Mientras hojeaba una revista, Cathryn se debatía con un renovado sentimiento de angustia. Al principio, la sala de espera del doctor Wiley le había resultado un santuario donde se sentía lejos de los horrores del resto del hospital, pero a medida que pasaba el tiempo, la incertidumbre y la premonición volvieron a hacerse presentes. Consultó su reloj. Se dio cuenta de que hacía más de una hora que Michelle estaba en el consultorio. ¡Pasaba algo!
Empezó a inquietarse, a cruzar y descruzar las piernas y a mirar el reloj repetidas veces. Para su pesar, nadie conversaba en la sala de espera, y casi no había movimiento, excepto el de las manos de una mujer que tejía y el de los gestos caprichosos de dos niñitos que jugaban con unos cubos. De repente, Cathryn se percató de lo que la molestaba. Todo era demasiado insulso, sin emoción, como la fotografía bidimensional de una escena tridimensional.
Se puso de pie, incapaz de seguir sentada quieta.
—Perdón —dijo, acercándose a la enfermera—. Mi hija, Michelle Martel. ¿Tiene idea de cuánto más tardará?
—El doctor no ha dicho nada —contestó la enfermera con amabilidad. Estaba sentada con la espalda penosamente recta de manera tal que sus abundantes nalgas rebasaban la parte posterior de la silla.
—Hace mucho que está adentro —insistió Cathryn, en busca de que la tranquilizara.
—El doctor Wiley es muy completo. Estoy segura de que terminará pronto.
—¿Tarda más de una hora por lo general? —preguntó Cathryn. Tenía un miedo supersticioso de hacer preguntas, como si el hacerlas pudiera influir en el resultado final.
—Desde luego —dijo la enfermera recepcionista—. Tarda el tiempo necesario. Nunca se apresura. Es de esa clase de médicos.
«Pero ¿por qué necesita tanto tiempo?», se preguntó Cathryn mientras regresaba a su asiento. La imagen de Tad en su celda de plástico volvía a la mente preocupada de Cathryn. Era terrible saber que los niños contraían enfermedades serias. Antes había creído que era algo muy raro que les ocurría a los hijos de los otros, a los niños que una no conocía. Pero Tad era vecino, el amigo de su hija. Cathryn se estremeció.
Cathryn tomó otra revista y miró los anuncios: gente sonriente, feliz, que lustraba el suelo o compraba automóviles. Pensó qué podía hacer para comer, pero no terminó el pensamiento. ¿Por qué tardaría tanto Michelle? Llegaron otras dos madres con envoltorios rosados que obviamente eran bebés. Luego entró otra madre con su hijo, un niñito de alrededor de dos años con una terrible erupción violácea que le cubría la mitad de la cara. La sala de espera estaba completa y Cathryn empezó a tener dificultad en respirar. Se puso de pie para hacer sitio a la segunda madre que llevaba a su bebé, tratando de no ver al niño de dos años, el de la horrenda, desfigurante erupción. Su temor aumentó. Hacía más de una hora y veinte minutos que había dejado a Michelle con el médico. Se dio cuenta de que estaba temblando.
Una vez más se acercó a la enfermera y se quedó conspicuamente de pie frente a ella, hasta que la mujer notó su presencia.
—Dígame —dijo en un tono penosamente cortés. Cathryn sintió ganas de sacudir a esa mujer cuya blancura almidonada enardecía sus precarias emociones. No necesitaba cortesía, sino calor y comprensión, un poco de sensibilidad.
—¿Cree que es posible —preguntó Cathryn— averiguar por qué tarda tanto?
Antes de que la recepcionista pudiera contestar, se abrió la puerta que estaba a su izquierda y el doctor Wiley asomó la cabeza. Recorrió con la mirada la sala de espera hasta ver a Cathryn.
—Señora Martel, ¿puedo hablar un momento con usted? —Su voz era inexpresiva. Volvió al consultorio, dejando la puerta entreabierta.
Cathryn se dirigió rápidamente hacia el consultorio, tocándose con nerviosismo las peinetas floreadas para asegurarse de que estaban en su lugar, y cerró la puerta cuidadosamente tras de sí. Wiley se había situado junto al escritorio, pero sin sentarse en la silla. Estaba sentado a medias en el borde, con los brazos cruzados sobre el pecho. Cathryn, exquisitamente sensible a todos los matices, escudriñó la ancha cara del hombre. Tenía la frente surcada de arrugas, cosa que Cathryn no había notado la primera vez. No sonreía.
