La tanda de operarios y personal nocturno no parecía muy numerosa, pues sólo había una media docena de coches desvencijados cerca de la entrada del viejo edificio de ladrillo. A la izquierda de la fábrica, las enormes pilas de neumáticos desechados se levantaban como montañas en miniatura, cubiertas de nieve. Entre los neumáticos usados y el edificio vio pilas más pequeñas de desperdicios de material plástico y vinilo. A la derecha de la fábrica había un solar vacío, lleno de desperdicios, interrumpido por una cerca que bajaba hasta el río Pawtomack. Más allá de la cerca, los edificios desiertos de la antigua hilandería se extendían unos cuatrocientos metros hacia el norte.
Charles detuvo su automóvil frente a la cerca que rodeaba a Recycle Ltd., en la calle Main. El portón estaba sin llave ni candado, y pudo abrirlo con facilidad. Se volvió al coche y entró en la zona de estacionamiento. En cuanto bajó del coche, Charles se sintió envuelto por el mismo hedor que había rodeado la casa esa mañana. Le sorprendía que pudiera haber gente que viviera al oeste de la ciudad, que era la dirección de los vientos predominantes. Cerró el coche con llave y se dirigió a la entrada, cerrada con una sencilla puerta de aluminio. Encima se leía, en letras mayúsculas, RECYCLE LTD. PROHIBIDA LA ENTRADA. Pegada al interior del vidrio había una tarjeta que decía INFORMES, y un número de teléfono local.
Charles abrió la puerta, que no estaba cerrada con llave. Si el olor le había parecido fuerte afuera, dentro era insoportable. El aire pesado, cargado de sustancias químicas, lo hizo toser en el interior de una especie de oficina, un cuarto de paredes cubiertas de madera contrachapada con un mostrador viejísimo, de formica, sobre el cual se veían un cesto de alambre, para correspondencia, y una campanilla de acero inoxidable, del tipo que se hace sonar con la palma de la mano. Eso fue lo que hizo Charles, pero el ruido apenas se oyó debido a los siseos y rugidos provenientes de la fábrica propiamente dicha.
Charles decidió probar la puerta interior. Al principio no se abría, pero al tirar con fuerza, se abrió hacia dentro. No bien lo hizo, se dio cuenta de por qué estaba aislada. Era como el acceso al mismo infierno. La combinación de hedor y ruido era insoportable. Charles entró en un enorme recinto de dos pisos, insuficientemente iluminado y dominado por una fila de aparatos con aspecto de ollas a presión. Escalas de metal y andenes subían y se entrecruzaban en caótica confusión. Enormes cintas transportadoras que hacían un ruido infernal traían pilas de desperdicios de plástico y vinilo mezclados con toda suerte de desechos. Las primeras personas que vio fueron un par de hombres sudorosos, en camiseta, con la cara tiznada de negro, como mineros, que sacaban de las pilas objetos de vidrio, pedazos de madera y latas vacías.
—¿Está el gerente aquí? —gritó Charles, tratando de hacer oír su voz por encima del ruido.
Uno de los hombres levantó la mirada un instante, indicó que no oía, y luego volvió a su trabajo de selección. Aparentemente, la cinta transportadora no se detenía, y los operarios debían respetar su ritmo. Al final de la correa había un enorme alimentador que, una vez lleno, se subía, se colocaba sobre una de las ollas a presión disponibles, y descargaba su contenido de desperdicios plásticos.
Charles vio a un hombre con una gran cuchilla, en forma de cimitarra, subido a una especie de andén, que hacía un corte en dos bolsas de productos químicos, una blanca y la otra negra. Con un gran esfuerzo (o así parecía), vació el contenido de ambas en los hornos, levantando una enorme nube de humo. Por un momento, el hombre desapareció de la vista. Cuando reapareció, había cerrado la compuerta y activado la presión. Una mezcla de humo, olor y ruido invadió el recinto.
Charles no logró que nadie le prestara atención; sin embargo, nadie le pidió que se fuera, tampoco. Bordeó las cintas transportadoras, sin apartar los ojos del suelo, cubierto de basura y charcos de grasa y aceite. Pasó junto a una pared de bloques de cemento que protegía la maquinaria automática encargada de traer los neumáticos para ser fundidos. Era en esta zona donde se originaba el hedor que Charles asociaba con la fábrica. De cerca era mucho más fuerte. Más allá de la pared, Charles encontró una jaula grande de alambre cerrada con un fuerte candado. Evidentemente se trataba de un espacio para depósito, pues se veían estantes con repuestos, herramientas y envases de productos químicos. Las paredes estaban hechas del mismo material de la cerca que rodeaba la fábrica.
Charles se asió del alambre tejido para leer las etiquetas y rótulos de los envases. Encontró lo que buscaba justo frente a sus ojos. Había dos tambores de metal con la palabra «benceno» en los costados. También tenían las acostumbradas calcomanías de la calavera con los huesos cruzados que advertían que el contenido era venenoso. Al ver los tambores, Charles se sintió furioso nuevamente.
Una mano lo tomó por el hombro y él se volvió, quedando de espaldas contra el alambre tejido.
—¿En qué puedo servirlo? —gritó un hombre enorme, que trataba de hacerse oír por encima del ruido atronador de las máquinas. En cuanto habló, se oyó un silbido procedente de una de las ollas a presión, indicando que se había completado el ciclo. La conversación se hizo imposible. La olla se abrió y vomitó una cantidad enorme de plástico negro, viscoso y depolimerizado. Vertió el líquido caliente en cubas de enfriamiento, que despidieron oleadas de vapores acres.
Charles miró al hombre que tenía enfrente. Le llevaba una cabeza. Su cara gordinflona estaba cubierta de sudor y sus ojos parecían dos pequeños tajos. Estaba vestido igual que los otros hombres que había visto Charles. Su camiseta sin mangas recubría, con el tejido estirado, una panza de enormes dimensiones. Sostenía una herramienta, y Charles se fijó en sus abultados antebrazos en los que se veían tatuajes de bailarinas de hula-hula, hechos por un profesional. En el dorso de la mano izquierda había una svástica, que al parecer se había hecho él mismo.
