Charles entró en el estacionamiento del instituto, saltó del coche y sacó de detrás del asiento el frasco con agua de la laguna. Corrió y golpeó en la puerta de vidrio para que le abriera la recepcionista. En el vestíbulo principal dobló a la derecha en vez de a la izquierda, y corrió al laboratorio de análisis. Uno de los técnicos, a quien Charles respetaba, estaba sentado sobre el mostrador con una taza de café.
—Quiero que se analice esta agua en busca de contaminantes —dijo Charles, sin aliento.
—¿Un trabajo urgente? —preguntó el técnico, que notó la excitación de Charles.
—Más o menos. Estoy especialmente interesado en disolventes orgánicos, pero cualquier cosa que puedan decirme sobre el agua me será útil.
El técnico destapó el frasco, lo olió y parpadeó.
—Caramba. Espero que no le ponga esto al whisky.
Charles se encaminó rápidamente a su laboratorio. Tenía en su mente una confusión de pensamientos que se cruzaban como relámpagos con sorprendente velocidad. Reconocía que no había forma de resolver racionalmente el dilema al que se enfrentaba en relación al tratamiento de la enfermedad de Michelle. Decidió por lo tanto intensificar sus propias investigaciones, con la fútil esperanza de poder lograr algo extraordinario a tiempo para salvarla; a la vez, se ocuparía de hacer clausurar Recycle Ltd. La venganza era una emoción poderosa, y su presencia reducía la ansiedad que sentía respecto a Michelle. Cuando llegó a la puerta de su laboratorio, vio que tenía los puños crispados. Se detuvo, recordando su promesa de usar la inteligencia y no las emociones, en las que no podía confiar y, dominándose abrió la puerta con serenidad.
Ellen, que estaba ocupada leyendo el informe de Cancerán en el escritorio de Charles, dejó lentamente el libro. Había una deliberación estudiada en sus movimientos, lo que molestó a Charles, aun en el estado de perturbación en que se encontraba.
—¿Le has dado el antígeno de cáncer de mama a toda la cepa de ratones? —preguntó.
—Sí —respondió Ellen—, pero…
—Bien —la interrumpió Charles, dirigiéndose a la pizarra. Tomó una tiza y luego de borrar lo que estaba escrito empezó a anotar el método que usarían para examinar las reacciones del linfocito T en los ratones inoculados, y así hacer gráficos de su reacción inmunológica. Cuando terminó, la pequeña pizarra estaba cubierta de una serie progresiva de pasos.
—Además —dijo Charles, dejando la tiza— intentaremos algo diferente. No se trata de nada científico. Tiene el propósito de conseguir una especie de examen rápido. Quiero hacer una gran cantidad de soluciones del antígeno canceroso e inyectar una distinta a cada ratón. Sé que no tendrá ninguna significación estadística. Será un examen precipitado, pero tal vez sirva de algo. Ahora, mientras tú examinas a los ratones de ayer y les inoculas una segunda dosis del antígeno canceroso, yo tengo unas llamadas que hacer. —Charles se sacudió la tiza de los pantalones y se dirigió al teléfono.
—¿Puedo decir algo ahora? —preguntó Ellen, ladeando la cabeza.
—Por supuesto —afirmó Charles, con el tubo en la mano.
—He examinado los ratones a los que dimos la primera dosis de Cancerán —dijo Ellen. Hizo una pausa.
—¿Sí? —preguntó Charles, sin saber qué vendría a continuación.
—Casi todos murieron anoche.
El rostro de Charles adoptó una expresión de incredulidad.
—¿Qué sucedió? —Colgó el teléfono.
—No sé —reconoció Ellen—. No hay ninguna explicación, excepto el Cancerán.
—¿Has comprobado si está bien la solución?
—Sí —dijo Ellen—. Era correcta.
—¿Hay señales de que murieran a causa de un agente infeccioso?
—No. Se los llevé al veterinario. No les ha hecho la autopsia, pero cree que murieron de un ataque cardíaco.
—La droga es tóxica —dijo Charles, meneando la cabeza.
—Eso me temo.
—¿Dónde está el informe original? —preguntó Charles, cada vez más preocupado.
—Allí, en tu escritorio. Lo estaba mirando cuando has llegado.
Charles tomó el volumen y buscó en la sección toxicidad. Luego buscó el informe preliminar que habían hecho ellos el día anterior. Leyó los números. Cuando terminó, dijo:
—Ese hijo de puta…
—Esa debe de ser la explicación —convino Ellen.
—Brighton debe de haber falseado los datos de toxicidad también. Por Dios, eso quiere decir que el estudio de Cancerán, al que Brighton le dedicó dos años enteros, no sirve para nada. El Cancerán debe de ser mucho más tóxico que lo que informó Brighton. ¡Menuda broma! ¿Sabes cuánto ha invertido el Instituto Nacional del Cáncer en esta droga?
—No, pero me lo imagino.
—Millones de millones de dólares. —Charles se golpeó en la frente.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Nosotros? ¿Qué harán ellos? Ahora es necesario empezar todo el proyecto de nuevo, lo que quiere decir tres años más de trabajo.
Charles sentía que su decisión de mantener una distancia desapasionada empezaba a disolverse. Terminar el proyecto era una cosa, pero empezarlo desde el principio, otra muy distinta. Él no lo haría, especialmente en ese momento, pues con Michelle enferma, debía acelerar el ritmo de su propio trabajo.
—Tengo la impresión de que querrán que nosotros nos ocupemos del Cancerán —dijo Ellen.
—Pues me importa un comino —exclamó Charles, cortante—. Hemos terminado el Cancerán. Si Morrison e Ibáñez nos crean dificultades, les daremos la prueba de que el estudio de toxicidad no vale absolutamente nada, ni siquiera el papel en que está escrito. Los amenazaremos con informar a la prensa. Si se produce un escándalo, hasta el Instituto Nacional del Cáncer empezará a preguntarse en qué invierte su dinero.
