Mientras cruzaba el río por el puente de la Universidad de Boston, Charles empezó a hacer planes para el día. Era infinitamente más sencillo tratar con las complejidades de la vida intracelular que con la incertidumbre de la educación de los hijos. En Memorial Drive, Charles giró a la derecha, luego casi en seguida a la izquierda, para entrar en la zona de estacionamiento del Instituto de Investigaciones Weinburger. Empezó a sentirse mejor.
Al bajar del auto notó que ya había muchos otros, algo raro para esa hora de la mañana. Incluso el Mercedes azul del director estaba en el lugar que le correspondía. Sin importarle el tiempo, Charles se quedó de pie un momento pensando en el significado que podía tener aquello, luego echó a andar hacia el instituto. Era un edificio moderno de cuatro pisos, hecho de ladrillo y vidrio, semejante al hotel Hyatt, que estaba cerca, aunque sin el perfil piramidal de este. Estaba situado a orillas del río Charles, entre Harvard y el Instituto de Tecnología, frente al campus de la Universidad de Boston. Por eso no era extraño que el instituto no tuviera dificultades en reclutar investigadores.
La recepcionista lo vio por el vidrio de espejo mientras se acercaba y apretó un botón para abrir la puerta de cristal grueso. Las medidas de seguridad eran estrictas debido al valor del instrumental científico y a la naturaleza de algunas investigaciones, especialmente las genéticas. Charles cruzó la alfombrada área de recepción, y dijo buenos días a la recatada señorita Andrews, que había ingresado hacía poco. Ella inclinó la cabeza y observó a Charles bajo sus bien depiladas cejas. Charles se preguntó cuánto duraría. La vida de los encargados de la recepción en el instituto era de muy corta duración.
Con una exagerada reacción tardía, Charles se detuvo en el salón principal y volvió atrás para poder ver la sala de espera. En medio de una nube de humo de cigarrillos, una pequeña multitud se arremolinó, excitada.
—Doctor Martel… doctor Martel —gritó uno de los hombres.
Sorprendido al oír su nombre, Charles entró en la sala y se vio rodeado de inmediato por todas las personas, que hablaban a la vez. El hombre que lo había llamado le puso un micrófono a unos centímetros de la nariz.
—Soy del Globe —dijo el hombre—. ¿Puedo hacerle unas cuantas preguntas?
Charles hizo a un lado el micrófono, e inició una retirada hacia el salón.
—Doctor Martel, ¿es verdad que usted se va a hacer cargo del estudio? —gritó una mujer, tomándolo del bolsillo del abrigo.
—No concedo entrevistas —dijo Charles, y se desprendió de la pequeña multitud. Inexplicablemente, los reporteros se detuvieron en el umbral de la sala de espera.
—¿Qué demonios pasa aquí? —se preguntó Charles al dejar de correr. Empezó a caminar rápidamente. Odiaba los medios de comunicación. La enfermedad de Elizabeth había atraído la atención de la prensa, por alguna razón, y en repetidas ocasiones Charles se había sentido ultrajado al ver que su tragedia personal se convertía en un suceso trivial para que la gente leyera con el café del desayuno. Entró en el laboratorio y cerró la puerta de un golpe.
Ellen Sheldon, su ayudante de laboratorio desde hacía seis años, dio un respingo. Estaba concentrada en medio de la quietud del laboratorio mientras preparaba el equipo para separar seroproteínas. Como de costumbre, había llegado a las siete y cuarto, para prepararlo todo antes de la llegada de Charles, que invariablemente se producía a las ocho menos cuarto. Le gustaba estar trabajando a las ocho en punto, sobre todo en los últimos tiempos, en que todo iba tan bien.
—Si yo diera un portazo como ese, me lo recordarías toda la vida —dijo Ellen, irritada. Era una mujer morena y atractiva, de treinta años, que llevaba el pelo recogido, aunque siempre se le escapaban unos mechones que le caían sobre la nuca. Cuando la contrató, sus colegas, celosos, le hicieron toda clase de bromas, pero en realidad Charles no empezó a apreciar su exótica belleza hasta haber trabajado con ella varios años. Sus rasgos no eran excepcionales individualmente; era el conjunto lo que resultaba interesante. Sin embargo, para Charles los aspectos más importantes eran su intelecto, su disposición para el trabajo y su excelente formación en el Instituto Tecnológico.
—Siento haberte sobresaltado —se excusó Charles, mientras colgaba el abrigo—. Hay un montón de periodistas allá abajo, y ya sabes cómo me ponen.
—Todos lo sabemos —convino Ellen, volviendo a su tarea.
