Charles se apresuró a cruzar el vestíbulo del Instituto Weinburger. Aferraba el frasco que contenía la sangre de Michelle e ignoró los saludos de la recatada recepcionista y del guardia de seguridad. Corrió por el pasillo a su laboratorio.
—Gracias por volver —se burló Ellen—. Me hubiera venido bien que me ayudaras a inyectar Cancerán a los ratones.
Charles la ignoró y llevó el frasco de sangre al aparato que usaban para separar los componentes celulares. Empezó el complicado proceso. Ellen se agachó para observarlo por debajo de los estantes de vidrio.
—¡Eh! —gritó—. Te he dicho que me hubiera venido bien…
Charles conectó una bomba circulatoria. Ellen se acercó, secándose las manos curiosa por ver el objeto de la obvia e intensa concentración de Charles.
—He terminado de inyectar al primer grupo de ratones —repitió cuando estuvo al lado de Charles, segura de que la oía.
—Espléndido —dijo Charles, sin interés. Cuidadosamente introdujo una parte de la sangre de Michelle en la máquina. Luego accionó el compresor.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ellen, que no se perdía ningún movimiento.
—Michelle tiene leucemia mieloblástica. —Lo dijo sin expresión, como si estuviera dando el informe sobre el tiempo.
—¡Oh, no! —exclamó Ellen, con voz entrecortada—. Charles, lo siento tanto. —Sintió ganas de acercarse y consolarlo, pero se contuvo.
—Sorprendente, ¿verdad? —comentó Charles, con una risita—. Si los desastres del día se hubieran mantenido circunscritos a los problemas del Weinburger, probablemente me echaría a llorar. Pero con la enfermedad de Michelle, todo es abrumador. ¡Dios mío!
La risa de Charles era hueca, pero aun así le pareció fuera de lugar a Ellen.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—Espléndidamente —contestó Charles mientras abría la pequeña nevera para sacar unos reactivos clínicos.
—¿Cómo se encuentra Michelle?
—Bastante bien ahora, pero no tiene idea de lo que le espera. Va a ser muy, muy duro.
Ellen no encontró qué decir. Se limitó a observar cómo Charles completaba el análisis. Finalmente pudo hablar.
—Charles, ¿qué estás haciendo?
—Tengo un poco de sangre de Michelle. Veré si nuestro método de aislar antígenos cancerosos funciona en sus células leucémicas. Eso me da la sensación, equivocada claro, de que estoy haciendo algo por ella.
—Oh, Charles —exclamó Ellen con simpatía. Había algo muy triste en la manera en que él reconocía su vulnerabilidad. Ellen sabía que era un hombre sumamente activo, y también que durante la enfermedad de Elizabeth lo que más lo había atormentado era su sentimiento de impotencia. Se había visto obligado a cruzarse de brazos mientras veía como moría su mujer. ¡Y ahora Michelle!
—He decidido que no interrumpiremos nuestro trabajo —dijo Charles—. Continuaremos mientras trabajemos con el Cancerán. De noche, si es necesario.
—Pero Morrison se muestra muy insistente en que sólo nos concentremos en el proyecto Cancerán —señaló Ellen—. En realidad, ha venido a decirlo cuando tú no estabas. —Durante un momento, Ellen se debatió pensando si debía contar a Charles la verdadera razón por la que había ido Morrison, pero con todo lo ocurrido tuvo miedo de decírselo.
—Me importa un pito lo que dice Morrison. Con la enfermedad de Michelle el cáncer ha vuelto a convertirse en algo más que un concepto metafísico para mí. Nuestro proyecto promete mucho más que el desarrollo de un simple agente quimioterapéutico más. Por otra parte, Morrison no necesita enterarse de lo que hacemos. Trabajaremos con Cancerán, y eso lo pondrá contento.
—No sé si te das cuenta de lo importante que es este proyecto para la administración del instituto —dijo Ellen—. Realmente me parece que no es aconsejable oponerse a ellos en esto, sobre todo cuando la razón es personal.
