a la defensiva.
El doctor Keitzman se acercó a Cathryn y le puso una mano en el hombro.
—¿Qué tal, señora Martel? —le preguntó—. ¿Está usted bien?
Cathryn trató de hablar, pero la voz no cooperó, de modo que asintió, igual que Michelle.
—Lamento que haya tenido que presenciar esto —dijo Keitzman—. Michelle parece estar bien, e indudablemente no sintió nada. Sé, sin embargo, que estas cosas resultan impresionantes. Salgamos al pasillo un momento. Me gustaría hablar con usted.
Cathryn estiró el cuello para poder ver a Michelle por encima del hombro del médico.
—Estará bien —le aseguró Keitzman. Luego, volviéndose a la enfermera encargada, le dijo—: Estoy fuera. Traigan un monitor cardíaco. Quiero una consulta con un especialista en corazón. Ocúpese de que la doctora Brubaker la vea de inmediato.
Suavemente, el doctor Keitzman llevó a Cathryn al pasillo.
—Vamos al puesto de enfermeras. Allí podremos hablar.
Keitzman llevó a Cathryn por el pasillo hasta el cuarto de historiales clínicos. Había dos mesas de formica, sillas, dos dictáfonos y unos estantes llenos de representaciones gráficas. El doctor Keitzman sacó una silla para Cathryn, que se sentó, agradecida.
—¿Le traigo algo de beber? ¿Un vaso de agua?
—No, gracias —logró decir Cathryn, nerviosa. El modo extremadamente serio en que se comportaba Keitzman era una nueva causa de preocupación. Le escrutó el rostro en busca de indicios, pero era difícil ver tras las gruesas lentes de las gafas del médico.
La enfermera Jefa asomó la cabeza por la puerta.
—La doctora Brubaker quiere saber si puede ver a la paciente en su consultorio.
La cara de Keitzman se contorsionó un instante mientras pensaba.
—Dígale que acaba de hacer un cuadro de taquicardia ventricular y que yo preferiría que ella la viera antes de moverla.
—Está bien —dijo la enfermera.
El doctor Keitzman se volvió a Cathryn y suspiró.
—Señora Martel, pienso que tengo la obligación de hablar francamente con usted. Michelle no está nada bien. Y no me refiero específicamente a lo que acaba de ocurrir.
—¿A qué se refiere? —preguntó Cathryn, a quien no le gustaba el tono de la conversación.
—Se le ha acelerado el corazón —dijo el doctor Keitzman—. Generalmente es la parte superior del corazón la que inicia el latido. —Keitzman gesticulaba torpemente con las manos, tratando de ilustrar lo que estaba diciendo—. Pero por alguna razón, la parte inferior del corazón de Michelle fue la que se hizo cargo. ¿Por qué? No lo sabemos todavía. De todos modos, el corazón empezó a latir tan de prisa, que no había tiempo para que se llenara correctamente, de manera que bombeaba de modo ineficaz. Ya está bien ahora. Lo que me preocupa es que no reacciona a la quimioterapia.
—¡Pero si acaba de empezar! —exclamó Cathryn. Lo que menos quería era que socavaran sus esperanzas.
—Eso es verdad —convino Keitzman—. Sin embargo, el tipo de leucemia que tiene Michelle por lo general reacciona los primeros días. Por otra parte, es el caso más violento que conozco. Ayer le dimos una droga muy fuerte y eficaz, llamada daunorubicina. Esta mañana, cuando le hemos hecho el recuento globular, me he sorprendido al ver que casi no causó efecto en las células leucémicas. Esto es muy raro, aunque sucede algunas veces. He intentado probar algo distinto. Por lo general damos una segunda dosis de este remedio al quinto día. Yo le he dado otra dosis hoy, junto con la tioguanina y la citabina.
—¿Por qué me dice todo esto? —preguntó Cathryn, segura de que el doctor Keitzman sabía que ella no entendería mucho.
—Debido a la reacción de su marido ayer —explicó Keitzman—. Y debido a lo que el doctor Wiley y yo le dijimos. Temo que las emociones de su marido interferirán, y que querrá interrumpir las dosis.
—Pero si no resultan, tal vez deberían interrumpirlas —dijo Cathryn.
—Señora Martel, Michelle está muy, muy enferma. Estos medicamentos son la única posibilidad que tiene de sobrevivir. Sé que es decepcionante que no hayan surtido efecto todavía. Su marido tiene razón al decir que la niña no tiene muchas posibilidades. Pero sin quimioterapia, no tiene ninguna, en absoluto.
Cathryn sintió un aguijón de culpa: debería haber llevado a Michelle al hospital hacía tiempo. El doctor Keitzman se puso de pie.
—Espero que comprenda lo que le digo. Michelle necesita su fortaleza. Ahora quiero que llame a su marido, y le diga que venga. Hay que informarle de lo que ha sucedido.
