Charles luchaba con la calefacción del automóvil mientras cruzaba el puente Harvard sobre el río. No lograba llevar la palanca de control a CALOR. Como resultado de sus esfuerzos, el Pinto se salió del carril, ante el espanto de los otros automovilistas, que reaccionaron haciendo sonar la bocina. Charles, desesperado, golpeó el control con la mano, y el bracito de plástico se desprendió y cayó al suelo del coche.
Resignado al frío, Charles trató de concentrarse en el camino. En cuanto pudo, dobló a la derecha en la avenida Massachusetts y bordeó Back Bay Fens, un parque descuidado y lleno de basura en el centro de lo que una vez fuera una atractiva zona residencial. Pasó frente al Museo de Bellas Artes de Boston, y luego por el museo Gardner. Cuando el tránsito empezó a despejarse, se puso a pensar en varias cosas. A Charles le parecía una crueldad mental, por parte de Cathryn, no decirle nada y dejarlo librado a su imaginación. ¿Habría sufrido Michelle una nueva hemorragia nasal? No, eso parecía demasiado simple. A lo mejor le tenían que hacer algún análisis y Cathryn no quería darles permiso. No, no había ninguna razón para que ella no explicara una cosa así por teléfono. Debía de tratarse de algún problema médico. Apendicitis, tal vez. Charles recordó la sensibilidad abdominal, la fiebre baja. Tal vez se trataba de una apendicitis subaguda y querían operar. Y Charles sabía muy bien cómo afectaban los hospitales a Cathryn. Le hacían perder la razón.
Al entrar en el consultorio del doctor Jordan Wiley, Charles se vio envuelto por un mar de madres preocupadas y niños que lloraban. Esa sala de espera atestada era parte de la práctica privada, y Charles no la echaba de menos. Como todas las secretarias de los médicos, esta tenía esa irritante propensión a dar hora a los enfermos que venían por primera vez durante el tiempo reservado para segundas consultas, y como resultado la sala de espera se llenaba de pacientes, lo que era insoportable. Charles había insistido en que eso no sucediera, inútilmente. Él siempre estaba en el cuarto de atrás, y era quien tenía que pedir disculpas a la gente.
Buscó a Cathryn entre las mujeres y niños, pero no la vio. Se abrió paso hasta llegar a la enfermera, rodeada por un montón de madres que querían saber exactamente cuándo entrarían. Charles intentó interrumpir, pero pronto se dio cuenta de que tenía que esperar turno. Al rato atrajo la atención de la mujer. Estaba maravillado por su aplomo. No se sabía si el caos alrededor de ella la afectaba, pues no daba señales de ello.
—Busco a mi esposa —dijo Charles. Tuvo que hablar en voz alta para hacerse oír.
—¿Cómo se llama? —preguntó la enfermera, con las manos cruzadas sobre una pila de historiales clínicos.
—Martel. Cathryn Martel.
—Un momento.
Se hizo atrás en su silla y se puso de pie. Había una expresión de seriedad en su rostro. Las mujeres agrupadas alrededor del escritorio miraron a Charles con una mezcla de respeto y fastidio. Estaban evidentemente celosas de la rápida respuesta que había recibido. La enfermera regresó casi inmediatamente, seguida por una mujer de impresionantes dimensiones y su nombre sobre el pecho: «Srta. A. Hammersmith». Hizo una seña a Charles, quien obedientemente se acercó, dando una vuelta al escritorio.
—Haga el favor de venir conmigo —dijo la enfermera. Lo único de su cara que se movía era la boca, suspendida entre las dos mejillas arrugadas.
Charles obedeció y siguió por un corredor detrás de la figura voluminosa de la señorita Hammersmith, que le impedía ver más adelante. Pasaron por una serie de cuartos que serían consultorios, según supuso Charles. Al final del corredor la enfermera abrió una puerta revestida con paneles de madera y se hizo a un lado para dejar pasar a Charles.
—Perdón —dijo Charles, pasando a su lado con dificultad.
—Creo que a ambos nos vendría bien bajar un poco de peso —comentó la señorita Hammersmith.
La enfermera permaneció en el corredor y una vez que Charles entró en el consultorio, cerró la puerta tras de sí. Charles se encontró en una habitación con una pared recubierta por estanterías llenas de revistas de medicina y algunos libros de texto. En el centro había una mesa redonda de roble claro rodeada por media docena de sillas. De repente, Cathryn se puso de pie de una de ellas. Respiraba audiblemente; Charles alcanzaba a oír el ruido que hacía el aire al entrar y salir de su nariz. No era un sonido suave y tranquilo, sino tembloroso.
—¿Qué…? —empezó a decir Charles.
Cathryn corrió a su encuentro antes de que pudiera terminar y le arrojó los brazos al cuello. Charles le rodeó la cintura con las manos y permitió que lo abrazara hasta recuperar el equilibrio.
—Cathryn —dijo finalmente. Empezaba a sentir el sabor amargo del miedo. El comportamiento de Cathryn comenzaba a socavar su idea de que pudiera tratarse de apendicitis, de una operación o de algo común y corriente.
Un recuerdo horrendo, desagradable, se apoderó de su mente: el día en que se había enterado del linfoma de Elizabeth.
—Cathryn —dijo, ahora con aspereza—. ¡Cathryn! ¿Qué sucede? ¿Qué te pasa?
—Es culpa mía —murmuró Cathryn. En cuanto habló, se echó a llorar. Charles sintió que se le estremecía el cuerpo por la fuerza de las lágrimas. Esperó, mientras recorría la habitación con los ojos. Vio el cuadro de Hipócrates en la pared frente a la biblioteca, el pavimento de parquet, el texto de pediatría de Nelson sobre la mesa.
—Cathryn. Por favor, dime qué pasa. ¿De qué tienes la culpa? —preguntó por fin.
—Debería haber traído antes a Michelle. Lo sé. —Los sollozos le quebraban la voz.
—¿Qué le pasa a Michelle? —preguntó Charles. Sintió un nudo de terror en el pecho. Era como si volviera a vivir otra vez aquella desagradable experiencia.
Cathryn se aferró con más fuerza a Charles, como si él fuera su única salvación. El control que había logrado mantener antes de que él llegara desapareció. Con un gran esfuerzo, Charles pudo librarse de las manos de Cathryn, aferradas a su cuello. Cuando lo hizo, ella pareció desplomarse. La ayudó a llegar hasta una silla, donde se hundió como un globo pinchado. Él se sentó a su lado.
