Charles, que nunca había estado internado en un hospital, consideró la experiencia un verdadero tormento. Había leído algunos artículos de fondo relacionados con los problemas asociados a la invasión tecnológica de la medicina, pero nunca llegó a imaginar el estado de inseguridad e impotencia en que se encontraría. Habían pasado tres días desde que fuera herido. Luego lo habían operado. Al mirar la maraña de tubos y botellas, monitores e indicadores, se sentía como uno de sus propios animales de laboratorio. Por suerte, el día anterior lo habían sacado del horror de Cuidados Intensivos, y lo habían depositado como un pedazo de carne en un cuarto privado en la mejor ala del hospital.
Al tratar de acomodarse, Charles sintió una punzada terrible alrededor del pecho, como una franja de fuego. Durante un segundo, contuvo el aliento, preguntándose si se habría abierto la herida, y esperó que volviera el dolor. Comprobó, aliviado, que no había sido así, pero se quedó inmóvil, con miedo de moverse. De su costado izquierdo, entre las costillas, salía un tubo de goma que se conectaba con una botella colocada en el suelo, junto a la cama. Una red sumamente complicada de alambres y poleas sostenía en tracción su brazo izquierdo. Charles estaba inmovilizado, totalmente a la merced de las enfermeras, incluso para las funciones más básicas.
Un golpe suave le llamó la atención. Antes de poder responder, la puerta se abrió silenciosamente. Charles temía que fuera el técnico que acudía cada cuatro horas para practicarle la insuflación artificial de los pulmones, procedimiento que, según pensaba Charles, no había sido igualado, como método de tortura, desde la Inquisición. Pero no, era el doctor Keitzman.
—¿Aguanta una visita breve? —le preguntó.
Charles asintió. Aunque no se sentía con ganas de hablar, estaba ansioso por tener noticias de Michelle. Cathryn no había podido decirle nada, excepto que la niña no estaba peor. El doctor Keitzman entró en el cuarto, un tanto cohibido. Acercó una silla a la cama, y su cara se contorsionó con el tic que denotaba tensión. Se arregló las gafas.
—¿Cómo se encuentra, Charles? —preguntó.
—No podría encontrarme mejor —contestó Charles, sin poder ocultar el sarcasmo. Hablar, e incluso respirar, significaban un riesgo, y en cualquier momento esperaba que volviera el dolor.
—Le traigo buenas noticias. Podría ser un poco prematuro, pero me parece que usted debe saberlo.
Charles no dijo nada. Estudió el rostro del oncólogo, con miedo de hacerse ilusiones.
—Primero —dijo Keitzman—, Michelle reaccionó extremadamente bien a la radioterapia. Un solo tratamiento parece haber eliminado la infiltración del sistema nervioso central. Está despierta y sabe dónde está.
Charles asintió, esperando que eso no fuera todo lo que había ido a decirle. Se produjo un silencio. Entonces se abrió la puerta y entró el técnico respiratorio, empujando su odiada máquina.
—Es hora del tratamiento del doctor Martel —dijo el técnico, como si se tratara de un servicio placentero. Al ver a Keitzman, el técnico se detuvo en actitud respetuosa—. Discúlpeme, doctor.
—No hay por qué. Tengo que irme, de todos modos. —Luego, mirando a Charles, agregó—: Lo otro que quería decirle era que las células leucémicas de Michelle prácticamente han desaparecido. Creo que ha entrado en remisión.
Charles sintió que una tibieza le inundaba el cuerpo.
—¡Dios mío! ¡Eso es maravilloso! —exclamó, con entusiasmo. Entonces sintió una punzada que le recordó dónde estaba.
—Así es —convino el doctor Keitzman—. Todos estamos muy satisfechos. Dígame, Charles. ¿Qué le hizo a Michelle mientras estaban en casa?