En cuanto el nivel de ruido volvió a su intensidad normal, el operario volvió a hablar.
—¿Está inspeccionando nuestros productos químicos? —tuvo que gritar.
Charles asintió.
—Creo que necesitamos más carbono.
Charles se dio cuenta de que el hombre pensaba que él trabajaba allí.
—¿Y el benceno? —preguntó Charles a gritos.
—Benceno tenemos de sobra. Viene en tambores de veinticinco litros.
—¿Qué hacen después de usarlo?
—¿Después de usarlo? Venga. Se lo voy a enseñar.
El hombre apoyó la herramienta contra la jaula de alambre y condujo a Charles a través del recinto principal, entre dos de los hornos gigantescos, donde el calor eran intenso. Pasaron debajo de una especie de alero y entraron en un pasillo que los llevó a un comedor donde el ruido era un poco menos fuerte. Había dos mesas con sus bancos, una máquina expendedora de refrescos y otra de cigarrillos, y entre ambas, una ventana. El hombre llevó a Charles a la ventana y señaló afuera.
—¿Ve esos tanques?
Charles ahuecó las manos alrededor de los ojos y miró afuera. A unos quince metros, muy cerca de la orilla del río, había dos tanques cilíndricos. A pesar de la brillante luz de la luna, no alcanzó a ver los detalles.
—¿El benceno cae al agua? —preguntó Charles, volviéndose al operario.
—La mayoría es transportado en camiones Dios sabe dónde. Pero ya conoce a estas compañías de eliminación de desperdicios. Cuando los tanques se llenan, arrojamos lo que sobra al agua. No hay problema. Lo hacemos de noche, y la corriente lo arrastra todo. Va al mar. Si quiere saber la verdad —el hombre se inclinó hacia Charles, como para decirle un secreto— a mí me parece que estas compañías de eliminación de desperdicios también lo tiran todo al río. Y cobran una fortuna.
Charles sintió que se le endurecía la mandíbula. Imaginó a Michelle en la cama del hospital con las sondas.
—¿Dónde está el gerente? —preguntó, evidenciando su enojo.
—¿El gerente? —preguntó el operario. Miró a Charles con curiosidad.
—El capataz, o el encargado. El que esté a cargo —dijo Charles, cortante.
—El superintendente, quiere decir, Nat Archer. Está en la oficina.
—¿Dónde está la oficina? —le preguntó Charles.
El hombre lo miró con curiosidad, luego se volvió y desanduvo el camino hasta el recinto principal, donde le señaló una puerta con mirilla situada al final de un andén, en un nivel superior.
—Allá arriba —dijo simplemente.
Charles corrió a la escalerilla de metal, haciendo caso omiso del operario. El hombre lo observó un momento, luego se volvió y levantó el auricular de un teléfono interno.
Al llegar a la oficina, Charles vaciló un momento, luego puso la mano en el picaporte de la puerta. Esta se abrió fácilmente. Entró. La oficina era como una torre de vigía, con ventanas que daban a todas partes de la fábrica. Cuando Charles traspuso la puerta, Nat Archer se volvió, luego se puso de pie, sonriendo con evidente desconcierto. Charles estaba a punto de gritarle, cuando se dio cuenta de que lo conocía. Era el padre de Steve Archer, un íntimo amigo de Jean Paul. Los Archer eran una de las pocas familias negras de Shaftesbury.
—¡Charles Martel! —exclamó Nat, extendiendo la mano—. ¡La última persona que esperaba ver cruzar esa puerta! —Nat era un hombre amigable, comunicativo, que se movía de una manera lenta y controlada, como un atleta.
Sorprendido al encontrar a alguien que conocía, Charles respondió, tartamudeando, que no se trataba de una visita de carácter social.
—Está bien —dijo Nat, observándolo con mayor detenimiento—. ¿Por qué no te sientas?
—Permaneceré de pie —dijo Charles—. Quiero saber quién es el propietario de Recycle Limitada.
Nat vaciló. Cuando volvió a hablar, lo hizo con cautela.
—La compañía matriz es Breur Chemical, de Nueva Jersey. ¿Por qué me lo preguntas?
—¿Quién es el gerente aquí?
—Harold Dawson, de Covered Bridge. Charles, me parece que deberías decirme de qué se trata todo esto. A lo mejor te puedo ahorrar alguna molestia.
Charles examinó al superintendente que se había cruzado de brazos, adoptando una postura rígida, a la defensiva, en contraste con la cordialidad inicial.
—Hoy le han diagnosticado leucemia a mi hija.
—Cuánto lo siento —murmuró Nat.
En su tono se mezclaban la confusión y la lástima.
—Eso me extraña —afirmó Charles—. Vosotros habéis estado arrojando benceno en el río. El benceno causa la leucemia.
—¿De qué estás hablando? Nosotros no hemos hecho tal cosa. Lo enviamos a otra parte.
—No me tragaré tus patrañas —contestó Charles, cortante.
—Me parece que lo mejor que puedes hacer es irte inmediatamente de aquí.
—Te diré lo que voy a hacer —contestó Charles, furioso—. Me encargaré de que esta fábrica de mierda sea cerrada.
—¿Qué te pasa? ¿Estás loco? Te he dicho que no arrojamos nada en el río.
—¡Ja, ja! Ese tipo de abajo, el de los brazos tatuados, me lo ha dicho. Muy claramente. Así que no trates de negarlo.
Nat Archer tomó el teléfono. Le dijo a Wally Crab que subiera inmediatamente a la oficina. Colgó el auricular y se volvió a Charles.
—Tienes que hacerte revisar la cabeza. Te metes en la fábrica en la mitad de la noche y empiezas a hablar de benceno ¿Qué te pasa? ¿No dan nada bueno en la televisión esta noche? Siento mucho lo de tu hija. Pero meterte aquí sin permiso es demasiado.
—Esta fábrica es un peligro para toda la comunidad.
—Ah, ¿sí? No estoy seguro de que la comunidad esté de acuerdo contigo.