—Cathryn, debes decirme qué sucede.
Su mujer levantó la mirada. Sus ojos azules estaban llenos de lágrimas. Abrió la boca, pero antes de que empezara a hablar, se abrió la puerta. El doctor Jordan Wiley entró en el cuarto.
Charles, que tenía las manos apoyadas sobre los hombros de Cathryn, se volvió al oír el ruido de la puerta al cerrarse. Cuando vio al doctor Wiley, se puso de pie y buscó en la expresión del médico un indicio de lo que estaba pasando. Hacía casi veinte años que lo conocía. Se trataba de una relación profesional más que social, iniciada cuando Charles estaba en la facultad de medicina. Wiley había sido su profesor de pediatría, en el tercer año de su carrera, y le había causado una gran impresión en él por sus conocimientos, su inteligencia y su simpatía. Luego, cuando necesitó un pediatra, llamó a Jordan Wiley.
—Me alegro de verte, Charles —saludó el doctor Wiley, tomándolo de la mano—. Siento que sea en circunstancias tan difíciles.
—Quizá pudiera decirme de qué se trata esto —dijo Charles, escondiendo el temor bajo el fastidio.
—¿No te lo han dicho? —preguntó Wiley. Cathryn sacudió la cabeza.
—Entonces será mejor que me vaya un momento. —Se volvió para dirigirse a la puerta, pero Charles lo detuvo, poniéndole una mano en el brazo.
—Creo que usted debería decirme qué pasa.
El doctor Wiley miró a Cathryn, que asintió. Ya no lloraba, pero sabía que le costaría hablar.
—Está bien —dijo Wiley, mirando a Charles de frente otra vez—. Se trata de Michelle.
—De eso ya me había dado cuenta.
—¿Por qué no te sientas? —sugirió el pediatra.
—¿Por qué no me lo dice de una vez? —pidió Charles.
El doctor Wiley estudió el rostro ansioso de Charles. Había envejecido mucho desde sus años de estudiante. Lamentó tener que ser él quien le diera otro motivo más de dolor y de angustia. Esa era una de las responsabilidades que detestaba de las que traía aparejadas el ser médico.
—Michelle tiene leucemia, Charles —dijo finalmente.
Charles abrió la boca lentamente. Sus ojos azules se pusieron vidriosos, como si estuviera en un trance. No movió un solo músculo. Ni respiró, siquiera. Era como si la noticia hubiera liberado una corriente de recuerdos desterrados. Volvía a oír, una y otra vez, una voz que decía: «Lamento informarle, doctor Martel, que su mujer, Elizabeth, padece de un linfoma… Lamento muchísimo informarle que su esposa no reacciona al tratamiento… Doctor Martel, lamento informarle que su mujer ha entrado en una crisis terminal… Doctor Martel, lamento terriblemente informarle que su esposa murió hace un momento».
—¡No! No es verdad. Es imposible —gritó Charles con tanta vehemencia que el doctor Wiley y Cathryn se sobresaltaron.
—Charles —dijo Wiley, poniéndole la mano sobre el hombro en actitud compasiva.
Con un movimiento brusco, Charles se libró de la mano del doctor Wiley.
—¡No se atreva a compadecerme!
Cathryn, a pesar de sus lágrimas, se puso de pie de un salto y tomó a Charles del brazo al ver que el doctor Wiley se hacía atrás, sorprendido.
—¿Se trata de una broma pesada? —preguntó Charles, cortante, a la vez que se libraba de la mano de Cathryn.
—No es ninguna broma —dijo el médico con voz suave pero firme—. Sé que esto te resulta difícil, sobre todo después de lo que te pasó con Elizabeth. Pero tienes que serenarte. Michelle te necesita.
La mente de Charles era una confusión de pensamientos y emociones. Se debatió consigo mismo, tratando de concentrarse.
—¿Qué le hace pensar que Michelle tenga leucemia? —Habló lentamente, con un gran esfuerzo. Cathryn volvió a sentarse.
—El diagnóstico es claro —dijo el doctor Wiley con suavidad.
—¿Qué clase de leucemia? —preguntó Charles, metiéndose los dedos en el pelo y fijando la mirada en la pared de ladrillos—. ¿Linfocítica?
—No. Lo siento, pero se trata de una leucemia mieloblástica aguda.
Lo siento… Lo siento… Una frase hecha a la que recurrían los médicos cuando no sabían qué más decir. Fue un eco desagradable en la cabeza de Charles. «Siento decirle que su esposa ha muerto…». Era como un cuchillo que se le hundía en el corazón.
—¿Células leucémicas circulantes? —preguntó Charles, obligando a su inteligencia a que luchara contra la memoria.
—Lo siento, pero así es. El recuento de células blancas es de más de cincuenta mil.
Un silencio mortal descendió sobre la habitación. Bruscamente, Charles empezó a caminar. Se movía con pasos rápidos, mientras sus manos se debatían.
—El diagnóstico de leucemia no es seguro hasta que se hace un examen medular —señaló de repente Charles.
—Ya se ha hecho —le dijo Wiley.
—Eso no es posible. Yo no he dado permiso —protestó Charles, cortante.
—Yo se lo di —dijo Cathryn, con la voz vacilante, temerosa de haber hecho algo malo.
Charles ignoró a Cathryn, y siguió mirando con furia al doctor Wiley.
—Yo mismo quiero ver los preparados.
—He hecho que el hematólogo mirara las placas —dijo Wiley.
—No me importa. Las quiero ver —insistió Charles, enfadado.
—Como quieras —dijo el doctor Wiley. Recordaba que Charles era un estudiante atropellado pero concienzudo. Al parecer, no había cambiado. Aunque Wiley sabía que era importante para Charles verificar el diagnóstico, en ese momento hubiera preferido hablar del cuidado que había que prodigar a Michelle.
—Sígueme —dijo por fin, y condujo a Charles por el pasillo. Cuando abrieron la puerta del salón de conferencias se oyó un estruendo de bebés que lloraban. Cathryn, que al principio no sabía qué hacer, corrió tras los hombres.