—A mí no me parece que sea tan fácil —dijo Ellen—. Creo que deberíamos…
—¡Basta, Ellen! —gritó Charles—. Quiero que empieces a probar los anticuerpos en la primera cepa de ratones, y que luego vuelvas a inocularlos. Yo me encargaré del Cancerán con las autoridades.
Ellen le volvió la espalda, enfadada. Como de costumbre, Charles había ido demasiado lejos. Comenzó a trabajar, haciendo mucho ruido con los instrumentos. El teléfono, al lado de Charles, empezó a sonar. Levantó el auricular en seguida. Era el técnico del laboratorio de análisis.
—¿Quiere un informe preliminar? —le preguntó.
—Sí, por favor —contestó inmediatamente Charles.
—El contaminante principal es el benceno. Está en grandes cantidades. También hay tolueno, en proporciones más pequeñas, lo mismo que tricloroetileno y tetracloruro de carbono. ¡Cosas repugnantes! Una solución como para limpiar los pinceles de pintura. Tendré el informe completo esta tarde.
Charles le dio las gracias y colgó. El informe no le sorprendía, pero se sentía satisfecho de tener una prueba documentada. Involuntariamente apareció delante de él la imagen de Michelle. Hizo un esfuerzo para borrarla. Tomó la guía de Boston del estante que había sobre su escritorio y buscó la sección Gobierno Federal. Allí encontró una serie de números pertenecientes a la Dirección de Protección del Medio Ambiente. Marcó el número de información general. Oyó una voz grabada que le informó que la PMA estaba abierta de nueve a cinco. Todavía no eran las nueve.
Luego buscó la sección Gobierno de Massachusetts. Quería averiguar la incidencia de leucemia y linfoma a lo largo del curso del Pawtomack. No encontró una oficina de registro de tumores o de cáncer, aunque sí una de «Estadísticas Vitales». Marcó el número, pero nuevamente se encontró con una voz grabada. Miró el reloj. Faltaban unos veinte minutos para que abrieran las oficinas.
Se acercó a Ellen y empezó a ayudarla en los preparativos para descubrir si alguno de los ratones a los que les habían inoculado el antígeno de cáncer de mama mostraba síntomas de incremento de la actividad inmunológica. Ellen no decía ni una palabra. Charles se dio cuenta de que estaba enfadada, y sintió que ella se estaba aprovechando de la familiaridad existente entre ellos.
Mientras trabajaba, Charles se permitió tejer fantasías acerca del enfoque de sus investigaciones. ¿Y si los ratones a los que les habían inoculado el antígeno reaccionaban con rapidez y la sensibilidad adquirida podía transferirse a los ratones cancerosos por medio del factor de transferencia? En ese caso, los ratones cancerosos se curarían. «Era así de simple… tal vez demasiado simple», pensó Charles. Ojalá resultara. Ojalá pudiera acelerar el proyecto, por Michelle.
Cuando volvió a consultar el reloj, eran más de las nueve. Alejándose de Ellen, que seguía malhumorada, Charles fue a su escritorio y marcó el número de Información General de la PMA. Esta vez le contestó una mujer con acento bostoniano y tono de aburrimiento.
Charles dijo quién era, y agregó que quería denunciar un caso serio de descarga de sustancias venenosas en el río. La mujer no se impresionó. Dijo a Charles que no colgara. Oyó la voz de otra mujer, tan parecida a la de la primera que se sorprendió cuando le pidió que repitiera lo que ya había dicho.
—Le han comunicado mal —dijo la mujer—. Esta es la sección Agua, y no nos ocupamos de las descargas de basura. Debe hablar con la sección Sustancias Tóxicas. No cuelgue.
De nuevo esperó. Se oyó un clic, seguido de un tono de línea libre. Charles colgó y volvió a tomar la guía. Buscó el número de la sección Sustancias Tóxicas de la PMA y marcó.
Respondió una voz idéntica a las anteriores. Charles se preguntó si en la PMA utilizarían un método de reproducción asexual para obtener una serie de empleados idénticos. Repitió su historia, pero le informaron que la sección Sustancias Tóxicas no se ocupaba de las infracciones, por lo que debía llamar a la sección Derramamiento de Petróleo y Sustancias Peligrosas. Le dio el número y colgó antes de que Charles pudiera decir nada. Volvió a marcar con tanta fuerza que le dolieron las yemas de los dedos. ¡Otra mujer! Charles repitió su historia, sin tratar de disimular su fastidio.
—¿Cuándo tuvo lugar la descarga? —preguntó la mujer.
—Se trata de una descarga continua, no de algo que haya sucedido una vez.
—Lo siento —dijo la mujer—. Sólo nos ocupamos de descargas únicas.
—¿Puedo hablar con su supervisor? —preguntó Charles, con un gruñido.
—Un momento —contestó la mujer con un suspiro.
Charles aguardó, impaciente. Se pasó la mano por la cara. Estaba transpirando.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó la voz de otra mujer en la línea.
—Espero que en algo —dijo Charles—. Llamo para informar de que una fábrica vacía regularmente benceno en el río. Es un veneno.
—Bueno, nosotros no nos encargamos de eso —lo interrumpió la mujer—. Deberá llamar al departamento estatal que corresponda.
—¿Cómo? —gritó Charles—. ¿De qué diablos se ocupa la PMA, entonces?
—Somos una agencia reguladora —respondió la mujer con calma—, encargada de regular el ambiente.
—Yo creía que el vaciamiento de veneno en un río era algo que podría interesarles.
—Podría ser —convino la mujer—, pero sólo después de que el asunto haya sido estudiado por el estado. ¿Quiere el número adónde debe llamar?
—Démelo —pidió Charles, cansado. Cuando colgó, vio que Ellen lo estaba mirando fijamente. La fulminó con la mirada y ella volvió a su trabajo.
Esperó la señal. Volvió a marcar.
—Muy bien —dijo la mujer, después de escuchar cuál era el problema—. ¿De qué río se trata?
