Su turno había llegado. Una enfermera, que parecía salida de una película de Doris Day, de la década de los cincuenta, llamó a Michelle por su nombre y permaneció junto a la puerta abierta. Michelle tomó con fuerza la mano de su madrastra cuando entraron en el consultorio. Cathryn no sabía cuál de las dos estaba más tensa.
El doctor Wiley levantó la vista de un historial clínico que tenía sobre su escritorio, y las miró por encima de las gafas. Cathryn nunca había visto al doctor Wiley, pero todos los chicos lo conocían. Michelle le dijo a Cathryn que lo había ido a ver hacía cuatro años, cuando tuvo varicela. Tenía ocho años entonces. Cathryn se sintió cautivada de inmediato por el atractivo del hombre. Aparentaba alrededor de sesenta años, y emanaba de él ese aire paternal, tranquilizador, que las personas asocian tradicionalmente con los médicos. Era alto, de pelo canoso, muy corto, y llevaba un abundante bigote gris. La corbata roja de lazo, con el nudo hecho a mano, le daba un aspecto personal que irradiaba vigor. Con sus manos grandes, aunque suaves, dejó el historial clínico sobre el escritorio y se inclinó hacia adelante.
—Bueno, bueno —dijo el doctor Wiley—. La señorita Martel está hecha toda una dama. Estás muy hermosa. Algo pálida, pero hermosa. Preséntame a tu nueva mamá.
—No es mi nueva mamá —dijo Michelle, indignada—. Hace más de dos años que es mi nueva mamá.
Cathryn y el doctor Wiley rieron y, después de un momento de indecisión, Michelle también, aunque no estaba muy segura de por qué.
—Siéntense, por favor —dijo el doctor Wiley, indicando las sillas colocadas frente al escritorio. Como clínico consumado que era, había empezado el examen no bien Michelle entró en su consultorio. Además de la palidez, había notado el paso inseguro de la niña, su postura agobiada, la mirada vidriosa de sus ojos azules. Tras abrir el historial clínico de Michelle, que acababa de releer, tomó un lápiz.
—¿Qué sucede?
Cathryn describió la enfermedad de Michelle, y esta agregó comentarios aquí y allí. Cathryn dijo que todo había empezado gradualmente, con fiebre y un malestar general. Creían que tenía gripe, pero no se le iba. Algunas mañanas estaba bien, otras muy mal. Cathryn concluyó diciendo que había decidido llevarla finalmente para que la examinara, en caso de que necesitara antibióticos.
—Muy bien —dijo el doctor Wiley—. Me gustaría quedarme a solas con Michelle, si no le molesta, señora Martel. Se puso de pie, se dirigió a la puerta del consultorio, y la abrió.
Cathryn se quedó confundida un momento, y se puso de pie. Esperaba quedarse con Michelle. El doctor Wiley sonrió cálidamente y, como si leyera la mente, le aseguró:
—Michelle estará cómoda conmigo. Somos viejos amigos.
Cathryn apretó ligeramente el hombro de Michelle y se encaminó hacia la puerta, donde se detuvo.
—¿Cuánto tardará? ¿Tengo tiempo de visitar a un enfermo?
—Creo que sí. Tardaremos unos treinta minutos.
—Volveré antes, Michelle —dijo Cathryn.
Michelle se despidió con un ademán y la puerta se cerró.
Cathryn siguió las instrucciones de la enfermera y desanduvo el camino hasta llegar al vestíbulo de recepción. Al subir al ascensor volvió a sentir su antiguo miedo a los hospitales. Mientras miraba a una pobre niñita en una silla de ruedas, se dio cuenta de que los hospitales pediátricos eran particularmente intimidantes. La idea de un niño enfermo la descomponía. Intentó concentrarse en el indicador de pisos situado encima de la puerta, pero una necesidad poderosa e incomprensible atraía su mirada hacia la niña enferma. Cuando se abrieron las puertas en el quinto piso, donde salió del ascensor, tenía las piernas como de goma y las palmas de las manos húmedas por la transpiración.
Cathryn se dirigía a la unidad de aislamiento Marshall Memorial, pero el quinto piso contenía también la unidad de terapia intensiva y la sala de recuperación quirúrgica.
En el estado sensible en que se encontraba, se vio sometida a las imágenes y sonidos asociados con una crisis médica aguda. La señal electrónica de los monitores cardíacos se mezclaba con los alaridos de niños aterrorizados. Por todas partes se veía una profusión de tubos, botellas y máquinas chirriantes. Era un mundo extraño, poblado por un personal que iba y venía apresuradamente y que a Cathryn le parecía irrazonablemente indiferente al horror que lo rodeaba. Cathryn no se daba cuenta del hecho de que a esos niños se los estaba socorriendo.
