Exactamente a las dos de la madrugada, Bernie Crawford extendió con cautela el brazo por encima del respaldo del asiento del coche y se preparó a despertar al jefe, tal cual estaba planeado. Neilson roncaba. El problema era que al jefe no le gustaba que lo despertaran. La última vez que Bernie había tratado de hacerlo, cuando cubrían un área a la espera de un sospechoso, el jefe le había asestado un feroz golpe en la cabeza. Cuando se despertó del todo le pidió disculpas, pero eso no hizo desaparecer el dolor. Retirando el brazo, Bernie pensó en otra maniobra. Se bajó del automóvil, notando que había siete centímetros más de nieve acumulada. Abrió la portezuela posterior, extendió un brazo y le dio un empujón al jefe.
Neilson irguió la cabeza e intentó agarrar a Bernie, que rápidamente retrocedió. A pesar de su volumen, el jefe salió inmediatamente del coche, decidido a dar un escarmiento al agente, que estaba preparado para huir por la carretera 301. Sin embargo, no bien Neilson respiró el aire helado se detuvo y miró a su alrededor, desorientado.
—¿Está bien, jefe? —preguntó Bernie desde una distancia prudencial.
—Por supuesto —gruñó Neilson—. ¿Qué hora es?
De regreso en el automóvil, Neilson tosió durante casi tres minutos, lo que hacía difícil que pudiera encender el cigarrillo. Después de dar unas cuantas chupadas, sacó su walkie-talkie y se comunicó con Wally Crab. Neilson no estaba del todo satisfecho con el plan, pero, como decían todos, él no tenía una idea mejor. A media tarde, a todos se les había terminado la paciencia, y Neilson se sentía obligado a hacer algo, para no perder el respeto de todo el mundo. Entonces aceptó la idea de Wally Crab.
Crab había estado en la marina y había luchado en Vietnam durante mucho tiempo. Le dijo a Neilson que, si se entraba rápidamente en una casa, atacando por sorpresa, la gente de dentro no tenía forma de resistir. Era así de simple. Le dijo que, después que todo hubiera terminado, Neilson en persona podría llevar al sospechoso a Boston y a la niña al hospital. Sería un héroe.
—¿Qué hay de la escopeta del tipo? —preguntó Neilson.
—¿Crees que va a estar ahí sentado con la cosa entre las manos? No. Después de que volemos la puerta de atrás, entraremos y lo agarraremos. Estarán tan sorprendidos que no moverán ni un solo músculo. Créeme, ¿piensas que lo haría, si no supiera que va a resultar? Seré estúpido, pero no estoy loco.
De modo que Neilson había aceptado. Le gustaba la idea de ser un héroe. Decidieron que la hora elegida sería las dos, y seleccionaron a Wally Crab, Giorgio Brezowski y Angelo de Jesús. Ellos serían los encargados de derribar la puerta. Neilson no conocía a los hombres, pero Crab le dijo que habían estado en Vietnam con él y que tenían «verdadera» experiencia. Además, se habían ofrecido como voluntarios.
El walkie-talkie crepitó en la mano de Neilson, y la voz de Crab llenó el automóvil.
—Te oímos. Estamos preparados. En cuanto abramos la puerta de atrás, avanzad.
—¿Estás seguro de que resultará? —preguntó Neilson.
—Tranquilízate, ¿quieres? ¡Por Dios!
—Está bien. Estamos listos…
Tenía por costumbre ofrecerse voluntario para la parte más segura de ataque, la menos expuesta, lo había mantenido vivo durante cinco años en Vietnam. Angelo y Brezo asintieron, tensos de excitación. Habían hecho una apuesta entre sí. El que le diera primero a Martel, ganaría cien dolares.
—Muy bien, revisad el equipo —dijo Wally—. ¿Dónde está la escopeta?
Angelo se la pasó a Brezo, quien se la dio a Wally. Era una Remington de dos cañones, calibre doce, cargada con cartuchos Magnum triple cero capaces de hacer un agujero en la puerta.
—Bien —dijo Wally—. Ya voy. Haré la señal para Angelo.