—Del Pawtomack —contestó Charles—. Por Dios, ¡no me diga que estoy hablando con quien corresponde!
—Así es —afirmó la mujer, tranquilizándolo—. ¿Dónde está la fábrica de la que sospecha?
—Está en Shaftesbury —dijo Charles.
—¿Shaftesbury? Eso queda en Nueva Hampshire, ¿no?
—Así es, pero…
—Nosotros no nos ocupamos de Nueva Hampshire.
—Pero el río está en Massachusetts, en casi todo su curso.
—Eso podría ser —dijo la mujer—, pero nace en Nueva Hampshire. Tendrá que hablar con ellos.
—Dios, dame fuerzas —musitó Charles.
—¿Qué ha dicho?
—¿Tiene el número?
—No. Tendrá que solicitarlo a Información Telefónica.
Se hizo un silencio absoluto. Charles llamó a Información y obtuvo el número de Servicios del Estado. No había ninguna sección llamada Control de Contaminación de las Aguas, pero después de llamar al número general, consiguió la extensión correspondiente. Volvió a repetir su historia, pensando que estaba convirtiéndose en un disco.
—¿Quiere hacer la denuncia anónimamente? —preguntó la mujer.
Sorprendido por la pregunta, Charles tardó un momento en responder.
—No, soy el doctor Charles Martel —y dio su dirección.
—Está bien —dijo la mujer lentamente, como si estuviera tomando nota—. ¿Dónde tiene lugar la supuesta descarga?
—En Shaftesbury. Se trata de una fábrica llamada Recycle Limitada. Arrojan benceno en el Pawtomack.
—Muy bien. Muchas gracias.
—Espere un minuto —dijo Charles—. ¿Qué hará con esto?
—Entregaré la información a uno de nuestros ingenieros —informó la mujer— y él se ocupará del asunto.
—¿Cuándo?
—Eso no se lo puedo decir.
—¿Puede darme una idea?
—Estamos bastante ocupados con varios derramamientos de petróleo que han ocurrido en Portsmouth, de modo que probablemente se tarde varias semanas.
Eso no era lo que esperaba Charles.
—¿Está alguno de los ingenieros?
—No. Han salido los dos. ¡Espere! Aquí llega uno. ¿Querría hablar con él?
—Sí, por favor.
Luego de una breve espera, el hombre cogió el teléfono.
—Habla Larry Spencer —dijo.
Charles le explicó en pocas palabras la razón por la que llamaba. Agregó que quería que alguien se ocupara del asunto inmediatamente.
—Tenemos una tremenda escasez de personal en el departamento.
—Pero esto es muy serio. El benceno es un veneno, y mucha gente vive a orillas de ese río.
—Todo es serio —repuso el hombre.
—¿No puedo hacer nada para acelerar esto? —preguntó Charles.
—En realidad, no —contestó el ingeniero—. Aunque podría ir a la PMA, a ver si les interesa.
—Ya he llamado, y me han mandado a ustedes.
—Así es —afirmó el ingeniero—. Nunca se puede decir qué casos les interesarán. Generalmente ayudan una vez que nosotros nos hemos encargado del trabajo sucio; algunas veces intervienen desde el principio. Es un sistema disparatado e ineficaz. Pero el único que tenemos.
Charles le dio las gracias y colgó. Le pareció que el hombre era sincero; por lo menos le había dicho que la PMA podría llegar a interesarse, después de todo. Charles vio que la PMA estaba ubicada en el edificio John Fitzgerald Kennedy, en el centro gubernamental de Boston. No volvería a hacer llamadas telefónicas. Iría personalmente. Inquieto, se puso de pie y buscó el abrigo.
—En seguida vuelvo —le dijo a Ellen.
Ellen no contestó. Esperó varios minutos después que se hubo cerrado la puerta, y se asomó al pasillo, para asegurarse. No se le veía por ninguna parte. Volvió a su escritorio y llamó al doctor Morrison. Ya estaba convencida de que Charles se comportaba de una manera irresponsable. La enfermedad de su hija no era suficiente disculpa. No era justo que pusiera en peligro los empleos de ambos. Morrison la escuchó seriamente, y le dijo que iría a su laboratorio de inmediato. Antes de colgar, le dijo también que la ayuda que brindaba en ese difícil asunto no pasaría inadvertida.
Al salir del Weinburger, Charles sintió desesperación. Todo le salía mal, incluso su idea de venganza. Después del tiempo que había perdido en el teléfono, ya no estaba tan seguro de que pudiera lograr algo respecto a Recycle Ltd., salvo dirigiéndose allí personalmente, escopeta en mano. La imagen de Michelle en la cama de hospital volvió a atormentarlo. No sabía por qué estaba tan seguro de que no reaccionaría ante la quimioterapia. Tal vez sólo se trataba de una manera disparatada de prepararse para hacer frente a lo peor, pues reconocía que la quimioterapia era la única esperanza que tenía su hija. «Si tenía que tener leucemia —se dijo, aferrándose al volante—, ¿por qué no ha sido linfocítica, que responde a la quimioterapia?». Sin darse cuenta, Charles estaba conduciendo a menos de sesenta, enfureciendo a los demás conductores de la carretera. Se oía un estruendo de bocinas y los que lo pasaban lo amenazaban con el puño.
Después de estacionar en el garaje municipal, Charles caminó entre la inmensa pared de ladrillos del edificio John Fitzgerald Kennedy y el geométrico Ayuntamiento. Los edificios formaban un túnel de viento, y Charles tenía que luchar contra las ráfagas para avanzar. En ese momento, el sol brillaba débilmente. Un gran banco de nubes grises se acercaba desde el oeste. La temperatura era de cuatro grados bajo cero.
Charles empujó la puerta giratoria y buscó el tablero de informaciones. A la izquierda había una exposición de fotos de Kennedy y frente a él, junto al ascensor, un pequeño bar donde servían café y rosquillas. Una de las camareras le indicó el tablero escondido detrás de una serie de fotos de Kennedy adolescente y sonriente. Vio que la PMA estaba en el piso veintitrés. Charles entró en el ascensor justo antes de que se cerraran las puertas. Al mirar a los demás ocupantes le llamó la atención la extraña preponderancia del poliéster verde.