Aun antes de que el contador automático de radioactividad empezara a registrar los electrones que emanaban de la serie de redomas, Charles sabía que los nucleótidos radioactivos habían sido absorbidos e incorporados en el cultivo de tejido de las células leucémicas de Michelle. Estaba ahora en las últimas etapas de la preparación de una solución concentrada de una proteína de superficie que diferenciaba las células leucémicas de las normales. Era una proteína extraña al cuerpo de Michelle, pero no era rechazada debido al misterioso factor de bloqueo que estaba en el sistema de Michelle, como Charles sabía. Era este factor de bloqueo el que Charles quería investigar. Ojalá supiera algo del método de acción del factor de bloqueo, pues entonces tal vez lograría inhibirlo. Se sentía frustrado al estar tan cerca de la solución y verse obligado a interrumpir la investigación. Al mismo tiempo, se daba cuenta de que probablemente se trataba de un proyecto de cinco años, sin ninguna garantía de éxito.
Cerró la incubadora del cultivo del tejido y se dirigió a su escritorio. Era raro que Ellen no hubiera vuelto. Quería discutir el proyecto de Cancerán con alguien que entendiera, y ella era la única en quien podía confiar.
Se sentó, tratando de no pensar en el humillante encuentro que había tenido con Ibáñez y los Weinburger. Se puso a pensar en la frustrante visita a las oficinas de la PMA, lo que no contribuyó a tranquilizarlo. Sin embargo, le pareció cómica su propia ingenuidad al creer que podía entrar en una oficina del gobierno esperando lograr algo. Tal vez habría alguna manera de conseguir una prueba fotográfica de que Recycle descargaba sustancias químicas en el río. Era dudoso, pero lo intentaría. Si conseguía la prueba, tal vez sería mejor demandar directamente a Recycle en lugar de esperar la acción de la PMA. Charles sabía muy poco de los aspectos legales, pero recordó que tenía a su disposición una fuente de información. El Instituto Weinburger tenía una asesoría Juridica.
El cajón inferior izquierdo era el lugar donde Charles guardaba toda clase de circulares informativas. Cerca del fondo encontró lo que buscaba: un folleto rojo, finito, titulado Bienvenido a bordo del Instituto Weinburger. En la parte de atrás había una lista de números de teléfono importantes. Allí encontró Hubbert, Hubbert, Garachnik & Pearson, calle State núm. 1, seguido de varios números. Marcó el primero.
Charles dijo quién era, e inmediatamente lo conectaron con el despacho del doctor Garachnik. Su secretaria resultó ser muy amable y en cuestión de minutos se encontró hablando con el señor Garachnik en persona. Al parecer, el Instituto Weinburger era un cliente bien considerado.
—Necesito informarme —dijo Charles— de cómo poner un pleito a una compañía que descarga desperdicios venenosos en un río.
—Lo mejor sería —opinó Garachnik— que uno de nuestros abogados especialistas en leyes ambientales se ocupara del asunto. Sin embargo, si sus preguntas son generales, tal vez yo puedo ayudarle. ¿Se está interesando el Instituto Weinburger en temas del medio ambiente?
—No —dijo Charles—. Lamentablemente, no. Es algo que me interesa personalmente.
—Ya veo —dijo el señor Garachnik, en tono más frío—. Nuestra firma no se encarga de los problemas legales de los empleados del Instituto Weinburger, a menos que se haga algún arreglo especial con el interesado.
—Eso es posible —dijo Charles—. Pero ya que estamos, quizá usted pudiera darme una idea general acerca del procedimiento.
Se hizo una pausa. El señor Garachnik quería que Charles se diera cuenta de que él estaba, por su posición en la firma, muy por encima de una consulta.
—Puede demandarlos individualmente o en grupo. Si se trata de una demanda individual, necesitará datos específicos, y si…
—¡Eso es lo que tengo! —lo interrumpió Charles—. Mi hija ha contraído leucemia.
—Doctor Martel —señaló el señor Garachnik con irritación—. Como médico usted debe saber que es extremadamente difícil establecer relación entre la descarga de sustancias en el río y la enfermedad. Por otra parte, en una demanda de grupo destinada a causar una acción judicial contra la fábrica, no es necesario tener daños específicos. Se necesita la participación de treinta o cuarenta personas. Si requiere mayor asesoramiento, le sugiero que se comunique con Thomas Wilson, uno de nuestros abogados más jóvenes. Él está especialmente interesado en temas ambientales.
—¿Tiene importancia que la fábrica esté en Nueva Hampshire? —preguntó rápidamente Charles.
—No, excepto que la demanda deberá presentarse en un juzgado de Nueva Hampshire —dijo Garachnik, en un tono que indicaba su deseo de terminar la conversación.
—¿Qué pasa si el dueño es una corporación de Nueva Jersey?
—Eso puede complicar las cosas, o tal vez no —contestó Garachnik, de repente más interesado—. ¿A qué fábrica se está refiriendo?