Charles tuvo dificultad en contener la alegría. Sus esperanzas remontaron vuelo. A lo mejor, Michelle estaba curada. A lo mejor todo había funcionado, tal como esperaba él. Mirando a Keitzman, Charles pensó un instante. Se dio cuenta de que no quería entrar en una explicación detallada de todo y dijo:
—Sólo traté de estimular su sistema inmunitario.
—¿Quiere decir, usando un adyuvante, como BCG? —preguntó el doctor Keitzman.
—Algo por el estilo —contestó Charles. No estaba en condiciones de entrar en una discusión científica.
—Bueno —dijo Keitzman, dirigiéndose a la puerta—. Tendremos que hablar de eso. Obviamente, lo que usted hizo ayudó a la quimioterapia que le dimos antes de que la sacara del hospital. No comprendo la forma en que ocurrió, pero ya hablaremos de eso cuando se sienta más fuerte.
—Sí —prometió Charles—. Cuando me sienta más fuerte.
—De todos modos, estoy seguro de que sabrá que el juicio de tutoría ha sido anulado. —El doctor Keitzman se arregló las gafas, saludo con la cabeza al técnico, y se marchó apresuradamente.
La alegría que sentía Charles por la noticia de Keitzman amortiguó el dolor del tratamiento respiratorio con mayor efectividad que la morfina. Con el técnico al lado, la máquina producía presión positiva en sus pulmones, algo que ningún paciente podía hacer por sí mismo debido a la severidad del dolor. El procedimiento duró veinte minutos y cuando por fin se fue el técnico, Charles estaba exhausto. A pesar del intenso dolor, se hundió en un sueño intermitente.
No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando se despertó a causa de un ruido proveniente del otro extremo del cuarto. Volvió la cabeza en dirección a la puerta y se sorprendió al ver que no estaba solo. Cerca de la cama, a poco más de un metro, estaba sentado el doctor Carlos Ibáñez. Con las manos huesudas entrelazadas sobre el regazo y el pelo despeinado, parecía viejo y endeble.
—Espero no molestarlo —dijo Ibáñez con voz suave.
Charles sintió rabia, pero al recordar la noticia de Keitzman, se le pasó. Lo miró con indiferencia.
—Me alegro de que esté bien —continuó Ibáñez—. Los cirujanos me dijeron que tuvo usted mucha suerte.
«¡Suerte! ¡Qué término más relativo!», pensó Charles, con irritación.
—¿Le parece buena suerte recibir un tiro en el pecho? —preguntó.
—No me refiero a eso —explicó Ibáñez, sonriendo—. Al dar en su brazo izquierdo, la velocidad de la bala disminuyó, de modo que cuando le entró en el pecho no llegó al corazón. Eso fue una suerte.
Charles sintió una punzada de dolor. Aunque no se consideraba particularmente afortunado, no estaba de humor para discutir. Sacudió ligeramente la cabeza, como para indicar que aceptaba el comentario de Ibáñez. En realidad, se estaba preguntando a qué habría venido el viejo.
—¡Charles! —dijo Ibáñez con renovado vigor—. He venido a negociar.
«¿Negociar? —pensó Charles intrigado—. ¿De qué diablos estará hablando?».
—He meditado mucho todo esto —siguió Ibáñez—, y estoy dispuesto a reconocer que he cometido algunos errores. Puedo compensarle, si usted está dispuesto a cooperar.
Charles miró las botellas que colgaban encima de él, y fijó los ojos en el fluido intravenoso que goteaba del filtro. Así se controló, y evitó mandar a Ibáñez al diablo.
El director esperaba que Charles le contestara, pero al darse cuenta de que no lo iba a hacer, se aclaró la garganta.
—Permítame ser muy franco, Charles. Sé que usted podría causarnos muchos problemas desagradables, ahora que se ha convertido en una especie de celebridad. Eso no haría bien a nadie. He convencido a la junta directiva de que retire las acusaciones en su contra y que lo vuelva a contratar…
—Al diablo con su contrato —lo cortó Charles bruscamente. Dio un respingo de dolor.