En el extremo opuesto del pasillo entraron en un cuarto angosto que hacía las veces de un pequeño laboratorio clínico. Había espacio suficiente para un mostrador y una fila de taburetes. Los estantes llenos de muestras de orina daban al cuarto un ligero olor desagradable. Una muchacha de cara granujienta, vestida con una chaqueta blanca y sucia, se bajó respetuosamente del taburete más cercano. Había estado atareada, haciendo análisis de orina.
—Por aquí, Charles —dijo el doctor Wiley, indicándole un microscopio cubierto con un plástico, que sacó. Era un Zeiss binocular. Charles se sentó, ajustó las lentes y encendió la luz. Wiley abrió un cajón y sacó una bandeja de preparados. Con suavidad levantó uno, teniendo cuidado de tocar sólo los bordes. Al extendérselo a Charles, ambos hombres se miraron a los ojos. Al pediatra le pareció que Charles era como un animal acorralado.
Con la mano izquierda, Charles tomó el preparado, usando el pulgar y el meñique. En el centro de la placa había algo que parecía una mancha inocua. En la parte inferior del vidrio se veía la leyenda:
MICHELLE MARTEL 882673 MÉDULA.
Con mano temblorosa, Charles colocó el preparado en el microscopio y puso una gota de aceite sobre el portaobjeto. Observó desde un costado, bajó la lente de inmersión hasta que tocó el aceite.
Charles, inspirando hondo, puso los ojos en los oculares y con gran nerviosismo empezó a levantar el tubo del microscopio. De repente vio una multitud de células celestes. Se le cortó la respiración y la sangre se le agolpó en las sienes. Un estremecimiento de terror le recorrió el cuerpo: le pareció estar contemplando su propia sentencia de muerte. En lugar de la acostumbrada población de células en diversas etapas de maduración, la médula de Michelle estaba llena de grandes células indiferenciadas, con sus correspondientes grandes núcleos irregulares que contenían nucléolos múltiples. Un sentimiento de pánico se apoderó de él.
—Creo que estarás de acuerdo en que es concluyente —dijo suavemente el doctor Wiley.
Charles se puso de pie de un salto, tirando al suelo el taburete. Una ira incontrolable, producto de la mañana exasperante que había tenido, alimentada ahora por la enfermedad de Michelle, lo cegó.
—¿Por qué? —le gritó a Wiley, como si el pediatra formara parte de una conspiración en torno a él. Lo tomó de la camisa y lo sacudió con violencla.
Cathryn se interpuso entre los dos, abrazando a su marido.
—¡Detente, Charles! —gritó horrorizada por la posibilidad de enemistarse con el único hombre que necesitaban para que los ayudara—. El doctor Wiley no tiene la culpa. Si alguien tiene la culpa, somos nosotros.
Como si despertara de un sueño, Charles soltó la camisa del médico. Le había ladeado la corbata de lazo. Se agachó y levantó el taburete, luego se irguió y se cubrió la cara con las manos.
—No se trata de culpar a nadie —dijo el doctor Wiley, arreglándose nerviosamente la corbata— sino de tratar a la niña.
—¿Dónde está Michelle? —preguntó Charles. Cathryn no le soltó el brazo.
—Ya se le ha dado entrada en el hospital. Está en Anderson 6, un piso que tiene enfermeras magníficas —le informó Wiley.
—Quiero verla —dijo Charles, con voz todavía débil.
—Por supuesto. Pero creo que primero debemos discutir el tratamiento. Escucha, Charles. —El doctor Wiley extendió la mano, en actitud de consuelo, pero luego lo pensó mejor y la retiró. Se metió ambas manos en los bolsillos—. Aquí en Pediatría tenemos a una de las eminencias mundiales en leucemia infantil, el doctor Stephen Keitzman, y con permiso de Cathryn ya me he puesto en contacto con él. Michelle está muy enferma, y cuanto antes la vea un oncólogo pediatra, mejor. Dijo que nos vería en cuanto llegaras tú. Me parece que tendríamos que hablar con él primero, y luego ver a Michelle.
Al principio, Cathryn no estaba segura en cuanto al doctor Keitzman. Su aspecto era el opuesto al de Wiley, un hombre pequeño, joven, al parecer, con una cabeza grande y pelo oscuro, espeso y rizado. Llevaba unas gafas sin montura sobre la nariz delgada, de poros abiertos. Tenía una manera de ser algo brusca, gestos nerviosos, y un tic peculiar que lo atacaba cuando dejaba de hablar. De repente, levantaba el labio superior en un gesto despectivo que por un momento dejaba ver los dientes enfundados a la par que distendía los orificios nasales; duraba sólo un instante, pero tenía un efecto inquietante en la gente que lo veía por primera vez. Sin embargo, era un hombre seguro de sí mismo y hablaba con tanta autoridad que Cathryn le tuvo confianza en seguida.
Segura de que se olvidaría de todo lo que les decía, sacó una libretita y un bolígrafo. Se sentía confundida al ver que Charles parecía no prestar atención. Miraba por la ventana, como si observara el tráfico que avanzaba por la avenida Longwood. El viento del nordeste había traído un aire ártico a Boston, y la mezcla de llovizna y aguanieve se convertía en espesa nevada. Cathryn se sintió aliviada de que Charles estuviera a su lado, para hacerse cargo de todo, porque ella se sentía incapaz. Sin embargo, actuaba de forma extraña: enojado primero, luego distante.
—En otras palabras —resumió el doctor Keitzman—, el diagnóstico de leucemia mieloblástica aguda está más allá de toda duda.
Charles volvió la cabeza y examinó el cuarto. Sabía que tenía un dominio precario de sus emociones, lo que hacía difícil concentrarse en lo que decía Keitzman. Con enfado, sentía que había pasado la mañana entera viendo cómo la gente socavaba su seguridad, dislocaba su vida, destruía a su familia, le robaba la felicidad, apenas descubierta. Racionalmente sentía que existía una gran diferencia entre Morrison e Ibáñez por una parte y Wiley y Keitzman por la otra, pero por el momento todos ellos provocaban en él la misma furia. Le costaba mucho creer que Michelle pudiera tener leucemia, y del tipo peor, el más mortífero. Él ya había vivido ese desastre. Ahora debía tocarle a otro.