Bajó en el piso veintitrés y se encaminó a la oficina del director. Le pareció un buen lugar para comenzar. Al abrir la puerta vio un gran escritorio de metal detrás del cual estaba parapetada una mujer enorme que tenía el pelo lleno de rizos. Una boquilla con falsas piedras preciosas engastadas sostenía un cigarrillo extralargo que sobresalía de una de las comisuras de su boca. Competía en llamar la atención con el prodigioso pecho, que ponía a prueba la resistencia a la tensión de su vestido. Al aproximarse Charles, ella se arregló los rizos de las sienes, observándose en un espejito de mano.
—Perdón —dijo Charles, preguntándose si sería una de las mujeres con las que había hablado por teléfono—. Vengo a denunciar a una planta de recuperación de materiales que descarga benceno en un río local. ¿Con quién debo hablar?
La mujer, sin dejar de dar suaves golpecitos a su pelo, examinó a Charles con recelo.
—¿Se trata de una sustancia peligrosa? —preguntó.
—Muy peligrosa.
—Podría ir al Departamento de Sustancias Peligrosas, en el piso diecinueve —dijo la mujer en un tono que sugería «sos ignorante».
Después de bajar ocho tramos de escaleras, Charles llegó al piso diecinueve, que tenía una atmósfera totalmente distinta. Casi no había paredes, de modo que se podía ver de un extremo al otro del edificio. El piso estaba cubierto de un laberinto de divisiones de metal que se levantaban hasta la altura del pecho y separaban el área en cubículos diminutos. En el ambiente flotaba una bruma de humo de cigarrillo y se oía el rumor ininteligible de cientos de voces. Charles entró en el laberinto, y vio que había postes con señales, como en la calle, que designaban los distintos departamentos. Por suerte, el Departamento de Sustancias Peligrosas estaba cerca de la escalera por la que había bajado. Empezó a mirar las señales que indicaban las subdivisiones. Pasó junto al Programa de Ruidos, al Programa del Aire, al de Pesticidas y al de Radiación. Más allá del de Desperdicios Sólidos vio el Programa de Desperdicios Tóxicos. Se encaminó hacia allí.
Tras doblar por el pasillo principal, dio con un escritorio que hacía las veces de barrera protectora del interior. Era un escritorio mucho más pequeño que el anterior y estaba ocupado por un negro delgado que al parecer había hecho un esfuerzo tremendo para cepillarse hacia atrás el pelo rizado. Tuvo el mérito de prestarle atención inmediata. Estaba vestido atildadamente, y al hablar, hizo gala de un acento casi inglés.
—Me temo que no está en la sección apropiada —dijo el joven después de oír a Charles.
—¿Su departamento no se encarga del benceno?
—Sí, nos encargamos del benceno —contestó el hombre—, pero sólo de los permisos y licencias para sustancias peligrosas como esa.
—¿Adónde puedo ir? —preguntó Charles, controlándose.
—Hum —murmuró el hombre, llevándose un dedo de uñas cuidadosamente arregladas a la punta de la nariz—. No tengo ni la menor idea. Esto no ha ocurrido nunca. Espere, voy a preguntar a alguien.
El hombre se puso de pie de un saltito, muy ágil, sonrió a Charles y desapareció en el interior del laberinto. Tenía chapitas de metal en los zapatos, y Charles pudo oír el ruidito que hacían, pues era distinto al de las máquinas de escribir. Esperó, impaciente. Tenía la sensación de que todos sus esfuerzos serían absolutamente vanos. El joven negro regresó.
—Nadie sabe, en realidad, adónde hay que dirigirse —reconoció—. Pero sugieren que vaya al Departamento de Programas del Agua, en el piso veintidós. Tal vez ellos puedan ayudarlo.
Charles le dio las gracias. Apreciaba, por lo menos, su buena voluntad al tratar de ayudarlo. Regresó a la escalera. Deprimido, pero enfadado, trepó los seis tramos de escaleras hasta el piso veintidós. En el veintiuno tuvo que hacerse a un lado para pasar junto a un grupo de tres hombres jóvenes que estaban fumando un cigarrillo de marihuana. Miraron a Charles con atrevida arrogancia.
El piso veintidós era una mezcla de oficinas de paredes convencionales y áreas abiertas con divisores que llegaban a la altura del pecho. Cerca de una fuente, Charles averiguó dónde estaba el Departamento de Programas del Agua. Encontró el escritorio de recepción, sólo que no había nadie. Un cigarrillo humeante indicaba que su ocupante estaba en las inmediaciones pero, después de una corta espera, no apareció nadie. Exasperado, Charles pasó al otro lado del escritorio y entró en la oficina interior. Había varios cubículos con personas hablando por teléfono o escribiendo a máquina. Charles siguió hasta dar con un hombre cargado de folletos publicados por el gobierno federal.
—Perdón —dijo Charles.
El hombre puso la pila de folletos sobre el escritorio y miró a Charles, quien repitió su historia, ya de manera automática. El hombre enderezó la pila de publicaciones mientras pensaba, y luego se volvió a Charles.
—Este no es el departamento apropiado para hacer denuncias.
—¡Por Dios! —estalló Charles—. Este es el Departamento del Agua. Yo vengo a denunciar un envenenamiento del agua.
—Eh, no se enfurezca conmigo —dijo el hombre, a la defensiva—. Nosotros sólo nos encargamos de inspeccionar servicios de tratamiento de agua y de alcantarillado.
—Lo siento —se disculpó Charles, con cierta comprensión—. No tiene idea de lo frustrante que es esto. Vengo con una simple queja. Conozco una fábrica que está descargando benceno en el río.
—Tal vez debería intentar en el Departamento de Sustancias Peligrosas.
—De ahí vengo.