Durante la pausa que hizo para recobrar el aliento en un corredor angosto con muchas ventanas, Cathryn notó que estaba cruzando de un edificio a otro dentro del centro médico. El corredor era un pacífico puente. Estuvo sola un momento hasta que pasó por su lado un hombre en una silla de ruedas motorizada, con la leyenda EXPEDIDOR en la parte de atrás. Sobre un enrejado de metal sonaban de manera discordante tubos de ensayo y frascos llenos de toda clase de muestras de fluidos corporales. El hombre le sonrió, y Cathryn le devolvió la sonrisa. Fortificada, siguió su camino.
La unidad de aislamiento Marshall Memorial le pareció menos atemorizante. Todas las puertas de las habitaciones estaban cerradas, y no se veían enfermos. Cathryn llegó hasta el puesto de las enfermeras, que le pareció la sección de venta de pasajes de un aeropuerto moderno y no el centro nervioso de la sala de un hospital. Era un recinto cuadrado, grande, con un grupo de monitores de televisión. Un empleado levantó la vista y le preguntó amablemente en qué podía servirla.
—Busco al niño Schonhauser —dijo Cathryn.
—Quinientos veintiuno —dijo el empleado, indicando la dirección con la mano.
Cathryn le dio las gracias y se dirigió a la puerta cerrada. Llamó con suavidad.
—Entre directamente —le dijo el empleado desde el mostrador—. Pero no se olvide la bata.
Cathryn puso la mano en el picaporte, abrió la puerta y se encontró en una antesala pequeña con estantes para ropas de cama y otras cosas, un botiquín, un lavabo y un cesto grande para ropa sucia. Más allá del cesto había otra puerta con una ventanita de vidrio. Antes de que Cathryn diera un paso, la puerta interior se abrió y una figura con máscara y bata entró en el cuarto. Con movimientos rápidos, la persona se quitó la máscara de papel y el gorro, que arrojó en el cesto de basura. Era una enfermera joven, de pelo rojizo y pecas.
—Hola —dijo. Arrojó los guantes a la basura y la bata al cesto de ropa sucia—. ¿Viene a ver a Tad?
—Eso espero —dijo Cathryn—. ¿Está la señora Schonhauser?
—Sí, viene todos los días, pobre mujer. No se olvide de la bata. Las precauciones son estrictas.
—Yo —empezó a decir Cathryn, pero ya la enfermera trasponía la puerta.
Cathryn buscó en los estantes hasta encontrar los gorros y las máscaras. Se puso uno de cada uno, sintiéndose ridícula. Al lado había una bata, que se puso por encima de los hombros. Tuvo dificultad con los guantes de goma; no logró calzarse bien el izquierdo. Los dedos de goma le colgaban de la mano. Abrió la puerta interior.
Lo primero que vio fue una gran urna de plástico, como una jaula, que rodeaba la cama. Aunque el plástico fragmentaba la imagen, Cathryn logró divisar la forma de Tad Schonhauser. En la fuerte luz fluorescente estaba pálido, ligeramente verdoso. Se oía el leve silbido de un tubo de oxígeno. Marge Schonhauser estaba sentada a la izquierda de la cama, leyendo junto a la ventana.
—Marge —llamó Cathryn en un susurro.
La mujer, de máscara y bata, levantó los ojos.
—¿Sí? —preguntó.
—Soy Cathryn.
—¿Cathryn?
—Cathryn Martel.
—Por Dios —exclamó Marge, cuando finalmente pudo asociar el nombre. Se puso de pie y dejó el libro. La tomó de la mano y la llevó a la antesala. Antes de que la puerta volviera a cerrarse a sus espaldas, Cathryn miró a Tad. No se había movido, aunque tenía los ojos abiertos.
—Gracias por venir —dijo Marge—. Realmente te lo agradezco mucho.
—¿Cómo está? —preguntó Cathryn. El cuarto extraño y las batas no eran muy alentadores.
—Muy mal —contestó Marge. Se quitó la máscara. Estaba ojerosa y tensa, con los ojos hinchados y enrojecidos—. Le hicieron un trasplante medular, de Lisa, pero no ha resultado. En absoluto.
—Hablé con Nancy esta mañana. No tenía idea de que Tad estuviera tan enfermo. —Cathryn podía sentir la emoción de Marge. Estaba cerca de la superficie, como un volcán a punto de estallar.
—Nunca había oído hablar de anemia aplástica —dijo Marge, tratando de reír, pero le saltaron las lágrimas. Cathryn también se echó a llorar, y las dos mujeres se abrazaron, llorando un rato. Por fin Marge suspiró, se hizo hacia atrás y miró a Cathryn a los ojos—. ¡Qué bien que has venido! No sabes cuánto te lo agradezco. La gente se olvida de una cuando hay un caso grave.
—Pero es que yo no me imaginaba… —murmuró Cathryn, con remordimiento.
—No te estoy culpando a ti —explicó Marge—. Me refiero a la gente, en general. Supongo que no saben qué decir, o tienen miedo a lo desconocido, pero es en estos momentos cuando más se necesita a las personas.