Wally Crab entró como si esperara toparse con un incendio. Al detenerse, resbaló.
—Wally, este hombre dice que tú le has dicho que arrojamos benceno en el río.
—¡Diablos, no! —exclamó Wally, sin aliento—. Le he dicho que el benceno se lo lleva la compañía de eliminación Draper Brothers.
—¡Mentiroso de mierda! —gritó Charles.
—A mí nadie me llama mentiroso de mierda —gruñó Wally, dando un paso hacia Charles.
—¡Basta! —gritó Nat, poniendo una mano sobre el pecho de Wally.
—Me ha dicho —gritó Charles, alzando un dedo acusador ante la furiosa cara de Wally— que cuando los tanques están demasiado llenos, los vacían en el río de noche. Eso es todo lo que necesito para hacer clausurar esta fábrica.
—¡Tranquilo! —gritó Nat, soltando a Wally y tomando a Charles de un brazo. Empezó a llevarlo hacia la puerta.
—¡Quítame las manos de encima! —estalló Charles, y se liberó. Luego le dio un empujón a Nat.
Nat recobró el equilibrio y empujó a Charles contra la pared de la pequeña oficina.
—No me vuelvas a tocar jamás —dijo Nat.
Charles tuvo la sensatez intuitiva de quedarse quieto.
—Y te voy a dar un consejo —agregó Nat—. No nos causes problemas. Has entrado sin permiso, y si vuelves a hacerlo, te arrepentirás. Ahora vete a la mierda, antes de que te echemos.
Durante un minuto, Charles dudó entre irse o pelear. Luego, al darse cuenta de que no tenía ninguna probabilidad de triunfo, dio media vuelta, bajó corriendo las escaleras de metal, haciendo un ruido atronador y cruzó el laberinto de pesadilla que era el piso principal. Atravesó la oficina y salió al exterior, donde se sintió agradecido por el aire frío y relativamente puro del estacionamiento. Una vez dentro del coche, pisó el acelerador despiadadamente y salió disparado por el portón.
A medida que se alejaba de Recycle Ltd., iba desapareciendo su temor en proporción directa al aumento de su ira y humillación. Aferrado al volante, juró destruir esa planta a cualquier costo, por Michelle. Trató de pensar cómo lo haría, pero estaba demasiado furioso para aclarar su mente. El instituto tenía una asesoría jurídica. Tal vez comenzaría allí.
Salió de la carretera 301 y entró en el sendero de su casa a toda velocidad, y levantando grava. El auto patinó primero en una dirección, luego en otra. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver que se abrían las cortinas de encaje de una de las ventanas de la sala y divisó el rostro de Cathryn durante un instante. Detuvo el coche, que volvió a patinar, justo frente a la galería de la parte posterior de la casa y apagó el motor. Se quedó sentado en el automóvil, aferrado al volante, mientras oía como se iba enfriando el motor en el aire helado.
Conducir atolondradamente había servido para calmarlo, dándole oportunidad para pensar. Quizá había sido una tontería irrumpir en Recycle Ltd. a esa hora de la noche, aunque debía reconocer que algo había logrado: sabía con exactitud de dónde provenía el benceno de la laguna. Sin embargo, pensaba ahora, lo esencial era encargarse de Michelle y decidir el tratamiento. Como científico sabía que la simple presencia de benceno en la laguna no era una prueba de que hubiera causado la leucemia de Michelle. Nadie había probado aún que el benceno causara la leucemia en las personas. Sí la causaba en los animales. Además, Charles reconoció que estaba utilizando a Recycle para desviar la hostilidad y la ira causadas por la enfermedad de su hija.
Bajó lentamente del coche. Pensaba que debía haber trabajado con mayor rapidez esos últimos cuatro o cinco años; entonces, tal vez habría podido tener algo que ofrecer a su hija. Sumido en sus pensamientos, se sobresaltó al toparse con Cathryn, que lo esperaba junto a la puerta. Tenía la cara húmeda de lágrimas, y le temblaba el pecho por el esfuerzo que hacía para controlar los sollozos.
—¿Qué pasa? —preguntó Charles, horrorizado. Pensó que le había ocurrido algo a Michelle.
—Ha llamado Nancy Schonhauser —pudo decir Cathryn—. Tad, pobrecito, ha muerto esta noche. Pobrecito.
Charles estrechó a su mujer entre los brazos, consolándola. Al principio se sintió aliviado, como si eso significara que Michelle se hubiera salvado. Luego recordó que el niño también vivía a orillas del río Pawtomack, igual que ellos, sólo que más cerca del pueblo.
—Quería ir a ver a Marge —prosiguió Cathryn—, pero está hospitalizada. Sufrió un colapso cuando le comunicaron lo de Tad. ¿No te parece que debería ir a su casa, a ver si puedo ayudar en algo?
Charles no la escuchaba. ¡El benceno causaba la anemia aplástica, además de la leucemia! Se había olvidado de Tad. Michelle ya no era un caso aislado de una enfermedad medular. Charles pensó si habría más víctimas entre las familias que vivían a lo largo del Pawtomack. Toda la furia que había sentido antes volvió en una sola oleada de furor, y soltó abruptamente a Cathryn.
—¿Me has oído? —preguntó Cathryn, abandonada en el centro de la habitación. Vio cómo Charles se encaminaba a la guía telefónica, buscaba un número, y marcaba. Parecía haberse olvidado de su presencia—. Charles —dijo Cathryn—. Te he hecho una pregunta.
Él la miró sin comprender, hasta que se produjo la conexión telefónica. Entonces dirigió su atención al aparato.
—¿Hablo con Harold Dawson? —preguntó.
—Sí —respondió el gerente.
—Me llamo Charles Martel. He estado en Recycle esta noche.
—Lo sé —contestó Harold—. Hace un rato me ha llamado Nat Archer. Siento mucho que lo hayan tratado con poca cortesía, pero habría sido deseable que hiciera su visita durante las horas de trabajo, en cuyo caso lo habría recibido yo.