Durante un momento Charles se quedó helado, luego estalló. Dio un golpe con la mano abierta sobre el mostrador con tanta fuerza que varias redomas cayeron de los estantes superiores.
—Basta ya —gritó, acompañando el golpe—. He soportado bastante a los que me dicen lo que tengo que hacer. Si no quieres trabajar conmigo, vete a la mierda.
Bruscamente Charles volvió a ocuparse en lo que estaba haciendo, pasándose los dedos con nerviosismo por el pelo. Durante unos momentos trabajó en silencio, luego, sin volverse, dijo:
—No te quedes ahí sin hacer nada. Alcánzame los nucleótidos marcados radiactivos.
Ellen se dirigió al área donde estaban las sustancias radiactivas. Al abrir la cerradura se dio cuenta de que le temblaban las manos. Era evidente que Charles apenas lograba controlarse. Se preguntó qué le iba a decir al doctor Morrison. Estaba segura de que le quería decir algo, pues a medida que disminuía su temor, aumentaba su furia. Charles no tenía excusa para tratarla de esa manera. No era una sirvienta. Le alcanzó los productos químicos y los dispuso sobre el mostrador.
—Gracias —dijo él, simplemente, como si nada hubiera sucedido—. En cuanto tengamos unos linfocitos B, quiero incubarlos con los nucleótidos y algunas de las células leucémicas.
Ellen asintió. No podía seguir el paso a esos cambios emocionales tan rápidos.
—Mientras venía en el coche hasta aquí, he tenido una inspiración —prosiguió Charles—. El mayor obstáculo en nuestro trabajo ha sido el factor de bloqueo y nuestra imposibilidad de lograr una reacción de anticuerpos al antígeno canceroso en el animal enfermo. Pues tengo una idea: estaba tratando de pensar en alguna forma de ahorrar tiempo. ¿Por qué no inyectar el antígeno canceroso a un animal emparentado, no canceroso, en el que podemos estar seguros de una reacción de anticuerpos? ¿Qué te parece?
Ellen escrutó la cara de Charles. En cuestión de segundos se había transformado; ya no era un niño furioso, sino un investigador dedicado. Supuso que esa era la forma en que funcionaba ante la tragedia de Michelle. Sin esperar respuesta, Charles prosiguió:
—En cuanto el animal no canceroso sea inmune al antígeno canceroso, aislaremos los linfocitos T responsables, purificaremos el factor de transferencia proteico y transferiremos sensibilidad al animal canceroso. Es tan simple, fundamentalmente, que no entiendo cómo no hemos pensado antes en ello. Bueno… ¿cuál es tu impresión?
Ellen se encogió de hombros. En realidad, tenía miedo de hablar. Si bien la premisa básica parecía promisoria, ella sabía que el misterioso factor de transferencia no funcionaba bien en el sistema de los animales que ellos estaban utilizando; funcionaba mejor en las personas. Sin embargo, los problemas técnicos no eran lo que la preocupaba en ese momento. Estaba pensando si sería demasiado obvio excusarse para ir directamente a ver al doctor Morrison.
—¿Por qué no buscas el polietilenglicol? —dijo Charles—. Necesitaremos el equipo para producir un hibridoma con los linfocitos T de Michelle. Llama también al cuarto de animales para decirles que necesitamos una nueva cepa de ratones para inyectarles el antígeno de tumor mamario. Ojalá hubiera más de veinticuatro horas al día.
—Pásame el puré —dijo Jean Paul luego de debatir consigo mismo durante varios minutos Si debía romper el silencio que había descendido sobre la mesa de la cena. Nadie había dicho ni una palabra después de su anuncio de que el pato que había puesto en el garaje estaba «más muerto que una piedra». Por fin, el hambre lo decidió a hablar.
—Tú, pásame las chuletas de cerdo —dijo Chuck, sacudiendo la cabeza para apartarse el pelo de los ojos.
Los muchachos intercambiaron las fuentes. Se oyó el tintineo de la porcelana.