—Necesitamos su permiso para un examen —dijo el doctor Wiley.
—¿Va todo bien? —preguntó Cathryn. Trataba de parecer normal, pero hablaba demasiado fuerte.
—Todo está bajo control. —Descruzando los brazos, Wiley tomó un papel del escritorio—. Pero es preciso hacer un examen de diagnóstico. Necesito su firma en este formulario. —Le entregó el papel. Cathryn lo tomó con mano temblorosa.
—¿Dónde está Michelle? —Sus ojos recorrieron el formulario. Estaba redactado en la jerga médica corriente.
—En uno de los consultorios. Puede verla, si quiere, aunque yo preferiría hacerle el examen antes. Se llama aspiración medular.
—¿Medular? —Cathryn levantó la cabeza de una sacudida. La palabra evocaba la tremenda imagen de Tad Schonhauser en su carpa.
—No hay por qué alarmarse —dijo el doctor Wiley al ver la reacción de Cathryn—. Es un examen sencillo, parecido a la extracción de una muestra de sangre.
—¿Tiene anemia aplástica Michelle? —soltó abruptamente.
—Claro que no. —El doctor Wiley estaba perplejo por su reacción—. Quiero hacer la prueba para el diagnóstico, pero puedo asegurarle que Michelle no tiene anemia aplástica. Si no le molesta mi pregunta, ¿por qué piensa eso?
—Hace unos minutos he ido a visitar al hijo de unos vecinos, que tiene anemia aplástica. Cuando usted ha mencionado la médula… —Cathryn no pudo completar la oración.
—Comprendo —aseguró el doctor Wiley—. No se preocupe. Puedo afirmar que la anemia aplástica no es una posibilidad en este caso. Aún así, necesitamos hacer el examen… para cubrir todos los aspectos.
—¿Cree que debería llamar a Charles? —preguntó Cathryn. Estaba aliviada porque Michelle no podía tener anemia aplástica y agradecida al doctor Wiley por eliminarla como posibilidad. Aunque Charles le había dicho que la anemia aplástica no era infecciosa, su proximidad la asustaba.
—Si quiere llamar a Charles, hágalo, por favor. Pero déjeme que le explique un poco. La aspiración medular se hace con una aguja similar a la que usamos para extraer sangre. Usamos anestesia local, de modo que es prácticamente indoloro, y sólo tarda unos momentos. Una vez que tengamos los resultados, habremos terminado. No es más que un procedimiento simple, que hacemos a menudo.
Cathryn se las arregló para sonreír y dijo que hicieran el examen. El doctor Wiley le caía simpático, y sentía una confianza visceral en aquel hombre, sobre todo porque Charles lo había escogido entre un grupo de pediatras que él conocía muy bien, allá en la época en que nació Chuck. Firmó los formularios donde le indicó el médico, y luego permitió que la acompañara de vuelta a la sala de espera llena de gente.
Para Michelle el hospital había resultado ser tal cual lo esperaba: terrible. Sin embargo, alcanzaba a ver un poco del empapelado, con payasos de plástico sonrientes, caballos de balancín y niños con globos. Había un lavabo en el cuarto, y aunque no alcanzaba a verlo, oía el agua que goteaba y un vidrio empañado que cubría los tubos fluorescentes.
La habían pinchado con agujas tres veces, una vez en cada brazo, luego en un dedo. Las tres veces había preguntado si era la última, pero no le habían contestado, de modo que temía que volviera a ocurrir, sobre todo si se movía demasiado. Por eso estaba inmóvil. Sentía verguenza de llevar tan poca ropa encima. Sólo le habían puesto una especie de camisón, pero abierto en la espalda, y sentía en la piel el papel que cubría la camilla. Al bajar los ojos, alcanzaba a ver los montecitos que hacían los dedos de sus pies debajo de la sábana blanca que la cubría. Incluso sus manos estaban debajo de la sábana, cruzadas sobre el estómago. Había estado temblando un poco pero no se lo dijo a nadie. Lo único que quería era que le dieran su ropa para irse a casa.
