Neilson jamás había subido a una limusina; por otra parte, no sabía si le gustaría. Sin embargo, en cuanto entró y se colocó en el asiento de felpa, se sintió como en su casa: hasta había un bar. Rehusó un cóctel, pues estaba de servicio, pero aceptó un coñac, por sus poderes contra el frío.
Después de que los muchachos Martel lograron entrar en la casa, Neilson se vio obligado a reconocer que la situación iba de mal en peor. En vez de rescatar a los rehenes, estos aumentaban. En vez de vérselas con un loco y una niña enferma, se enfrentaba a toda una familia, refugiada tras una barricada en su propia casa. Había que hacer algo de inmediato. Alguien sugirió que se llamara a la policía estatal, pero eso era justamente lo que Neilson quería evitar. Sin embargo, sería inevitable, si él no lograba resolver el incidente dentro de las próximas doce horas. Fue esta premura de tiempo la que hizo que decidiera hablar con los médicos.
—Como sé lo enferma que está la niñita, no puedo rechazar la ayuda que me han ofrecido —dijo.
—Por eso estamos aquí —señaló Ibáñez—. El señor Hoyt y el señor Ferrullo están listos y deseosos de recibir sus órdenes.
Los dos guardias, ubicados uno a cada lado del bar, asintieron.
—Magnífico —convino Frank Neilson. El problema era que no sabía qué órdenes darles. Su mente funcionaba en círculos. De repente recordó algo que había dicho Ibáñez—. ¿Mencionó usted un equipo especial?
—Desde luego —afirmó Ibáñez—. Señor Hoyt, ¿querría mostrárnoslo, por favor?
Hoyt era un hombre apuesto, delgado pero musculoso. Neilson notó el bulto de una pistolera debajo del traje.
—Con mucho gusto —dijo Hoyt, inclinándose hacia Frank—. ¿Qué cree que es esto, señor Neilson? —Entregó a Frank un objeto pesado con forma de lata de cerveza y una manija en el extremo.
Frank le dio vueltas en las manos y se encogió de hombros.
—No sé. ¿Gas lacrimógeno? Algo parecido.
Hoyt sacudió la cabeza.
—No. Es una granada.
—¿Una granada? —exclamó Neilson, alejando el objeto.
—Se llama granada de concusión. Es lo que usan las unidades antiterroristas para rescatar rehenes. Se tira dentro de una habitación o un avión y, cuando detona, en vez de herir a nadie, puede lastimar los tímpanos, simplemente aturde a todo el mundo durante diez, veinte, a veces treinta segundos. Creo que usted podría usarla con gran provecho en esta situación.
—Sí, estoy seguro de eso. Pero tenemos que entrar en la casa. Y ese tipo ha puesto tablas en todas las ventanas.
—No en todas —señaló Hoyt—. Hemos notado que las dos ventanas del desván no tienen tablas. Es fácil llegar a ellas por el techo. Permítame enseñarle… —Hoyt extrajo dos planos del interior de la casa de Martel. Al notar la sorpresa del jefe, dijo:
—Es sorprendente cuánto se puede conseguir cuando se investiga un poco. Fíjese cómo las escaleras del desván bajan al vestíbulo principal del primer piso. Desde esta escalera sería muy fácil para alguien como Tony Ferrullo, que es experto en este tipo de cosas, arrojar una granada de concusión a la sala, donde es obvio que está el sospechoso. En ese momento, sería sumamente fácil entrar por la puerta principal y por la de atrás al mismo tiempo, y rescatar a los rehenes.
—¿Cuándo podríamos intentarlo? —preguntó Neilson.
—Usted manda —dijo Hoyt.
—¿Esta noche?
—Esta noche será.
Neilson bajó de la limusina en un estado de excitación reprimida. El doctor Morrison extendió un brazo y cerró la portezuela. Hoyt rio.
—Es como robarle los caramelos a un niño.
—¿Será capaz de hacer que parezca defensa propia? —preguntó Ibáñez.