Después de mirar la casa oscura una vez más, Wally caminó junto a la pared del granero, y luego corrió, agachado. Cruzó los treinta metros que lo separaban de la casa rápidamente y sin hacer ruido, ganando la sombra de la galería. La casa seguía en silencio, de modo que hizo la señal a Angelo. Angelo y Brezo se reunieron con él, con sus pistolas y linternas. Wally quitó el seguro. Cada hombre llevaba, además, una pistola treinta y ocho de la policía.
—¿Estáis listos, muchachos? —preguntó a las dos formas agazapadas detrás de él. Asintieron. El grupo se había aproximado a la casa de los Martel desde el sur, desplazándose entre los pinos—. ¿Todos recuerdan su trabajo? —preguntó Wally. El plan era que Wally iría delante, abriría la puerta de atrás para que Brezo y Angelo entraran. Wally creía que era un buen plan.
Neilson apagó el walkie-talkie y lo tiró al asiento de atrás… Al mismo tiempo, Brezo subió los escalones y pasó al lado de Wally, dirigiéndose a la cocina.
Crab se metió el diminuto walkie-talkie en su abrigo y se subió la cremallera. Angelo estaba a su lado. Su cuerpo voluminoso temblaba de excitación. Para él la violencia era tan buena como el sexo, tal vez mejor, pues era menos. Vestidos de blanco, por cortesía de la gerencia de Recycle Limitada, eran casi invisibles en medio de la nevada, fina pero persistente. Al llegar al granero, rodearon el lado este hasta que Wally Crab, que era el jefe, pudo ver la casa desde la esquina. Excepto por una luz, en la galería de atrás, la casa estaba a oscuras. Desde donde estaban a la galería había unos treinta metros antes de llegar a la puerta. Wally miró a los dos hombres.
—Recordad que hay que dispararle de frente, no de espaldas.
Con nueva energía, Wally subió corriendo los escalones y apuntó la escopeta a la cerradura de la puerta posterior. Una explosión atronó en el silencio de la noche, volando una parte de la puerta. Charles y Cathryn se sobresaltaron al oír la explosión.
Cuando Wally abrió la puerta, activó la trampa de Charles. Una soga tiró el gancho de un mecanismo simple que soportaba varios sacos de cincuenta kilos de patatas, que habían estado almacenadas en el sótano. Las patatas colgaban sostenidas por un gancho unido a una soga gruesa suspendida sobre la puerta misma, y cuando se abrió la puerta las patatas se precipitaron inmediatamente. Brezo acababa de encender su linterna cuando vio los sacos suspendidos. Las patatas cayeron encima de Brezo. Levantó las manos para protegerse la cara justo cuando Angelo chocaba con él por atrás. El impacto hizo que accidentalmente accionara el gatillo de su pistola y se derrumbaba sobre la nieve. La bala atravesó la pantorrilla de Angelo, antes de incrustarse en el suelo de la galería él también cayó contra la galería, pero de costado, y arrastró consigo parte de la balaustrada. Wally, que no estaba seguro de lo que pasaba, saltó por encima de la baranda y corrió hacia el granero.
Angelo no se dio cuenta de que estaba herido hasta que trató de levantarse y su pie izquierdo se negó a funcionar. Brezo, que se había recobrado lo necesario para incorporarse, fue en ayuda de Angelo.
Charles se recobró lo suficiente como para orientarse, buscó desesperadamente la escopeta. Cuando la encontró, corrió a la cocina. Cathryn fue inmediatamente junto a Michelle, pero la niña no se había despertado.
Al llegar a la cocina, Charles distinguió los sacos de patatas que se balanceaban en el vano de la puerta de atrás. Era difícil ver más allá del cuadrado de luz que proyectaba el foco de la galería, pero le pareció ver dos figuras blancas que se dirigían al granero. Apagó la luz y pudo verlas mejor. Eran dos hombres; uno parecía sostener al otro. Ambos llegaron al granero. Charles consiguió cerrar la puerta, que estaba astillada, y luego la aseguró con sogas. A continuación puso un almohadón en el agujero hecho por la perdigonada. Con mucho esfuerzo, volvió a arreglar los sacos de patatas. Sabía que se habían salvado por poco. A lo lejos oyó la sirena de una ambulancia que se acercaba. Se preguntó si el hombre al que le habían caído las patatas encima estaría gravemente herido.