—Oh —exclamó el hombre—. ¿Por qué no intenta en el Departamento de Cumplimiento de la ley, en el veintitrés?
Charles miró al hombre un momento, confundido.
—¿El Departamento del Cumplimiento de la ley? —repitió—. ¿Y por qué no se le ocurrió antes a nadie?
—No tengo ni idea —dijo el hombre.
Charles buscó la escalera musitando obscenidades, y subió al piso veintitrés. Pasó junto a la Administración, al Departamento de Personal y al de Creación y Desarrollo de Programas. Justo después del servicio de hombres estaba el departamento que buscaba. Entró. Una muchacha negra de grandes gafas con reflejos purpúreos en las lentes, levantó la mirada. Estaba leyendo la última novela de Sidney Sheldon. Debía de estar en una parte buena, pues no escondió su irritación al ser molestada.
Charles le dijo lo que quería.
—Yo no sé nada de eso —dijo la muchacha.
—¿Con quién debería hablar? —preguntó lentamente Charles.
—No sé —contestó la muchacha, volviendo a su libro.
Charles se apoyó en el escritorio con la mano izquierda, y con la derecha le arrancó el libro. Lo depositó con fuerza sobre el escritorio, de tal manera que la muchacha dio un salto.
—Siento haber perdido la página —dijo Charles—. Quiero hablar con su jefe.
—¿Con la señorita Stevens? —preguntó la muchacha, que no sabía qué podría hacer Charles a continuación.
—Sí, con ella.
—Hoy no ha venido.
Charles tamborileó sobre el escritorio, resistiendo la tentación de sacudir a la muchacha.
—Está bien. Con quien siga en el orden jerárquico, y que esté presente.
—¿La señora Amendola? —preguntó la muchacha.
—No me importa como se llame.
Sin apartar los ojos de Charles, la joven se puso de pie y desapareció. Al reaparecer, cinco minutos después, lo hizo acompañada por una mujer con aire de preocupación, de unos treinta y cinco años.
—Soy la señora Amendola, jefe de grupo. ¿En qué puedo servirle?
—Espero que en algo. Soy el doctor Charles Martel y estoy tratando de denunciar a una fábrica que está descargando sustancias químicas venenosas en un río. He ido de departamento en departamento, hasta que por fin alguien me ha dicho que había un Departamento de Cumplimiento de la ley. Al llegar aquí, la recepcionista demostró ser muy poco servicial, por lo que he solicitado hablar con su jefe.
—Le he dicho que yo no sabía nada de la descarga de sustancias químicas —explicó la muchacha negra.
La señora Amendola consideró la situación un momento y luego invitó a Charles a que la siguiera. Después de pasar junto a una docena de cubículos, entraron en una oficina diminuta, sin ventanas, decorada con carteles de turismo. La señora Amendola le indicó un sillón y se colocó tras el escritorio.
—Debe entender —dijo la mujer— que no hay muchas personas que entran de la calle con su tipo de queja. Aunque, naturalmente, eso no es excusa para la cortesía.
—¿A qué diablos se dedican ustedes entonces, si no es a impedir la polución ambiental? —preguntó Charles con hostilidad. La mujer lo había llevado hasta su oficina para aplacarlo, y ahora lo iba a enviar a otro departamento.
—Nuestra tarea principal —explicó la mujer— es asegurarnos de que las fábricas que tienen desperdicios peligrosos cuenten con todos los permisos y licencias necesarios. Es una ley, y nosotros la hacemos cumplir. Algunas veces tenemos que ir a juicio y multarlas.
Charles se llevó la cara a las manos y se frotó el cuero cabelludo. Al parecer la señora Amendola no se percataba de que estaba haciendo algo absurdo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la mujer, inclinándose hacia adelante en su silla.
—Permítame asegurarme de que entiendo lo que me está diciendo —dijo Charles—. La tarea principal del Departamento de Cumplimiento de la ley de la PMA es asegurarse de que los papeles estén en orden. No se ocupa de asegurar el cumplimiento de las reglamentaciones para preservar la pureza de las aguas.
—Eso no es del todo correcto —señaló la señora Amendola—. Debe recordar que la preocupación por el medio ambiente es algo bastante reciente. En realidad, todavía no se han redactado las reglamentaciones. El primer paso es hacer el registro de todos los que utilizan sustancias peligrosas, e informarles de cuál es la ley. Entonces estaremos en posición de ocuparnos de los que las violen.
—Mientras tanto, las fábricas sin escrúpulos pueden hacer lo que se les antoja —dijo Charles.
—Eso tampoco es del todo correcto. Tenemos un Departamento de Inspección, que forma parte de nuestro laboratorio de análisis. Bajo el actual gobierno se nos ha reducido el presupuesto, lamentablemente, y ese departamento es pequeño, pero allí es donde debe dirigir su queja. Después que ellos documentan la violación, nos la envían a nosotros, y asignamos el caso a uno de los abogados de la PMA. Dígame, doctor Martel, ¿cómo se llama la fábrica?
—Recycle Limitada. Está en Shaftesbury.
—Revisaremos sus papeles —dijo la señora Amendola, poniéndose de pie.
Charles la siguió. Salieron de la diminuta oficina y recorrieron un largo pasillo. La mujer se detuvo ante una puerta cerrada y metió una tarjeta de plástico en una ranura.
—Estamos directamente conectados con una procesadora de datos bastante sofisticada —explicó la señora Amendola, manteniendo la puerta abierta para que pasara Charles—, de manera que debemos observar medidas estrictas de seguridad.
Dentro de la habitación, el aire era más fresco y puro. No había olor a humo de cigarrillo. Al parecer, el bienestar de la terminal de la computadora era mucho más importante que la salud de los empleados. La señora Amendola se sentó frente a una terminal libre y marcó en las teclas.
RECYCLE LIMITADA, SHAFTESBURY, N. H.