—La falta de cortesía no me molesta —dijo Charles, cortante—. Sí me molesta que se arrojen desechos tóxicos, como el benceno, en el río.
—Nosotros no vaciamos nada en el río —declaró Harold con énfasis—. Tenemos al día los permisos para operar con tóxicos.
—No me interesan los permisos —retrucó con sorna Charles—. Hay benceno en el río y uno de sus empleados dijo que Recycle vacía benceno en el río. El benceno es muy tóxico. Mi hija ha contraído leucemia y un niño que vive río arriba ha muerto hoy, víctima de anemia aplástica. Eso no es una coincidencia. Pienso clausurarles la planta. Ojalá que tengan buenos seguros.
—Usted está haciendo acusaciones disparatadas e irresponsables —señaló Harold, sin perder la calma—. Debo decirle que Recycle Limitada es una empresa muy poco rentable de la Corporación Breur, de productos químicos, que piensa que con esta planta presta un servicio a la comunidad. Le aseguro que, de lo contrario, ellos mismos la cerrarían.
—Es lo que se debe hacer, de cualquier manera —gritó Charles.
—Hay ciento ochenta trabajadores en su pueblo que no estarían de acuerdo —contestó Harold, perdiendo la paciencia—. Si causa dificultades, señor, le aseguro que se creará problemas.
—Yo… —empezó a decir Charles, pero se dio cuenta de que no había nadie en el otro extremo de la línea. Harold había colgado.
—¡Por Dios! —gritó Charles, agitando el auricular con furia.
Cathryn le quitó el teléfono y lo depositó en su lugar. Sólo había oído lo dicho por Charles, pero eso la había perturbado. Hizo sentar a su marido a la mesa de la cocina, y cuando apareció su madre la ahuyentó. Cathryn aún tenía la cara húmeda, pero ya no lloraba.
—Es mejor que me cuentes lo del benceno —le dijo.
—Es veneno —dijo Charles, furioso—. Afecta a la médula ósea.
—¿No hay que ingerirlo para envenenarse?
—No. No es necesario. Basta inhalarlo. Se mete directamente en la corriente sanguínea. ¿Por qué tuve que hacer esa casa de muñecas allí?
—¿Y tú crees que puede haber causado la leucemia de Michelle?
—Por supuesto. Debe de haber estado ingiriendo benceno todo el tiempo, mientras jugaba allí. El benceno causa ese tipo raro de leucemia que tiene ella. Es demasiada coincidencia. Sobre todo, con la anemia aplástica de Tad.
—¿El benceno también puede haberla causado?
—Por supuesto.
—¿Y crees que Recycle ha estado echando benceno en el río?
—Eso lo sé. Lo he descubierto esta noche. Y van a pagar por ello. Haré que clausuren la planta.
—¿Cómo?
—No lo sé todavía. Mañana hablaré con alguien. Con la Dirección del Protección del Medio Ambiente. Alguien me escuchará.
Cathryn observó el rostro de Charles. Pensó en las preguntas que le habían hecho Keitzman y Wiley.
—Charles —dijo, haciendo acopio de valor—. Todo esto es muy interesante, tal vez importante, pero me parece que es inadecuado ocuparse de ello en este momento.
—¿Inadecuado? —repitió Charles, incrédulo.
—Sí —repuso Cathryn—. Acabamos de enterarnos de que Michelle tiene leucemia. Me parece que lo primero es ocuparse de ella y no de clausurar una fábrica. Siempre habrá tiempo para eso, pero Michelle te necesita ahora, en seguida.
Charles miró fijamente a su joven esposa. Era una luchadora, una persona que hacía frente a una situación difícil con un enorme esfuerzo. ¿Cómo podía esperar que ella entendiera que el fondo del asunto era, en realidad, el hecho de que él no podía ofrecer nada a su hija, excepto amor? Como investigador de cáncer sabía demasiado acerca de la enfermedad de Michelle. Como médico, no podía ser engañado por el despliegue de la medicina moderna, ni inducido a abrigar falsas esperanzas. Como padre, se sentía aterrorizado por lo que debería padecer su hija, pues ya había pasado por una situación similar con su primera esposa. Sin embargo, Charles era un hombre de acción. Debía hacer algo, y allí estaba Recycle Limitada y la posibilidad de no tener que afrontar la realidad de la enfermedad de Michelle y su propia situación ingrata en el Instituto Weinburger.
Charles sabía que no podía decirle todo eso a Cathryn porque ella probablemente no lo entendería. En caso de que lo entendiera, sólo conseguiría socavar sus esperanzas. A pesar del gran amor que sentían el uno por el otro, Charles se dio cuenta de que tendría que soportar el peso solo. Era una idea abrumadora. Se dejó caer en brazos de Cathryn.
—Ha sido un día terrible —susurró Cathryn, abrazándolo con todas sus fuerzas—. Ahora es mejor que nos vayamos a la cama y tratemos de dormir.
Charles asintió. Pensaba: «Si hubiera trabajado más rápido…».
Mediante un proceso tan gradual como imperceptible, Michelle tomó conciencia de que había más luz en su cuarto. La sombra que había encima de la ventana aparecía oscura, con un borde claro, en vez de blanca con borde oscuro. Junto con el incremento gradual en la iluminación, el día era anunciado por una mayor actividad en el corredor. La puerta de Michelle estaba entreabierta unos quince centímetros y el rayo de luz amarillenta que entraba por ella llegó a ser un consuelo, aunque débil, durante la interminable noche.
¿Cuándo vendrían Charles o Cathryn? Ojalá fuera pronto, porque lo que más quería en el mundo era volver a su casa, a su dormitorio. No entendía por qué había tenido que quedarse en el hospital, pues después de la comida, que apenas probó, nadie le hizo nada, excepto mirarla y comprobar que estaba bien.