Regresó a la sala, donde explicó a Cathryn lo sucedido. Luego tocó la frente de Michelle. Le había vuelto la fiebre, y era altísima. Primero con suavidad, luego con mayor energía, trató de despertarla. Finalmente, la niña abrió los ojos y sonrió, pero inmediatamente volvió a dormirse.
—Eso no es buena señal —dijo Charles.
—¿Qué pasa? —le preguntó Cathryn.
—Las células leucémicas pueden estar invadiéndole el sistema nervioso central —dijo Charles—. Si es así, necesitará radioterapia.
—¿Eso quiere decir que hay que llevarla al hospital? —preguntó Cathryn.
—Sí.
El resto de la noche pasó sin novedades, y Charles y Cathryn lograron mantener su turno de vigilancia de tres horas. Cuando amaneció, Cathryn vio que se había acumulado una nueva capa de nieve de más de quince centímetros de alto. Al final del sendero quedaba un coche patrulla.
Sin despertar a Charles, Cathryn fue a la cocina y empezó a preparar un desayuno abundante. Quería olvidarse de lo que estaba sucediendo alrededor, y la mejor manera era mantenerse atareada. Hizo café, masa de bizcochos, sacó panceta de la nevera y batió huevos para hacerlos revueltos. Cuando todo estuvo listo, los puso en una bandeja y la llevó a la sala. Después de despertar a Charles, apartó la servilleta que cubría la bandeja y reveló el festín. Michelle se despertó también; parecía más animada, aunque no tenía hambre. Cuando Cathryn le tomó la temperatura, vio que tenía treinta y nueve grados.
Cuando llevaron los platos a la cocina, Charles le dijo a Cathryn que estaba preocupado porque existía una posibilidad de infección. Si la fiebre de Michelle no bajaba con aspirina, tendría que suministrarle antibióticos.
Cuando terminaron de arreglar la cocina, Charles se sacó sangre, separó una población de linfocitos T, y los mezcló con sus propios macrófagos y células leucémicas de Michelle. Luego observó pacientemente en el microscopio. Había una reacción, definitivamente mayor que la del día anterior, pero todavía no era adecuada. Aun así, Charles festejó el triunfo, y, tomando a Cathryn de las manos, la hizo girar y girar. Cuando se calmó, le dijo que esperaba que su sensibilidad retardada fuera adecuada al día siguiente.
—¿Eso quiere decir que hoy no tengo que ponerte la inyección? —pregunto Cathryn, esperanzada.
—Me gustaría que no. Lamentablemente, no deberíamos contradecir al triunfo, de modo que es mejor que hagamos una nueva inoculación.
Frank Neilson se detuvo al final del sendero de la casa de los Martel, y al hacerlo el automóvil patinó y abolló la parte delantera del coche patrulla que había permanecido allí toda la noche. Hubo un desmoronamiento de parte de la nieve acumulada sobre el vehículo, y de él emergió Bernie Crawford, atontado por el sueño. El jefe descendió de su coche con Wally Crab.
—No habrás estado durmiendo, ¿verdad?
—No —dijo Bernie—. He estado vigilando la noche entera. No han dado señales de vida.
Neilson miró la casa. Parecía muy pacífica, bajo la fresca capa de nieve.
—¿Cómo está el tipo al que dispararon? —preguntó Bernie.
—Está bien. Lo llevamos al hospital del condado. Te diré que ahora que ha disparado contra un agente voluntario, Martel está en graves dificultades.
—Pero si él no disparó.
—Eso no importa. No habría sido herido, de no ser por Martel. Preparar una trampa es un delito.
—Me recuerda a aquellos amarillos del Vietnam —dijo Wally Crab—. Deberíamos hacer volar la casa.
—Un momento —aclaró Neilson—. Hay una niña enferma y una mujer ahí dentro. He traído unos fusiles. Tendremos que aislar a Martel.