Sin embargo, sabía que le había vuelto la fiebre; temía que alguien lo notara y le volviera a clavar una aguja. Le habían dicho que la razón por la que necesitaban su sangre era descubrir por qué tenía fiebre. Se oyó un ruido y se abrió la puerta. Era la enfermera gorda que entraba de espaldas en el cuarto. Su figura cubría el vano de la puerta. Traía algo, y Michelle oyó un sonido de metal sobre metal. Una vez que traspuso la puerta, la enfermera se volvió. Empujaba una mesita con ruedas cubiertas por una toalla azul. Michelle estaba muy quieta sobre la camilla. Incluso con la cabeza sobre la almohada casi lo único que veía era el cielo raso y le pareció bien.
—¿Qué es eso? —preguntó, nerviosa.
—Cosas para el doctor, tesoro —dijo la señorita Hammersmith, como si estuviera hablando de dulces. Llevaba una placa con su nombre prendida con alfileres cerca del hombro, como una condecoración bélica. Sus pechos parecían una cámara de neumático y daba la impresión de tener tanta carne delante como atrás.
—¿Me va a doler? —preguntó Michelle.
—Cariño ¿por qué haces esa pregunta? Todo lo que hacemos, lo hacemos por tu bien. —La señorita Hammersmith parecía ofendida.
—Todo lo que hace el doctor, duele —dijo Michelle.
—Eso no es verdad —contestó la enfermera en tono burlón.
—Ah, mi paciente favorita —saludó el doctor Wiley, abriendo la puerta con el hombro. Al entrar en el cuarto, mantuvo las manos lejos del cuerpo porque las tenía mojadas y el agua chorreaba al suelo. La señorita Hammersmith abrió un paquete, y el médico sacó con cuidado una toalla esterilizante, usando el pulgar y el índice. Michelle se alarmó al ver que llevaba puesta una máscara quirúrgica.
—¿Qué va a hacer? —preguntó la niña, abriendo los ojos desmesuradamente. Olvidó su resolución de quedarse quieta y se incorporó, apoyándose sobre un codo.
—Tengo buenas y malas noticias para ti —afirmó el doctor Wiley—. Tendré que darte otra inyección más, pero la buena noticia es que será la última por algún tiempo. ¿Qué te parece?
El médico arrojó la toalla sobre un mostrador que había junto al lavabo y sacó un par de guantes de goma de un paquete que sostenía la enfermera gorda. Con creciente consternación, Michelle observó cómo se ponía los guantes hasta cubrirse las muñecas, ajustando luego cada dedo.
—Basta de inyecciones —estalló Michelle; los ojos se le llenaron de lágrimas—. Quiero irme a casa. —Trataba de no llorar, pero cuanto más se esforzaba, menos éxito tenía.
—Bueno, bueno —dijo la señorita Hammersmith en tono de consuelo, y empezó a pasarle la mano por el pelo.
Michelle rechazó la mano de la enfermera e intentó sentarse, pero se lo impidió una correa que le sujetaba la cintura.
—Por favor —pudo decir.
—¡Michelle! —ordenó severamente el doctor Wiley; luego, su voz se serenó—. Sé que no te encuentras bien, y que esto no es fácil para ti, pero tenemos que hacerlo. Si colaboras, terminaremos en unos minutos.
—¡No! —gritó Michelle, desafiante—. Quiero a mi papá.
El doctor Wiley se dirigió a la señorita Hammersmith:
—Vaya a ver si puede venir a echarnos una mano la señora de Levy.
La enfermera salió pesadamente del cuarto.
—Muy bien, Michelle, acuéstate y relájate un momento —dijo el doctor Wiley—. Estoy seguro de que tu papá estará muy orgulloso de ti cuando le digamos lo valiente que has sido. Será sólo un minuto. Te lo prometo.
Michelle se recostó y cerró los ojos, sintiendo que las lágrimas le corrían por un lado de la cara. Sabía, intuitivamente, que Charles se sentiría decepcionado si se enteraba de que se había portado como un bebé. Después de todo, sería la última aguja. Pero ya le habían pinchado los dos brazos, de modo que no sabía dónde lo harían ahora.
Volvió a abrirse la puerta y Michelle se incorporó para ver quién entraba. Era la enfermera gorda, seguida por otras dos, una de las cuales llevaba unas correas de cuero.
—No necesitaremos atarla, me parece —dijo el médico—. Muy bien Michelle, quédate quieta un momento.