Gina Lorenzo, la madre de Cathryn, examinó a la familia de su hija. Cathryn era parecida a ella. Ambas tenían la misma prominencia ósea cerca del puente de la nariz y la misma boca grande, expresiva. La diferencia principal, aparte de los veinte años que se llevaban, era la voluminosidad de Gina. Reconocía que tenía diez kilos de más, pero en realidad, eran más de treinta. Las pastas eran la pasión de Gina, y no era de las que se negaban nada.
Levantando la fuente de fettucini, hizo un gesto como si fuera a servir más en el plato de Cathryn, que estaba sin tocar.
—Necesitas alimentarte.
Obligándose a sonreír, Cathryn sacudió la cabeza.
—¿Qué te pasa? ¿No te gusta? —preguntó Gina.
—Están exquisitos. Pero no tengo hambre.
—Debes comer —decidió Gina—. Y tú también, Charles.
Charles asintió.
—He traído cannoli para el postre —dijo Gina.
—¡Estupendo! —exclamó Jean Paul.
Obedientemente, Charles se llevó a la boca un bocado de fettucini, pero su estómago se rebeló. Le costó trabajo tragarlos. La realidad de los desastres del día lo golpeó con la fuerza de un huracán una vez que salió del ambiente agitado que había creado en el laboratorio. El trabajo le había servido de anestesia emocional, y lamentó que llegara el momento de ir a buscar a Chuck para volver a casa. Por otra parte, Chuck no ayudó en nada. Charles esperó a que salieran del pesado tránsito de Boston para decirle a su hijo que su hermana padecía de una forma mala de leucemia. La reacción de Chuck fue un «¡Oh!», seguido de silencio. Después preguntó si existía alguna probabilidad de que él se contagiara.
En ese momento, Charles no dijo nada. Simplemente, aferró el volante con más fuerza, maravillado por la insondable profundidad del egoísmo de su hijo. Chuck no preguntó ni una sola vez cómo estaba Michelle. Mientras lo veía engullir las costillas de cerdo, sintió ganas de echarlo a patadas de su casa. Sin embargo, Charles no se movió. En cambio, empezó a masticar lentamente los fettucini, turbado por sus propios pensamientos. Chuck era inmaduro. Jean Paul, al menos, había reaccionado de manera apropiada. Lloró, y luego preguntó cuándo vendría Michelle a casa, y si podía ir a verla. Un buen chico.
Charles miró a Cathryn, que mantenía la cabeza gacha y revolvía la comida con el tenedor, desparramándola sobre el plato para simular ante su madre que comía. Dio gracias por tenerla. No hubiera podido hacer frente solo a la enfermedad de Michelle. Al mismo tiempo, sabía que era muy difícil para ella. Por esa razón no había dicho nada acerca de sus problemas en el instituto, ni pensaba hacerlo. Bastantes preocupaciones tenía ya Cathryn.
—Come otra costilla, Charles —rogó Gina, acercando la fuente y sirviéndole otra, sin ceremonia, en el plato lleno.
Había tratado de decirle que no, pero la costilla ya estaba en el plato. Cerró los ojos, tratando de conservar la calma. Incluso en las mejores circunstancias, Charles encontraba molesta a Gina, sobre todo debido a que la mujer no había ocultado nunca su desagrado cuando su única hija se casó con un hombre trece años mayor, y con tres hijos. Charles oyó de nuevo el suave sonido y abrió los ojos: la montaña de fettucini había crecido.
—Muy bien —dijo Gina—. Te hace falta un poco más de carne alrededor de los huesos.
Charles estuvo a punto de devolver una cucharada de fettucini a la fuente, pero se contuvo.
—¿Cómo saben que Michelle tiene leucemia? —preguntó Jean Paul con candidez.
Todos se volvieron hacia Charles. Querían hacer la misma pregunta, pero no se habían atrevido.
—Le hicieron análisis de sangre y de médula.
—¿De médula? —preguntó Chuck con repugnancia—. ¿Cómo se consigue médula para un análisis?
Charles miró a su hijo, sorprendido por la cualidad que tenía de irritarlo. Para los demás, la pregunta de Chuck podía parecer inocente, pero Charles estaba seguro de que la motivaba una curiosidad morbosa y no la preocupación por su hermana.