Michelle se sentó en el borde de la cama, balanceando las piernas. Cerró los ojos y se preparó para un mareo. El movimiento exarcerbó la náusea que había sentido toda la noche. En una oportunidad había alcanzado a levantarse, pero se le formó tanta saliva debajo de la lengua que temió estar a punto de vomitar. Llegó al baño, se aferró a ambos lados del inodoro, pero no pasó nada. Después tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para poder regresar a la cama. Michelle estaba segura de no haber dormido nada. Además de las náuseas, sentía escalofríos y dolores en las articulaciones y en el abdomen. La fiebre se le había ido la tarde anterior, pero ahora le estaba subiendo de nuevo.
Lentamente, Michelle se deslizó de la cama hasta ponerse de pie, y se aferró al poste del suero. Tomándolo como bastón, empezó a arrastrarse hacia el baño. Todavía tenía el tubo de plástico en el brazo izquierdo, que mantenía lo más quieto posible. Sabía que había una aguja en el extremo del tubo y temía que, si movía el brazo, la aguja le hiciera daño.
Después de ir al cuarto de baño, Michelle volvió a la cama. No podía sentirse más triste y sola.
—Bueno, bueno —dijo, radiante, una enfermera pelirroja al entrar apresuradamente en el cuarto—. Ya estás despierta. ¡Qué niña más activa! —Subió la persiana de un golpe, mostrando el nuevo día.
Michelle la observó sin decir nada. La enfermera fue al otro lado de la cama y sacó un termómetro de un recipiente de acero inoxidable.
—¿Qué te pasa, se te ha comido la lengua el gato? —Agitó el termometro, lo examinó, se inclino y se lo metió en la boca—. Vuelvo en seguida.
Michelle esperó a que saliera la enfermera; entonces se sacó el termómetro de la boca. No quería que nadie supiera que todavía tenía fiebre, pues en ese caso la dejarían en el hospital. Mantuvo el termómetro en la mano derecha cerca de la cara, de modo que cuando volviera la enfermera pudiera metérselo en la boca rápidamente.
La siguiente persona que entró resultó ser una falsa alarma. Michelle se metió el termómetro en la boca, pero era un hombre con una chaqueta blanca sucia y montones de lápices en el bolsillo. Llevaba un cesto de alambre lleno de frasquitos con tapas de distintos colores. Unos tubos de goma salían por los agujeros del alambre. Michelle sabía lo que quería: sangre.
Lo observó, aterrorizada, mientras él hacía sus preparativos. Le rodeó el brazo con un tubo de goma, que apretó con tanta fuerza que a Michelle le dolieron los dedos. Con torpeza le pasó un algodón por la parte interior del codo, raspándole la zona sensible donde el día anterior le habían pinchado la aguja para sacarle sangre. Michelle tenía ganas de gritar, pero se limitó a volver la cabeza para esconder las lágrimas silenciosas. Sintió que le aflojaba la goma del brazo, lo que le causó tanto dolor como cuando se la puso. Oyó el ruido que hacía un tubo de vidrio al caer en el cesto de alambre. Luego sintió un nuevo dolor cuando le extrajeron la aguja. El hombre puso un algodón en el lugar del pinchazo, le dobló el brazo para que hiciera presión sobre el algodón, y recogió sus cosas. Partió sin decir ni una sola palabra.
Con un brazo que sostenía el algodón, y el otro con el tubo del suero, Michelle se sentía totalmente inmovilizada. Lentamente extendió el brazo. El algodón rodó, revelando un inocente puntito rojo rodeado por una zona negra azulada.
—Muy bien —dijo la enfermera pelirroja, entrando en el cuarto—. Veamos la temperatura.
Michelle recordó, con pánico, que aún tenía el termómetro en la boca. La enfermera lo extrajo con destreza, anotó la temperatura y luego puso el termómetro en el recipiente de metal que había dejado sobre la mesita de noche.
—En seguida vendrá el desayuno —dijo alegremente, sin mencionar la temperatura de Michelle. Partió tan de repente como había venido.
«Papá, por favor, ven a sacarme de aquí —se dijo Michelle—. Date prisa».
Charles sintió que lo sacudían de un hombro. Trató de no hacer caso, pues quería seguir durmiendo, pero continuaron sacudiéndolo. Al abrir los ojos vio a Cathryn, vestida ya con su bata, de pie junto a la cama, con una humeante taza de café. Charles se incorporó sobre un codo para recibir el café.
—Son las siete —dijo Cathryn con una sonrisa.
—¿Las siete? —Charles miró la esfera del reloj, pensando que dormir no era la mejor manera de acelerar el ritmo de sus investigaciones.
—Dormías tan profundamente que no me he atrevido a despertarte más temprano. —Cathryn lo besó en la frente—. Hay un inmenso desayuno aguardando abajo.
Charles se dio cuenta de que ella se esforzaba por mostrarse alegre.
—Disfruta de tu café —le dijo. Se encaminó a la puerta—. Gina se ha levantado y lo ha preparado todo antes de que yo me despertara.
Charles miró su taza de café. El hecho de que Gina estuviera en casa ya era causa suficiente de fastidio. No quería sentirse agradecido hacia ella desde que abría los ojos, pero sabía que la mujer le preguntaría cómo estaba el café y sentiría una satisfacción triunfal por haberse levantado a prepararlo cuando todos los demás dormían todavía. Meneó la cabeza. Ese tipo de pensamientos no eran los más adecuados para iniciar el día. Probó el café. Estaba caliente, aromático, estimulante. Reconoció que le gustaba y decidió decírselo a Gina antes de que ella pudiera preguntárselo. Luego le agradecería que se hubiera levantado antes que los demás, para no darle oportunidad a que ella lo dijera.
Con la taza de café en la mano, Charles recorrió el pasillo hasta el dormitorio de Michelle. Se detuvo junto a la puerta, luego la abrió lentamente. Había tenido el asomo de una ilusión de verla dormida en su cama, pero, por supuesto, su cama estaba hecha, sus libros y sus cosas arreglados. Todo perfectamente en orden. «Muy bien se dijo, como si estuviera cerrando un trato con un árbitro poderoso, tiene leucemia mieloblástica. Sólo pido que su caso reaccione al tratamiento corriente. Nada más».