Ferrullo se enderezó.
—Puedo hacer que parezca lo que usted quiera.
Exactamente a las diez, Charles conectó el dializador. Luego, con el cuidado de quien toca el objeto más precioso del mundo, extrajo el dializador en una redoma. Le temblaban los dedos al transferir la solución cristalina al esterilizador. No tenía ni idea de cómo era la estructura de la pequeña molécula contenida en la redoma, sólo sabía que era dializable; ese había sido el último paso en el proceso de aislamiento. Sabía también que no le afectaban las enzimas que sí afectaban al ácido desoxirribonucleico, al ácido ribonucleico y a las uniones peptídicas de las proteínas. Pero el hecho de que la estructura de la molécula fuera desconocida era menos importante en esta etapa que el conocimiento de su efecto.
Este era el misterioso factor de transferencia que, con suerte, transferiría su hipersensibilidad retardada a Michelle.
Esa tarde, Charles volvió a analizar la reacción de sus linfocitos T a las células leucémicas de Michelle. La reacción fue dramática, pues instantáneamente los linfocitos provocaron la lisis y destruyeron las células leucémicas. Mientras Charles observaba por el microscopio de contraste de fase, le parecía mentira que se produjera una reacción tan rápida. Al parecer los linfocitos, sensibilizados a un antígeno de superficie de la célula leucémica, eran capaces de atravesar las membranas de las células leucémicas. Charles gritó de alegría en cuanto vio la reacción. Al descubrir que la reacción de su hipersensibilidad retardada era adecuada, anuló la próxima dosis de antígeno que pensaba suministrarse. Eso satisfizo a Cathryn, para quien el procedimiento era muy desagradable. Anunció, en cambio, que necesitaba extraer el último litro de sangre. Cathryn se puso verde, pero Chuck logró sobreponerse a su aversión por la sangre y, con la colaboración de Jean Paul, ayudó a Charles.
Antes de la comida, Charles separó las células blancas en una de las sofisticadas máquinas que había traído del Weinburger. Por la tarde había iniciado la ardua tarea de extraer de las células blancas la pequeña molécula que ahora estaba esterilizando. Al llegar a este punto, sabía que iba a ciegas. Lo que había logrado, habría llevado años bajo las condiciones de investigación adecuadas, en dónde cada paso hubiera sido examinado críticamente y reproducido cientos de veces. Sin embargo, lo que él había logrado hasta ese momento había sido hecho antes, en esencia, con antígenos diferentes, como en el caso del bacilo de la tuberculosis. Ahora Charles tenía la solución de una molécula desconocida, de concentración y potencia desconocidas. No había tiempo para determinar la mejor manera de administrarla. Lo que tenía era una teoría: que en el sistema de Michelle existía un factor de bloqueo que hasta ese momento había impedido que su sistema inmunitario reaccionara al antígeno de sus células leucémicas. Charles creía, y esperaba, que el factor de transferencia superara ese factor de bloqueo o supresión, y permitiera que Michelle se sensibilizara a sus células leucémicas. Pero ¿qué cantidad de este factor debía darle? Y ¿cómo? Tendría que improvisar, y rezar.
Michelle no se mostró entusiasmada con la idea de una nueva sonda intravenosa, y permitió que Charles se la pusiera. Cathryn se sentó a su lado, sosteniéndole la mano y tratando de distraerla. Los dos muchachos estaban arriba, vigilando si se producía algún movimiento sospechoso fuera.
Sin decir nada, Charles estaba preparado para cualquier eventualidad al suministrar a su hija la primera dosis del factor de transferencia. Aunque había diluido la primera dosis con agua esterilizada, estaba preocupado por los efectos laterales. Después de darle una dosis diminuta, comprobó su pulso y presión arterial. Se sintió aliviado al no detectar ninguna reacción.
A medianoche la familia se reunió en la sala. Charles le había suministrado a Michelle aproximadamente un dieciseisavo del factor de transferencia. El único cambio aparente en el estado de la niña era un aumento leve de la temperatura; luego se quedó dormida espontáneamente.