—Vamos, tesoro —intentó animarla la señorita Hammersmith con voz lisonjera, acercándose y apostándose a un lado de Michelle. Una de las otras dos enfermeras se colocó en el lado opuesto, mientras que la que traía las correas se puso a los pies.
—El doctor Wiley es el mejor médico del mundo y deberías estar agradecida de que se ocupe de ti —siguió diciendo la enfermera mientras bajaba la sábana hasta las piernas de la niña. Michelle tenía los brazos muy tiesos a ambos lados. Trató de resistirse a medias cuando la señorita Hammersmith le levantó el camisón, desnudando su cuerpo de niña desde los pezones hasta las huesudas rodillas.
Observó cómo la enfermera apartaba con un movimiento rápido la toalla de la mesa. El doctor Wiley estaba atareado con los instrumentos, dándole la espalda. Michelle oía el ruido de vidrios y el correr de un líquido. Cuando el médico se volvió, tenía un trozo de algodón en cada mano.
—Sólo voy a limpiarte la piel un poquito —le explicó mientras empezaba a frotarle la cadera.
Michelle sintió una agua helada que le corría por la cadera y se le acumulaba en las nalgas. Era una experiencia nueva, distinta a las inyecciones anteriores. Se esforzó por ver lo que pasaba, pero el medico, suavemente pero con firmeza, la mantuvo en su lugar.
—Terminará en un momento —dijo la señorita Hammersmith.
Michelle miró las caras de las enfermeras. Todas sonreían, pero eran sonrisas forzadas. Michelle empezó a sentir pánico.
—¿Dónde me van a pinchar? —gritó, tratando nuevamente de incorporarse.
En cuanto se movió, sintió unos brazos fuertes que la aferraron y la obligaron a volver a su lugar. Incluso sintió unas manos férreas alrededor de los tobillos. Esta restricción acrecentó su pánico. Trató de debatirse pero la presión que sentía alrededor de manos y piernas aumentó.
—Tranquila —dijo el doctor Wiley mientras sostenía una tela del color metalizado de un revólver, con un agujero en el centro, y la colocaba sobre su cadera. Se volvió a la mesita y se quedó allí, haciendo algo. Cuando reapareció, Michelle vio que tenía una jeringa enorme, con tres anillos de acero inoxidable.
—¡No! —gritó, y con todas sus fuerzas trató de zafarse del apretón de las enfermeras. Al instante sintió el peso oprimente de la señorita Hammersmith sobre su pecho, lo que dificultó su respiración. Luego fue el dolor punzante de una aguja que le atravesaba la piel encima de la cadera, seguido de una sensación de ardor.
Charles dio un mordisco a su bocadillo, atrapando en el aire un pedacito de fiambre, antes de que cayera sobre el escritorio. Era un bocadillo enorme, lo único bueno que se podía comprar en la cafetería del instituto. Ellen se lo trajo al laboratorio, porque Charles no quería ver a nadie y, exceptuando su breve viaje al banco, permaneció sentado ante su escritorio, meditando acerca del registro experimental de Cancerán. Había echado un vistazo a todos los libros del laboratorio y, para su sorpresa, los encontró bien organizados. Empezaba a sentirse optimista: completar el estudio no sería tan difícil como había imaginado al principio. Tal vez pudieran hacerlo en seis meses. Tragó lo que tenía en la boca y lo ayudó con un trago de café tibio.
—Lo único bueno de este proyecto —dijo, limpiándose la boca con el dorso de la mano— es la cantidad de dinero del que se dispone. Por primera vez tenemos suficiente. Apuesto a que nos alcanza para ese nuevo contador automático que queríamos, y para una ultracentrifugadora nueva.
—Yo creo que deberíamos comprar una unidad de cromatografía nueva —sugirió Ellen.
—¿Por qué no? —dijo Charles—. Tenemos derecho, ya que nos han obligado a ocuparnos de este proyecto. —Dejó el bocadillo en el plato de cartón y tomó el lápiz—. Haremos lo siguiente. Empezaremos con una dosis de 1/16 del LD50.
—Espera —pidió Ellen—. Hace tanto que estoy en inmunología, que no me acuerdo de esta clase de drogas. Refresca mi memoria. El LD50 es la dosis de una droga que causa el cincuenta por ciento de la muerte en una población grande de animales de laboratorio. ¿Correcto?