Mientras escuchaba con indiferencia, Charles examinó al doctor Stephen Keitzman, que había asumido el típico aire condescendiente del médico a cargo del caso y dejaba caer datos e informaciones como si estuviera dando una conferencia. Era evidente que Keitzman había pasado por lo mismo muchas veces, y sus frases hechas, como «Lo siento», sonaban insinceras. Eran frases que Keitzman habría usado con frecuencia. Charles tuvo la desagradable impresión de que el hombre estaba disfrutando, no de la misma manera en que hubiera disfrutado de una película o una buena comida, sino de una forma sutil y complaciente: era el centro de la atención en una crisis. Esta actitud le chocó a Charles, sobre todo porque conocía demasiado bien el material al que se refería Keitzman. Se obligó a permanecer callado mientras su mente convocaba imágenes caleidoscópicas de Michelle a medida que iba creciendo.
—Para aliviar el inevitable sentimiento de culpa —prosiguió Keitzman después de descubrir los dientes en uno de sus gestos nerviosos— quiero destacar que la causa y la fecha de iniciación de una leucemia como la de Michelle son desconocidas. Los padres deben esforzarse por no echar la culpa a algún acontecimiento específico como causa de la enfermedad. El objetivo será tratar el estado y producir una remisión. Me alegra poder informarles que hemos obtenido resultados muy favorables con casos de leucemia mieloblástica aguda, algo que no sucedía hace diez años. Ahora podemos lograr una remisión en un ochenta por ciento de los casos.
—Eso es maravilloso —afirmó Charles, hablando por primera vez—. A diferencia de las curas que han estado logrando en otros tipos de leucemia, que duran cinco años, nos gustaría que nos dijera cuánto dura la remisión en la forma de leucemia que tiene Michelle. —Era como si Charles estuviera aguijoneando a Keitzman para que revelara, de una vez por todas, la peor noticia.
Keitzman se ajustó las gafas y se aclaró la garganta.
—Doctor Martel, soy consciente de que usted sabe más que otros padres acerca de la condición de su hija. Pero como su especialidad no es, específicamente, la leucemia infantil, no tengo idea de cuánto sabe y cuánto desconoce. Por lo tanto, me pareció mejor explicar todo, como si usted no supiera nada. Y aun en el caso de que todos estos datos le resulten familiares, tal vez sean útiles para su esposa.
—¿Por qué no responde a mi pregunta? —preguntó Charles.
—Me parece más provechoso que nos concentremos en lograr una remisión —dijo el doctor Keitzman. Su tic nervioso se hizo más frecuente—. Mi experiencia me ha demostrado que, con los avances en quimioterapia, hay que tratar la leucemia con un enfoque modificable día a día. Hemos visto remisiones espectaculares.
—Excepto en el tipo que tiene Michelle —estalló Charles como en un gruñido—. Vamos, dígame qué probabilidades tiene una leucemia mieloblástica aguda de sobrevivir cinco años.
El doctor Keitzman desvió la mirada para no enfrentarse a los ojos desafiantes de Charles, y la posó en el rostro asustado de Cathryn. Ella había hecho una pausa en sus apuntes, y miró boquiabierta a Keitzman, quien se daba perfecta cuenta de que todo iba muy mal. Miró al doctor Wiley en busca de apoyo, pero Wiley, con la cabeza gacha, se miraba las manos. Entonces, tratando de evitar la mirada de Charles, Keitzman habló, en un nuevo tono de voz.
—Una supervivencia de cinco años es notable en casos de leucemia mieloblástica aguda, pero no imposible.
—Ahora se está acercando a la verdad —afirmó Charles, poniéndose en pie de un salto y apoyándose sobre el escritorio del doctor Keitzman—. Pero, para ser más precisos, la supervivencia media en estos casos, si es que se obtiene una remisión, es de uno o dos años solamente. Y, en el caso de Michelle, con células leucémicas circulantes, la probabilidad de remisión es mucho menor de un ochenta por ciento. ¿No está usted de acuerdo, doctor Keitzman?
Keitzman trató de pensar cuál sería la mejor manera de responder a la pregunta. Quitándose los anteojos, dijo:
—Hay algo de verdad en lo que usted dice, pero no es una manera constructiva de encarar la enfermedad. Existen una gran cantidad de variables.
Charles caminó bruscamente hasta la ventana y miró la sucia nieve que caía.
—¿Por qué no le dice a mi esposa cuánto sobreviven los que no reaccionan… los pacientes que no experimentan una remisión?
—No estoy seguro para qué sirve esto… —empezó a decir Keitzman.
Charles giró en redondo.
—¿Para qué sirve? ¿Y se atreve a preguntarlo? Yo se lo diré. Lo peor que tiene la enfermedad es la incertidumbre. Los seres humanos son capaces de adaptarse a cualquier cosa, siempre que haya alguna certeza, pero se enloquecen cuando dan tumbos sin saber nada.
Mientras hablaba, Charles volvió ruidosamente al escritorio del doctor Keitzman. Al ver la libreta de Cathryn, se apoderó de ella y la arrojó al cesto de papeles.
—¡No necesitamos tomar apuntes en esta reunión! No es una maldita conferencia. Además, sé todo lo que hay que saber respecto a la leucemia. —Se volvió a Keitzman, con la cara colorada—. Vamos, díganos cuánto sobreviven los que no reaccionan.
Keitzman se hizo hacia atrás en su silla y tomó el borde del escritorio con las manos, como si estuviera a punto de salir volando.
—No mucho —dijo, por fin.
—Eso no basta —acusó Charles, cortante—. Sea más específico.
—¡Está bien! —exclamó el doctor Keitzman—. Semanas, a lo sumo meses.
Charles no dijo nada. Después de haber acorralado a Keitzman, se sentía de repente sin propósito o dirección. Se hundió en un sillón. El rostro de Keitzman se recobró luego de una serie de repetidos tics. Intercambió miradas con Wiley. Luego prosiguió sus recomendaciones, volviéndose a Cathryn.
—Bien, como estaba diciendo, es mejor pensar en la leucemia como una enfermedad que no es fatal, y tomar cada día tal cual viene.
—Eso es como decirle al condenado a muerte que no piense en su fin —musitó Charles.
—Doctor Martel —dijo el doctor Keitzman claramente—, yo esperaba que su reacción ante esta crisis fuera totalmente distinta, como médico que es.
—Es fácil reaccionar de manera distinta —objetó Charles— cuando no se trata de un miembro de la familia. Desgraciadamente, yo ya he pasado por todo esto.