—Está bien —dijo Ibáñez en tono conciliador—. Comprendo que usted no quiera volver al Weinburger. Pero hay otras instituciones en las que podemos ayudarlo a encontrar la clase de trabajo que necesita, y donde podrá realizar sus investigaciones con absoluta libertad.
Charles pensó en Michelle, preguntándose si habría hecho algo por ella. ¿Habría descubierto algo, en realidad? No lo sabía, pero debía averiguarlo. Para hacerlo, necesitaba un laboratorio.
Se volvió y examinó el rostro de Ibáñez. A diferencia de Morrison, Ibáñez nunca le había disgustado.
—Debo advertirle que, si decido negociar, impondré una gran cantidad de condiciones. —En realidad, Charles no había pensado ni un momento en lo que haría después de recuperarse. Mientras miraba al director, se puso a pasar rápida revista a las diversas posibilidades.
—Estoy dispuesto a satisfacer sus exigencias, siempre que sean razonables —afirmó Ibáñez.
—Y ¿qué espera de mí? —le preguntó Charles.
—Sólo que no cause problemas al Weinburger. Ya hemos protagonizado bastantes escándalos.
Durante un segundo, Charles no se dio cuenta de a qué se refería el doctor Ibáñez. Los acontecimientos de la semana anterior sólo habían servido, en su caso particular, para convencerlo de su propia impotencia y vulnerabilidad. Aislado en su casa primero, luego en Cuidados Intensivos, no se había percatado de hasta qué punto se había convertido en una figura pública. Como científico prominente que había arriesgado la vida para salvar a su hija, la prensa escucharía con mucho gusto cualquier crítica que quisiera hacer acerca del Weinburger, sobre todo después de los malos comentarios de que había sido objeto últimamente el instituto.
Vagamente, Charles empezó a tomar conciencia de su poder para negociar.
—Muy bien —dijo, lentamente—. Quiero seguir investigando donde sea mi propio jefe.
—Eso es fácil de arreglar. Ya me he puesto en contacto con un amigo de Berkeley.
—Y la evaluación de Cancerán —agregó Charles—. Todas las pruebas existentes deben ser desechadas. La droga debe ser estudiada como si acabaran de recibirla.
—De eso ya nos hemos dado cuenta —señaló Ibáñez—. Hemos iniciado desde cero un estudio nuevo de su toxicidad.
Charles lo miró fijamente, sorprendido de lo que le estaba diciendo Ibáñez.
—Además está el asunto de Recycle Limitada. No debe descargar más sustancias químicas en el río.
El doctor Ibáñez asintió.
—Su abogado logró convencer a la PMA, y tengo entendido que el problema se solucionará pronto.
—Y —dijo Charles, preguntándose hasta dónde podría llegar—, quiero que Breur Chemical pague una indemnización a la familia Schonhauser. Sin mencionar quién lo hace.
—Creo que puedo arreglar eso, particularmente si se mantiene anonimo.
Se hizo una pausa.
—¿Algo más? —preguntó Ibáñez.
Charles pensó en algo más, pero no se le ocurrió.
—Supongo que eso es todo.
El doctor Ibáñez se puso de pie y arrimó la silla contra la pared.
—Bueno siento mucho perderlo y que vaya a trabajar tan lejos de nosotros, Charles. De veras.
Charles observó cómo Ibáñez cerraba la puerta silenciosamente al salir.