Charles se sentó al escritorio y empezó a revisar sus papeles. El laboratorio era un cuarto grande y rectangular con una oficina privada en la parte posterior, separada por una puerta. Charles había prescindido de la oficina y había puesto un escritorio funcional de metal en el laboratorio, convirtiendo la oficina en un cuarto para los animales. El recinto principal para los animales era un ala separada, en la parte de atrás del instituto, pero Charles quería que algunos de los animales que utilizaba en sus experimentos estuvieran cerca para poder supervisar su cuidado con mayor atención. Los buenos resultados de los experimentos dependían en gran parte del esmero con que se cuidara a los animales, y Charles procuraba que no se pasase por alto un solo detalle.
—¿Qué hacen todos estos periodistas aquí, de todos modos? —preguntó Charles—. ¿Es cierto que nuestro intrépido líder hizo algún descubrimiento importante mientras se bañaba anoche?
—Debes ser un poco más generoso —le recordó Ellen, reprendiéndolo—. Alguien tiene que hacer el trabajo administrativo.
—Perdóname —dijo Charles, con exageración sarcástica.
—En realidad, es algo serio —explicó Ellen—. El New York Times se enteró del episodio de Brighton.
—A estos médicos de la nueva generación sí que les gusta la publicidad —dijo Charles, meneando la cabeza con asco—. Yo creía que después de ese artículo delirante en Times hace un mes, había quedado satisfecho. ¿Qué diablos hizo?
—¿No me digas que no te has enterado? —preguntó Ellen con incredulidad.
—Ellen, yo vengo a trabajar. Tú, más que nadie, deberías saberlo.
—Es verdad. Pero esta situación de Brighton… Todo el mundo se ha enterado. Ha sido la comidilla del instituto durante una semana por lo menos.
—Si no te conociera mejor, diría que estás tratando de hacerme enfadar. Si no me lo quieres decir, no me lo digas. En realidad, por tu tono de voz, empiezo a pensar que sería mejor que no me dijeras nada.
—Bueno, es malo —dijo Ellen—. El jefe del departamento de animales denunció al director que el doctor Thomas Brighton había estado entrando a hurtadillas al laboratorio, y sustituyendo los ratones enfermos de cáncer por otros sanos.
—¡Qué maravilla! —exclamó Charles con sarcasmo—. Evidentemente, la idea era hacer que su droga pareciera milagrosamente eficaz.
—Exactamente. Lo más interesante es que ha sido su droga, Cancerán, la que le ha dado toda esta publicidad reciente.
—Y su posición aquí en el instituto —agregó Charles sintió que se ponía colorado de desprecio. No aprobaba la publicidad de la que se había rodeado el doctor Thomas Brighton, pero al dar su opinión se había dado cuenta de que la gente creía que estaba celoso.
—Le tengo lástima —dijo Ellen—. Esto seguramente tendrá un efecto muy grave en su carrera.
—¿Oigo bien? —preguntó Charles—. ¿Sientes lástima por ese conspirador hijo de puta? Ojalá le prohíban el ejercicio de la medicina y lo echen con una patada en el culo. Se supone que es un doctor en medicina. Hacer trampas en la investigación es tan malo como hacer trampas atendiendo a los pacientes. ¡No! Es peor. En la investigación se termina por hacer daño a muchas más personas.
—Yo no me apresuraría a juzgarlo. A lo mejor estaba bajo presión con tanta publicidad. Puede haber circunstancias atenuantes.
—Cuando se trata de integridad no puede haber circunstancias atenuantes.
—Pues yo no estoy de acuerdo. Las personas tienen problemas. No todos somos superhombres, como tú.
—No empieces con toda esa mierda psicológica —dijo Charles. Le sorprendía la inquina que escondía el comentario de Ellen.
—Muy bien, no seguiré. Pero un poco de generosidad humana te vendría bien, Charles Martel. Te importan un rábano los sentimientos de los demás. Sólo te ocupas de ti mismo. —La voz de Ellen temblaba de emoción.
Se produjo un silencio tenso en el laboratorio. Ellen volvió ostensiblemente a su tarea. Charles abrió su libro de laboratorio, pero no podía concentrarse. No había sido su intención enfurecerse tanto, y evidentemente había ofendido a Ellen. ¿Era realmente insensible a los sentimientos de los demás? Era la primera vez que Ellen decía algo negativo sobre él. Charles se preguntó si tendría algo que ver con la breve relación que mantuvieron antes de que él conociera a Cathryn. Después de muchos años de trabajar juntos, fue más el resultado de la cercanía que del amor. Sucedió en un momento en que Charles por fin había salido de la depresión inmovilizadora después de la muerte de Elizabeth. Sólo duró un mes. Luego llegó Cathryn al instituto, para trabajar temporalmente durante el verano. Después, él y Ellen no volvieron a hablar del asunto. A Charles le había parecido mejor entonces dejar que el episodio se olvidara.