—Se consigue introduciendo una aguja de calibre grande en el esternón o en el hueso de la cadera, y succionando —dijo Charles con la esperanza de que Chuck compadeciera a su hermana.
—¡Uf! —exclamó Chuck—. ¿Duele?
—Muchísimo —dijo Charles.
Cathryn sintió una punzada imaginaria de dolor y se puso tensa. Recordó que era ella la que había dado el consentimiento para el análisis.
—¡Dios! —volvió a exclamar Chuck—. Yo no permitiré nunca que me saquen médula.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Charles, sin pensar—. El médico de Michelle quiere analizar el tipo de tejido que tienen sus dos hermanos. Existe la posibilidad de que uno de vosotros sea compatible con Michelle y pueda ser donante de plaquetas, granulocitos, e incluso de un trasplante de médula.
—¡Yo no! —estalló Chuck, dejando el tenedor—. ¡Nadie me va a clavar una aguja en los huesos! ¡De ninguna manera!
Charles puso los codos sobre la mesa con lentitud y se inclinó hacia Chuck.
—No te estoy preguntando si estás interesado, Chuck. Te estoy comunicando que irás al hospital pediátrico para que examinen tu tipo de tejido. ¿Entendido?
—Este no es tema de discusión para la mesa —interrumpió Cathryn.
—¿Me meterán una aguja en el hueso, en serio? —preguntó Jean Paul.
—¡Charles, por favor! —gritó Cathryn—. ¡Esa no es manera de hablar a Chuck sobre el asunto!
—¿No? Pues estoy harto de su egoísmo —exclamó Charles—. No ha dicho ni una sola palabra que exprese preocupación por Michelle.
—¿Y por qué yo? —gritó Chuck—. ¿Por qué tengo que ser donante? Tú eres el padre. ¿Por qué no eres un donante tú, o es que los grandes figurones no pueden donar médula?
Charles se puso de pie de un salto, cegado por la furia, y señaló a Chuck con su dedo tembloroso.
—¡Eres tan egoísta como ignorante! Se supone que has estudiado biología. El padre sólo dona la mitad de sus cromosomas a sus hijos. De ninguna manera podría yo coincidir con Michelle. Si pudiera, tomaría su lugar.
—¡Seguro, seguro! —dijo Chuck, desafiándolo—. Es fácil hablar.
Charles empezó a caminar alrededor de la mesa, pero Cathryn se puso de pie y lo detuvo.
—¡Charles, por favor! —dijo, echándose a llorar—. Ten calma.
Chuck se quedó helado en su asiento, aferrándose a la silla con las dos manos. Se dio cuenta de que Cathryn se interponía entre él y el desastre.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —murmuró Gina, santiguándose—. ¡Charles! Pide perdón al Señor. No incites al diablo.
—¡Por Dios! —gritó Charles—. ¡Ahora me sermonean!
—¡No tientes al Señor! —dijo Gina, con convicción.
—¡Dios se puede ir al diablo! —gritó Charles, soltándose de las manos de Cathryn—. ¿Qué clase de Dios envía una leucemia a una inofensiva niña de doce años?
—No puedes cuestionar la voluntad de Dios —declaró Gina, solemne.
—¡Mamá! —exclamó Cathryn—. Ya es suficiente.
Charles se había puesto colorado. Musitó algunas palabras ininteligibles y dio media vuelta. Abrió de un golpe la puerta de atrás, y salió de la casa. La puerta se cerró con otro golpe, sacudiendo los adornos de la habitación. Inmediatamente, Cathryn se serenó, por consideración hacia los muchachos, y se ocupó de quitar la mesa, desviando la cara.
—¡Qué blasfemia! —dijo Gina con voz incrédula. Se apretaba el pecho con la mano—. Me temo que Charles se haya entregado al demonio.
—¿Por qué no comemos los cannoli? —preguntó Jean Paul, llevando su plato al fregadero.