—Creo que deberíamos discutir la terapia —afirmó el doctor Wiley, hablando por primera vez.
—Estoy de acuerdo —dijo el doctor Keitzman—. Debemos iniciar el tratamiento cuanto antes. En realidad, me gustaría empezar hoy, en cuanto terminemos con todos los estudios básicos. Naturalmente, necesitaremos su consentimiento, debido a la naturaleza de las drogas.
—Con una posibilidad de remisión tan escasa, ¿está seguro de que vale la pena someter a Michelle a los efectos secundarios? —Charles hablaba con más calma ahora. Mentalmente veía a Elizabeth durante los últimos meses, víctima de violentos ataques de náusea… Veía la pérdida de pelo… Cerró los ojos.
—Sí, estoy seguro —declaró con firmeza Keitzman—. Es un hecho establecido que se han producido avances significativos en el tratamiento de la leucemia infantil.
—Eso es absolutamente cierto —confirmó Wiley.
—Se han producido avances —acordó Charles— pero, desgraciadamente en casos de leucemia diferentes al de Michelle.
Los ojos de Cathryn saltaron de Charles a Keitzman y luego a Wiley. Esperaba, necesitaba una unanimidad sobre la cual pudiera construir una esperanza. En cambio, sólo encontraba desacuerdo y animosidad.
—Bien —empezó el doctor Keitzman— yo creo en un tratamiento agresivo en todos los casos, sean cuales sean las probabilidades de remisión. Todo paciente merece una oportunidad, a cualquier costo. Un día, un mes, son preciosos.
—Aunque el paciente prefiera terminar con su sufrimiento —dijo Charles, recordando los últimos días de Elizabeth—. Cuando las probabilidades de remisión, no hablemos de cura, por supuesto, son menos de un veinte por ciento, no creo que valga la pena someter a una niña a un dolor adicional.
El doctor Keitzman se puso de pie con brusquedad.
—Obviamente, valoramos la vida de manera distinta. Yo creo que la quimioterapia es un arma verdaderamente notable contra el cáncer. Usted tiene derecho a su opinión, por supuesto. Sin embargo, parece evidente que preferiría buscar otro oncólogo o hacerse cargo usted mismo de la terapia de su hija. ¡Buena suerte!
—¡No! —exclamó Cathryn, poniéndose de pie de un salto, aterrorizada ante la perspectiva de que Keitzman los abandonara, pues el doctor Wiley decía que era el mejor especialista—. Doctor Keitzman, lo necesitamos. Michelle lo necesita.
—Me parece que su marido no comparte su opinión, señora.
—Sí, la comparte —afirmó Cathryn—. Está perturbado. Por favor, doctor Keitzman —Cathryn se volvió a Charles y le puso la mano en el cuello—. ¡Charles, por favor! No podemos luchar solos. Esta mañana has dicho que no eras pediatra. Necesitamos al doctor Keitzman y al doctor Wiley.
—Yo creo que debería cooperar —lo instó Wiley.
Charles se hundió bajo el peso de su propia impotencia. Sabía que él no podía tratar a Michelle, a pesar de que estaba convencido de que el enfoque que se daba a la enfermedad era equivocado. No tenía nada que ofrecer y en su mente sólo había una confusión de emociones encontradas.
—Por favor, Charles —suplicó Cathryn.
—Michelle está muy enferma —dijo Wiley.
—Está bien —murmuró Charles suavemente, obligado a capitular una vez más.
Cathryn miró al doctor Keitzman.
—¡Bueno! Ha dicho que está bien.
—Doctor Martel. ¿Quiere usted que yo sea el oncólogo? —preguntó Keitzman.
Con un suspiro que indicaba lo mucho que le costaba respirar, Charles asintió de mala gana. Keitzman se sentó y ordenó rápidamente unos papeles que tenía sobre el escritorio.
—Muy bien —dijo por último—. Nuestro tratamiento para la leucemia mieloblástica incluye las siguientes drogas: Daunorubicina, Tioguanina y Citarabina. Comenzaremos inmediatamente con sesenta miligramos por metro cuadrado de Daunorubicina suministrados por vía endovenosa por infusión rápida.
Mientras el doctor Keitzman esbozaba la dosificación del tratamiento, Charles se torturaba pensando en los posibles efectos laterales de la Daunorubicina. La fiebre de Michelle era causada probablemente por una infección debida al poder reducido que tenía su cuerpo para luchar contra las bacterias. La Daunorubicina empeoraría esa situación. Además de hacerla básicamente impotente para luchar contra un ejército de bacterias y hongos, la droga le devastaría el sistema digestivo y posiblemente el corazón también… y… el pelo. ¡Dios mío!
—Quiero ver a Michelle —dijo de pronto, poniéndose de pie de un salto mientras intentaba sofocar sus pensamientos. De inmediato se dio cuenta de que había interrumpido al doctor Keitzman en mitad de una oración. Todos lo miraron, como si hubiera hecho algo atroz.
—Charles, me parece que deberías escuchar —le aconsejó Wiley extendiendo la mano y tomándolo de un brazo. Fue un gesto reflejo y sólo después de tocarlo, el doctor Wiley pensó si había sido aconsejable hacerlo. Sin embargo, Charles no reaccionó en realidad, el brazo le caía, fláccido, y después de un tirón leve volvió a sentarse.
—Como estaba diciendo —prosiguió Keitzman—, creo que es importante adaptar el enfoque psicológico a la paciente. Generalmente, los divido por edad: menores de cinco años, niños en edad escolar y adolescentes. Con los menores de cinco es sencillo: terapia con constante apoyo de cariño. Los problemas comienzan con los niños de edad escolar, cuya mayor preocupación es el temor de separarse de sus padres y el dolor del tratamiento hospitalario.
Charles se debatió en su asiento. No quería pensar en el problema desde el punto de vista de Michelle. Eso era demasiado doloroso. Los dientes del doctor Keitzman brillaron por un momento mientras se le contorsionaba la cara, en seguida prosiguió.
—A los niños en edad escolar se les informa especialmente de lo que ellos preguntan. El enfoque psicológico se centra en aliviar la ansiedad causada por la separación.
—Creo que Michelle va a sentir terriblemente la separación —dijo Cathryn, que luchaba por seguir la explicación del doctor Keitzman, deseosa por cooperar y así agradar al hombre.