—Siento haberme enfadado —dijo Charles—. No era mi intención. Me he dejado llevar.
—Yo siento haber dicho lo que he dicho —se disculpó Ellen, en su voz todavía se detectaba la emoción que la embargaba.
Charles no quedó convencido. Quería preguntarle si creía realmente que él era insensible, pero no se atrevía.
—Me olvidaba —agregó Ellen—. El doctor Morrison quiere verte cuanto antes. Ha llamado antes de que llegaras.
—Morrison puede esperar —dijo Charles—. Empecemos nuestro trabajo.
Cathryn estaba irritada con Charles. No era la clase de persona que trata de reprimir sus sentimientos; además, se sentía justificada. En vista de la hemorragia nasal de Michelle, bien podría su marido haber alterado sus sagrados horarios para llevarla él mismo al hospital pediátrico. Después de todo, él era el médico. Cathryn tuvo una imagen mental horrible: vio que Michelle volvía a sufrir una hemorragia en el coche. ¿Podría desangrarse hasta morir? Cathryn no estaba segura, pero la posibilidad le parecía lo suficientemente real como para asustarse. Cathryn aborrecía todo lo que tuviera que ver con enfermedad, sangre y hospitales. No estaba segura acerca de la causa de su temor, aunque posiblemente hubiera contribuido una experiencia desagradable que tuvo a los diez años, debido a un caso complicado de apendicitis. Se presentaron dificultades en el diagnóstico, primero en el consultorio del médico, luego en el hospital. Hasta ese día recordaba claramente los azulejos blancos y el olor antiséptico. Pero lo peor había sido la penosa experiencia del examen vaginal. Nadie trató de explicarle nada. Sólo la sujetaron. Aún recordaba la angustia y la desesperación. Charles sabía todo eso, pero aun así insistió en que debía llegar a tiempo al laboratorio y dejó que ella acompañara a Michelle.
Cathryn decidió que la unión hace la fuerza, de modo que llamó a Marge Schonhauser por el teléfono de la cocina para preguntarle si quería ir a Boston. Si Tad seguía en el hospital, existía una buena posibilidad de que así fuera. Levantaron el teléfono a la segunda llamada. Era Nancy, la hija de dieciséis años.
—Mamá ya está en el hospital.
—Bueno —dijo Cathryn—. Trataré de verla allá, pero si no la veo, dile que la he llamado.
—Sí —aseguró Nancy—. Se alegrará de saber que la ha llamado.
—¿Qué tal está Tad? —preguntó Cathryn—. ¿Volverá pronto a casa?
—Está muy enfermo, señora Martel. Tuvieron que hacerle un transplante medular. Nos hicieron pruebas a todos pero la única compatible era Lisa. Está en una cámara para protegerse contra los gérmenes.
—Lo siento mucho —dijo Cathryn. Sintió que su fortaleza la abandonaba. No tenía idea de qué era un transplante medular, pero parecía algo serio. Se despidió de Nancy y colgó el receptor. Se quedó sentada un momento, pensando. Le espantaba el aspecto emocional de una confrontación con Marge, y se sentía culpable por no haberla llamado antes. La enfermedad de Tad hacía que sus temores por la hemorragia nasal de Michelle parecieran nimios en comparación. Inspiró hondo y entró en la sala.
Michelle estaba mirando el noticiero de la mañana en la televisión, sentada en el sofá. Después de un zumo de naranja y un breve descanso se encontraba considerablemente mejor, aunque molesta. Charles no había dicho nada, pero ella estaba segura de que estaba decepcionado. La hemorragia nasal había sido la provocación final.
—He llamado al consultorio del doctor Wiley —anunció Cathryn con toda la animación de que logró hacer acopio— y la enfermera me ha dicho que vayamos cuanto antes. De lo contrario, tendremos que esperar mucho. Vámonos, entonces.
—Me encuentro mucho mejor —mintió Michelle. Forzó una sonrisa pero le temblaron los labios.
—Muy bien —dijo Cathryn—. Pero te quedarás quieta. Yo te traeré el abrigo y las otras cosas.
Cathryn empezó a subir la escalera.
—Cathryn, me parece que ya estoy bien. Ya puedo ir a la escuela.
Como para fundamentar su opinión, Michelle bajó las piernas y se puso de pie. Se sentía muy débil, pero aun así seguía sonriendo, vacilante. Cathryn se volvió a mirar a su hija adoptiva, y sintió una oleada de emoción por la niñita que Charles tanto amaba. Cathryn no tenía idea de por qué Michelle querría negar su enfermedad, a menos que le tuviera miedo al hospital, como ella. Se acercó a la niña y la abrazó con fuerza.