A mediodía, poco había sucedido. Llegaron algunos espectadores del pueblo y, aunque no había tantos como el día anterior, se formó una multitud considerable. El jefe había distribuido los fusiles y apostado a sus hombres en varios lugares alrededor de la casa. Luego intentó comunicarse con Charles por el megáfono; le pidió que saliera a la galería, para que pudieran hablar. Charles no contestó. Cada vez que Frank Neilson lo llamaba por teléfono, Charles colgaba. Neilson sabía que si no conseguía que el episodio llegara a una conclusión feliz, intervendría la policía del estado, y él perdería el control. Quería evitarlo a toda costa. Quería tener el mérito de haber resuelto el asunto, pues era el caso mayor y más comentado desde el secuestro de unos niños, hijos de los propietarios de la hilandería, en 1862.
Neilson arrojó con ira el megáfono sobre el asiento del coche y cruzó el camino para comprar un bocadillo de chorizo. Cuando estaba a punto de morder el pan, vio un gran coche negro que tomaba la curva y se detenía. De él bajaron cinco hombres. Dos lucían elegantes ropas de ciudad; uno, de pelo blanco, estaba enfundado en un abrigo de piel largo. El otro, casi calvo, llevaba una chaqueta de cuero reluciente, con un cinturón. Otros dos hombres iban vestidos de azul, con trajes que les venían pequeños. Neilson los reconoció: eran guardaespaldas.
Frank mordió el bocadillo mientras los hombres se le acercaban.
—Neilson, soy el doctor Carlos Ibáñez. Mucho gusto en conorcerlo.
Frank Neilson estrechó la mano del médico.
—Le presento al doctor Morrison —dijo Ibáñez, haciendo que su colega se acercara.
Neilson le estrechó la mano a Morrison, luego dio un nuevo mordisco a su bocadillo.
—Tengo entendido que tiene problemas —dijo Ibáñez, indicando la casa de los Martel.
Frank se encogió de hombros. No era bueno reconocer que uno tiene problemas, jamás. Volviéndose al jefe, Ibáñez explicó:
—Somos los dueños de ese costoso equipo que tiene el sospechoso en casa. Y estamos muy preocupados por él.
Frank asintió.
—Hemos venido a ofrecer ayuda —informó Ibáñez, magnánimo.
Frank los miró, uno a uno. El asunto se complicaba cada vez más.
—En realidad, hemos traído a dos oficiales de seguridad profesionales de Breur Chemicals, el señor Eliot Hoyt y el señor Anthony Ferrullo.
Frank también estrechó la mano de los dos guardias.
—Por supuesto, sabemos que usted lo tiene todo bajo control —aseguró Morrison—. Pero se nos ocurrió que podría recibir ayuda de estos hombres, que han traído un equipo que le interesará.
Hoyt y Ferrullo sonrieron.
—Pero depende de usted, por supuesto —aclaró Morrison.
—Absolutamente —agregó Ibáñez.
—Creo que tengo todos los hombres que necesito, por el momento —declaró Neilson con la boca llena.
—Bueno, ténganos presente —dijo Ibáñez.
Neilson se excusó y se encaminó al puesto de mando improvisado, confundido después de conocer a Ibáñez y sus amigos. Le dijo a Bernie que se comunicara con los hombres de los fusiles y les dijera que no habría tiros hasta nueva orden, después de lo cual se metió en el coche. Quizás aceptar la ayuda de la compañía química no era mala idea. Ellos estaban interesados en el equipo, no en la gloria.
Ibáñez y Morrison vieron cómo se alejaba Neilson, hablaba con otro policía, y se metía en el coche. Morrison se arregló sus delicadas gafas de montura de concha.
—Asusta que un tipo como este esté en una posición de autoridad.
—Es una farsa, realmente —convino Ibáñez—. Volvamos al automóvil.
Se dirigieron al coche.
—Esta situación no me gusta nada —dijo el doctor Ibáñez—. Esta publicidad puede revertir la simpatía del público hacia Charles: el estadounidense típico defiende su hogar contra fuerzas exteriores. Si esto sigue mucho tiempo, aparecerá en todas las pantallas de televisión del país.
—Exactamente —dijo el doctor Morrison—. La ironía es que Charles Martel, que odia la publicidad, no podría haberse fabricado una plataforma mejor, ni aunque lo hubiera intentado. Como van las cosas, podría causar daños irreparables a la investigación del cancer.