El desayuno resultó tenso, ensombrecido por el entusiasmo forzado de Gina y la reserva de Charles. Gina terminó hablando sin parar, y Charles en perfecto silencio. Cathryn interrumpía con planes complicados de lo que iba a hacer para arreglar esto o aquello. Charles se mantuvo fuera de las decisiones domésticas, concentrándose en su trabajo del instituto para ese día. Lo primero que quería hacer era inspeccionar los ratones inyectados con el antígeno canceroso para ver si presentaban señales de actividad inmunológica. Lo más probable era que no hubiera reacción, dado lo pequeña que había sido la dosis, por lo que se prepararía para darles otra esa tarde. Luego inspeccionaría los ratones a los que les habían inyectado Cancerán, y volvería a inyectarles otra dosis. A continuación empezaría a trabajar con una simulación computada de la manera en que suponía que funcionaba el factor de bloqueo.
—Charles, ¿te parece bien? —preguntó Cathryn.
—¿Qué? —preguntó él. No había escuchado la conversación.
—Yo iré contigo en el Pinto esta mañana y me dejas en el hospital. Chuck llevará a Jean Paul en la camioneta, y seguirá el viaje a la universidad. Gina se quedará a preparar la comida.
—Haré tu comida favorita —anunció Gina, entusiasmada—. Gnocchi.
¡Gnocchi! Charles ni siquiera sabía de qué se trataba.
—Si quiero volver antes —prosiguió Cathryn, dirigiéndose a Charles—, iré a la universidad a buscar la camioneta. Si no, te esperaré. ¿Qué te parece?
Charles no entendía cómo esos planes tan complicados podrían servir para mejorar las cosas. El viejo sistema, según el cual él llevaba a los muchachos y Cathryn se quedaba con la camioneta le parecía más sencillo, pero no dijo nada. En realidad, si quería quedarse a trabajar esa noche, era mejor que Chuck tuviera la camioneta, porque Cathryn podía volver con él por la tarde.
—Me parece bien —contestó, y se puso a observar a Chuck, que había adoptado su pose acostumbrada de los desayunos, y estudiaba la caja de cereales como si fuera la Biblia. Llevaba la misma ropa que el día anterior y tenía el mismo desagradable aspecto.
—Ayer me llamaron de la administración —dijo Charles.
—Sí, yo les di tu número —explicó Chuck, sin levantar la vista.
—Pedí un préstamo en el banco. Estará listo dentro de un par de días, y entonces pagaré la cuenta.
—Bien —dijo Chuck, dando la vuelta a la caja para poder estudiar los valores nutritivos del otro lado.
—¿Es eso todo lo que puedes decir? ¿«Bien»? —Charles volvió la mirada a Cathryn, como diciéndole «¿No te parece increíble?».
Chuck hizo como que no había oído la pregunta.
—Me parece que ya deberíamos irnos —señaló Cathryn, poniéndose de pie y levantando la leche y la mantequilla para guardarlas en la nevera.
—Déjalo todo —dijo Gina, magnánimamente—. Yo me encargaré de esto.
Charles y Cathryn fueron los primeros en salir. Un pálido sol invernal brillaba en el cielo, hacia el sudeste. Por más que dentro del coche hacía frío, Cathryn se alegró de resguardarse del penetrante viento.
—Maldición —exclamó Charles—, me he olvidado del agua de la laguna.
Para que Cathryn no se congelara, Charles encendió el motor, lo que no le resultó fácil, y luego volvió corriendo a la cocina a buscar el frasco con agua. Antes de entrar y ponerse el cinturón de seguridad, colocó cuidadosamente el envase detrás de su asiento. Cathryn observó todo el procedimiento seguido con el agua de la laguna con cierto recelo. Después de lo que le había dicho la noche anterior esperaba que Charles se concentrara en Michelle. Sin embargo, él se había comportado de forma extraña desde que ella lo despertara esa mañana.
El tráfico empezó a aumentar, y tuvieron que disminuir la velocidad a cincuenta y cinco kilómetros. Cathryn tuvo la alarmante sensación de que su familia se estaba desintegrando.
—No sé nada del examen del tipo de tejido y todas esas cosas —señaló Cathryn, rompiendo el silencio—. Sin embargo, me parece que no debemos obligar a Chuck a que haga algo que no quiere.
Mientras observaba el silencioso perfil de su marido que conducía el coche, Cathryn empezó un sinfín de conversaciones que fue abandonando por razones diferentes, pero sobre todo porque temía hacer una discusión que pudiera hacer perder la paciencia a Charles. Charles la miró furioso un instante.
—Estoy segura de que terminará aceptando —prosiguió ella al darse cuenta de que Charles no iba a decir nada, Cathryn finalmente se obligó a hablar—. ¿Cómo te encuentras hoy, Charles?
—¿Cómo? Oh, bien. Muy bien.
—Estás tan callado… Tú no eres así.
—Estoy pensando, eso es todo.
—¿En Michelle?
—Sí, y también en mi trabajo.
—Sigues pensando en Recycle, ¿no es así?
Charles la miró un instante, luego volvió a dirigir la atención a la carretera.
—Un poquito. Me parece que esa fábrica es una amenaza, si es a eso a lo que te refieres.
—Charles, me ocultas algo, ¿verdad?
—No —contestó él, demasiado rápido—. ¿Por qué me lo preguntas?
—No lo sé —reconoció Cathryn—. Pareces tan distante desde que te enteraste de lo de Michelle… Cambias de humor con tanta facilidad. —Cathryn lo observó para ver su reacción ante su último comentario, pero él siguió conduciendo. Si hubo una reacción, Cathryn no la notó.
—Supongo que tengo muchas cosas en qué pensar —dijo Charles.
—Las compartirás conmigo ¿verdad, Charles? Para eso estoy. Por eso quise adoptar a los niños, para que lo compartiéramos todo. —Cathryn extendió una mano y la apoyó sobre el muslo de su marido.