—En los adolescentes —siguió el doctor Keitzman, sin acusar recibo de la intervención de Cathryn—, el tratamiento se aproxima al de los adultos. El enfoque psicológico está orientado hacia la eliminación de la confusión y la incertidumbre sin destruir el rechazo, si este es parte del mecanismo de defensa del paciente. En la situación de Michelle, desgraciadamente, el problema se ubica entre la edad escolar y la adolescencia. No estoy seguro de cuál es la mejor manera de tratarla. Tal vez los padres tengan una opinión al respecto.
—¿Quiere decir si se debe informar a Michelle de que tiene leucemia? —preguntó Cathryn.
—Eso es parte del problema —convino Keitzman.
Cathryn miró a Charles, pero su marido había vuelto a cerrar los ojos. El doctor Wiley le devolvió la mirada con expresión de simpatía, lo que le dio un poco de seguridad a Cathryn.
—Bien —dijo el doctor Keitzman—, eso es algo que hay que pensar mucho. No hay por qué tomar una decisión ahora. Se le puede decir que estamos tratando de descubrir qué tiene. Antes de separarnos, ¿tiene hermanos Michelle?
—Sí —contestó Cathryn—. Dos varones.
—Bien. Habrá que determinar su antígeno leucocitario y su grupo sanguíneo, para ver si son compatibles. Probablemente necesitaremos plaquetas, granulocitos e incluso hasta médula, de modo que espero que concuerde con alguno de los dos.
Cathryn miró a Charles en busca de apoyo, pero su marido seguía con los ojos cerrados. No tenía ni idea dé qué estaba hablando el doctor Keitzman, pero suponía que Charles sí. Su marido, sin embargo, parecía más abatido que ella por la noticia.
Mientras subía en el ascensor, Charles luchaba por serenarse. Nunca en su vida había sentido emociones conflictivas tan dolorosas. Por una parte, ansiaba el momento de ver a su hija, para poder abrazarla y protegerla; por otra parte, le espantaba la idea de verla. Tenía que aceptar el diagnóstico, y conocía demasiado bien la gravedad del problema. Michelle se daría cuenta, por su expresión.
El ascensor se detuvo. Se abrieron las puertas. Ante él se extendía un corredor celeste, con figuras de animales pegadas como calcomanías sobre la pintura. Estaba lleno de niños de distintas edades con ropa de dormir, enfermeras, padres y hasta empleados de mantenimiento alrededor de una escalera, arreglando las luces. El doctor Wiley los condujo por el pasillo, bordeando la escalera. Pasaron por el puesto de las enfermeras. La encargada de turno, al ver al doctor Wiley, corrió a su lado. Charles miraba hacia abajo, observándole los pies. Cathryn iba a su lado, y lo había tomado del brazo.
Michelle tenía un cuarto para ella sola. Estaba pintado de celeste, igual que el corredor. En la pared izquierda, al lado de la puerta del baño, había un hipopótamo grande, bailando y en el extremo del cuarto, una ventana con persianas. A la derecha, un ropero, un escritorio, una mesita de noche, y la cama típica de hospital. En la cabecera de la cama, de un poste de acero inoxidable colgaban una bolsita de plástico y una botella. La sonda de plástico serpenteaba y se metía en el brazo de Michelle. La niña, que estaba mirando hacia la ventana, se volvió al oírlos entrar.
—Hola, rabanito —dijo alegremente el doctor Wiley—. Mira a quien te traigo.
Al ver a su hija, el temor de enfrentarse a ella se desvaneció en una oleada de afecto y preocupación. Corrió hacia ella y apoyando la cabecita entre sus brazos, la acercó a él. Michelle reaccionó abrazándolo con el brazo libre.
Cathryn dio la vuelta a la cama y se detuvo frente a Charles. Se dio cuenta de que su marido luchaba por contener las lágrimas. Después de algunos minutos, Charles soltó a su hija y suavemente depositó su cabeza sobre la almohada. Alisándole el abundante pelo negro, lo arregló en dos bandas que enmarcaban la pálida carita. Michelle tomó la mano de Charles y se la apretó.
—¿Cómo estás? —le preguntó Charles. Temía que Michelle pudiera darse cuenta de su precario estado emocional.
—Ahora me encuentro bien —contestó ella, claramente contenta de ver a sus padres.
Pronto se le ensombreció el rostro y, volviéndose hacia Charles, preguntó:
—¿Es verdad, papá?
A Charles le dio un vuelco el corazón. «Lo sabe», pensó, alarmado. Miró al doctor Keitzman, tratando de recordar lo que él había dicho con respecto al enfoque psicológico apropiado.
—¿Qué es verdad? —preguntó el doctor Wiley, acercándose al pie de la cama.
—Papá —suplicó Michelle—. ¿Es verdad que me tengo que quedar a dormir aquí?
Charles parpadeó, como si le costara creer que Michelle no le estuviera pidiendo que confirmara el diagnóstico. Luego, cuando se sintió seguro de que ella no sabía que tenía leucemia, sonrió con alivio.
—Sólo unas pocas noches —dijo.
—Pero no quiero faltar a la escuela —protestó Michelle.
—No te preocupes de la escuela —la calmó Charles, con una risa nerviosa. Miró un instante a Cathryn, que también rio. La misma risa vacía—. Es importante que permanezcas aquí para que te observen y descubran cuál es la causa de la fiebre.
—No quiero más análisis —dijo la niña, abriendo los ojos de temor. Ya había sufrido bastante.
Charles se sorprendió al ver qué delgado era el cuerpecito de Michelle en la cama de hospital. Sus bracitos parecían increíblemente frágiles. Asomaban de las mangas del camisón reglamentario. El cuello, que siempre había sido normal, parecía ahora del tamaño del antebrazo. Tenía la apariencia de un ave delicada y vulnerable. Charles sabía que en el corazón de la médula de Michelle un grupo de sus propias células libraban una batalla contra su cuerpo. Y él no podía hacer nada para ayudarla. Absolutamente nada.
—El doctor Wiley y el doctor Keitzman sólo harán los análisis imprescindibles —la tranquilizó Cathryn, acariciándole el pelo—. Tendrás que portarte como una niña grande.