—A una llamada Recycle Limitada, que está en Shaftesbury —dijo Charles.
—Que es de Breur Chemicals, de Nueva Jersey —agregó rápidamente el señor Garachnik.
—Eso es —dijo Charles, sorprendido—. ¿Cómo lo sabe?
—Porque en ocasiones hemos representado indirectamente a Breur Chemicals. Para su información, le diré que Breur Chemicals es dueña también del Instituto Weinburger, sólo que esta es una organización no lucrativa.
Charles quedó aturdido. Garachnik prosiguió:
—Breur Chemicals fundó el Instituto Weinburger cuando incorporó la industria de medicamentos, al comprar los laboratorios Lesley. Yo no era partidario de la idea en ese momento, pero el señor Weinburger, padre, se mostró muy entusiasta. Yo temía que se nos presentara una demanda antimonopolio, pero no fue posible, gracias a la fachada que presentaba el Instituto de organismo no lucrativo. De todos modos, usted trabaja para Breur Chemicals y en ese sentido es mejor que lo piense dos veces antes de demandar a nadie.
Charles colgó el teléfono muy lentamente. Parecía imposible lo que acababa de oír. Nunca se había interesado en el aspecto financiero del instituto. Sólo le interesaba que se le proporcionaran facilidades para investigar y equipo. De pronto se enteraba de que trabajaba para un grupo empresarial que en última instancia era responsable de descargar en un río desperdicios que producían cáncer, que al mismo tiempo administraba un instituto de investigaciones que estaba presuntamente interesado en curar el cáncer. En cuanto al Cancerán, la compañía matriz controlaba tanto el laboratorio dueño de la patente como el instituto de investigaciones elegido para comprobar su eficacia.
¡No era extraño que el Weinburger estuviera interesado en Cancerán!
El teléfono sonó de manera discordante bajo su mano extendida, poniéndolo más tenso todavía. Por ser la causa de una reciente revelación horrible, Charles pensó en no contestar. Sin duda llamaba algún funcionario administrativo del instituto para presionarlo y engañarlo nuevamente. De repente, Charles pensó en Michelle. La llamada podía tener que ver con su hija. Levantó el auricular rápidamente y se lo llevó al oído. Estaba en lo cierto. Era Cathryn, y su voz tenía la misma rigidez del día anterior. Le dio un vuelco el corazón.
—¿Va todo bien?
—Michelle no está muy bien. Ha surgido una complicación. Es mejor que vengas.
Charles tomó el abrigo y salió corriendo del laboratorio. En la entrada principal, golpeó la puerta de vidrio, impaciente porque la abrieran.
—¡Está bien, está bien! —dijo la señorita Andrews, tocando el botón de debajo de su escritorio para abrir la puerta.
Charles salió antes de que la puerta se terminara de abrir del todo, y desapareció de la vista.
—¿Qué le pasa? —preguntó la señorita Andrews, apretando el botón para cerrar la puerta—. ¿Ha enloquecido?
Roy se acomodó la gastada funda de la pistola, y se encogió de hombros.
Charles se concentró en conducir con rapidez para no tener que tratar de imaginar qué le pasaría a Michelle. Sin embargo, después de cruzar el río, en la avenida Massachusetts, entró en el tráfico lento. A medida que avanzaba centímetro a centímetro, no lograba dejar de preocuparse, pensando con qué se encontraría al llegar al Hospital Pediátrico. Las palabras de Cathryn le rondaban por la cabeza: «Michelle no está muy bien. Ha surgido una complicación». Charles sintió el miedo como un nudo en el estomago.
Al llegar al hospital, corrió al interior y empujó para entrar en el ascensor, repleto de gente. El maldito aparato se detuvo en todos los pisos. Por fin llegó al sexto, donde Charles salió a empellones. Corrió por el pasillo hasta el cuarto de Michelle. La puerta estaba cerrada casi completamente. Entró sin llamar. Una mujer elegante, de pelo rubio, que se inclinaba sobre Michelle, se incorporó. Había estado auscultando a la niña. Al otro lado de la cama había un joven residente de guardapolvo blanco.
Charles miró un instante a la mujer y luego inmediatamente a su hija. El cariño fue el sentimiento dominante entre todos los que lo embargaron. Quería abrazarla y protegerla, pero tenía miedo de que estuviera demasiado frágil. Sus ojos avezados la inspeccionaron rápidamente, detectando un empeoramiento de su condición desde esa mañana. Tenía la cara verdosa, y ese era un cambio que, durante su largo entrenamiento médico, él asociaba con la muerte próxima. Se le habían hundido las mejillas y tenía la piel tirante sobre los pómulos. Aunque le habían colocado sondas intravenosas en los dos brazos, parecía deshidratada a causa de los vómitos y la alta temperatura. Estaba acostada de espaldas. Levantó los ojos cansados para mirar a su padre. A pesar de sus molestias, sonrió débilmente y durante un instante sus ojos se iluminaron con un brillo increíble.