—Lo siento mucho —dijo Cathryn, que no encontraba qué decir. Deseaba haber venido hacía semanas. Marge era mayor que ella, de la edad de Charles, más bien. No obstante, se llevaban bien, y Marge había sido muy amable y generosa cuando ella llegó a Shaftesbury. Los demás la acogieron con frialdad.
—No quiero desquitarme contigo —aseguró Marge—, pero estoy muy deprimida. Esta mañana los médicos me dijeron que Tad puede ser un caso terminal. Están tratando de prepararme. No quiero que muera.
Cathryn se quedó aturdida. ¿Un caso terminal? ¿Tad, muerto? Eran cosas que se decía de los viejos, no de un chico que hacía poco había estado en la cocina de su casa, rebosante de vida y energía. Con dificultad reprimió el impulso de echar a correr escaleras abajo. En lugar de hacerlo, abrazó a Marge.
—No puedo dejar de preguntar por qué —dijo Marge, sollozando. Trataba de contenerse, pero permitió que Cathryn la abrazara—. Dicen que el buen Señor tiene sus razones, pero me gustaría conocerlas. Es un chico tan bueno… Parece todo tan injusto…
Cathryn hizo acopio de sus fuerzas y empezó a hablar. No había pensado lo que iba a decir. Se le ocurrió en ese momento. Habló de Dios y de la muerte de una manera que a ella misma le sorprendió, pues no era religiosa en el sentido tradicional. De niña había sido criada en la fe católica e incluso a los diez años hablaba de ser monja. En la universidad se rebeló contra el ritual de la Iglesia para convertirse en una especie de agnóstica, sin preocuparse por analizar sus sentimientos. Sin embargo, lo que dijo debía de tener sentido, porque Marge reaccionó; Cathryn no sabía si la reacción se debía al contenido de sus palabras o simplemente a la compañía humana, el hecho es que Marge se calmó y hasta logró sonreír débilmente.
—Debo irme —dijo Cathryn por fin—. Tengo que encontrarme con Michelle. Pero volveré a verte. Esta noche te llamaré por teléfono, te lo prometo.
Marge inclinó la cabeza y besó a Cathryn antes de volver con su hijo. Cathryn salió al vestíbulo. Se quedó de pie junto a la puerta, respirando agitadamente. Después de todo, el hospital se había mantenido fiel a lo que siempre había sido, infundiéndole el horror de siempre.
—A mí no me parece que tengamos otra alternativa —dijo Ellen, poniendo la taza de café sobre el mostrador. Estaba sentada en un taburete del laboratorio, mirando a Charles, desplomado en su silla, frente al escritorio—. Es una lástima tener que retrasarnos en nuestro trabajo en este momento, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? A lo mejor debimos haber tenido informados a Morrison de nuestros progresos.
—No —dijo Charles. Tenía los codos sobre el escritorio, y la cara apoyada en las manos. No había probado su café—. De haberlo hecho, nos habría interrumpido mil veces para que publicáramos esto o lo otro. Estaríamos atrasados años luz.
—Es la única forma en que podríamos haber evitado esto —aseguró Ellen. Extendió el brazo y puso la mano sobre el brazo de Charles. Ellen más que nadie, se daba cuenta de lo difícil que resultaba todo eso para él. Charles detestaba que interfirieran en su trabajo, en especial si la interferencia era de orden administrativo—. Pero tienes razón. Si hubieran sabido lo que estábamos haciendo, habrían estado metidos aquí el día entero. —Mantuvo la mano sobre el brazo de Charles—. Todo saldrá bien. Tendremos que retrasarnos, eso es todo.
Charles levantó la mirada y la clavó en los ojos de Ellen, tan oscuros que la pupila se confundía con el iris. Era agudamente consciente de la mano que se había posado sobre su brazo. Desde que la relación entre ellos terminara, ella había evitado, escrupulosamente, tocarlo. De pronto, en una misma mañana, lo acusaba de insensible y le tocaba el brazo: dos señales confusas.
—Esta estupidez del Cancerán requerirá tiempo —dijo—. De seis meses a un año, y eso si todo va bien.
—¿Por qué no nos ocupamos del Cancerán y seguimos con nuestro trabajo? —sugirió Ellen—. Podemos dedicar más horas, trabajar de noche. Yo lo haría con mucho gusto, por ti.
Charles se puso de pie. ¿Trabajar de noche? Miró a esa mujer, con quien se había acostado, aunque apenas se acordaba de ello. Hacía tanto… Su piel tenía el mismo tono aceitunado que la de Elizabeth, o la de Michelle. Aunque se había sentido atraído hacia Ellen, nunca le pareció bien tener relaciones con ella. Eran socios, colegas, compañeros de trabajo, no amantes. Fue un asunto incómodo; habían hecho el amor con torpeza, como adolescentes. Cathryn no era tan hermosa como Ellen, pero desde el principio todo resultó natural y más satisfactorio.
—Tengo una idea mejor —dijo Charles—. ¿Qué te parece si paso por encima de Morrison, voy a ver al director, pongo las cartas sobre la mesa y le explico que es infinitamente más importante que sigamos con nuestro trabajo?