El comentario de Cathryn despertó un sentimiento de protección en Charles. Reconocía que no podía hacer nada por Michelle, pero al menos podía protegerla contra un trauma innecesario. Sabía muy bien que los pacientes que sufrían de enfermedades raras siempre eran molestados con toda clase de tormentos y que estaban sujetos a los antojos de los médicos. Con la mano derecha, Charles volvió la botella de plástico flexible para poder leer la etiqueta. Plaquetas. Sin soltar la botella, se volvió al doctor Wiley.
—Necesitaba plaquetas inmediatamente —explicó el doctor Wiley—. No tenía más que veinte mil.
Charles asintió.
—Bueno, debo irme —dijo el doctor Keitzman. Apretando un pie de la niña a través de las mantas, agregó—: La veré luego, señorita Martel. Vendrán a verte otros médicos luego. Por este tubo te estamos inyectando medicamentos, de modo que debes mantener el brazo quieto.
Charles miró el tubo de plástico: ¡Daunorubicina! Sintió una nueva oleada de temor, acompañada por el deseo de extender el brazo y arrancar a su adorada hija de las garras del hospital. Un pensamiento irracional le cruzó por la mente: tal vez la pesadilla desaparecería si apartaba a Michelle de toda esa gente.
—Estoy disponible en cualquier momento, en caso de que quieran hablar conmigo —dijo Keitzman mientras se dirigía a la puerta.
Cathryn recibió el ofrecimiento con una sonrisa y un movimiento de cabeza. Notó que Charles no apartaba la mirada de Michelle. Se sentó en el borde de la cama y le susurró algo al oído. Cathryn rogó que el silencio de su marido no contribuyera a aumentar el fastidio del oncólogo.
—Voy a salir un momento —anunció el doctor Wiley, siguiendo a Keitzman. La enfermera de turno, que no había dicho ni una sola palabra, también se fue.
En el corredor, el doctor Keitzman aminoró el paso para permitir que lo alcanzara Wiley. Juntos caminaron hacia el puesto de las enfermeras.
—Me parece que Charles Martel va a hacer que este sea un caso muy difícil —dijo Keitzman.
—Temo que tiene razón —convino Wiley.
—Si no fuera por esa pobre chiquilla enferma, le diría a Martel que se fuera al diablo. ¿Qué le pareció ese disparate de no usar quimioterapia? ¡Por Dios! Se diría que un hombre en su posición debería estar al tanto de los adelantos de la quimioterapia, sobre todo en la leucemia linfocítica y la enfermedad de Hodgkin.
—Lo sabe —dijo Wiley—. Está perturbado, nada más. Es comprensible, sobre todo si se piensa que pasó por todo esto cuando la muerte de su mujer.
—Aun así, su comportamiento me ofende. Es un médico.
—Pero se dedica a la investigación —aclaró Wiley—. Hace casi diez años que está apartado de la medicina clínica. Me parece recomendable que los investigadores no se alejen totalmente de la práctica, para conservar así la perspectiva. Después de todo, lo que importa es tratar a la gente.
Llegaron al puesto de enfermeras y ambos se apoyaron en el mostrador, contemplando sin ver la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
—El enfado de Charles me ha asustado durante un momento —reconoció el doctor Wiley—. Pensaba que había perdido el control.
—No estuvo mucho mejor en mi consultorio —dijo el doctor Keitzman, meneando la cabeza—. He tenido que hacer frente a la ira de los pacientes en otras oportunidades, aunque nunca nada igual. Las personas se enfurecen contra el destino, no contra los especialistas que les informan de su diagnóstico.
Los dos médicos vieron a un enfermero que con habilidad dirigía una camilla con un niño recién operado. Acababa de salir del ascensor de pacientes. Durante un momento guardaron silencio. La camilla desapareció en uno de los cuartos, y varias enfermeras corrieron tras ella.
—¿Está pensando lo mismo que yo? —preguntó el doctor Keitzman.
—Probablemente. Estoy pensando si Charles Martel será muy estable o no.
—Entonces estamos pensando lo mismo —dijo el doctor Keitzman—. Tuvo muchos cambios repentinos de ánimo en el consultorio.
Wiley asintió.
—A pesar de las circunstancias, su reacción no es apropiada. Aunque siempre ha sido extraño. Vive en Nueva Hampshire, en medio del campo. Decía que era idea de su mujer, pero cuando ella murió, no se fue a otra parte. Sigue viviendo allí, con su segunda esposa. No sé. Cada uno es como es, supongo.
—Su segunda esposa parece una mujer sensata.
—Oh, es un encanto. Adoptó a los hijos y los trata como propios. Cuando se casaron yo temía que fuera demasiado para ella, pero se adaptó a las mil maravillas. Ha sido un golpe terrible enterarse de que Michelle tenía leucemia, pero creo que reaccionará mejor que Charles. Por eso se lo dije primero, en realidad.
—Tal vez deberíamos hablar con ella un momento —sugirió Keitzman—. ¿Qué le parece?
—Intentémoslo. —El doctor Wiley se volvió al puesto de enfermeras—. ¡Señorita Shannon! ¿Puede venir un momento?
La enfermera encargada se acercó a los dos médicos. El doctor Wiley le explicó que querían hablar con la señora Martel sin su marido, y le pidieron que tratara de arreglarlo. Observaron cómo la señorita Shannon se encaminaba enérgicamente por el corredor. Después de un tic facial, el doctor Keitzman dijo:
—No hace falta decir que la niña está terriblemente enferma.
—Me di cuenta con el análisis de sangre —observó el doctor Wiley—, y me aseguré con el de médula.
—Puede llegar a ser un caso terminal muy rápido, me temo —afirmó Keitzman—. Creo que ya está afectado el sistema nervioso central. Lo que quiere decir que deberemos iniciar el tratamiento hoy mismo. Quiero que los doctores Nakano y Sheetman la vean de inmediato. Martel tiene razón en una cosa. Sus posibilidades de remisión son ínfimas.
—Aun así, hay que intentarlo —dijo Wiley—. En momentos como este, no le envidio su especialidad.
—Por supuesto que lo intentaré —señaló el doctor Keitzman—. Ah, aquí viene la señora Martel.
Cathryn había seguido a la señorita Shannon esperando a medias ver a Marge Schonhauser, pues la enfermera le había dicho que alguien preguntaba por ella. No se le ocurrió pensar en ninguna otra persona, ya que nadie más sabía que estaba en el hospital. Una vez que salió del cuarto de Michelle, la señorita Shannon le explicó que los médicos querían hablar con ella a solas. Le pareció un mal augurio.