Charles se concentró en la carretera. Cathryn había expresado una convicción que él había hecho suya hasta el día anterior. Ahora se daba cuenta de que no era posible compartirlo todo. Su formación de médico le había proporcionado experiencias que Cathryn no podía comprender. Si le decía lo que sabía acerca del curso de la enfermedad de Michelle, Cathryn se sentiría devastada. Apartó una mano del volante y cubriendo con ella la mano de Cathryn, dijo:
—Los chicos no se dan cuenta de lo afortunados que son.
Anduvieron en silencio un rato. Cathryn no estaba satisfecha, pero no se le ocurría qué más podía decir. En la distancia, alcanzó a ver la parte superior del edificio Prudential. Charles quitó la mano de encima de la de Cathryn y tomó el volante con fuerza. La mera mención de Chuck era como atizar el fuego. Sin embargo, lo que decía Cathryn era verdad.
—No puedes obligar a nadie a que sea altruista —advirtió Cathryn—. Especialmente a Chuck, porque en su caso eso sólo serviría para fortalecer las preocupaciones que tiene con respecto a sí mismo, a su identidad.
—Lo único que le importa es él mismo —dijo Charles—. No dijo ni una sola palabra de preocupación por el estado de Michelle. Ni una sola.
—Siente, sin embargo —afirmó Cathryn—, sólo que le cuesta expresar sus sentimientos.
Charles se rio con cinismo.
—Ojalá pudiera creerlo. Es un maldito egoísta. ¿No has notado su reacción cuando le he dicho que había solicitado un préstamo para costear sus estudios?
—¿Qué esperabas que hiciera? ¿Que diera saltos de alegría? —preguntó Cathryn—. Esa matrícula tendría que haber sido pagada hace meses.
Charles apretó la mandíbula. «Muy bien —se dijo—. Quieres darle la razón a ese pequeño hijo de puta. Perfectamente».
Cathryn se arrepintió inmediatamente de haber dicho eso, por más que fuera verdad. Extendió la mano y la puso sobre el hombro de Charles. Quería acercarlo, no ahuyentarlo.
—Lamento haber dicho eso, pero debes comprender que Chuck no tiene la misma personalidad que tú. No es competitivo ni tampoco muy apuesto. Sin embargo, en el fondo es un buen chico. Sólo que es muy difícil crecer bajo tu sombra.
Charles miró de soslayo a su mujer.
—Aunque no lo sepas —dijo Cathryn—, no es fácil seguirte. Has triunfado en todo lo que has emprendido.
Charles no compartía esa opinión. Podría haberle enumerado fácilmente una docena de episodios en los que había fracasado miserablemente. Pero no se trataba de eso, sino de Chuck.
—Ese chico es egoísta y holgazán, y estoy cansado de él. La forma en que ha reaccionado ante la enfermedad de Michelle era predecible.
—Tiene derecho a ser egoísta —afirmó Cathryn—. La universidad es una experiencia egoísta.
—Pues la está aprovechando, entonces.
Llegaron a un lugar donde debían ceder el paso antes de avanzar, donde la carretera 93 se encontraba con la autopista del sudeste y el paseo Storrow. Ninguno de los dos habló mientras avanzaban lentamente.
—No deberíamos preocuparnos por eso —señaló Cathryn por fin.
—Tienes razón —dijo Charles, con un suspiro—. Y tienes razón también en no obligar a Chuck. Pero si no lo hace, tendrá que esperar mucho tiempo hasta que vuelva a pagar la próxima cuota de la universidad.
Cathryn miró fijamente a su marido. Si eso no era coacción, no sabía entonces qué era.
Aunque a esa hora de la mañana había pocos visitantes, el hospital ya estaba en plena actividad, y Charles y Cathryn tuvieron que esquivar muchas sillas de ruedas que transportaban a pequeños pacientes, llevándolos a someterse a distintos análisis. Cathryn se sentía infinitamente más tranquila con Charles a su lado. Le transpiraban las palmas de las manos, como siempre: era el síntoma de su nerviosismo.
Cuando pasaron frente al bullicioso puesto de las enfermeras del sexto piso, la enfermera encargada los vio y los saludó con la mano. Charles se acercó al mostrador.
—Perdón —dijo Charles—. Soy el doctor Martel. Quiero saber si han empezado a suministrarle el tratamiento de quimioterapia a mi hija. —Logró mantener un tono natural e inexpresivo.
—Creo que sí —contestó la enfermera—, pero voy a comprobarlo.
El empleado, que había oído la conversación, le entregó la ficha de Michelle.
—Se le dio daunorubicina ayer por la tarde —explicó la enfermera—. Esta mañana le suministraron la primera dosis oral de cilarabina.
Los nombres le causaron impacto, pero Charles se obligó a seguir sonriendo. Conocía perfectamente los efectos secundarios de esas drogas, y la información parecía hacerle eco en la cabeza. «Por favor —se dijo—, que entre en remisión, por favor». Charles sabía que, si eso iba a suceder, sucedería de inmediato. Le dio las gracias a la enfermera, se volvió, y se encaminó hacia el cuarto de Michelle. Cuanto más se acercaba, más nervioso se sentía. Se aflojó la corbata y se desabrochó el botón superior de la camisa.
—Qué bonito que han arreglado el hospital, para hacerlo más alegre —comentó Cathryn, que notaba por primera vez las calcomanías de animales.
Charles se detuvo un momento ante la puerta, haciendo un esfuerzo por tranquilizarse.
—Es este —dijo Cathryn, que creía que Charles no estaba seguro del número del cuarto. Abrió la puerta y entró, casi arrastrando a Charles detrás de ella.
Michelle estaba sentada, recostada sobre varias almohadas. Al ver a Charles, se le contorsionó la cara, y se le saltaron unas lágrimas. Su aspecto impresionó a Charles. No podía creerlo, pero estaba más pálida aún que el día anterior. Tenía los ojos hundidos en las órbitas y rodeados por círculos negros, como amoratados por un golpe. Había un olor rancio a vómito. Charles quería correr a abrazarla, pero no lograba moverse. El dolor lo tenía como clavado en el suelo. Michelle le extendía los brazos, y él no se podía mover. La enfermedad de su hija era devastadora, y Charles no podía ofrecerle nada, igual que había pasado con Elizabeth hacía ocho años. La pesadilla había vuelto. En una avalancha de terror, Charles sintió que Michelle no mejoraría. De repente supo, sin el menor asomo de duda, que ningún tratamiento paliativo en el mundo podría retrasar el avance inevitable de su enfermedad. Abrumado por el peso de esa certeza, se tambaleó, dando un paso hacia atrás.