—No creo que funcione —le advirtió Ellen—. Morrison te dijo que la decisión provenía de la junta de directores. El doctor Ibáñez no la va a revocar. Sólo encontrarías problemas.
—Pero yo creo que vale la pena arriesgarse. Ayúdame a juntar los libros del laboratorio. Le mostraré lo que hemos estado haciendo.
Ellen bajó del taburete y se dirigió a la puerta.
—¿Ellen? —dijo Charles desde donde estaba, sorprendido por su proceder.
Ella no se detuvo.
—Haz lo que quieras, Charles. Siempre lo haces, de todos modos.
—La puerta se cerró tras ella.
El primer impulso de Charles fue seguirla, pero cambió de idea inmediatamente. Esperaba que ella lo apoyara. Además, tenía cosas más importantes que hacer que preocuparse por los estados de ánimo y el proceder de Ellen. Molesto, dejó de pensar en ella y tomó de su escritorio el libro principal de registro y los cuadernos de datos más recientes, que estaban en la mesa de trabajo. Luego se encaminó escaleras arriba, ensayando mentalmente lo que iba a decir.
La fila de secretarias administrativas inspeccionó cautelosamente su paso por el corredor. Todas sabían que se le había ordenado encargarse del proyecto Cancerán y que a él no le seducía la idea. Charles no hizo caso de las miradas, aunque se sentía como un lobo en un gallinero al acercarse a la secretaria del doctor Carlos Ibáñez, Verónica Evans. De acuerdo con su posición, el área asignada a la señorita Evans estaba separada del resto por paneles divisorios. Llevaba más tiempo que Ibáñez en el Weinburger. Era una mujer elegante, de complexión fuerte y mediana edad sin determinar.
—Quiero ver al director —dijo Charles sin preámbulos.
—¿Está citado? —Nadie intimidaba a la señorita Evans.
—Dígale que quiero verlo, simplemente —contestó Charles.
—Me temo que… —empezó a decir la señorita Evans.
—Si no me anuncia, entraré directamente.
Charles mantenía el perfecto control de su voz. La señorita Evans, haciendo gala de una de sus famosas expresiones de desdén, se levantó de mala gana y desapareció en la oficina interior. Cuando volvió a aparecer, simplemente mantuvo la puerta abierta e indicó a Charles que pasara.
El despacho de Ibáñez era grande y se encontraba en la esquina que daba al sur y al este. Además del campus de la Universidad de Boston se veía parte de los rascacielos de la ciudad, más allá del río, helado en parte. Ibáñez estaba sentado ante su enorme escritorio estilo español antiguo. La vista quedaba a su espalda. Sentado frente al escritorio estaba el doctor Thomas Brighton.
El doctor Carlos Ibáñez, que se estaba riendo de algo que se había dicho antes de su entrada, le indicó con la mano, que sostenía un cigarro largo y delgado, que se sentara. Un halo de humo gris flotaba sobre la cabeza del director como una nube de lluvia sobre una isla tropical. Era un hombre pequeño, de apenas sesenta años, propenso a hacer movimientos rápidos y repentinos, en especial con las manos. Su cara, perpetuamente tostada, estaba encuadrada por el pelo plateado y una barba de chivo, igualmente plateada. Su voz era sorprendentemente grave.
Charles se sentó, perturbado por la presencia del doctor Brighton. Por un lado estaba furioso con ese hombre, por razones tanto profesionales como personales. Por el otro, le tenía lástima, pues debía afrontar un escándalo y la repentina disolución de su vida.
El doctor Brighton echó una mirada rápida y claramente desdeñosa a Charles antes de volverse hacia el doctor Ibáñez. Esa sola mirada bastó para socavar el sentimiento de consideración de Charles. Estudió el perfil de Brighton. Era un hombre joven, de treinta y un años, y parecía más joven todavía, rubio y apuesto, con ese aire extenuado de los estudiantes de las prestigiosas universidades del nordeste.
—Ah, Charles —dijo Ibáñez con leve turbación—. Estaba diciendo adiós a Thomas. Es una lástima que por su celo de terminar cuanto antes el proyecto Cancerán procediera imprudentemente.
—Imprudentemente —estalló Charles—. En forma criminal, sería más preciso.
Thomas se puso colorado.
—Pero Charles, sus motivos eran excelentes. Sabemos que no era su intención avergonzar al instituto. El verdadero criminal es el que dio la información a los diarios, y tenemos la intención de descubrirlo y castigarlo con toda severidad.
—¿Y el doctor Brighton? —preguntó Charles como si el hombre no estuviera en la habitación—. ¿Le perdona lo que hizo?
—Por supuesto que no —dijo Ibáñez—. Pero la deshonra que ha padecido en manos de la prensa ya es bastante castigo. Le será difícil encontrar durante varios años un empleo digno de su talento. El Weinburger no puede seguir financiando su carrera, naturalmente. En realidad, le estaba hablando de un grupo privado de médicos en Florida donde estoy seguro de que puede hallar empleo.