Decidieron turnarse y relevarse cada dos horas. Aunque todos estaban exhaustos, Chuck insistió en tomar el primer turno, y se fue arriba. Charles y Cathryn se quedaron dormidos casi de inmediato. Jean Paul se quedó despierto un tiempo, oyendo cómo su hermano iba de cuarto en cuarto, en el piso superior.
Jean Paul se despertó al sentir que su hermano lo tocaba ligeramente. Le parecía que acababa de dormirse, pero Chuck le dijo que eran las dos, hora de iniciar su turno.
—Todo tranquilo; sólo ha venido un furgón hace una hora, y ha sido detenido por los coches de la policía. Pero no he visto a nadie.
Jean Paul asintió, luego fue al baño de la planta baja, a lavarse la cara. Al entrar en la sala oscura, pensó si era conveniente quedarse abajo o subir al primer piso. Como era difícil desplazarse abajo, subió a su cuarto. La cama le pareció tentadora, pero resistió la tentación. En cambio, se acercó a la ventana y miró por entre las tablas. No pudo ver mucho, ni siquiera si nevaba, o si era nieve levantada por el viento. De cualquier modo, había mucha nieve en el aire. Fue de cuarto en cuarto, lentamente, como había oído hacer a Chuck, escudriñando la oscuridad. El silencio era total. De vez en cuando se oía una ráfaga de aire que hacía traquetear las ventanas. Jean Paul se sentó en el dormitorio de sus padres, por donde se veía el sendero, tratando de distinguir el furgón, sin éxito. Entonces oyó un ruido, como metal contra piedra. Al mirar hacia donde había oído el ruido, se encontró mirando el hogar, que compartía la misma chimenea con el de la sala. Volvió a oír el ruido.
Sin un momento de vacilación, bajó corriendo a la sala.
—Papá —murmuró—. Despierta.
Charles parpadeó, luego se incorporó.
—¿Las cuatro? —preguntó.
—No —murmuró Jean Paul—. He oído un ruido en tu dormitorio. Parecía venir de la chimenea.
Charles saltó, despertando a Cathryn y a Chuck.
—Jean Paul dice que ha oído un ruido —susurró Chuck.
—Sé que he oído un ruido —afirmó Jean Paul, indignado.
—¡Está bien, está bien! —dijo Charles—. Oíd, necesitamos por lo menos un día más. Si están tratando de entrar, debemos detenerlos.
Charles le dio la escopeta a Cathryn, y la apostó en la puerta de atrás. Colocó a los muchachos junto a la puerta delantera. Jean Paul estaba armado con un bate de béisbol. Charles tomó el atizador y subió corriendo la escalera. Fue a su dormitorio. De pie junto a la chimenea, se felicitó por haber tenido la idea de obstruirla. No oyó nada, excepto el viento bajo el alero.
Después de varios minutos, salió del dormitorio, cruzó el vestíbulo y entró en el dormitorio de Michelle. Desde allí se veía el granero, donde se había originado el asalto de la noche anterior, pero no vio nada allí, excepto los pinos que susurraban y se mecían en el viento. Anthony Ferrullo colocó una escalera portátil de aluminio contra la chimenea y subió al techo. Caminó como un gato por el borde hasta llegar a una de las ventanas del desván. Luego, con la ayuda de una soga, para no resbalarse, bajó por el declive del techo hasta llegar a la base de una de las ventanas. Cortó un pequeño círculo en el vidrio y la abrió despacio. El desván tenía olor a humedad. Encendió la linterna y miró adentro. Vio los baúles y cajones de costumbre y, satisfecho, comprobó que había suelo, en lugar de vigas separadas entre sí. Se dejó caer en el cuarto sin hacer el menor ruido.