—No tienes por qué tener miedo, Michelle.
—No tengo miedo —repuso Michelle, resistiéndose al abrazo de Cathryn.
—¿No? —le preguntó Cathryn, por decir algo. Siempre le sorprendía que alguien rechazara su afecto. Sonrió forzadamente sin quitar las manos de los hombros de Michelle.
—Creo que puedo ir a la escuela. No tengo por qué hacer gimnasia si escribes una nota de justificación.
—Michelle. Hace un mes que no te encuentras bien. Esta mañana tenías fiebre. Es hora de que hagamos algo.
—Pero es que ya estoy bien, y quiero ir a la escuela.
Quitó las manos de los hombros de Michelle y estudió el rostro desafiante de la niña. En muchos sentidos, Michelle seguía siendo un misterio. Era tan concienzuda y seria, que parecía madura para su edad, pero por alguna razón mantenía a Cathryn a cierta distancia. Cathryn se preguntaba hasta qué punto eso se debería a que Michelle hubiera perdido a su madre a los tres años. Ella misma sabía lo que significaba crecer con un solo progenitor, debido a que su padre había abandonado a su madre.
—Yo sé lo que vamos a hacer —anunció Cathryn, preguntándose cuál sería la mejor manera de tratar el problema—. Volveré a tomarte la temperatura. Si tienes fiebre, iremos al hospital; de lo contrario no iremos.
La temperatura de Michelle era de treinta y ocho grados. Una hora y media más tarde, Cathryn entraba en el garaje del Hospital Pediátrico y sacaba de la máquina la tarjeta de estacionamiento. Por suerte, habían viajado sin novedades. Michelle habló muy poco durante el trayecto, limitándose a responder preguntas directas. A Cathryn le pareció que la niña estaba exhausta, con las manos inmóviles sobre la falda, como un títere que espera que lo muevan desde arriba.
—¿En que estás pensando? —le preguntó rompiendo el silencio.
No había espacio libre para estacionar y tuvieron que circular de un lugar a otro.
—En nada —contestó Michelle, sin moverse.
Cathryn la observó por el rabillo del ojo. Quería tanto que la niña bajara la guardia y aceptara su cariño…
—¿No quieres compartir tus pensamientos? —insistió.
—No me encuentro bien, Cathryn. Me encuentro muy mal. Me parece que tendrás que ayudarme a bajar del coche.
Cathryn la miró y detuvo el coche abruptamente. Se acercó y la abrazó. La niñita no opuso resistencia. Se corrió y apoyó la cabeza sobre el pecho de Cathryn, que sintió las lágrimas tibias de Michelle sobre el brazo.
—Sólo quiero ayudarte, Michelle. Te ayudaré cuando me necesites. Te lo prometo.
Cathryn tenía la sensación de haber traspuesto finalmente una frontera indefinida. Le había costado dos años y medio de paciencia, pero rendía sus frutos. Un bocinazo agudo la volvió a la realidad presente. Hizo un cambio y reinició la marcha, satisfecha de que Michelle siguiera abrazándola.
Cathryn se sentía más que nunca en su vida como una madre verdadera. Cuando entraron por la puerta giratoria, Michelle estaba tan débil que permitió que ella la ayudara. En el mostrador de recepción, Cathryn llenó de inmediato un formulario solicitando una silla de ruedas, y aunque al principio Michelle se resistió, finalmente le permitió que empujara la silla. Cathryn sintió que la felicidad de tener a Michelle tan próxima la ayudaba a amortiguar el horror al hospital. El decorado también contribuía: el suelo del vestíbulo estaba recubierto de acogedores azulejos mexicanos, y el tapizado de los sillones era de tonos anaranjados y amarillos. Incluso había muchas plantas. Parecía más bien un hotel de lujo que el hospital de una gran ciudad.
Los consultorios de pediatría eran igualmente acogedores. Ya había cinco pacientes esperando en la sala del doctor Wiley. Para desagrado de Michelle, ninguno tenía más de dos años. Se hubiera quejado, sólo que vio los consultorios a través de una puerta abierta y recordó por qué estaba allí. Se acercó a Cathryn y le preguntó:
—No me pondrán una inyección, ¿no?
—No tengo ni idea —dijo Cathryn—. Luego, si te sientes con ánimo, podemos hacer algo divertido. Lo que quieras.
—¿Podríamos visitar a papá? —preguntó la niña. Su mirada se avivó.