Se hizo una pausa incómoda.
—Bueno —dijo el doctor Ibáñez, poniéndose de pie y dando la vuelta a su escritorio. Brighton se levantó y el doctor Ibáñez rodeándolo con el brazo lo acompañó hasta la puerta, haciendo caso omiso de Charles.
—Le agradeceré la ayuda que me pueda prestar —dijo Brighton.
—Espero que comprenda las razones que nos obligan a que deje el instituto tan rápidamente —expresó Ibáñez.
—Por supuesto —contestó Brighton—. Una vez que los medios de comunicación se enteran de algo así, no paran hasta sacarle todo el jugo. No se preocupe por mí. Me alegro de dejar de ser el centro de atención durante un tiempo.
Ibáñez cerró la puerta tras Brighton, volvió a su escritorio, y se sentó. De repente, su tono era de irritación.
—En realidad, hay dos personas que querría estrangular. El que pasó la información y el reportero que escribió la nota. La prensa tiene la manía de exagerar las cosas, y este es un buen ejemplo de ello. Es ridículo que saliera en la primera página del New York Times.
—A mí me parece que está acusando a quien no debe —dijo Charles—. Después de todo, esto no es un mero inconveniente, sino una cuestión moral.
El doctor Ibáñez miró a Charles por encima de su amplio escritorio.
—El doctor Brighton no debería haber hecho lo que hizo, pero a mí no me preocupa tanto la cuestión moral como el daño potencial infligido al instituto y a la droga Cancerán. Esto último convertiría este incidente menor en una gran catástrofe.
—A mí no me parece que la integridad personal sea una cuestión menor —sostuvo Charles.
—Espero que no me esté sermoneando, doctor Martel. Permítame que le diga una cosa. El doctor Brighton no actuó motivado por propósitos malignos. Creía en Cancerán y quería ponerla a disposición del público cuanto antes. Su engaño fue producto de la impaciencia juvenil, algo de lo que todos hemos sido culpables en un momento u otro. Lamentablemente, en este caso, el entusiasmo escapó a su control, y como resultado hemos perdido a un hombre de mucho talento, un fenómeno que hacía que el dinero de las donaciones fluyera a manos llenas.
Charles se sentó en el borde de la silla. Para él se trataba de un asunto claro como el agua, y estaba alelado a causa de que él e Ibáñez lo consideraban desde perspectivas radicalmente diferentes. A punto de embarcarse en una diatriba sobre el bien y el mal, Charles fue interrumpido por la señorita Evans.
—Doctor Ibáñez —dijo la señorita Evans desde la puerta—. Usted me dijo que le avisara en cuanto llegara el señor Bellman. Pues está aquí.
—¡Hágalo pasar! —gritó Ibáñez, poniéndose de pie de un salto como un boxeador cuando suena la campana.
Jules Bellman, encargado de relaciones públicas del instituto, entró como un perrito con la cola entre las patas.
—No me he enterado de lo del Times hasta esta mañana —confesó—. No sé cómo ocurrió, pero de mi oficina no salió la historia. Desgraciadamente, había muchos que estaban enterados.
—Mi asistente me dijo que no se hablaba de otra cosa en el instituto —dijo Charles, saliendo en ayuda de Bellman—. Yo creo que era el único que no sabía nada.
Ibáñez los miró con el ceño fruncido.
—Pues quiero que descubran quién nos delató. —No había invitado al hombre de relaciones públicas a que tomara asiento.
—Por supuesto —aseguró Bellman, con voz más decidida—. Yo creo que ya sé quién es el responsable.
—¿Sí? —dijo Ibáñez, levantando las cejas.
—El guardián de los animales. Me dijeron que estaba molesto porque no le habían dado una bonificación.
—¡Por Dios! Todo el mundo espera una medalla por hacer su trabajo —exclamó Ibáñez—. Insista hasta estar seguro. Ahora debemos encargarnos de la prensa. Le voy a decir lo que quiero que haga. Dé una conferencia de prensa. Reconozca que se descubrieron errores en el informe experimental de Cancerán debido al severo apremio del tiempo, pero no admita que haya habido engaño. Diga simplemente que quedaron en evidencia unos errores que el proceso acostumbrado de supervisión no había detectado y que al doctor Brighton se le ha concedido excedencia por tiempo no especificado. Diga que ha estado bajo una gran presión para acelerar la venta de la droga al público. Sobre todo destaque que Cancerán es la droga anticancerígena más prometedora que haya aparecido en mucho, mucho tiempo. O a punto de aparecer. Subraye el hecho de que el responsable de la equivocación era Brighton y que el Instituto Weinburger tiene plena confianza en Cancerán. Y anunciará que por eso pondremos a nuestro más destacado hombre de ciencia, el doctor Charles Martel, a cargo del proyecto.