—Correcto —dijo Charles—. Tenemos el LD50 para ratones, ratas, conejos, y monos de los estudios de toxicidad hechos con Cancerán antes que comenzaran los estudios de eficacia. Empecemos con los ratones. Usaremos la cepa RX7, criada para tumores de mama, porque Brighton la pidió y aquí la tenemos.
Con el lápiz, Charles empezó a hacer un diagrama de las fases del proyecto. Mientras escribía, continuaba hablando. Explicaba a Ellen cada paso que seguirían, sobre todo cómo incrementarían la dosificación de la droga y cómo expandirían el estudio para incluir las ratas y los conejos en cuanto obtuvieran algún dato preliminar de los ratones. Como los monos eran muy costosos, no los usarían hasta el final, cuando pudieran extrapolar la información obtenida de los otros animales, para aplicarla a un grupo significativo desde el punto de vista estadístico. Luego, siempre que tuvieran resultados positivos, seleccionarían individuos de cada especie totalmente al azar, para asegurarse de obtener controles adecuados. Después, estos animales nuevos serían tratados con el nivel óptimo de dosis de Cancerán determinado en la primera parte del estudio. Esta parte del proyecto se llevaría a cabo sin que Charles ni Ellen supieran cuáles eran los animales que habían sido tratados. Sólo lo sabrían después de que estos hubieran sido sacrificados, estudiados y registrados.
—Caramba —dijo Ellen suspirando y estirando los brazos hacia atrás—. No sabía cómo sería esto.
—Desgraciadamente, esto no es todo. Después de hacer la autopsia de cada animal, hay que liarlo, no sólo microscópicamente, sino con el microscopio electrónico. Y…
—¡Basta, por ahora! —exclamó Ellen—. Ya me doy cuenta. ¿Y nuestro trabajo? ¿Qué haremos?
—No estoy seguro —dijo Charles. Dejó el lápiz—. Supongo que eso depende de nosotros dos.
—Creo que más depende de ti —afirmó Ellen. Estaba sentada en un taburete alto, con la espalda apoyada contra la mesa de trabajo. Llevaba un guardapolvo blanco desabotonado, y debajo se veía su suéter beige y un collar de perlas naturales, de una sola vuelta. Tenía las suaves manos cruzadas y quietas sobre la falda.
—¿Has dicho en serio eso de trabajar de noche? —le preguntó Charles.
Mentalmente trató de estimar si era posible seguir trabajando con el misterioso factor de bloqueo mientras se dedicaban al Cancerán. Era posible si dedicaban largas horas, aunque avanzaría muy lentamente. Pero aunque pudieran aislar una sola proteína en un solo animal, y que esta funcionara como agente de bloqueo, ya tendrían algo. Aunque un solo ratón se volviera inmune a su tumor, eso ya sería espectacular. Charles sabía que lograr el éxito en un solo caso no era razón suficiente para generalizar, pero sentía que una sola cura serviría de base para convencer al instituto de que apoyara su investigación.
—Mira —señaló Ellen—. Sé lo que significa este trabajo para ti, y que estás próximo a algún tipo de conclusión. No sé si finalmente será positivo o negativo, pero eso no importa. Debes saberlo. Y lo sabrás. Eres la persona más tozuda que he conocido.
Charles estudió el rostro de Ellen. ¿Qué quería decir con que era tozudo? No sabía si era un cumplido o un insulto, y no se daba cuenta cómo la conversación se había desviado al tema de su personalidad. La expresión de Ellen, sin embargo, era neutral, y sus impenetrables ojos no pestañeaban. Ellen sonrió al notar el escrutinio de Charles, y dijo:
—No te sorprendas tanto. Si estás dispuesto a trabajar de noche, yo también lo estoy. Puedo traer cosas para comer, así no tenemos que salir.
—No sé si te das cuenta de lo duro que será. Viviríamos aquí, prácticamente —le recordó Charles.
—Este laboratorio es más grande que mi apartamento —dijo Ellen, riendo—, y mis gatos se saben cuidar solos.
Charles dirigió la mirada al diagrama que acababa de hacer. No estaba pensando en el Cancerán, sin embargo, sino en si era aconsejable trabajar de noche con Ellen.
—¿Te das cuenta de que no sé si Morrison querrá pagarte horas extra? —preguntó.
—Yo no… —empezó a decir Ellen, pero no terminó. El teléfono los interrumpió.