—Michelle —dijo Charles suavemente, inclinándose hasta aproximar su cara a la de ella—. ¿Cómo te encuentras? —No sabía qué otra cosa decir.
A Michelle se le nublaron los ojos y echó a llorar.
—Quiero irme a casa, papá.
No quería reconocer lo mal que se encontraba.
Charles se mordió los labios. Levantó los ojos y miró a la mujer que estaba a su lado, turbado por la emoción que lo embargaba. Volvió a mirar a Michelle, le puso la mano en la frente y le alisó el cabello negro. Tenía la frente caliente y húmeda. Le había subido la fiebre. Michelle lo tomó de la mano.
—Ya hablaremos de eso —prometió Charles. Le temblaron los labios.
—Perdón —dijo la mujer—. Usted debe ser el doctor Martel. Yo soy la doctora Brubaker. El doctor Keitzman me pidió que viera a Michelle. Soy cardióloga. Le presento al doctor John Hershing, jefe de residentes.
Charles no se molestó en formalidades.
—¿Qué ha sucedido?
—Sufrió un cuadro agudo de taquicardia ventricular —contestó el doctor Hershing.
Charles miró a la doctora. Era una mujer alta, bonita, de rasgos definidos Llevaba el pelo rubio peinado hacia arriba, sujeto en un moño loco.
—¿Qué ocasionó la arritmia? —preguntó Charles, sin soltar la mano de Michelle.
—Todavía no lo sabemos —dijo la doctora Brubaker—. Se me ocurre que se debió a una reacción idiosincrática ante la dosis doble de daunorubicina, o bien una manifestación de su problema básico, alguna especie de miopatía. Pero me gustaría terminar el examen, de ser posible. El doctor Keitzman y su esposa están en el cuarto de historiales clínicos, en el puesto de enfermeras. Tengo entendido que lo están esperando.
Charles bajó los ojos para ver a Michelle.
—Vuelvo en seguida, tesoro.
—No te vayas —suplicó Michelle—. Quédate conmigo.
—No estaré lejos —dijo Charles, soltándose suavemente de la mano de Michelle. Estaba preocupado ahora que se había enterado, por la doctora Brubaker, de que Michelle había recibido una dosis doble de daunorubicina. Eso no era normal.
Cathryn vio a Charles antes que él a ella, y se puso de pie de un salto. Lo abrazó.
—Me alegro tanto de que estés aquí, Charles. —Escondió la cara contra el cuello de su marido—. Esto es demasiado difícil para mí sola.
Abrazado a Cathryn, Charles paseó la vista por el pequeño cuarto. El doctor Wiley estaba apoyado contra una mesa, mirando el suelo. El doctor Keitzman, sentado frente a Wiley, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre una rodilla, parecía estar examinando la tela de sus pantalones. Nadie hablaba. Charles estaba nervioso. Miró a uno de los médicos, luego al otro. La escena parecía artificial, teatral. Tenían algo preparado, y Charles aborrecía el dramatismo.
—Muy bien. ¿Qué está sucediendo? —preguntó, desafiante.
Wiley y Keitzman empezaron a hablar al mismo tiempo, luego se detuvieron.
—Se trata de Michelle —empezó finalmente Keitzman.
—Eso suponía —dijo Charles. El nudo del estómago se puso más tenso.
—No reacciona como esperábamos —explicó el doctor Keitzman con un suspiro y mirando a Charles por primera vez—. Los miembros de la familia de un médico siempre son los más difíciles. Es como una ley. La ley de Keitzman.
Charles no estaba de humor para bromas. Miró al oncólogo, y observó detenidamente uno de sus tics característicos.
—¿Qué es esto de una dosis doble de daunorubicina?
Keitzman tragó saliva.
—Le dimos la primera dosis ayer, pero no reaccionó. Le hemos dado otra hoy. Hay que disminuir las células leucémicas circulantes.
—Eso no es lo acostumbrado, ¿no? —preguntó Charles, cortante.
—No —respondió, vacilante Keitzman—, pero Michelle no es un caso común y corriente. Yo quería probar…
—¡Probar! —gritó Charles—. Oigame bien, doctor Keitzman —dijo Charles, señalándolo con un dedo acusador—. Mi hija no está aquí para que usted haga pruebas. En realidad, usted me está diciendo que la leucemia de Michelle tiene tan pocas posibilidades de remisión que usted está dispuesto a realizar cualquier tipo de experimentos.
—¡Charles! —exclamó Cathryn—. Eso no es justo.
Charles no le hizo caso.
—Lo que pasa, doctor Keitzman, es que usted está tan seguro de que es un caso terminal que ha abandonado la quimioterapia ortodoxa. Pues yo no estoy seguro de que sus experimentos no le estén restando posibilidades. ¿Qué hay de este problema cardíaco? Nunca había tenido nada en el corazón. ¿Acaso la daunorubicina no ocasiona trastornos cardíacos?