—Por supuesto —contestó Cathryn. Colocó a Michelle junto a una silla vacía, y allí se sentó ella.
Una madre con un niño de cinco años, que gimoteaba, salieron del consultorio. Otra de las madres, con un niñito diminuto, se puso de pie y entró.
—Preguntaré a la enfermera si puedo llamar por teléfono —dijo Cathryn—. Quiero averiguar dónde está Tad Schonhauser. Estás bien ¿verdad?
—Sí —afirmó Michelle—. En realidad, me encuentro muy bien.
—Qué suerte —dijo Cathryn al ponerse de pie.
Michelle observó cómo Cathryn se dirigía hasta el escritorio de la enfermera. Su larga cabellera castaña se movía al caminar. La vio usar el teléfono. Recordó que su padre siempre decía que le gustaba el color del pelo de su madrastra, y deseó que el de ella fuera igual.
De pronto ansió ser vieja, como de unos veinte años para poder ser médica, hablar con Charles y trabajar en su laboratorio. Charles le había dicho que los médicos no tenían que poner inyecciones, para eso estaban las enfermeras. Michelle rogó que no le pusieran una inyección. No le gustaba.
—Doctor Martel —dijo el doctor Peter Morrison, de pie en la puerta del laboratorio de Charles—. ¿No te han dado el recado?
Charles, que estaba cargando muestras de suero en un mostrador automático de radiactividad, se irguió para mirar a Morrison, jefe administrativo del departamento de fisiología. Estaba apoyado en la jamba de la puerta, con expresión tensa, de enfado. La luz del tubo fluorescente del cielo raso se reflejaba en las lentes de sus gafas de montura de concha.
—Iré a verte dentro de diez o quince minutos —dijo Charles—. Tengo una cosa importante que terminar.
Morrison consideró las palabras de Charles un momento.
—Te esperaré en mi oficina.
La puerta se cerró lentamente tras él.
—No deberías provocarlo —le advirtió Ellen—. No haces más que causar dificultades.
—Le hace bien —afirmó Charles—. Le da algo en qué pensar. No tengo idea de qué hace en esa oficina que tiene.
—Alguien tiene que ocuparse de los asuntos administrativos —señaló Ellen.
—La ironía es que alguna vez fue un buen investigador —dijo Charles—. Ahora toda su vida está dominada por su ambición de llegar a ser director. No hace otra cosa que firmar papeles, asistir a reuniones, ir a almorzar y a fiestas de beneficencia.
—En esas fiestas se recauda mucho dinero.
—Supongo que sí. Pero no se necesita un doctorado en fisiología para hacer todas esas cosas. Me parece un desperdicio. Si las personas que donan dinero en esos banquetes llegaran a descubrir la ínfima proporción que se destina a la investigación, se quedarían heladas.
—En eso estoy de acuerdo contigo —concordó Ellen—. Deja que yo termine de colocar las muestras. Tú ve a ver a Morrison y vuelve pronto porque voy a necesitar tu ayuda para extraer sangre a los ratones.
Diez minutos más tarde, Charles subió la escalera de incendio para llegar al segundo piso. No tenía idea de por qué quería verlo Morrison, aunque suponía que era para inyectarle ánimos y pedirle que publicara algo para algún congreso. Charles difería de sus colegas con respecto a las publicaciones. Nunca había querido apresurarse a publicar. Aunque a menudo las carreras de investigación eran valoradas de acuerdo con la cantidad de artículos publicados, la tenaz dedicación y la capacidad de Charles le habían granjeado el respeto de sus colegas, muchos de los cuales solían decir que eran los hombres como Charles los que hacían los grandes descubrimientos científicos. Era el departamento administrativo el que protestaba.
El despacho del doctor Morrison quedaba en el área administrativa del segundo piso, donde las paredes de los salones estaban agradablemente pintadas de beige y cubiertas de sombríos retratos al óleo de antiguos directores que vestían la toga académica. La atmósfera era totalmente distinta a la de los utilitarios laboratorios de la planta baja y el primer piso. Daba la impresión de un próspero despacho de abogados más que de una organización médica sin fines de lucro. Su opulencia nunca dejaba de irritar a Charles: sabía que el dinero provenía de personas que creían contribuir a la investigación.
Con este estado de ánimo Charles se encaminó al despacho de Morrison. Estaba a punto de entrar cuando notó que una de las secretarias lo miraba. Presintió la misma excitación reprimida que había sentido esa mañana, como si todos esperaran que sucediera algo.