Al marcharse su padre, Chuck se sintió regocijado. Ahora sabía que podía hacer frente y ganar. Mientras observaba cómo Cathryn quitaba la mesa, trató de atraer su atención. Debía de haber notado que él no había cedido y, ciertamente, él se daba cuenta de que ella lo había apoyado. Haciendo hacia atrás la silla, llevó su plato al fregadero, abrió el grifo y, servicial, dejó que le cayera el agua.
Charles huyó de la casa con la única finalidad de escapar de la exasperante atmósfera. Se encaminó hacia la laguna aplastando ruidosamente la nieve endurecida. Como de costumbre, el tiempo de Nueva Inglaterra había cambiado por completo. Al llegar al mar, la tormenta del nordeste había sido reemplazada por un frente ártico que todo lo congelaba a su paso. A pesar de haber corrido, Charles sentía un frío terrible, pues no había tenido tiempo de buscar un abrigo. Sin una decisión consciente, se dirigió a la casa de muñecas de Michelle y notó que, efectivamente, el cambio de viento había eliminado el olor proveniente de la fábrica. ¡Gracias a Dios!
Después de golpear el suelo con los pies para quitarse la nieve, Charles se agachó y entró en la diminuta casa. El interior tenía tres metros de largo. Una arcada central lo dividía en dos: la salita, con un asiento empotrado, tapizado, y la cocina, con una mesita y un fregadero. La casita tenía agua corriente (en verano) y un enchufe eléctrico. Entre los seis y nueve años, Michelle le había preparado el té allí, los domingos por la tarde durante el verano. El calentador eléctrico que usaba con tal propósito funcionaba todavía; Charles lo enchufó para que diera un poco de calor. Se sentó, estiró las piernas y las cruzó para conservar todo el calor corporal posible. Aun así, pronto empezó a temblar. La casa de muñecas era sólo un refugio contra el viento helado, no contra el frío.
Cuando la soledad comenzó a surtir el efecto deseado, Charles se calmó rápidamente, y reconoció que había tratado mal a Chuck. Sabía que aún no había logrado asimilar los hechos ocurridos ese desastroso día. Se sorprendió al pensar cómo durante los últimos años se había permitido engañarse, infundiéndose un falso sentimiento de seguridad. Pensó en esa mañana, cuando le hizo el amor a Cathryn. En doce horas, nada más, se habían desmoronado los cimientos de su mundo, tan cuidadosamente organizado.
Inclinado hacia adelante para poder ver por la pequeña ventana de la fachada, Charles contempló la bóveda del cielo. Era una noche clara, tachonada de estrellas, y se alcanzaba a ver algunas galaxias. La vista era hermosa pero sin vida. De repente, Charles se sintió embargado por una sensación de futilidad y soledad. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se hizo atrás para no ver más la terrible belleza del cielo invernal. Dirigió la vista al paisaje nevado de la laguna. Frente a él se extendía la zona de agua sin congelar acerca de la cual Jean Paul le había estado haciendo preguntas esa mañana.
Charles se quedó alelado al ver la profundidad de su soledad. Era como si ya le hubieran quitado a Michelle. No logró comprender su estado de ánimo, aunque supuso que tenía que ver algo con la culpa. Debería haberse ocupado más de los síntomas de Michelle, de su familia. Es que sus investigaciones habían avanzado tan lentamente…
Ojalá pudiera dejar todo de lado y dedicarse de lleno a su proyecto. Tal vez pudiera descubrir una cura para Michelle. Sabía, sin embargo, que era un objetivo imposible. Por otra parte, no podía oponerse al doctor Ibáñez tan abiertamente. No podía darse el lujo de quedarse sin empleo o sin laboratorio. De repente, Charles comprendió la inteligencia de los directores al ponerlo al frente del proyecto Cancerán. No era popular debido a su falta de ortodoxia, pero se lo respetaba por su habilidad científica. Charles otorgaba al proyecto la legitimidad que necesitaba, y era un chivo expiatorio perfecto si llegaba a fracasar. Había sido una decisión por parte de la administración.