Hubo una espera de diez segundos, y después el tubo de rayos catódicos cobró vida. Recycle Limitada fue descrita en detalle, hasta surgió el hecho de que era propiedad de Breur Chemicals de Nueva Jersey. Luego apareció una lista de todas las sustancias químicas peligrosas que se utilizaban en la planta, seguida de las solicitudes de permiso y sus respectivas fechas, las licencias y las fechas en que habían sido otorgadas.
—¿En qué sustancias químicas está interesado? —preguntó la señora Amendola.
—Sobre todo en benceno.
—Aquí está. Es la sustancia química peligrosa número UO 19 de la PMA. Todo está en orden. No parecen estar quebrantando ninguna ley.
—¡Pero descargan la sustancia directamente en el río! —exclamó Charles—. Eso es contrario a la ley.
Los demás ocupantes del cuarto levantaron la mirada, escandalizados al oír el estallido de Charles. En esa habitación, la ley no escrita ordenaba que se hablara como en la iglesia. Charles bajó la voz.
—¿Podemos volver a su oficina?
La señora Amendola asintió.
De regreso a la diminuta oficina, Charles se sentó en el borde de la silla.
—Señora Amendola, le voy a contar toda la historia, porque creo que usted podría ayudarme.
Charles procedió a informarla de la leucemia de Michelle, de la muerte de Tad Schonhauser de anemia aplástica, su descubrimiento y confirmación de la existencia de benceno en la laguna y su visita a Recycle Limitada.
—¡Dios mío! —dijo la mujer, cuando Charles hizo una pausa.
—¿Tiene usted hijos? —le preguntó Charles.
—¡Sí! —repuso la señora Amendola, con temor en la voz.
—Entonces podrá comprender lo que esto me está haciendo —dijo Charles—. Y tal vez comprenda por qué quiero hacer algo respecto a Recycle Limitada. Estoy seguro de que muchos niños viven a lo largo del Pawtomack. Es obvio, sin embargo, que necesito ayuda.
—Usted quiere que trate de implicar a la PMA —dijo la señora Amendola. Era una aseveración, no una pregunta.
—Exactamente —afirmó Charles—. O que me diga cómo puedo hacerlo yo.
—Sería mejor que presentara su queja por escrito. ¡Diríjamela a mí!
—Eso es fácil —dijo Charles.
—¿Y pruebas documentales? ¿Puede conseguir alguna?
—Ya tengo el análisis del agua de la laguna —contestó Charles.
—No, no. Algo de la fábrica misma: una declaración de un exempleado, historiales clínicos, fotos mientras hacen la descarga. Algo así.
—Es posible conseguirlas, supongo —dijo Charles. Él tenía una Polaroid…
—Si pudiera darme alguna prueba, creo que podría conseguir que la confirmara el Departamento de Inspección, y que se autorizara una investigación a fondo. De usted depende. De lo contrario, tendrá que esperar que le llegue el turno.
Charles salió del edificio con un sentimiento de depresión. Ahora tenía menos confianza en poder convencer a alguna autoridad para que hiciera algo respecto a Recycle Limitada. Por eso, la idea de ocuparse personalmente del asunto empezó a tomar proporciones fantásticas. Cuanto más pensaba en Breur Chemicals, más se enfurecía. ¿Qué derecho tenía un grupo de aburridos hombres de negocios sentados alrededor de una mesa en una sala de conferencias, en Nueva Jersey, a destruir su felicidad y robarle lo que más quería? Al llegar al Weinburger, Charles decidió llamar a la compañía matriz para hacerles saber lo que sentía.
Desde que el escándalo de Brighton era noticia, se habían tomado medidas de seguridad más estrictas en el Weinburger, y Charles tuvo que golpear sobre la puerta de cristal grueso, para que le abrieran. Lo saludó Roy, el guardián, quien exigió ver su tarjeta de identificación.
—Soy yo, Roy —dijo Charles, agitando la mano ante la cara de Roy—. El doctor Martel.
—Tengo órdenes —le explicó Roy, extendiendo la mano para recibir la tarjeta.
—Tonterías administrativas —dijo Charles, mientras buscaba su tarjeta de identificación—. ¿Qué se les ocurrirá después?
Roy se encogió de hombros, esperó ver la tarjeta que Charles le puso a cinco centímetros de la cara, y luego, ceremoniosamente, se hizo a un lado. Hasta la tímida señorita Andrews desvió la mirada sin dedicarle la acostumbrada sonrisa de invitación a que se acercara a charlar con ella. Charles dejó el abrigo, marcó el número de Información, y cuando le dieron el número que deseaba llamó a Breur Chemicals. Mientras esperaba, miró por el laboratorio, preguntándose si Ellen seguiría ofendida. No la vio por ningún lado. Supuso que estaría en el cuarto de los animales. En ese momento Breur Chemicals respondió a su llamada.
Más tarde, Charles reconoció que no debería haber hecho esa llamada. Ya había tenido bastantes experiencias desagradables esa mañana, lo que debería de haberlo preparado para lo que significaría tratar de hablar a una corporación gigantesca para quejarse. Lo pusieron con un empleado menor en el Departamento de Relaciones Públicas.
En lugar de tratar de aplacarlo, el hombre lo acusó de ser un loco antipatriótico cuya estúpida preocupación ambiental era responsable de que los Estados Unidos estuvieran en una situación inferior de competencia con las compañías extranjeras. La conversación degeneró hasta convertirse en gritos. Charles hacía acusaciones, mientras el otro las negaba. Cortó de un golpe y se volvió, hecho una furia, en busca de algo en que descargar su rabia.
Se abrió la puerta y entró Ellen.
—¿Lo has notado? —preguntó Ellen con irritante indiferencia.
—Notado, ¿qué? —preguntó Charles.
—Los libros del laboratorio —dijo Ellen— ya no están.
Charles se puso de pie de un salto, inspeccionó su escritorio y luego su mostrador.
—No tienes por qué buscarlos. Están arriba.
—¿Para qué diablos están arriba?