Cuando Charles entró, Morrison se levantó de detrás de su ancho escritorio de caoba y salió a su encuentro extendiendo la mano. Su fastidio se había evaporado. Charles le estrechó la mano automáticamente, aunque se sintió estupefacto por el gesto. No tenía nada en común con ese hombre. Morrison lucía un traje a rayas, recién planchado, camisa blanca, almidonada y corbata de seda. Sus zapatos, confeccionados a mano, estaban bien lustrados. Charles llevaba su acostumbrada camisa azul de algodón, la corbata floja, con el nudo entre el segundo y el tercer botón y las mangas arrolladas. Llevaba unos pantalones anchos y los mocasines estropeados.
—Bienvenido —dijo Morrison, como si no hubiera visto ya a Charles esa mañana. Con un ademán le indicó que se sentara en el sofá de cuero colocado en el fondo de la oficina, desde donde se veía el río—. ¿Café? —le preguntó, mostrando sus dientes pequeños y blancos.
Charles rechazó cortésmente la invitación, se sentó en el sofá y se cruzó de brazos. Pasaba algo raro, y estaba intrigado.
—¿Has visto el New York Times de hoy? —le preguntó Morrison.
Charles meneó la cabeza negativamente.
Morrison caminó hasta su escritorio, tomó el diario y le mostró un artículo de la primera página. Al señalarlo, su pulsera de identificación, de oro, asomó por debajo de la manga de la camisa.
ESCANDALO EN EL INSTITUTO WEINBURGER.
Charles leyó el primer párrafo, que parafraseaba lo que le había contado Ellen. Era suficiente.
—Terrible, ¿eh? —preguntó Morrison en tono monótono.
Charles asintió con la cabeza, aunque estaba a medias de acuerdo. Sabía que el incidente tendría un efecto negativo en las finanzas durante un tiempo, pero al mismo tiempo desplazaría del centro de interés a la nueva droga, Cancerán, que injustificadamente había atraído toda la atención de la gente, para llevar esa atención hacia áreas más promisorias. Charles pensaba que Cancerán era sólo un agente alcalinizante más. Para él, la solución para el cáncer estaba en la inmunología, no en la quimioterapia, si bien reconocía la creciente cantidad de curas logradas en los últimos años.
—El doctor Brighton no debería haber hecho todo esto —dijo Morrison—. Es demasiado joven e impaciente.
Charles esperó a que Morrison fuera al grano.
—Tendremos que deshacernos de él —agregó Morrison.
Charles asintió, mientras Morrison se embarcaba en una explicación del comportamiento de Brighton. Observó la reluciente calva del director. El poco pelo que le quedaba estaba detrás de las orejas, y se lo juntaba en una franja peinada cuidadosamente.
—Un momento —dijo Charles, interrumpiéndolo—. Todo esto es muy interesante, pero tengo un experimento importante en marcha abajo. ¿Querías decirme algo en especial?
—Por supuesto —contestó Morrison, arreglándose el puño de la camisa. Su voz se volvió más seria. Juntó los dedos de las dos manos—. La junta de directores del instituto se anticipó al artículo del New York Times y tuvo una reunión de emergencia anoche. Decidimos que, de no actuar rápidamente, la verdadera víctima del caso Brighton sería la nueva y prometedora droga, Cancerán. Supongo que comprenderás nuestra preocupación ¿no?
—Por supuesto —dijo Charles. En el horizonte de su mente empezó a formarse una nube negra.
—Se decidió también que la única forma de salvar el proyecto era que el instituto apoyara públicamente la droga designando a su científico más prestigioso para que completara los experimentos. Tengo la gran satisfacción de comunicarte, doctor Charles Martel, que tú resultaste elegido.
Charles cerró los ojos y se pegó en la frente con la mano abierta. Quería salir corriendo de la oficina, pero se contuvo. Lentamente, volvió a abrir los ojos. Los labios delgados de Morrison estaban extendidos en una sonrisa. Charles no estaba seguro de si Morrison se daba cuenta de su reacción, en cuyo caso se estaba burlando de él, o si creía sinceramente que le estaba dando una buena noticia.
—No puedo decirte lo contento que estoy —prosiguió Morrison— porque la junta eligió a un hombre de mi departamento. No es que me sorprenda, entiéndeme. Todos hemos trabajado incansablemente para el Weinburger. Pero es agradable que de vez en cuando lo reconozcan. Y, por supuesto, fui yo quien te propuso.
—Bueno —empezó a decir Charles con la voz más firme que pudo—. Espero que trasmitas a la junta mi agradecimiento por su voto de confianza, pero lamentablemente no estoy en posición de ocuparme del proyecto Cancerán. Te darás cuenta de que mi propio trabajo va muy, muy bien. Tendrán que buscar a otro.
—Estarás bromeando —dijo Morrison. Su sonrisa disminuyó, luego se esfumó.