—Doctor Ibáñez —empezó a decir Charles—. Yo…
—Un momentito, Charles —lo interrumpió Ibáñez—. Permítame terminar con Jules. ¿Ha entendido bien todo eso, Jules?
—Doctor Ibáñez —dijo Charles—. Quiero decir una cosa.
—En seguida, Charles. Escuche, Jules. Quiero que hable como si Charles fuera la reencarnación de Louis Pasteur, ¿entiende?
—Claro —dijo, excitado, Bellman—. Doctor Martel, ¿puede decirme cuáles han sido sus últimas publicaciones?
—Maldita sea —gritó Charles, poniendo sus libros con fuerza sobre el escritorio de Ibáñez—. Esta conversación es ridícula. Saben perfectamente que no he publicado nada últimamente, sobre todo porque no quería perder tiempo. Pero aunque no he publicado nada, he hecho progresos importantes. Están aquí, en estos libros. Déjeme que le enseñe una cosa.
Charles extendió la mano para abrir uno de los libros, pero el doctor Ibáñez se lo impidió.
—Serénese, Charles. No está en un juicio, por el amor de Dios. En realidad, es mejor que no haya publicado nada. En este momento, el interés por la investigación inmunológica del cáncer se ha reducido. Probablemente no convendría que Jules tuviera que reconocer que usted ha estado trabajando exclusivamente en esa área, pues podría interpretarse que usted no está capacitado para hacerse cargo de Cancerán.
«Dame fuerzas, Dios mío», se dijo Charles entre dientes. Miró con fijeza a Ibáñez, respirando pesadamente.
—¡Permítame decir una cosa! La comunidad médica entera está enfocando el cáncer desde una perspectiva equivocada. Todo esto de los agentes quimioterapéuticos como Cancerán sólo tienen propósitos paliativos. La cura verdadera únicamente podrá producirse cuando se comprenda mejor la comunicación química entre las células, de las cuales el sistema inmunitario desciende directamente. ¡La respuesta está en la inmunología! —La voz de Charles se había elevado en un crescendo, y la última oración resonó con el fervor propio de un fanático religioso.
Bellman bajó los ojos y se removió, inquieto. Ibáñez dio una larga chupada a su cigarro y exhaló el humo en una voluta delgada.
—Bien —dijo finalmente Ibáñez, rompiendo el embarazoso silencio—. Es un punto muy interesante, Charles, pero me temo que no todos estén de acuerdo con usted. La cuestión es que, si bien hay mucho dinero para la investigación quimioterapéutica, hay muy poco para estudios inmunológicos…
—Eso es porque los agentes quimioterapéuticos, como Cancerán, pueden ser patentados, mientras que los procesos inmunológicos, en general, no —refutó Charles, interrumpiendo al doctor Ibáñez.
—A mí me parece que en este caso —afirmó Ibáñez— puede aplicarse el viejo dicho «No muerdas la mano que te da de comer». La comunidad del cáncer lo ha mantenido, doctor Martel.
—Y estoy agradecido —contestó Charles—. No soy rebelde ni revolucionario. Todo lo contrario. Lo único que pido es que me permitan hacer mi trabajo. En realidad, por eso he venido aquí, en primer lugar: para decirle que no me siento capaz de hacerme cargo del proyecto Cancerán.
—¡Tonterías! —exclamó Ibáñez—. Usted es más que capaz. Obviamente, es lo que piensa la junta de directores.
—No me refiero a mi capacidad intelectual —explicó Charles con irritación—. Estoy hablando de mi falta de interés. No creo en Cancerán ni en el enfoque del cáncer que representa.
—Doctor Martel —dijo Ibáñez lentamente, con ojos que horadaban la cara de Charles—. ¿Se da cuenta de que estamos en medio de una crisis? ¿Se va a quedar sentado, diciéndome que no puede ayudar porque no está interesado? ¿Qué cree usted que administro, un colegio con aporte del gobierno? Si perdemos los fondos que nos dan para Cancerán, el instituto entero se verá en peligro financiero. Usted es la única persona que no está trabajando con fondos de un instituto nacional de cáncer y cuyo nombre en la comunidad de investigadores es de tal peso que este desgraciado alboroto se diluirá en cuanto usted se haga cargo.
—Pero yo estoy en un momento crítico de mis investigaciones —suplicó Charles—. Sé que no he publicado, que he mantenido mis investigaciones en secreto. Quizá me equivoqué en eso. Pero he obtenido resultados, y creo que estamos ante un descubrimiento importante. Todo está aquí. —Charles dio un golpecito a uno de sus libros—. Escúcheme, puedo tomar una célula cancerosa, cualquier célula cancerosa, y aislar la diferencia química entre esa célula y una célula normal del mismo individuo.
—¿En qué animales?
—Ratones, ratas y monos —dijo Charles.
—¿Y en seres humanos? —preguntó el doctor Ibáñez.
—No he probado todavía, pero estoy seguro de que resultará. Ha resultado en todas las especies que he probado, a la perfección.