Cathryn no entendía lo que estaba sucediendo, pero se dio cuenta de ello y corrió a llenar los brazos extendidos de Michelle. Esta, mirando por encima del hombro de Cathryn, clavó los ojos en los de su padre. Charles sonrió débilmente; Michelle pensó, sin embargo, que estaba enfadado con ella.
—Qué alegría verte —dijo Cathryn, mirándole la cara—. ¿Cómo estás?
—Bien —contestó Michelle, conteniendo las lágrimas—. Sólo quiero irme a casa. ¿Puedo ir a casa, papá?
Con las manos temblorosas, Charles se acercó, se asió a los pies de la cama para serenarse.
—A lo mejor —dijo Charles, evasivo. A lo mejor la sacaba del hospital, la llevaba a casa, para que estuviera cómoda. Quizá eso era lo que debía hacer.
—Michelle, debes quedarte aquí hasta que estés mejor —explicó apresuradamente Cathryn—. El doctor Wiley y el doctor Keitzman se encargarán de que mejores lo antes posible. Sé que es difícil para ti, y nosotros te echaremos muchísimo de menos, pero debes portarte como una niña grande.
—Por favor, papá —pidió Michelle.
Charles se sentía impotente e indeciso, algo a lo que no estaba acostumbrado.
—Michelle —dijo Cathryn—. Debes quedarte en el hospital. Lo siento.
—¿Por qué?, papá —suplicó Michelle—. ¿Qué tengo?
Charles miró a Cathryn, buscando ayuda. En vano. Su mujer guardó silencio. El médico era él.
—Ojalá lo supiéramos —contestó Charles, odiándose por mentir, pero incapaz de decir la verdad.
—¿Es lo mismo que tuvo mi verdadera mamá? —preguntó Michelle.
—No —dijo rápidamente Charles—. De ninguna manera. —Eso, incluso, era una mentira a medias. Si bien Elizabeth tenía un linfoma, había muerto de leucemia terminal. Charles se sentía acorralado. Debía salir de allí para poder pensar.
—¿Qué es, entonces? —quiso saber Michelle.
—No lo sé —contestó Charles, sintiéndose culpable, y consultó el reloj—. Por eso estás aquí. Para que podamos averiguarlo. Cathryn se quedará a acompañarte. Yo tengo que ir al laboratorio. Volveré.
Sin ninguna advertencia, Michelle se sacudió con una náusea, de repente. Su cuerpecito delgado se alzó con un esfuerzo, y devolvió una pequeña cantidad del desayuno que acababa de comer. Cathryn intentó ponerse a salvo, pero parte del vómito le ensució la manga izquierda. Charles reaccionó inmediatamente, saliendo al pasillo y pidiendo a gritos una enfermera. Una ayudante, que estaba a dos puertas de distancia, corrió inmediatamente. Esperaba una crisis, y al ver que era una falsa alarma, se alegró.
—No te preocupes, princesa —la tranquilizó la mujer en tono informal, mientras le quitaba la sábana de arriba, que estaba sucia—. La limpiaremos en un segundo.
Charles apoyó el dorso de la mano sobre la frente de Michelle. Estaba húmeda y caliente. Seguía la fiebre. Charles sabía lo que causaba el vómito: las drogas. Sintió una oleada de ansiedad. El cuarto le daba claustrofobia.
Michelle le tomó la mano y la sostuvo, como si se estuviera aproximando al borde de un precipicio y Charles fuera su única salvación. Fijó sus ojos en los ojos azules de su padre, espejos de los propios, pero creyó ver firmeza en vez de asentimiento, irritación en vez de comprensión. Le soltó la mano y volvió a recostarse sobre las almohadas.
—Volveré más tarde, Michelle —dijo Charles, preocupado porque la droga ya le estuviera produciendo efectos secundarios peligrosos. Dirigiéndose a la ayudante, le preguntó:
—¿Le han prescrito algo para la náusea y los vómitos?
—Desde luego —dijo la enfermera—. Compazine PRN. Se la traeré en seguida.
—¿Inyecciones? —preguntó Michelle.
—No, son píldoras —respondió la ayudante—. Si es que tu estómago aguanta. Si no, tendremos que utilizar el pompis. —Le dio un pellizco en el pie.
—Voy a acompañar a Charles hasta el ascensor, Michelle —dijo Cathryn al ver que Charles se encaminaba a la puerta. Lo alcanzó en el pasillo y lo tomó de un brazo—. Charles, ¿qué te pasa?
Charles no se detuvo.
—¡Charles! —exclamó Cathryn, forzándolo a que la mirara—. ¿De qué se trata?
—Tengo que salir de aquí —contestó Charles, nervioso—. No puedo verla sufrir. Tiene un aspecto espantoso. No sé qué hacer. No estoy seguro de que deban darle esas drogas.
—¿Cómo? —preguntó Cathryn sorprendida, y recordó de inmediato que tanto Wiley como Keitzman temían que Charles pudiera interrumpir el tratamiento de Michelle.
—Los vómitos —afirmó Charles, enojado— no son más que el comienzo. —Estuvo a punto de decir que creía que no se produciría la remisión, pero se contuvo. Ya habría tiempo para las malas noticias, y por el momento no quería destruir las esperanzas de Cathryn.
—Pero las drogas son la única oportunidad que tiene —dijo Cathryn, en tono de súplica.
—Debo irme. Llámame si hay algún cambio. Estaré en el laboratorio.
Cathryn lo vio correr por el pasillo atestado de gente. Ni siquiera esperó el ascensor; bajó por la escalera. Cuando el doctor Wiley le dijo que dependerían de la fortaleza de ella, no tenía idea de qué quería decir. Empezaba a entenderlo.