Charles decidió que, si alguna vez volvía a conducir de un extremo del país al otro, lo haría sin los chicos y con aire acondicionado. Y si debía elegir entre las dos medidas, se decidiría por la primera. Los tres no habían hecho más que pelearse desde que salieran de Nueva Hampshire, aunque esa mañana habían estado relativamente tranquilos, como si la vasta extensión del desierto de Utah los hubiera sumido en un silencio reverente. Charles miró por el espejo retrovisor. Jean Paul estaba detrás de él, mirando por la ventanilla. Michelle, a su lado, aburrida e inquieta. Más atrás, en la furgoneta reparada, Chuck se había fabricado un nido. Había pasado la mayor parte del viaje leyendo. ¡Un libro de química, nada menos! Charles meneó la cabeza. Nunca entendería a ese muchacho. Ahora decía que quería hacer un nuevo curso de verano en la universidad. Aunque fuera un capricho pasajero, Charles estaba muy contento, pues su hijo le había anunciado que quería estudiar medicina.
Mientras cruzaban las salinas de Bonneville, al oeste de Salt Lake City, Charles echó un vistazo a Cathryn, sentada a su lado. Había empezado un bordado sobre cañamazo al comenzar el viaje, y parecía absorbida por el movimiento repetitivo de la aguja. Al notar la mirada de Charles, levantó los ojos. Se miraron. A pesar de la molestia de los chicos, ambos compartían un profundo sentimiento de gozo a medida que la horripilante experiencia de la enfermedad de Michelle y de esa última mañana violenta se convertían en pasado.
Cathryn extendió el brazo y colocó una mano sobre la pierna de Charles. Había perdido peso, pero estaba más guapo que antes. Y la tension que normalmente le estiraba la piel alrededor de los ojos había desparecido. Para alivio de Cathryn, Charles por fin podía relajarse, hipnotizado por la carretera y el paisaje borroso, que lo tranquilizaba.
—Cuanto más pienso en lo que pasó, menos lo entiendo —dijo Cathryn.
Charles se movió en el asiento, tratando de encontrar una posición más o menos cómoda, pues tenía el brazo izquierdo enyesado. Aunque aún no había logrado aceptar la mayor parte de lo sucedido, existía algo que ya había reconocido. Cathryn era ahora su mejor amiga. Eso hacía que la experiencia hubiera valido la pena.
—¿De modo que has estado pensando? —le preguntó Charles, para que Cathryn tomara el hilo de la conversacion por donde quisiera.
Cathryn siguió pasando el hilo de vivos colores por la trama del cañamazo.
—Con la locura de la mudanza y el viaje, no he tenido mucho tiempo para pensar realmente y hay algo que no entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—¡Papá! —gritó Jean Paul desde el asiento de atrás—. ¿Juegan al béisbol en Berkeley? ¿Hay hielo, y todo eso?
Charles estiró el cuello para poder ver a Jean Paul, y contestó:
—Me temo que hielo no hay. En Berkeley, siempre es primavera, más o menos.
—¿Cómo puedes ser tan estúpido? —gruñó Chuck, dando un golpecito a Jean Paul en la cabeza.
—Cállate —dijo Jean Paul volviéndose para pegar un manotazo al libro de Chuck—. No estaba hablando contigo.
—Está bien, callaos —gritó Charles con severidad. Luego, con voz más tranquila, agregó—: A lo mejor puedes aprender a practicar el surf, Jean Paul.
—¿Es cierto? —preguntó Jean Paul. Se le iluminó el rostro.
—Sólo se practica surf en el sur de California —dijo Chuck—, donde están todos los bichos raros.
—Mira quién habla —replicó Jean Paul.
—¡Basta! —gritó Charles, sacudiendo la cabeza en consideración a Cathryn.
—No importa —dijo Cathryn—. Me reconforta oír pelear a los chicos. Eso me convence que todo es normal.
—¿Normal? —se burló Charles.
—De todos modos —dijo Cathryn, mirando a Charles—, una de las cosas que aún no entiendo es por qué el Weinburger cambió tan radicalmente de postura. Porque nos han ayudado muchísimo.
—Yo tampoco lo entendía —explicó Charles— hasta que me acordé de lo inteligente que es el doctor Ibáñez. Temía que los medios de información pública se enteraran de la historia. Con todos esos periodistas dando vueltas, temía que me sintiera tentado a decirles lo que yo pensaba acerca del tipo de investigación cancerológica a que se dedican ellos.