Charles oyó en la distancia la voz de Cathryn que lo llamaba. En el aire helado el sonido era casi metálico. No se movió. Un minuto tenía ganas de llorar, casi en seguida se sentía tan débil que cualquier tipo de actividad física le resultaba imposible. ¿Qué haría con respecto a Michelle? Si no había posibilidad de remisión, ¿podría ver cómo sufría a causa del tratamiento?
Se acercó a la ventana y limpió el vidrio, empañado por su aliento. Por la parte despejada podía ver la capa de nieve, azul plateada, y la extensión de agua frente a él. La temperatura era de varios grados bajo cero. Pensó en el agua. Esa mañana le había explicado a Jean Paul que el agua no se congelaba debido a la corriente. Sin embargo, eso podía ocurrir cuando la temperatura estaba un poco por encima del punto de congelación. Ahora estaría unos quince grados por debajo. ¿Habría mucha corriente en esa época del año? En la primavera, cuando se derretía la nieve en la montaña del norte, el río se volvía muy impetuoso y el estanque aumentaba su caudal y crecía casi medio metro. Entonces había corriente, pero ahora no.
De repente, Charles sintió un olor dulce y aromático. Se dio cuenta de que estaba allí desde el principio, sólo que en ese momento penetró en el plano de lo consciente. Un olor vagamente familiar, pero fuera de lugar. Estaba seguro de haberlo olido antes, pero ¿dónde? Ansioso por distraerse, empezó a olfatear alrededor. Tenía la misma intensidad en las dos habitaciones, y era más fuerte cerca del suelo. Olfateando repetidas veces, Charles trató de localizar el olor en su memoria. De repente, se dio cuenta: ¡venía del laboratorio de química orgánica de sus años de universidad! Se trataba de un solvente orgánico, como benceno, tolueno o xileno. Pero ¿qué hacía en la casa de muñecas?
Charles salió a la noche, desafiando al viento helado, cortante como el filo de un cuchillo. Con la mano derecha apretó el suéter alrededor de su cuello. Afuera el olor disminuyó por el viento, pero al agacharse, a un costado de la casa, se dio cuenta de que provenía del barro parcialmente congelado que estaba alrededor y debajo de la estructura. Se dirigió a la orilla de la laguna, sacó un poco de agua con las dos manos y se la acercó a la nariz. No había ninguna duda: el olor provenía del estanque.
Echó a andar bordeando la curva que trazaba la laguna, hasta llegar al punto donde se juntaba con el brazo del río. Volvió a agacharse y se llevó un poco de agua a la nariz. El olor era más fuerte. Empezó a correr y siguió el brazo hasta su unión con el río Pawtomack. También estaba congelado. Volvió a llevar un poco de agua a la nariz. El olor era más intenso todavía. Procedía del río, indudablemente. Se puso de pie, tiritando y miró corriente arriba. Recycle Ltd., la planta de recuperación de productos de goma y plástico estaba allí. Charles sabía que el benceno se usaba como disolvente para la goma y el plástico.
¡Benceno!
Un pensamiento se apoderó de su mente. El benceno causa la leucemia. En realidad, causa la leucemia mieloblástica. Charles volvió la cabeza y siguió con la vista la senda de agua sin congelar. Llevaba directamente a la casita de muñecas: era allí donde Michelle pasaba la mayor parte del tiempo. Como enloquecido, rompió a correr hacia la casa. Tropezó en la nieve despareja y se cayó de bruces, con las manos extendidas. No se hizo daño, excepto por un corte en la barbilla. Se puso de pie y siguió corriendo, pero más despacio.
Al llegar, subió los escalones a toda carrera y abrió la puerta de un golpe. Cathryn, que estaba tensa, dio un alarido involuntario al ver a Charles entrar sin aliento en la cocina. Los platos que tenía en las manos se le resbalaron y se hicieron añicos en el suelo.
—Quiero un frasco —dijo Charles, jadeando. Hizo caso omiso de la reacción de su mujer.
Gina apareció en la puerta que daba al comedor, con el terror pintado en el rostro. Chuck surgió detrás de ella, y le dio un empujón para entrar en la cocina. Se interpuso entre Charles y Cathryn. No le importaba que su padre fuera más grande que él. Charles respiraba con dificultad. Unos segundos después, pudo repetir su petición.