—En absoluto. Con el progreso que estoy haciendo, no puedo de ninguna manera abandonar mi trabajo actual. Mi asistente y yo hemos tenido éxito y vamos a un ritmo más rápido.
—Pero no has publicado nada desde hace varios años. ¿Qué clase de ritmo es ese? Además, los fondos para tus investigaciones provienen, casi en su totalidad, del instituto. Hace muchísimo tiempo que no se producen donaciones importantes gracias a tu trabajo. Sé que eso se debe a que has insistido en permanecer en el campo inmunológico de las investigaciones, y hasta ahora yo siempre te he respaldado. Pero ahora se necesitan tus servicios. En cuanto termine el proyecto Cancerán podrás volver a tu trabajo. Es así de sencillo. —Morrison se puso de pie y volvió a su escritorio para darle a entender que para él le entrevista había terminado, y que la decisión estaba tomada.
—Pero yo no puedo abandonar mi trabajo —insistió Charles, sintiéndose desesperado—. En este momento es imposible. Todo marcha muy bien. ¿Y mi desarrollo del proceso del hibridoma? Deberían tenerlo en cuenta.
—Ah, el hibridoma —dijo Morrison—. Un trabajo maravilloso. ¿Quién hubiera pensado que un linfocito sensibilizado pudiera fusionarse con una célula cancerosa para hacer una especie de fábrica celular de anticuerpos? ¡Brillante! Sólo que existen dos problemas. Primero: eso fue hace muchos años; y segundo: no publicaste el descubrimiento. Habríamos podido sacar provecho de él. En cambio, fue otra institución la que se llevó la fama. Yo, en tu lugar, no dependería del desarrollo del hibridoma para asegurar mi posición ante la junta de directores.
—No me molesté en publicar el proceso del hibridoma porque no era más que un paso en mi experimento. Nunca me he impacientado por publicar.
—Todos lo sabemos. En realidad, esa es probablemente la principal razón por la que estás donde estás, y no eres jefe de departamento.
—¡No quiero ser jefe de departamento! —gritó Charles, empezando a perder la paciencia—. Yo quiero investigar, no barajar papeles y asistir a fiestas benéficas.
—Supongo que eso es un insulto personal —dijo Morrison.
—Puedes tomarlo como quieras —contestó Charles, que había abandonado los esfuerzos por controlar su furia. Se puso de pie, se acercó al escritorio de Morrison y lo acusó con el dedo—. Te diré cuál es la razón principal por la que no puedo ocuparme del proyecto Cancerán. ¡No creo en él!
—¿Qué demonios quieres decir? —La paciencia de Morrison también iba desapareciendo.
—Quiero decir que los venenos celulares como Cancerán no son la solución para el problema del cáncer. Se presume que matan las células cancerosas con mayor rapidez que las normales de modo que después que se detiene la enfermedad al paciente todavía le quedan células normales para seguir viviendo. Eso es sólo un enfoque provisional. La cura verdadera del cáncer sólo puede producirse cuando se comprendan mejor los procesos celulares de la vida, en especial la comunicación química entre las células.
Charles empezó a pasearse por la habitación, deslizándose nerviosamente los dedos por el pelo. Morrison, en cambio, no se movió. Se limitó a seguir con la mirada los movimientos giratorios de Charles.
—Te digo —gritó Charles— que el ataque contra el cáncer se está haciendo desde una perspectiva equivocada. El cáncer no puede ser considerado una enfermedad como si se tratara de una infección porque eso alienta el concepto erróneo de que pueda existir una cura mágica, como un antibiótico.
Charles dejó de pasearse y se apoyó en el escritorio de Morrison, mirándolo. Habló con voz más tranquila pero más apasionada.
—He estado pensando mucho en esto. El cáncer no es una enfermedad en el sentido tradicional del concepto, sino el desenmascaramiento de una forma de vida más primitiva, como las que existían en el comienzo del tiempo, cuando se estaban desarrollando los organismos multicelulares. Piensa. En una época, hace eones, sólo existían criaturas unicelulares que, egoístamente, se ignoraban entre sí. Pero luego, después de unos cuantos millones de años, algunas se reunieron en grupo porque era más eficaz. Se comunicaron químicamente, y esta comunicación hizo posible que existieran organismos multicelulares como nosotros. ¿Por qué una célula del hígado sólo hace lo que hace una célula del hígado, lo mismo que sucede con una célula del corazón, o del cerebro? La respuesta reside en la comunicación química. Pero las células cancerosas no reaccionan a esta comunicación química. Se han independizado, han vuelto a una etapa más primitiva, como esos organismos unicelulares que existían hace millones de años. El cáncer no es una enfermedad, sino una pista de la organización básica de la vida. Y la inmunología es el estudio de esta comunicación.