—¡Por Dios! Si la gente se enterara de lo que realmente pasa —dijo Cathryn.
—Supongo que si yo hubiera sabido negociar realmente, debería haberle pedido un coche nuevo —dijo Charles, riendo.
Michelle, que había estado oyendo a sus padres, sin prestar mucha atención, buscó su peluca en el bolso de mano. Era de un tono castaño tan parecido al de Cathryn como había podido encontrar.
Charles y Cathryn le habían rogado que eligiera una negra, del color de su pelo, pero Michelle no había cedido. Quería parecerse a Cathryn. Ahora ya no estaba tan segura. La idea de ir a una escuela nueva era ya bastante terrible de por sí, sin contar el hecho de su extraño pelo. Finalmente había comprendido que no podía tener pelo castaño unos meses, y luego negro.
—No quiero empezar la escuela hasta que me crezca el pelo.
Charles miró por encima del hombro y vio que Michelle tocaba distraídamente la peluca. Adivinó lo que estaba pensando. Estuvo a punto de criticarla por elegir una peluca de otro color, pero se contuvo y dijo:
—¿Por qué no te compras otra peluca? Esta vez, negra.
—¿Qué tiene de malo esta? —preguntó bromeando Jean Paul, quitándosela y encasquetándosela de cualquier modo.
—Papá —gritó Michelle—. Dile a Jean Paul que me devuelva la peluca.
—Deberías haber sido una chica, Jean Paul —dijo Chuck—. Estás mil veces mejor con peluca.
—¡Jean Paul! —gritó Cathryn, volviéndose para frenar a Michelle—. Devuélvele la peluca a tu hermana.
—Está bien, bolita de billar —dijo riendo Jean Paul, y arrojó la peluca en dirección a Michelle. Luego, se protegió del último golpe que le asestó, ineficazmente, su hermana.
Cathryn y Charles intercambiaron miradas. Estaban demasiado contentos de ver sana a Michelle para poder reprenderla. Todavía recordaban aquellos horrendos días, cuando esperaban a ver si el experimento de Charles funcionaría. Y luego, cuando Michelle empezó a mejorar, tuvieron que aceptar el hecho de que nunca sabrían si había reaccionado a las inyecciones inmunológicas o a la quimioterapia que había recibido antes de que Charles la sacara del hospital.
—Aunque estuvieran seguros de que tus inyecciones la curaron, no te darían crédito por su curación —dijo Cathryn.
Charles se encogió de hombros.
—Nadie puede probar nada, ni siquiera yo mismo. De todos modos, en un año, o menos, tendré la respuesta. El instituto de Berkeley acepta que yo continúe con mis propias investigaciones y mi enfoque en el estudio del cáncer. Con un poco de suerte podré demostrar que lo que pasó con Michelle fue el primer ejemplo de cómo utilizar el cuerpo para que él mismo se cure de una leucemia. Si eso…
—¡Papá! —gritó Jean Paul desde su asiento—. ¿No podrías parar en la próxima estación de gasolina?
Charles tamborileó sobre el volante, pero Cathryn extendió el brazo y le apretó la mano. Charles quitó el pie del acelerador.
—Faltan ochenta kilómetros para que lleguemos a un pueblo. Me detendré, simplemente. Todos necesitamos descansar.
Charles se detuvo en el polvoriento arcén.
—Muy bien, todos afuera, a descansar y a recuperarse.
—Hace más calor que en un horno —dijo Jean Paul, consternado, buscando un refugio.
Charles llevó a Cathryn a una loma, desde donde se veía el oeste. Era una extensión árida y desolada del desierto, que llevaba a unas montañas de picos agudos. En el coche, Chuck y Michelle estaban discutiendo. «Sí —pensó Charles—, todo es normal».
—No sabía que el desierto fuera tan hermoso —murmuró Cathryn— hipnotizada por el paisaje.