—Sí —convino Keitzman—, pero por lo general no tan pronto. No sé qué pensar con respecto a esta complicación, y por eso pedí la consulta de un especialista.
—Pues yo creo que es el medicamento —afirmó Charles—. Acepté quimioterapia, pero supuse que usted le administraría las dosis normales. No sé si acepto que se dupliquen.
—Si es así, tal vez debería hacerla tratar por otro oncólogo —dijo Keitzman fatigadamente. Se puso de pie y recogió sus cosas—. O es mejor que se ocupe usted mismo.
—¡No! ¡Por favor! —exclamó Cathryn, soltando a Charles y tomando del brazo al doctor Keitzman—. Por favor, Charles está trastornado. Por favor, no nos abandone. —Cathryn se volvió hacia Charles, frenética—. Charles, ese medicamento es la única posibilidad que tiene Michelle. —Se volvió hacia el doctor Keitzman—: ¿No es así?
—Así es —repuso el doctor Keitzman—. Aumentar la quimioterapia, aunque no sea lo acostumbrado, es la única esperanza de remisión que tiene, y hay que obtener una remisión pronto si queremos que Michelle sobreviva.
—¿Qué propones tú, Charles? —preguntó el doctor Wiley—. ¿Que no se haga nada?
—No obtendremos una remisión —dijo Charles, furioso.
—No puedes decir eso —señaló Wiley.
—Es su única oportunidad, Charles —dijo Cathryn.
Charles se hizo atrás, observando a los demás, como si fueran a obligarlo a algo, a someterlo.
—¿Qué tratamiento crees que debería dársele? —preguntó el doctor Wiley.
—No podemos hacer nada, Charles —suplicó Cathryn.
Charles quería marcharse de allí. Dentro del hospital, cerca de Michelle, no podía pensar racionalmente. La idea de ocasionarle más dolores a su hija le resultaba insoportable, pero igualmente aborrecible era el pensamiento de dejarla morir sin hacer nada. No tenía alternativa. El doctor Keitzman tenía razón, si es que existía una posibilidad de remisión. Pero de no existir esa posibilidad, lo que estaban haciendo era torturar a la niña. ¡Por Dios! De pronto, Charles dio media vuelta y salió del cuarto. Cathryn corrió tras él.
—¡Charles! ¿Adónde vas? ¡Charles, no te vayas! Por favor. No me dejes.
Al llegar a la escalera él se volvió, por fin, y apretó a Cathryn por los hombros.
—Aquí no puedo pensar. No sé lo que conviene. Una alternativa es peor que la otra. Ya he pasado por todo esto, pero la familiaridad no lo hace más llevadero. Tengo que serenarme. Perdóname.
Con un sentimiento de impotencia, Cathryn observó cómo desaparecía por la puerta. Se sintió sola en el pasillo atestado de gente. Sabía que, de ser imprescindible, ella resolvería la situación. Debía hacerlo, por Michelle. Volvió al cuarto de historiales clínicos.
—Lo curioso del caso —observó Cathryn con voz trémula— es que ustedes dos me previnieron que esto sucedería.
—Desgraciadamente, tenemos experiencia con enfermos que son parientes de médicos —dijo el doctor Keitzman—. Siempre resulta dificil.
—Aunque no tan difícil como en este caso —agregó Wiley.
—Hemos estado hablando en su ausencia —dijo Keitzman—. Creemos que se debe hacer algo para asegurar la continuidad en el tratamiento de Michelle.
—Se necesita una especie de garantía —explicó Wiley.
—Sobre todo, porque el factor tiempo es importante —aseveró Keitzman—. Interrumpir el tratamiento, aunque fuera un día o dos, podría significar la diferencia entre el éxito y el fracaso.
—No queremos decir que la preocupación de Charles sea infundada —le aseguró el doctor Wiley.
—De ninguna manera —convino el doctor Keitzman—. En el caso de Michelle, con células leucémicas circulantes, que no reaccionan a la daunorubicina, las perspectivas no son óptimas. Pero yo creo que merece una oportunidad, sean cuales sean las posibilidades. ¿No está usted de acuerdo, señora Martel?
Cathryn miró a ambos médicos. Estaban tratando de sugerir algo, pero ella no caía en la cuenta.
—Por supuesto —dijo. ¿Cómo no estar de acuerdo? Por supuesto que Michelle merecía todas las oportunidades del mundo.
—Hay formas de asegurarnos para que Charles no interrumpa arbitrariamente el tratamiento —explicó el doctor Wiley.
—Y sólo recurriríamos a ellas de ser necesario —agregó el doctor Keitzman—. Pero conviene estar preparados, por si acaso.
Se hizo una pausa. Cathryn tenía la impresión de que los médicos esperaban que ella respondiera, pero no tenía ni idea de qué hablaban.