Ferrullo esperó, aguzando los oídos, para detectar algún movimiento en la casa. No tenía prisa. Estaba seguro de que Hoyt ya estaba en su puesto debajo de la galería de delante, listo para entrar violentamente por la puerta principal. Neilson había insistido en que participaran dos de sus hombres. Ellos atacarían la puerta posterior después de la explosión, pero, si todo salía como esperaba Ferrullo, el asunto terminaría antes de que ellos tuvieran tiempo de entrar. Satisfecho de que todo estaba tranquilo, Ferrullo avanzó lentamente, tentando cada palmo donde apoyaba el pie antes de descargar el peso del cuerpo. Estaba justo sobre la cabeza de Charles.
Charles observó el granero unos cinco minutos, hasta convencerse de que allí no había ninguna actividad. Se dirigió al vestíbulo, preguntándose qué podía haber oído Jean Paul. De repente, las vigas del techo crujieron. Inmóvil, Charles escuchó, deseando haber imaginado el sonido. Luego, este se repitió. Un estremecimiento de miedo le atravesó el cuerpo exhausto. ¡Había alguien en el desván!
Asió el atizador con fuerza, comprobando que tenía las manos húmedas. Empezó a seguir los sonidos de arriba. Pronto avanzó hasta la pared del cuarto de Michelle, detrás del cual estaba la escalera que subía al desván. Miró, pero sólo alcanzó a distinguir la puerta en la oscuridad. Estaba cerrada, pero no con llave. Esta sobresalía, tentadora, del agujero de la cerradura. Al oír la primera pisada en la escalera, el corazón le empezó a latir con fuerza. Nunca había experimentado tanto terror. Desesperado, se debatió entre cerrar la puerta con llave, o esperar a que apareciera el intruso.
Quienquiera que estuviera bajando la escalera, lo hacía con una lentitud angustiosa. Charles apretó el atizador con todas sus fuerzas. Bruscamente, las pisadas furtivas se detuvieron, y volvió a reinar el silencio. Charles esperó, aterrorizado. Oyó que abajo Michelle se movía en sueños. Dio un respingo, deseando que nadie viniera a llamarlo ahora o, lo que era peor, subiera la escalera. Oyó que Jean Paul le susurraba algo a Chuck. Los ruidos provenientes de la sala parecieron activar el movimiento en los escalones que bajaban del desván. Charles volvió a oír otra pisada. Luego, horrorizado, vio que el picaporte empezaba a girar, muy lentamente. Tomó el atizador con las dos manos, y lo levantó sobre la cabeza.
Anthony Ferrullo abrió la puerta lentamente, unos veinte centímetros. Alcanzaba a ver todo el vestíbulo y la balaustrada que se juntaba con la baranda de la escalera principal. Desde allí se bajaba a la sala. Después de constatar la posición de su pistolera, sacó la granada de concusión del cinturón y tiró hacia afuera el mecanismo que regulaba el tiempo.
Charles no pudo resistir la espera ni un segundo más, sobre todo porque estaba seguro de que no podría pegarle al intruso. Impulsivamente, levantó un pie y cerró la puerta con un puntapié. Sintió una leve resistencia, aunque no suficiente para evitar que la cerrara. Saltó hacia adelante, con la intención de dar la vuelta a la llave. No llegó a la puerta. Hubo una explosión tremenda. La puerta que daba a la escalera del desván se abrió, y envió a Charles hasta el dormitorio de Michelle. Le zumbaban los oídos. A cuatro patas, vio que Ferrullo rodaba por la escalera y caía en el vestíbulo.
Cathryn y los muchachos saltaron al oír la explosión, que fue seguida por pisadas en la puerta de delante y de atrás. Al instante siguiente, una almádena atravesó la puerta del frente. Una mano entró por la abertura y buscó el picaporte. Chuck la agarró y tiró. Jean Paul dejó caer el bate y corrió en ayuda de su hermano. La fuerza combinada de ambos forzó el brazo contra los fragmentos astillados. El hombre invisible dio un alarido de dolor. Se oyó un disparo y volaron esquirlas de la puerta, lo que convenció a los muchachos a soltar el brazo.