Charles concluyó su soliloquio apoyado sobre el escritorio de Morrison. Se hizo un silencio incómodo. Morrison se aclaró la garganta, alejó del escritorio el sillón de cuero y se sentó.
—Muy interesante —dijo—. Lamentablemente, no nos ocupamos de asuntos metafísicos. Y debo recordarte que hace más de una década que se estudia el aspecto inmunológico del cáncer sin que se haya contribuido significativamente a prolongar la vida del enfermo.
—De eso se trata —dijo Charles, interrumpiéndolo—. La inmunología proporcionará una cura, no un alivio.
—Por favor —dijo con suavidad Morrison—. Yo te he escuchado, ahora quiero que me escuches tú. Hay muy poco dinero disponible para la inmunología actualmente. Eso es un hecho. El proyecto de Cancerán está respaldado por una enorme subvención, tanto del Instituto Nacional del Cáncer como de la Sociedad Estadounidense del Cáncer. El Weinburger necesita dinero.
Charles trató de interrumpirlo, pero Morrison se lo impidió. Charles se desplomó sobre un sillón. Sentía que el peso de la burocracia del instituto lo rodeaba como un pulpo gigantesco. Morrison se quitó las gafas ceremoniosamente y las puso sobre el secante.
—Tú eres un científico excelente, Charles. Eso lo sabemos todos, y por eso te necesitamos en este momento. Pero también eres un hombre rebelde, y en ese sentido se te tolera más que de lo que se te aprecia. Tienes enemigos aquí, tal vez motivados por los celos, tal vez por verte tan justo y bueno ante sus propios ojos. Yo te he defendido muchas veces. Hay muchos que desearían que te fueras. Te digo todo esto por tu propio bien. Anoche en la reunión sugerí que tal vez tú no quisieras hacerte cargo del proyecto Cancerán. Se decidió que, en ese caso, no se necesitarían más tus servicios. No será difícil encontrar a alguien que ocupe tu lugar para un proyecto como ese.
«¡No se necesitarían más mis servicios!». Las palabras resonaron dolorosamente en su mente. Charles trató de ordenar sus ideas.
—¿Puedo decir algo ahora? —preguntó.
—Por supuesto —contestó Morrison—. Dime que te harás cargo del proyecto Cancerán. Eso es lo que quiero oír.
—He estado muy ocupado abajo —dijo Charles, pasando por alto el último comentario de Morrison—, y estoy haciendo progresos a paso acelerado. Intencionalmente, he guardado el secreto, pero creo que estoy próximo a descubrir la naturaleza del cáncer y, posiblemente, el modo de curarlo.
Morrison estudió su expresión, tratando de descubrir si era sincero. ¿Se trataba de una treta? ¿Delirios de grandeza? Morrison miró sus ojos azul claro, la alta frente surcada de arrugas. Conocía a la perfección su pasado, la muerte de su mujer, el cambio repentino de la medicina clínica a la investigación. Sabía que era brillante, pero que le gustaba trabajar solo. Sospechaba que la idea de Charles de estar «próximo» bien podía significar unos diez años más.
—Curar el cáncer —dijo Morrison, sin molestarse en disimular el tono de sarcasmo. No apartó los ojos del rostro de Charles—. Sería muy bonito. Todos nos enorgulleceríamos. Pero… tendrás que esperar a que se complete el proyecto Cancerán. El laboratorio Leslie, que tiene la patente, está ansioso por empezar la producción. Si me perdonas ahora, tengo cosas que hacer. No se hablará más del asunto. Ve a consultar los libros que tratan de Cancerán y empieza a trabajar. Buena suerte. Si tienes algún problema, házmelo saber.
Charles salió aturdido del despacho de Morrison, aplastado por la perspectiva de tener que abandonar sus investigaciones a la fuerza en un momento tan crítico. Consciente de la mirada inquisitiva de la pulcra secretaria de Morrison, Charles apretó el paso hasta la escalera de incendio, abriendo la puerta con fuerza. Bajó lentamente. Le daba vueltas la cabeza. En toda su vida nadie lo había amenazado con echarlo. Aunque estaba seguro de conseguir otro empleo, la idea de quedar a la deriva durante un tiempo, por corto que fuera, lo anonadaba, especialmente con todas las obligaciones financieras que tenía. Al abandonar su consultorio, Charles había abandonado también su posición acomodada. El sueldo de investigador apenas les alcanzaba, especialmente ahora que Chuck iba a la universidad.
Al llegar al primer piso, Charles enfiló el corredor en dirección a su laboratorio. Necesitaba tiempo para pensar.