—Permítame que le dé un ejemplo —dijo Wiley, inclinándose—. Más vale prevenir que curar —dijo Wiley, balanceándose hacia delante en su silla—. Suponga que un niño necesita desesperadamente una transfusión. Si no se le da, morirá. Suponga, además que el padre o la madre del niño es testigo de Jehová. Habrá un conflicto entre ellos con respecto al tratamiento adecuado. Los médicos, por supuesto, reconocen la necesidad de la transfusión para salvar al niño. ¿Qué hacen? Hacen que un juez conceda la tutoría al progenitor que consentirá que se haga la transfusión.
—No me siento cómoda con la idea —señaló Cathryn—. Pero Charles ha estado muy raro últimamente. Me parece increíble que se haya ido, como hace un momento.
—Yo lo entiendo —afirmó Keitzman—. Me doy cuenta de que Charles es un hombre de acción, y el hecho de que no pueda hacer nada por Michelle debe de enloquecerlo. Está bajo una gran carga emotiva, y por eso creo que sería conveniente conseguir ayuda profesional. Cualquier juez lo hace para garantizar los derechos del niño. No es que no se respete la creencia del otro progenitor, sino que es injusto que una persona prive a otra de un tratamiento para salvarle la vida.
—No creerán que puede tener una crisis nerviosa, ¿verdad? —preguntó Cathryn con creciente ansiedad.
El doctor Keitzman miró al doctor Wiley para ver si quería contestar, luego habló él:
—Yo no me considero capacitado para responder esa pregunta. Tensión hay, desde luego. Habría que ver si son fuertes sus reservas.
—Creo que existe una posibilidad —dijo Wiley—. En realidad, me parece que ya manifiesta ciertos síntomas. Parece no controlar las emociones, y su ira es excesiva.
Cathryn miró fijamente a Wiley. Estaba consternada.
—¿Me está pidiendo que asuma la tutoría de Michelle a espaldas de Charles?
—Sólo con el propósito específico de que no se interrumpa el tratamiento —dijo el doctor Keitzman—. Podría salvarse la vida de la niña. Por favor, comprenda, señora Martel, que podríamos hacerlo sin su ayuda. Podemos pedir que la corte nombre a un tutor que es lo de práctica cuando ambos padres se niegan a un tratamiento. Pero sería mucho más sencillo si usted colaborara.
Cathryn se sentía confundida. La idea de interponerse entre Charles, el hombre a quien amaba, y la hija de él, a quien había aprendido a amar también, era inconcebible. Pero, sin embargo, si la tensión resultaba excesiva para Charles e interrumpía el tratamiento de Michelle, ella tendría que compartir la culpa por no haber tenido la valentía de ayudar a los médicos de la niña.
—Pero ustedes no le están dando el tratamiento normal a la niña —observó Cathryn, recordando las palabras de Charles.
—No se aparta mucho de lo considerado normal —dijo Keitzman—. En realidad, estoy escribiendo un estudio sobre el aumento de las dosis quimioterapéuticas en casos extremos, como el de su hija.
—Si hiciera lo que me piden —preguntó Cathryn—, ¿cuál sería el procedimiento?
—Aguarde un minuto —dijo el doctor Keitzman, alargando el brazo para tomar el teléfono—. Creo que el abogado del hospital podrá responder a esa pregunta mejor que yo.
—Y debe reconocer que Charles se ha estado comportando de una manera extraña. Debe de estar bajo una gran presión. Tal vez es incapaz de tomar una decisión sensata. En realidad, me quedaría más tranquilo si consiguiéramos convencer a Charles de que hablara con un profesional —agregó Wiley.
—¿Que vaya al psiquiatra, quiere decir? —preguntó Cathryn.
—Podría ser una buena idea —afirmó el doctor Wiley.
—Compréndanos, por favor, señora Martel. Estamos tratando de hacer todo lo posible, y como médicos de Michelle lo que más nos interesa es su bienestar. Sentimos que debemos hacer todo lo que podamos aseguró Keitzman.
—Agradezco sus esfuerzos —señaló Cathryn— pero…
—Sabemos que suena drástico, pero una vez que consigamos la autorización legal para la tutoría, no será necesario invocarla a menos que la situación lo haga imprescindible. En ese caso, si Charles intenta interrumpir el tratamiento, o incluso llevarse a la niña.
Antes de que Cathryn se diera cuenta, la reunión con el abogado del hospital ya había concluido, e iba caminando tras él en los tribunales de Boston. Se llamaba Patrick Murphy. Tenía pecas y el pelo castaño claro, de tono indeterminado, que alguna vez debía de haber sido rojizo. Sin embargo, su característica más distintiva era su personalidad. Se trataba de una de esas raras personas que caen bien a todo el mundo en el acto de conocerlas, y Cathryn no fue una excepción. Incluso en el estado de preocupación en que se encontraba se sintió cautivada por los modales suaves y directos de aquel hombre, y por su cautivadora sonrisa. Cathryn no estaba segura de en qué momento había cambiado la conversación, trocándose, de discusión de una situación hipotética, en la de una real. Le resultaba muy difícil decidirse a solicitar la tutoría de Michelle a espaldas de Charles. Patrick le aseguró, igual que el doctor Keitzman, que el poder real no tendría que utilizarse excepto en el caso improbable de que Charles intentara interrumpir el tratamiento de Michelle. Aun así, Cathryn se sentía inquieta, sobre todo porque no había tenido tiempo de ver a Michelle, con la prisa de tratar de llegar a los tribunales antes de las cuatro.