—Esta mañana, después que te has marchado, ha venido Morrison para ver cómo íbamos con Cancerán. Me ha sorprendido trabajando con los ratones y el antígeno canceroso. No necesito decirte que se ha escandalizado al ver que seguíamos con el otro trabajo. Se supone que en cuanto llegues debo decirte que vayas al despacho del doctor Ibáñez.
—Pero ¿por qué se han llevado los libros? —preguntó Charles. Había miedo e ira en su tono de voz. Odiaba la autoridad administrativa, pero también la temía. Era así desde sus días de la universidad, cuando se había enterado que una decisión arbitraria que emanara del despacho del decano era capaz de afectar el resto de su vida. Y, de pronto, la administración invadía su mundo, llevándose arbitrariamente sus libros de laboratorio. Eso, para Charles, era como llevarse un rehén. Asociaba en su mente los contenidos de esos libros con la ayuda que podía brindarle a Michelle, aunque en realidad era algo muy rebuscado.
—Me parece que es mejor que le hagas esa pregunta al doctor Morrison y al doctor Ibáñez —contestó Ellen—. Francamente, yo sabía que iba a pasar algo así.
Suspiró y meneó la cabeza, como diciendo: «Te lo advertí». Charles la observó, sorprendido de su actitud. Esta hacía aumentar su sentimiento de soledad.
Salió del laboratorio, trepó cansadamente por la escalera de incendio hasta llegar al segundo piso, caminó junto a la fila de secretarias y se presentó ante la señorita Verónica Evans por segunda vez en dos días. Aunque evidentemente estaba sin hacer nada, se tomó su tiempo antes de mirar a Charles por encima de sus gafas.
—¿Sí? —preguntó, como si Charles fuera un sirviente. Luego le dijo que tomara asiento en uno de los sillones de cuero, y esperara. Charles estaba seguro de que la espera estaba destinada a hacerle comprender que él era un peón. Mientras pasaba el tiempo, no sabía cuál era la emoción más fuerte que lo embargaba: ira, miedo o pánico. Sin embargo, la necesidad de recuperar sus libros lo mantenía allí. No tenía idea si, técnicamente, eran propiedad del instituto o propios.
Cuanto más esperaba allí sentado, menos seguro se sentía acerca de que los libros, que contenían una descripción detallada de su trabajo reciente, pudieran llegar a ser una base para pactar. Empezó a preguntarse si Ibáñez lo despediría. Trató de pensar qué haría si le costaba conseguir otro puesto en la investigación. Se sentía tan desligado de la medicina clínica que no le parecía posible volver a practicarla. Sintió pánico al preguntarse si, una vez despedido, seguiría gozando de cobertura médica. Eso era una verdadera fuente de preocupación, porque las cuentas del hospital de Michelle serían astronómicas.
Se oyó un zumbido discreto en el panel intercomunicador. La señorita Evans se volvió con aire imperioso a Charles y le anunció:
—El director lo recibirá ahora.
El doctor Carlos Ibáñez se puso de pie tras su escritorio antiguo al ver entrar a Charles. Su silueta estaba iluminada desde atrás, por la luz de las ventanas, haciendo que su cabello y su barbita brillaran como plata pulida. Frente a su escritorio estaban Joshua Weinburger, padre, y Joshua Weinburger, hijo, a quienes Charles conocía de reuniones sociales poco frecuentes y de asistencia obligatoria. Aunque rayaba en los ochenta, el viejo parecía más animado que el joven, con sus vivaces ojos azules. Miró a Charles con gran interés.
Joshua Weinburger, hijo, era el hombre de negocios estereotipado, impecablemente ataviado, obviamente reservado en extremo. Miró a Charles con una mezcla de desdén y hastío, volviendo casi inmediatamente la atención hacia el doctor Ibáñez.
Sentado a la derecha del escritorio estaba el doctor Morrison, cuyo atavío imitaba al de Joshua Weinburger, hijo, en su atención al detalle. Un pañuelo de seda, cuidadosamente doblado, y luego abierto de manera casual, asomaba del bolsillo superior del traje.
—¡Adelante, adelante! —ordenó con amabilidad Ibáñez.
Charles se acercó al enorme escritorio del doctor Ibáñez. Notó la ausencia conspicua de una cuarta silla. Terminó de pie entre los Weinburger y Morrison. Charles no sabía qué hacer con las manos, de modo que se las metió en los bolsillos. Parecía fuera de lugar entre esos hombres de negocios, con su gastada camisa de algodón, su corbata ancha pasada de moda y sus pantalones mal planchados.
—Me parece que debemos ir directamente al grano —dijo el doctor Ibáñez—. Los Weinburger, como copresidentes de la Junta Directiva, han tenido la amabilidad de venir a ayudarnos a resolver la crisis actual.
—Así es —dijo Weinburger, hijo, volviéndose levemente en la silla para levantar la mirada hacia Charles. Le temblaba la cabeza, que rotaba rápidamente, trazando un corto arco—. Doctor Martel, la Junta Directiva no tiene la política de interferir en el proceso creativo de las investigaciones. Sin embargo, de vez en cuando hay ocasiones en que nos vemos obligados a romper esa regla, y esto sucede en la actual crisis. Creo que usted debería saber que el Cancerán es una droga de potencial importancia para los laboratorios Lesley. Para ser franco, le diré que Lesley está en una situación financiera precaria. Estos últimos años sus patentes en la línea de antibióticos y tranquilizantes han caducado, y están desesperados por lanzar una nueva droga al mercado. Han destinado sus escasos recursos a desarrollar una línea en quimioterapia, y el Cancerán es el producto de esa investigación. Tienen la patente exclusiva de Cancerán, pero deben ponerla en el mercado. Cuanto antes mejor.
Charles estudió las caras de los hombres. Era obvio que no lo despedirían sumariamente. La idea era ablandarlo, hacerle comprender las realidades financieras y luego, finalmente, convencerlo de que recomenzara las investigaciones sobre Cancerán. Se sintió levemente esperanzado. Los Weinburger no podían haber ascendido a su posición de poder sin inteligencia, y Charles empezó a formular en la mente la forma de convencerlos de que el Cancerán era una mala inversión, que era una droga tóxica que probablemente nunca sería lanzada al mercado.