—Gracias por venir —le dijo Wiley.
—De nada —Cathryn miró primero a uno de los médicos, luego inmediatamente al otro—. ¿Qué pasa?
—Se trata de su esposo —empezó a decir el doctor Keitzman con cautela. Hizo una pausa, escogiendo las palabras cuidadosamente.
—Nos preocupa que pueda interferir en el tratamiento de Michelle —agregó el doctor Wiley, terminando el pensamiento del otro médico—. Esto es duro para él. En primer lugar, sabe todo lo que hay que saber respecto a la enfermedad. Además, ya ha visto morir a otra persona amada, a pesar de la quimioterapia.
—No es que no entendamos sus sentimientos. Simplemente, creemos que Michelle debe tener todas las posibilidades de una remisión, a pesar de los efectos laterales.
Cathryn estudió los rasgos estrechos, de halcón, del doctor Keitzman, y la cara ancha y redonda del doctor Wiley. Eran muy diferentes físicamente, pero compartían la misma intensidad.
—No sé qué quieren que diga.
—Nos gustaría que nos diera una idea de su estado emocional —dijo Keitzman—. Nos gustaría tener una idea de lo que podemos esperar.
—A mí me parece que todo irá bien —les aseguró Cathryn—. Le costó mucho adaptarse cuando la muerte de su primera esposa, pero se que nunca interfirió en el tratamiento.
—¿Pierde a menudo los estribos, como hoy? —preguntó Keitzman.
—Ha recibido un shock tremendo —explicó Cathryn—. Me parece comprensible. Además, desde la muerte de su primera esposa, la investigación sobre el cáncer ha sido su pasión.
—Una terrible ironía —dijo Wiley.
—¿Y ese estallido emocional de hoy? —preguntó el doctor Keitzman.
—Tiene su genio, sí —aceptó Cathryn—, pero por lo general sabe controlarlo.
—Bueno, eso es alentador. Tal vez no resulte tan difícil, después de todo. Gracias, señora Martel. Nos ha ayudado muchísimo. Sé que usted también ha sufrido un terrible shock. Perdone si hemos dicho algo que haya podido perturbarla. Haremos todo lo posible por Michelle, se lo aseguro. —Volviéndose al doctor Wiley, dijo:— Tengo que echar a andar la maquinaria. Luego hablaré con usted. —Empezó a caminar de inmediato, casi a correr, y en seguida desapareció.
—Tiene unos gestos algo extraños —observó Wiley—, pero no existe mejor oncólogo. Es una de las dos eminencias mundiales en leucemia infantil.
—Llegué a temer que nos abandonara cuando Charles empezó a actuar de esa manera —dijo Cathryn.
—No; es demasiado buen médico para hacer algo así —afirmó el doctor Wiley—. Está preocupado por Charles, por la actitud de su esposo hacia la quimioterapia, pues hay que iniciar un tratamiento agresivo de inmediato si se quiere lograr una remisión.
—Estoy segura de que Charles no interrumpirá el tratamiento.
—Esperemos que así sea —deseó Wiley—. Dependeremos de su fortaleza, Cathryn.
—¿Mi fortaleza? —preguntó Cathryn, sorprendida—. Los hospitales y los problemas médicos no son mis puntos fuertes.
—Mucho me temo que deberá sobreponerse a eso —dijo el doctor Wiley—. La trayectoria clínica de este caso será muy difícil.
En ese momento, Cathryn vio a Charles que salía del cuarto de Michelle. Él también la vio y se dirigió hacia el puesto de las enfermeras. Cathryn corrió a su encuentro. Se abrazaron en silencio, fortaleciéndose mutuamente. Cuando se separaron y fueron hacia el doctor Wiley, Charles demostraba un mayor control.
—Es una buena chica —dijo—. Por Dios, sólo le preocupa tener que quedarse a dormir aquí. Dice que quiere estar en casa para preparar el zumo de naranja para el desayuno. ¿Qué te parece?
—Se siente responsable —afirmó Cathryn—. Hasta que yo llegué, ella era la única mujer de la casa. Teme perderte, Charles.
—Es sorprendente lo que uno ignora acerca de sus propios hijos. Le he preguntado si le importaba que yo volviera al laboratorio. Ha dicho que no, siempre que tú te quedes, Cathryn.
Cathryn se conmovió.
—Camino del hospital hemos tenido una pequeña charla, y por primera vez he sentido que me aceptaba.
—Tiene suerte que estés tú. Y yo también. Espero que no te moleste, pero tengo que dejarte. Quiero que entiendas. Me siento tan impotente, que tengo que hacer algo —explicó Charles.
—Entiendo —dijo Cathryn—. Creo que tienes razón. No puedes hacer nada ahora, y será mejor que te ocupes de otra cosa. Tendré mucho gusto en quedarme. Llamaré a mi madre. Le diré que venga y se ocupe de todo.
El doctor Wiley vio que la pareja se acercaba, satisfecho al notar su cariño y apoyo mutuos. El hecho de que reconocieran su dolor y lo compartieran era saludable. Era un buen signo, alentador. Sonrió, un poco perdido, pues no sabía qué decir. Debía volver a su consultorio, que estaría hecho un caos, pero deseaba permanecer allí por si lo necesitaban.
—¿No tiene un poco de sangre de Michelle? —preguntó Charles. Su voz sonaba profesional.
—Es posible —contestó Wiley. No esperaba esa pregunta. Charles tenía la extraña condición de desconcertarlo.
—¿Dónde la tiene? —preguntó Charles.
—En el laboratorio clínico.
—Muy bien. Vamos.
Charles empezó a caminar hacia el ascensor.
—Me quedo con Michelle —dijo Cathryn—. Te llamaré si hay noticias. De lo contrario, te veré en casa a la hora de cenar.
—Muy bien.
Echó a andar, decidido. Confundido, el doctor Wiley lo siguió, despidiéndose rápidamente de Cathryn con una inclinación de cabeza. La tranquilidad que había sentido respecto a Charles empezaba a resquebrajarse rápidamente. Su estado de ánimo, al parecer, había entrado en una nueva y curiosa tangente. ¿La sangre de su hija? Bueno, era médico.