Se encontraron con un hombre de mediana edad, con exceso de peso. Una espesa capa de grasa fláccida se agitaba cuando caminaba. Su cara era toda papada, carnosidades y profundas arrugas.
—Es urgente —le explicó Patrick—. Queremos ver a un juez.
—¿Se trata de un caso de tutoría para el hospital, señor Murphy? —preguntó el asistente.
—Exactamente —afirmó Patrick—. Ya tenemos todos los formularios llenos.
—Debo decir que son ustedes muy eficientes —dijo Mark, el asistente. Miró la esfera del reloj oficial—. Aunque les queda muy poco tiempo. Son casi las cuatro. Voy a ver si el juez Pelligrino no se ha ido.
—Por aquí, por favor —dijo Patrick, indicando una escalera angosta. Cathryn nunca había estado en los tribunales, pero no eran ni parecidos a cómo se los imaginaba. Pensaba que le resultarían imponentes de alguna manera simbólica, pues representaban el concepto de la justicia. Sin embargo, los tribunales de Boston ubicados en un edificio de más de cien años, le resultaron sucios y deprimentes, sobre todo porque, por razones de seguridad, había que entrar por el sótano. Traspuso una puerta con andares de pato y los brazos casi perpendiculares al cuerpo.
—Problema glandular —murmuró Patrick. Puso la cartera sobre el mostrador y la abrió. Cathryn miró a aquel hombre atractivo vestido como un típico abogado, con traje a rayas de corte perfecto. Los pantalones estaban ligeramente arrugados, sobre todo detrás de las rodillas, y eran un poco cortos; dejaban asomar los calcetines negros. Con esmerada atención, se puso a arreglar los papeles que había firmado Cathryn.
Después de subir por la angosta escalera de hierro, que servía como único acceso, cosa que a Cathryn le resultó increíble, llegaron al antiguo salón principal. Allí había una sombra del viejo esplendor, reflejado en el cielo raso abovedado, las columnas de mármol y los suelos del mismo material. Sin embargo, la pintura de las paredes estaba agrietada y descascarillada y las trabajadas molduras daban la impresión de estar a punto de desmoronarse.
—¿Le parece que hago bien? —preguntó Cathryn de repente.
—Por supuesto —afirmó Patrick, dedicándole una de sus sonrisas cálidas y espontáneas—. Lo hace por la niña.
Cathryn tuvo que correr para mantenerse al lado de Patrick cuando este entró en el juzgado de legalizaciones. Era un recinto largo y estrecho, con aspecto polvoriento y opresivo, sobre todo debido a los cientos de viejos volúmenes apoyados sobre estantes bajos, a la derecha. A la izquierda había un mostrador largo, rayado y estropeado, detrás del cual el grupo de empleados parecía reavivarse de pronto de su somnolencia diurna por la proximidad de la hora de salida.
Al estudiar la habitación, Cathryn no sintió la confianza y seguridad que esperaba. Por el contrario, el estado ruinoso del lugar le daba la sensación de estar atrapada en una ciénaga de burocracia y expedientes. Sin embargo, Patrick no le permitió que se detuviera. La llevó a un mostrador más pequeño situado al final de la habitación Cinco minutos más tarde estaban en el despacho del juez. Ya era demasiado tarde para echarse atrás.
El juez Louis Pelligrino distaba tanto de la idea que tenía Cathryn de un magistrado como el edificio de los tribunales de lo que ella había creído. En lugar de un hombre mayor, con toga, una figura socrática, Cathryn se encontró frente a un hombre perturbadoramente apuesto, que lucía un traje hecho a medida. Después de ponerse unas elegantes gafas de lectura, recibió los papeles de manos de Patrick, diciendo:
—Por Dios, señor Murphy. ¿Por qué aparece siempre a las cuatro?
—Los casos de urgencia, Su Señoría, se rigen por el reloj biológico, y no el legal.
El juez Pelligrino miró a Patrick por encima de las gafas, aparentemente tratando de decidir si se trataba de una respuesta inteligente o atrevida. Se inclinó por lo primero y apareció una lenta sonrisa en sus labios.
—Quiero hablar con uno de los asistentes de legalizaciones —dijo.
Señaló a un hombre que estaba de espaldas. Al oír a Patrick, el hombre se volvió. Estaba hablando por teléfono, pero les indicó con la mano que esperaran, tenía un cigarrillo colgando de una de las comisuras de la boca, lo que la obligaba a torcer la cara para que no le entrara el humo en los ojos. Después de terminar la conversación, se acercó a Cathryn y Patrick.