En la cocina, Cathryn apretó la escopeta, mientras dos hombres luchaban con la puerta, que ya estaba rota. Lograron soltar la soga que la aseguraba, y abrieron la puerta. Cayeron las patatas, pero esta vez los hombres las esquivaron. Wally Crab se apoderó del saco en el aire, mientras Brezo trasponía la puerta. Con la escopeta apuntando al suelo, Cathryn apretó el gatillo. Una descarga de perdigones rugió contra el linóleo, rebotando y desparramándose por la puerta y sobre Brezo. Este cambió de dirección y siguió a Wally por la galería, justo cuando Cathryn metía otro cartucho en la recámara y disparaba hacia el vano de la puerta.
La violencia terminó tan repentinamente como había empezado. Jean Paul corrió a la cocina, donde encontró a Cathryn inmovilizada por la experiencia. Cerró la puerta de atrás y volvió a asegurarla, luego tomó la escopeta de sus manos temblorosas. Chuck fue arriba a ver si Charles estaba bien, y se sorprendió al encontrarlo agachado, examinando a un tipo desconocido, chamuscado y aturdido.
Con ayuda de Chuck, Charles bajó al hombre y lo ató a una silla de la sala. Cathryn y Jean Paul vinieron de la cocina, y toda la familia trató de sobreponerse después de lo sucedido. Nadie podía pensar en dormir, excepto Michelle. Después de algunos minutos, los muchachos se ofrecieron a continuar la vigilancia y desaparecieron en el piso superior. Cathryn fue a la cocina a preparar café. Charles volvió a sus máquinas. El corazón le latía con fuerza. Dio a Michelle otra dosis del factor de transferencia; la niña volvió a tolerarla, sin efectos contraproducentes. En realidad ni siquiera se despertó. Convencido de que la molécula no era tóxica, Charles tomó el resto de la solución y lo agregó a la botella medio vacía de la solución intravenosa, disponiéndola de modo que durara cinco horas. Una vez hecho esto, Charles se dirigió al inesperado prisionero, que había recobrado el sentido. Estaba quemado por todas partes. Charles notó que era un tipo apuesto, de ojos inteligentes. No se parecía en nada a la idea de matón que tenía Charles. Lo que más le preocupaba era el hecho de que pareciera un verdadero profesional. Charles lo registró y le quitó una pistolera que contenía una Smith & Wesson, de acero inoxidable, calibre 38 especial. No era un arma cualquiera.
—¿Quién es usted? —le preguntó Charles.
Anthony Ferrullo se quedó inmóvil, como si fuera de piedra.
—¿Qué está haciendo aquí?
Silencio.
Un tanto cohibido, Charles le metió la mano en los bolsillos de la chaqueta. Encontró una cartera y la sacó. Ferrullo no se movió. Charles abrió la cartera y se sorprendió al ver la cantidad de billetes de cien dólares. Había varias tarjetas de crédito y un permiso de conducir. Charles lo cogió y lo acercó a la luz. Anthony L. Ferrullo, Leonia, Nueva Jersey. ¿Nueva Jersey? Volvió a revisar la cartera, y encontró una tarjeta. Anthony L. Ferrullo, Breur Chemical, Seguridad. ¡Breur Chemical!
Charles sintió un estremecimiento de miedo. Hasta ese momento, creía que los riesgos en que incurría al erigirse en contra de los intereses médicos e industriales organizados, se resolverían en un tribunal de justicia. La presencia de alguien como Anthony Ferrullo indicaba que los riesgos eran de naturaleza mucho más mortífera.
Lo que más lo perturbaba era el hecho de que los riesgos se extendían a toda su familia. En el caso de Ferrullo, era evidente que la palabra «seguridad» era un eufemismo que sustituía a coerción y violencia. Por un momento, el hombre de seguridad no fue un individuo, sino un símbolo del mal, y Charles tuvo que contenerse para no pegarle, presa de una furia ciega. En lugar de hacerlo, empezó a encender las luces. Todas. No quería más oscuridad, ni ocultismos.