—Ya estamos enterados de que usted descubrió la toxicidad de Cancerán —dijo el doctor Ibáñez, dando una chupada corta a su cigarro y, sin saberlo, socavando las esperanzas de Charles—. Sabemos que las estimaciones del doctor Brighton no son del todo exactas.
—Esa es una forma generosa de expresarlo —señaló Charles, dándose cuenta con consternación de que le habían arrebatado la carta de triunfo—. Al parecer, todos los datos de los estudios del Cancerán hechos por el doctor Brighton son falsos. —Observó la reacción de los Weinburger por el rabillo del ojo, pero no halló ninguna.
—Muy lamentable —convino el doctor Ibáñez—. La solución es salvar lo que se pueda, y seguir adelante.
—Pero mis cálculos indican que esa droga es extremadamente tóxica —dijo Charles, desesperado—. Tan tóxica, en realidad, que tendría que ser administrada en dosis homeopáticas.
—Eso no es asunto nuestro —dijo Joshua Weinburger, hijo—, sino de la comercialización. Ese es el mejor departamento de los laboratorios Lesley. Excepcional. Son capaces de vender hielo a los esquiadores.
Charles estaba atónito. Ni siquiera simulaban tener el menor asomo de ética. Que el producto curara a la gente no era importante. Se trataba de un negocio, un negocio en gran escala.
—¡Charles! —dijo el doctor Morrison, hablando por primera vez—. Queremos preguntarte si puedes llevar a cabo al mismo tiempo los estudios de eficacia y de toxicidad.
Charles desvió la mirada a Morrison, cargada de desprecio.
—Esa clase de enfoque reduciría la investigación inductiva a un mero empirismo.
—No nos importa cómo lo llame —dijo el doctor Ibáñez con una sonrisa—. Queremos saber, simplemente, si es posible.
Joshua Weinburger, padre, rio. Le gustaba la gente joven con ideas emprendedoras.
—Y no nos importa la cantidad de animales que uses en tus pruebas —agregó, generoso, Morrison.
—Eso es —convino Ibáñez—. Aunque le recomendamos que utilice ratones porque son considerablemente más baratos. De modo que puede usar cuantos quiera. Le estamos sugiriendo que haga estudios de eficacia con una amplia gama de dosificación. Al finalizar el experimento, podrían extrapolarse nuevos valores de toxicidad para que reemplacen los datos falsos del estudio original hecho por el doctor Brighton. Es así de sencillo, pero ahorraríamos muchísimo tiempo. ¿Qué dice, Charles?
—Antes de que contestes —interrumpió Morrison—, creo que debo advertirte que, si rehúsas, por el progreso del instituto nos veremos obligados a despedirte y a buscar otra persona que dé a Cancerán la atención que se merece.
Charles miró las caras, una tras otra. Su temor y su pánico habían desaparecido. Sólo le quedaban la ira y el desprecio.
—¿Dónde están mis libros de laboratorio? —preguntó con voz cansada.
—Bien guardados en la cámara de seguridad —dijo el doctor Ibáñez—. Son propiedad del instituto, pero le serán devueltos en cuanto termine el trabajo del Cancerán. Queremos que se concentre en el Cancerán, y pensamos que tener los libros será una gran tentación.
—No tenemos forma de hacerle ver lo importante que es la velocidad —agregó Joshua Weinburger, hijo—. Pero, como incentivo, si puede tener listo un estudio preliminar dentro de cinco meses, le daremos una bonificación de diez mil dólares.
—Lo que es muy generoso, diría yo —dijo Ibáñez—. No tiene que decidir ahora. En realidad hemos pensado darle veinticuatro horas. No queremos que se sienta bajo coerción. Pero, para que lo sepa, mientras tanto haremos averiguaciones preliminares para buscar a alguien que pueda reemplazarlo. Hasta entonces, doctor Martel.
Con asco, Charles dio media vuelta y se encaminó a la puerta. Cuando llegó a ella, el doctor Ibáñez agregó:
—Una cosa más. La Junta Directiva y la Dirección quieren expresar sus condolencias por la enfermedad de su hija. Esperamos que se recupere rápidamente. A propósito, los servicios médicos del instituto son válidos sólo mientras se está empleado en él. Buen día, doctor.
Charles tenía ganas de gritar. En lugar de hacerlo, corrió por el pasillo y se precipitó por la escalera hasta llegar a su oficina. Una vez allí, no sabía si quería quedarse. Por primera vez, sentía que pertenecer al Instituto Weinburger era una vergüenza. Aborrecía que se hubieran enterado de lo de Michelle. Encima de todo lo demás, utilizaban la enfermedad de Michelle para influir en él. Era indignante. ¡Por Dios!
Paseó la mirada por el laboratorio que había sido su hogar esos últimos ocho años. Conocía cada probeta, cada instrumento, cada botella de reactivo. No era justo que lo arrancaran caprichosamente de su ambiente, sobre todo cuando comenzaba a progresar en sus nvestigaciones. Miró el cultivo que había hecho con las células leucémicas de Michelle. Con un gran esfuerzo se acercó a la incubadora y examinó las hileras de tubos de ensayo prolijamente arreglados. Parecía progresar bien, lo que le causó un sentimiento de satisfacción. Algo que realmente necesitaba. Le pareció que su proceso de aislar y aumentar un antígeno canceroso funcionaba tan bien con las células de las personas como con las de los animales. Como ya era hora del siguiente paso, Charles se arrolló las mangas y se metió la corbata dentro de la camisa. El trabajo era su anestesia. Se preparó para la tarea. Después de todo, tenía veinticuatro horas antes de someterse a las exigencias de la dirección. Sabía que debía aceptar, por Michelle, pero no quería reconocerlo. En realidad, no tenía alternativa.