—Contesta tú —pidió Charles—. No quiero hablar con nadie.
Ellen se deslizó de su taburete y, apoyándose en el hombro de Charles, alargó el brazo para alcanzar el teléfono. Su mano descansaba sobre él cuando dijo «Diga», pero inmediatamente la retiró. Dejó el auricular en el regazo de Charles con brusquedad y se alejó.
—Es tu esposa.
Charles levantó el auricular que se le escurría entre las piernas, y logró alzarlo del cordón. No era un momento muy oportuno para que llamara Cathryn, pensó.
—¿Qué pasa? —preguntó, impaciente.
—Quiero que vengas al consultorio del doctor Wiley —dijo Cathryn con voz seca y controlada.
—¿Por qué?
—No quiero discutirlo por teléfono.
—Cathryn, no he tenido una mañana agradable. Dame una idea de lo que pasa.
—¡Charles, ven aquí en seguida!
—Cathryn, todo se me ha desmoronado esta mañana. No puedo ir ahora.
—Te espero —dijo Cathryn, y colgó.
—¡Mierda! —gritó Charles al colgar de un golpe el receptor. Giró su silla y vio que Ellen se había situado detrás de su escritorio—. Para colmo Cathryn quiere que vaya al consultorio del pediatra pero se niega a decirme por qué. ¡Por Dios! ¿Qué más sucederá hoy?
—Eso es lo que te pasa por casarte con una mecanógrafa.
—¿Cómo? —preguntó Charles. Había oído, pero el comentario le parecía fuera de lugar.
—Cathryn no entiende lo que estamos haciendo. No creo que pueda comprender las presiones a que estamos sujetos.
Charles miró interrogante a Ellen, luego se encogió de hombros.
—Probablemente tienes razón. Es evidente que piensa que puedo dejarlo todo y salir corriendo. Creo que es mejor llamar a Wiley para ver qué pasa. —Charles levantó el teléfono y empezó a marcar, pero no completó la llamada. Lentamente, colgó. Pensó en Michelle, y eso puso una nota de preocupación, disminuyendo su enojo. Recordó la hemorragia nasal de esa mañana—. Es mejor que vaya. No tardaré mucho.
—¿Y nuestro horario? —preguntó Ellen.
—Seguiremos hablando cuando vuelva. Mientras tanto, tú prepara una solución diluida de Cancerán para los ratones. Inyectaremos a la primera tanda en cuanto vuelva. —Charles se dirigió al armario de metal cerca de la puerta y sacó su abrigo—. Haz que te traigan los ratones de nuestro cuarto de animales. Será mucho más fácil.
Ellen observó la puerta que se cerraba al salir Charles. Fuera lo que fuese lo que ella resolvía fuera del laboratorio, parecía que siempre que se encontraba frente a frente con él, terminaba dolida. Sabía que era absurdo, pero no podía protegerse. Era tal la mezcla de decepción y enfado que tenía ganas de llorar. Había permitido que la idea de trabajar con él de noche la excitara. Una actitud estúpida, de adolescente. Sabía en su fuero interno que eso no llevaría a nada; al contrario, le causaría más dolor. Agradecida por tener algo específico que hacer, Ellen se dirigió al mostrador, donde estaban las botellas esterilizadas de Cancerán. Era un polvo blanco, como azúcar impalpable, a la espera de que le inyectaran agua esterilizada. No era tan estable en solución como en forma sólida, de modo que había que reconstituirlo al usarlo. Sacó el agua esterilizada y luego uso la computadora para obtener la solución diluida óptima.
Cuando estaba sacando las jeringas, entró el doctor Morrison.
—El doctor Martel no está —dijo Ellen.
—Lo sé —contestó Morrison—. Lo vi salir del edificio. No lo estaba buscando a él. Quería hablar con usted un momento.
Ellen dejó la jeringa, se metió ambas manos en los bolsillos y dio la vuelta al mostrador para quedar frente a Morrison. No era acostumbrado que el jefe del departamento de fisiología viniera a hablar con ella, sobre todo a espaldas de Charles. Sin embargo, con todo lo que había pasado esa mañana, no estaba sorprendida. Además, la expresión de Morrison era tan maquiavélica que este tipo de intrigas parecía apropiado.
Morrison se acercó a ella, extrajo una delgada pitillera de oro, la abrió y le ofreció un cigarrillo. Cuando Ellen rehusó, con la cabeza, Morrison sacó un cigarrillo para sí mismo.