Llamó a los muchachos, y toda la familia se reunió en la cocina.
—Mañana terminará todo —dijo Charles—. Saldremos, y nos entregaremos.
Cathryn se alegró, pero los muchachos se miraron, consternados.
—¿Por qué? —preguntó Chuck.
—Ya he hecho por Michelle lo que quería hacer, y la verdad es que podría necesitar radioterapia en el hospital.
—¿Va a mejorar? —preguntó Cathryn.
—No tengo idea —admitió Charles—. Teóricamente, no hay ninguna razón por la que deba mejorar, pero hay cien preguntas que no he respondido. Es una técnica que está fuera de todas las prácticas médicas aceptadas. En este momento, lo único que podemos hacer es esperar.
Charles se dirigió al teléfono y llamó a todos los medios de información pública que se le ocurrieron, inclusive los canales de televisión de Boston. Informó a quienes quisieron oírlo que él y su familia dejarían la casa al mediodía. Luego llamó a la policía de Shaftesbury, dijo quién era, y solicitó hablar con Frank Neilson. Cinco minutos después, lo comunicaban con el jefe. Charles le dijo que había llamado a los medios de información pública y les había comunicado que él y su familia saldrían de la casa al mediodía. Luego colgó. Charles esperaba que la presencia de tantos periodistas de la prensa y le televisión eliminaría toda posibilidad de violencia. Exactamente a las doce, Charles abrió la puerta principal. Hacía un día maravilloso, de cielo muy azul y un pálido sol invernal. Al final del sendero, frente a una verdadera multitud, había una ambulancia, junto a los dos coches de la policía y varios furgones de televisión. Charles miró a su familia y sintió amor y orgullo por todos. Lo habían respaldado mucho más de lo que esperaba. Se dirigió a la cama y alzó a Michelle. La niña agitó los párpados pero no abrió los ojos.
—Muy bien, señor Ferrullo, después de usted —dijo Charles.
El guardia de seguridad salió a la galería. Su cara chamuscada brillaba al sol. Luego seguían los dos muchachos, y después Cathryn. Charles cerraba la marcha, con Michelle. En un grupo compacto, echaron a andar por el sendero.
Charles se sorprendió al ver a Ibáñez, Morrison, a Keitzman y a Wiley todos juntos cerca de la ambulancia. Cuando la multitud se dio cuenta de que no habría violencia, un grupo de hombres empezó a abuchearlos, sobre todo los de Recycle Ltd. Una sola persona aplaudió. Era Patrick O’Sullivan, que se sentía inmensamente feliz de que el asunto terminara pacíficamente.
Wally Crab, escondido entre los árboles, guardó silencio. Metió el dedo índice en el gatillo de su rifle favorito y apoyó la mejilla contra la fría caja. Cuando trató de apuntar, el cañón del rifle empezó a sacudirse a causa de la cantidad de whisky que había consumido esa mañana. Se recostó contra una rama, lo que mejoró la situación considerablemente, pero las instancias de Brezo a que se diera prisa lo ponían nervioso. El disparo de un arma de fuego atravesó la quietud invernal. La multitud se esforzó por mirar cómo se tambaleaba Charles Martel. No cayó, sino que se arrodilló, y con la suavidad de quien tiene a un recién nacido en los brazos, depositó a su hija sobre la nieve, antes de caer boca abajo a su lado. Cathryn se volvió y dio un grito, luego se tiró de rodillas, tratando de ver si su marido estaba mal herido.
Patrick O’Sullivan fue el primero en reaccionar. Con una reacción profesional, su mano derecha buscó la culata del revólver reglamentario. No lo sacó, pero mantuvo la mano sobre él mientras se abría paso y corría por el sendero. Mientras daba vueltas alrededor de Cathryn y Charles como un buitre que cuida su nido, recorría la multitud con la mirada, tratando de detectar cualquier movimiento sospechoso.