—Muy bien, señor Murphy. Lo acepto. ¿Por qué no me explica la petición?
Mientras Patrick hábilmente resumía las circunstancias que rodeaban el caso de Michelle, su enfermedad y tratamiento, así como también la conducta de Charles, el juez Pelligrino examinaba las solicitudes, al parecer sin prestar atención al joven abogado. Sin embargo, cuando Patrick cometió un pequeño error gramatical, levantó la cabeza inmediatamente, y lo corrigió.
—¿Dónde están las declaraciones juradas de los doctores Wiley y Keitzman? —preguntó el juez Pelligrino cuando Patrick terminó.
El abogado se inclinó hacia adelante y, nervioso, buscó entre los papeles que tenía el juez ante sí. Abrió su portafolios, y con gran alivio encontró los documentos. Se los entregó al magistrado con una disculpa. El juez leyó todos los papeles detalladamente.
—Esta señora es la madre adoptiva, supongo —dijo, atrayendo la atención de Cathryn.
—Así es —confirmó Patrick—, y está muy preocupada, lógicamente, porque se mantenga el tratamiento adecuado para la niña.
El juez Pelligrino escrutó el rostro de Cathryn. Esta sintió que se ruborizaba, a la defensiva.
—Creo que es importante destacar —agregó Patrick— que no existe una discordia matrimonial entre Charles y Cathryn Martel. La única cuestión es el deseo de mantener el método establecido de tratamiento ordenado por las autoridades médicas correspondientes.
—Eso lo entiendo —dijo el juez Pelligrino—. Lo que no entiendo, ni apruebo, es que el padre biológico no esté presente para poderlo interrogar.
—Pero precisamente por eso la señora Martel solicita una tutoría temporal, como medida de emergencia —explicó Patrick—. Hace unas pocas horas, Charles Martel salió corriendo en medio de una reunión que sostenía con los médicos de Michelle y con la señora Martel. El señor Martel expresó la creencia de que el tratamiento de Michelle, que es la única oportunidad de supervivencia con que cuenta la niña, debe interrumpirse, y luego, de improviso, se fue. Quiero aclarar, pero sin que conste en acta, que los médicos que tratan a la niña están preocupados por la estabilidad mental del padre.
—Me parece que eso debería constar en acta —dijo el juez.
—Estoy de acuerdo —convino Patrick—, pero lamentablemente, en ese caso, el señor Martel debería ver a un especialista. Tal vez podríamos arreglarlo para la audiencia.
—¿Le gustaría agregar algo, señora Martel? —preguntó el juez, volviéndose hacia Cathryn.
Cathryn dijo que no, con voz apenas audible. El juez arregló los papeles sobre su escritorio. Evidentemente, estaba meditando. Se aclaró la garganta antes de hablar:
—Concederé la tutoría temporal, como medida de emergencia, con el solo propósito de que se mantenga el tratamiento médico establecido. —Firmó y rubricó la solicitud—. Igualmente, nombraré un tutor ad litem que cumpla sus funciones hasta que se establezcan los detalles en la audiencia, que deberá ser dentro de tres semanas.
—Esto será difícil —informó el asistente, que hablaba por primera vez—. Tiene todas las horas ocupadas.
—Al diablo con los horarios —dijo el juez Pelligrino, mientras firmaba el segundo documento.
—Será difícil preparar todo para dentro de tres semanas —protestó Patrick—. Tendremos que obtener un testimonio médico de un experto. Y hay que hacer algunas investigaciones legales. Necesitamos más tiempo.
—Ese es problema suyo —dijo el juez, despiadadamente—. Estará ocupado, de todos modos, con la audiencia preliminar sobre la tutoría temporal. Por ley, deberá tener lugar dentro de tres días. Así que es mejor que empiece a trabajar. Igualmente, quiero que se informe de estos procedimientos al padre cuanto antes. Quiero que se le dé una citación, a más tardar mañana, ya sea en el hospital o en el lugar de trabajo.
Cathryn se enderezó en su silla, aturdida.
—¿Informarán a Charles acerca de esto?
—Por supuesto —dijo el juez, poniéndose de pie—. No me parece justo privar al padre de sus derechos de patria potestad sin informarle de ello. Ahora, tendrán que excusarme.
—Pero… —tartamudeó Cathryn. No pudo terminar. Patrick le dio las gracias al juez y sacó rápidamente a Cathryn del despacho. La llevó de nuevo al salón principal de los tribunales.
Cathryn se sentía perturbada.
—Usted me había dicho que no usaríamos esto a menos que Charles se opusiera al tratamiento.
—Así es —confirmó Patrick, confundido por la reacción de Cathryn.
—Ahora, Charles se enterará de lo que he hecho —exclamó Cathryn—. Eso no me lo habían dicho. ¡Dios mío!