—Esta diferencia química, ¿es antigénica en el animal huésped?
—Debería serlo. En todos los casos la proteína parece lo suficientemente diferente para ser antigénica, pero lamentablemente no he podido sensibilizar un animal canceroso. Parece haber una especie de mecanismo de bloqueo o lo que yo llamo un factor de bloqueo. Allí estoy en mi trabajo: intentando aislar ese factor de bloqueo. Cuando lo logre, me propongo usar la técnica de hibridoma para hacer un anticuerpo para el factor de bloqueo. Si puedo eliminar el factor de bloqueo, tengo esperanzas de que el animal reaccione inmunológicamente a su tumor.
—¡Diablos! —murmuró Bellman. No sabía qué anotar en su bloc.
—Lo más alentador —dijo Charles con entusiasmo— es que todo esto tiene sentido, científicamente hablando. Hoy en día, el cáncer es un vestigio de un antiguo sistema mediante el cual los organismos podían aceptar nuevos componentes celulares.
—Me doy por vencido —dijo Bellman. Cerró el bloc de un golpe.
—Usted está admitiendo también, doctor Martel —señaló Ibáñez—, que le falta mucho para terminar su trabajo.
—Por supuesto —concedió Charles—. Pero el ritmo se ha acelerado.
—No existe razón, excepto su preferencia personal, para no dejar su trabajo de lado durante algún tiempo.
—Sólo que promete tanto… Si resulta tan fructífero como supongo, sería trágico, incluso criminal, no tenerlo listo cuanto antes.
—Pero es prometedor solamente en su opinión. Debo admitir que parece interesante, y le aseguro que el Weinburger lo apoyará, como siempre lo ha apoyado. Pero primero tendrá que ayudar al Weinburger. Sus propios intereses deberán verse pospuestos. Debe hacerse cargo del proyecto Cancerán inmediatamente. Si se niega, doctor Martel, deberá proseguir sus investigaciones en otra parte.
El entusiasmo con que había presentado su caso había elevado de tal forma sus esperanzas que las palabras definitivas de Ibáñez tuvieron un efecto paralizante, sobre todo cuando a ellas se sumaba la amenaza de despedirlo, amenaza mucho más terrible proviniendo de Ibáñez que de Morrison. El trabajo y el sentido de identidad estaban tan relacionados en Charles que no se imaginaba siquiera que pudiera separárselos.
—Usted no es el hombre más popular que tenemos —agregó. Estaba a punto de quejarse, pero Ibáñez le dijo con dulzura—, ahora tiene la oportunidad de cambiar. Quiero que me diga, doctor Martel, que está con nosotros. —Al ver la expresión de Charles, guardó silencio. Durante un momento, Charles se quedó sentado donde estaba, con un rostro inexpresivo que reflejaba su inseguridad interior—. No quiero que sigamos discutiendo. No hay nada más que decir. Charles asintió sin levantar los ojos. Padecía la indignidad final de una capitulación incondicional. Recogió sus libros con un esfuerzo. Se volvió y salió de la oficina sin decir una sola palabra más.
Asqueado consigo mismo, Charles volvió pesadamente a su laboratorio. Por primera vez en casi diez años, recordó con nostalgia la práctica privada. Echaba de menos la autonomía. Estaba acostumbrado a ser dueño y señor, y hasta ese momento no se había dado cuenta de lo poco que disponía de su tiempo en el Weinburger. Por segunda vez ese día, Charles cerró de un golpe la puerta del laboratorio, haciendo trepidar los tubos y redomas de vidrio colocados sobre los estantes y aterrorizando a los ratones y ratas que había en el cuarto de los animales. También y por segunda vez hizo sobresaltar a Ellen, que al volverse bruscamente tiró una probeta, aunque logró sujetarla hábilmente.
Después que se cerró la puerta, Bellman miró a Ibáñez.
—Qué reacción tan extraña. Espero que no traiga problemas. Esa actitud evangélica me aterroriza.
—Yo siento lo mismo —dijo Ibáñez pensativamente—. Es una lástima que se haya convertido en un fanático científico y, como todos los fanáticos, puede ser difícil. Es una lástima, porque es un investigador de primer orden, tal vez el mejor que tenemos. Pero personas así pueden perjudicarnos, especialmente en esta época, cuando hay muy pocos donantes. Me pregunto de dónde creerá Charles que sacamos el dinero para administrar este lugar. Si los del Instituto Nacional del Cáncer hubieran oído su monólogo acerca de la quimioterapia, les habría dado un ataque.
—Voy a tener que mantener a la prensa alejada de él —dijo Bellman.
El doctor Ibáñez rio.
—Por lo menos, eso será fácil. A Charles nunca le ha interesado la publicidad.
—¿Está seguro de que es el mejor que tenemos para hacerse cargo de Cancerán? —dijo Bellman.
—Es el único. No hay ningún otro disponible, con su reputación profesional. Lo único que tiene que hacer es terminar el estudio.