—¿Puedo fumar aquí? —preguntó.
Ellen se encogió de hombros. Charles no lo permitiría, aunque no por razones de seguridad. Simplemente, aborrecía el olor. Ellen sintió un aguijonazo de satisfecha rebelión al permitir, tácitamente, que fumara. Morrison sacó un encendedor de oro que hacía juego con la pitillera y con un complacido ritual, encendió el cigarrillo. Era un gesto estudiado, hecho a propósito, para hacer esperar a Ellen.
—Supongo que sabrá lo que ha sucedido hoy, respecto al caso Brighton —dijo Morrison por fin.
—Algo sé —contestó Ellen.
—¿Sabrá que Charles ha sido seleccionado para continuar con el estudio de Cancerán?
Ellen asintió. Morrison hizo una pausa y exhaló el humo formando anillos.
—Es extremadamente importante para el instituto que este proyecto sea concluido… con éxito.
—El doctor Martel ya ha empezado a trabajar.
—Bien. Bien —dijo Morrison.
Otra pausa.
—No sé exactamente cómo decir esto —empezó Morrison—. Pero me preocupa que Charles pueda echar a perder el experimento.
—No creo que tenga de qué preocuparse. Si hay algo que se puede esperar de Charles, es su integridad científica —afirmó Ellen.
—No es su capacidad intelectual la que me preocupa —explicó Morrison—, sino su estabilidad emocional. Para ser totalmente sincero, me parece un poco impulsivo. Critica de manera exagerada el trabajo de los demás y cree que tiene el monopolio del método científico.
¿Impulsivo? La palabra hizo vibrar una cuerda familiar en la memoria de Ellen. Como si fuese el día anterior, recordaba la última noche pasada con Charles. Habían comido en el restaurante Harvest, fueron al apartamento de ella, en la calle Prescott, e hicieron el amor. Una noche cálida y tierna, pero como de costumbre, Charles no se había quedado a dormir. Dijo que tenía que volver a su casa, con los chicos, para estar allí cuando ellos se despertaran. Al día siguiente, en el laboratorio, se había comportado como siempre, pero nunca volvieron a salir juntos, y Charles nunca le explicó nada. Ni una sola palabra. Luego se casó con la mecanógrafa temporal. A Ellen le parecía como si un día se hubiese enterado de que Charles salía con esa chica, y al día siguiente de que se casaba con ella. Era verdad: la palabra «impulsivo» le cuadraba. Impulsivo y terco.
—¿Qué quiere que le diga? —preguntó Ellen, esforzándose por volver al presente.
—Supongo que quiero que me tranquilice —contestó Morrison.
—Bueno —dijo Ellen—. Sí, Charles es temperamental, estoy de acuerdo, pero no creo que eso influya en su trabajo. Creo que puede confiar en que haga el estudio del Cancerán.
Morrison se relajó y sonrió; sus dientecitos aparecieron detrás de sus labios delgados.
—Gracias, señorita Sheldon. Eso era exactamente lo que quería oír. —Se acercó al fregadero, abrió el grifo y dejó caer el agua sobre su cigarrillo, a medio fumar. Luego lo tiró en la papelera.
—Otra cosa. No sé si puede hacer un gran favor al instituto, y a mí. Me gustaría que me informara si ve un comportamiento anormal, por parte de Charles, en relación con el proyecto Cancerán. Sé que es una petición difícil, pero la comisión directiva en pleno le agradecerá su cooperación.
—Está bien —afirmó Ellen rápidamente, aunque no estaba segura de cómo interpretarlo. Al mismo tiempo pensó que Charles se lo merecía. Ella había hecho mucho por él, sin recibir reconocimiento—. Lo haré con la condición de que lo que yo diga permanezca anónimo.
—Por supuesto —convino Morrison—. No hay necesidad de decirlo. Y, naturalmente, me informará a mí, directamente.
Morrison se detuvo al llegar a la puerta.
—Ha sido un placer hablar con usted, señorita Sheldon. Hacía tiempo que quería hacerlo. Si llega a necesitar algo, mi oficina estará siempre abierta para usted.
—Gracias.
—Podríamos comer juntos alguna noche.
—Tal vez —dijo Ellen.
Se cerró la puerta. Era un hombre extraño, pero de gran decisión y poder.