—¿Un frasco? —preguntó Cathryn, que había recuperado la compostura—. ¿Qué clase de frasco?
—De vidrio —dijo Charles—. Con una tapa hermética.
—¿Para qué? —le preguntó Cathryn. Le parecía una petición absurda.
—Para el agua de la laguna —explicó Charles.
Jean Paul apareció junto a Gina, que extendió el brazo para impedir que entrara en la cocina.
—¿Para qué quieres agua de la laguna? —preguntó Gina intrigada.
—¡Por Dios! —logró exclamar Charles—. ¿Se trata de un interrogatorio? —Se dirigió a la nevera.
Chuck intentó impedirle el paso, pero Charles lo apartó de un golpe. Chuck dio un traspiés, y Cathryn lo tomó de un brazo para que no se cayera. Charles se volvió al sentir la conmoción y vio a Cathryn conteniendo a su hijo.
—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó.
Chuck se debatió un momento, mientras miraba con furia a su padre. Charles miró los rostros de todos, uno tras otro. Gina y Jean Paul parecían escandalizados; Chuck, furioso, y Cathryn, asustada. Ninguno hablaba. Era como la escena inmóvil de una película. Charles meneó la cabeza con incredulidad y volvió su atención a la nevera. Sacó un frasco de zumo de naranja y cerró la puerta. Sin un momento de vacilación, vació el contenido en el fregadero, enjuagó el frasco con cuidado y luego descolgó su abrigo de piel de la percha. Al llegar a la puerta, se volvió a mirar a su familia. No se había movido nadie. Charles no tenía idea de lo que estaba pasando, pero como sabía lo que quería hacer, partió, cerrando la puerta tras la extraña escena.
Cathryn soltó a Chuck y miró hacia la puerta, sin expresión. Daba vueltas en su mente la perturbadora discusión que había sostenido con el doctor Keitzman y el doctor Wiley. Había pensado que sus preguntas con respecto a las emociones de Charles eran ridículas, pero ya no estaba tan segura. Salir de la casa, furioso, sin abrigo, y regresar media hora después, preso de gran excitación en busca de un frasco para llenarlo de agua de la laguna era, por lo menos, un proceder extraño.
—No hubiera permitido que te hiciera daño —dijo Chuck.
—¿Qué me hiciera daño? —repitió Cathryn, sorprendida—. ¡Tu padre no va a hacerme daño!
—Yo me temo que el diablo se ha apoderado de su cuerpo —dijo Gina—. Cuando eso pasa, nunca se sabe lo que puede suceder.
—¡Madre, por favor! —exclamó Cathryn.
—¿Estará al borde de un colapso nervioso? —preguntó Jean Paul, con sorna, desde la puerta.
—Ya lo tiene —respondió Chuck.
—Basta ya —ordenó Cathryn con severidad—. No voy a admitir que le faltéis al respeto a vuestro padre. La enfermedad de Michelle lo ha perturbado.
Cathryn se fijó en los platos rotos. ¿Estaría Charles a punto de tener un colapso nervioso? Decidió discutir esa posibilidad con el doctor Wiley a la mañana siguiente. Era una idea aterrorizante.
Charles se acercó al borde del agua cruzando cautelosamente el barro medio congelado, y llenó el frasco. Cerró con fuerza la tapa de rosca y regresó a la casa. Aunque lo repentino de su regreso sorprendió a Cathryn, no fue como la vez anterior. Cuando Charles se acercó a la nevera, Caehryn logró reaccionar. Caminó hacia él y lo tomó de un brazo.
—Dime qué estás haciendo, Charles.
—Hay benceno en la laguna —dijo Charles, soltándose de una sacudida. Puso el frasco lleno de agua en la nevera—. Se huele desde la casa de muñecas.
Dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Cathryn corrió y pudo tomarlo del brazo.
—Charles, ¿adónde vas? ¿Qué te pasa?
Con innecesaria fuerza, Charles se soltó.
—Voy al edificio de Recycle. ¡Es de allí de donde viene ese benceno de mierda! Estoy seguro.