—Pero si él echa a perder las cosas por alguna razón… —dijo Bellman.
—Ni siquiera lo sugiera —dijo Ibáñez—. Si maneja torpemente el asunto en este momento, tendremos que hacer algo drástico, o de lo contrario todos tendremos que buscar otro empleo.
Con un ataque de furia mal dirigida, tiró los pesados libros del laboratorio sobre el mostrador. Uno cayó al suelo, mientras que los demás dieron contra un aparato de destilación, que se hizo añicos; los pedacitos de vidrio saltaron por todo el laboratorio. Ellen se hizo atrás, e instintivamente se llevó la mano a la cara, para protegerse. No satisfecho todavía, Charles levantó una redoma Erlenmeyer y la arrojó al fregadero. Ellen no había visto así a Charles en los seis años que llevaban trabajando juntos.
—No me digas que ya me lo habías advertido —estalló Charles, desplomándose sobre su silla giratoria de metal.
—¿El doctor Ibáñez no ha querido escucharte? —preguntó Ellen, cautelosamente.
—No, me ha escuchado. No ha sido posible convencerlo, y yo he capitulado como un cobarde. Ha sido espantoso.
—No creo que tuvieras otra alternativa —dijo Ellen—. Así que no seas tan duro contigo mismo. De todos modos, ¿cuál es el plan?
—El plan es que terminaremos el estudio sobre la eficacia de Cancerán.
—¿Empezamos en seguida? —preguntó Ellen.
—En seguida —respondió Charles con voz cansada—. En realidad, ¿por qué no buscas tú los libros de laboratorio de Cancerán? Yo quiero hablar con alguien.
—Está bien —dijo Ellen suavemente. Era un alivio tener una excusa para salir del laboratorio unos minutos. Sentía que Charles necesitaba estar solo durante un tiempo.
Después de que se fue Ellen, Charles no se movió. Trató de no pensar. Sin embargo, su soledad no duró mucho. Se abrió la puerta y Morrison entró como una tromba. Charles giró, levantó la vista y miró a Morrison. Se dio cuenta de que estaba furioso. Las venas de sus sienes parecían a punto de estallar.
—No puedo tolerarlo más —gritó. Tenía los labios descoloridos—. Estoy harto de tu falta de respeto. ¿Qué te hace creer que eres tan importante como para desconocer el protocolo normal? No tendría que recordarte que yo soy tu jefe de departamento. Tú debes dirigirte a mí cuando tienes algún problema administrativo, no al director.
—Hazme un favor, Morrison —dijo Charles—. Vete al diablo. Sal de mi laboratorio.
Los ojitos de Morrison se tiñeron de rojo. Perlitas de sudor le saltaron a la frente cuando habló:
—Lo único que puedo decirte es que a no ser por la emergencia en que estamos, Charles, me encargaría de que te echaran del Weinburger ahora mismo. Tienes suerte de que no estemos en condiciones de soportar otro escándalo. Es mejor que te destaques en el proyecto Cancerán, si es que tienes intenciones de continuar aquí.
Sin esperar respuesta, Morrison salió del laboratorio. Charles quedó solo con el rumor de los compresores del frigorífico y los latidos del contador automático de radiactividad. Eran sonidos familiares y ejercieron un efecto tranquilizante sobre Charles. Tal vez, pensó, el proyecto Cancerán no era tan malo. Tal vez podía hacer el estudio en poco tiempo, siempre que el informe experimental fuera bueno; tal vez Ellen tuviera razón, y pudieran ocuparse de ambos proyectos, si trabajaban de noche.
De repente, el teléfono empezó a sonar. No se decidía a contestar. Lo oyó sonar tres veces, luego cuatro. La quinta vez, levantó el auricular.
—Oiga —dijo la voz de una mujer—. Habla la señora Crane, de la tesorería de la Universidad del Nordeste.
—Sí —contestó Charles. Tardó algunos minutos en asociar la universidad con Chuck.
—Siento molestarlo —se disculpó la señora Crane—, pero su hijo nos dio este número. Su cuenta del semestre, de mil seiscientos cincuenta dólares, está muy atrasada.
Charles jugueteó nerviosamente con una cajita llena de clips. No sabía qué decir. No poder pagar las cuentas era una nueva experiencia.
—¿Señor Martel?
—Doctor Martel —corrigió Charles, aunque en cuanto lo hizo se sintió como un tonto.
—Perdóneme, doctor Martel —dijo la señora Crane, verdaderamente compungida—. ¿Podremos contar con esa suma en breve?
—Por supuesto —dijo Charles—. Le enviaré un cheque en seguida. Siento mucho el descuido.
Charles colgó. Sabía que debía pedir un préstamo de inmediato. Esperaba que a Chuck le fuera bien en sus estudios, y que no estudiara psicología. Volvió a levantar el auricular, pero no marcó. Ganaría tiempo yendo directamente al banco. Por otra parte, necesitaba aire fresco y alejarse por un tiempo de los Morrison y los Ibáñez de este mundo.