—Y a Cancerán y al Weinburger en particular —agregó Ibáñez—. Tenemos que convencer a ese policía imbécil de que utilice a nuestros hombres.
—Hemos plantado la idea en su cabeza —señaló Morrison—. No podemos hacer nada más en este momento. Tiene que parecer una decisión propia.
Alguien que llamaba al vidrio escarchado del automóvil despertó bruscamente a Neilson de su siesta. Estaba a punto de saltar del coche cuando se despertó del todo. Bajó la ventanilla y se encontró con un par de gafas gruesas como fondos de botella. El tipo tenía pelo rizado y le formaba una mata en la cabeza, ahora cubierta de nieve. El jefe supuso que era otro espectador venido de la ciudad.
—¿Es usted el jefe Neilson? —preguntó el hombre.
—¿Quién lo pregunta?
—Yo. Soy el doctor Stephen Keitzman, y me acompaña el doctor Jordan Wiley.
El jefe miró por encima del hombro de Keitzman al otro hombre, preguntándose qué sucedería.
—¿Podemos hablar con usted unos minutos? —preguntó Keitzman, protegiendose la cara de la nieve.
Neilson bajó del automóvil, dejando muy claro que era un esfuerzo extraordinario el que hacía.
—Somos los médicos de la niñita que está en la casa —explicó el doctor Wiley—. Sentimos que era nuestro deber venir, para ver si podiamos hacer algo.
—¿Los escuchará a ustedes Martel? —preguntó el jefe.
Keitzman y Wiley intercambiaron miradas.
—Lo dudo —reconoció Keitzman—. No creo que quiera hablar con nadie. Creemos que sufre una crisis nerviosa.
—Es de imaginar —afirmó el jefe.
—De todos modos —observó el doctor Keitzman, balanceando los brazos para luchar contra el frío— lo que nos preocupa es la niñita. No sé si sabe usted lo enferma que está, pero en realidad, cada hora que pasa sin tratamiento, se acerca más a la muerte.
—Tan grave está, ¿eh? —dijo Neilson, mirando la casa de los Martel.
—En efecto —aseguró Keitzman—. Si se retrasa demasiado, temo que rescatará a una niña muerta.
—También nos preocupa la posibilidad de que Martel pueda estar experimentando con la niña —agregó Wiley.
—¡Mierda! —exclamó Neilson—. ¡El muy hijo de puta! Gracias por avisarme. Se lo comunicaré a mis agentes. —Neilson llamó a Bernie, habló un minuto con él, y luego buscó su walkie-talkie.
A media tarde la multitud era más numerosa que la del día anterior. En Shaftesbury había corrido la voz de que algo sucedería pronto, y hasta la escuela terminó antes. Joshua Wittenburg, el director, había llegado a la conclusión de que del episodio se podía aprender una lección de derecho civil; además, creía que se trataba del mayor escándalo en Shaftesbury desde que encontraron el gato de la viuda Watson congelado en la cámara de Tom Brachman.
Jean Paul caminaba lentamente por la periferia de la multitud. Nunca había sido objeto de burlas, y la experiencia era en extremo inquietante. Siempre había pensado que su padre era un poco extraño pero no loco, y ahora que todo el mundo decía que había perdido la razón, se sentía preocupado. Además, no entendía por qué su familia no se había puesto en contacto con él. Las personas con quienes estaba trataban de tranquilizarlo pero era obvio que ellos también cuestionaban el proceder de su padre.
Jean Paul quería ir a la casa, pero tenía miedo de hablar con la policía, y era fácil ver que la casa estaba rodeada. Evitando una bola de nieve arrojada por uno de sus examigos, Jean Paul atravesó la multitud y la carretera. Después de unos minutos le pareció ver una figura conocida. Era Chuck, con raída chaqueta del ejército.
—¡Chuck! —gritó Jean Paul, ansioso.
Chuck miró a Jean Paul, luego se volvió y corrió hacia unos árboles. Jean Paul lo siguió, llamándolo varias veces.
—¡Por amor de Dios! —susurró Chuck, cuando Jean Paul por fin lo alcanzó en un pequeño claro—. ¿Por qué no gritas más fuerte, para que todos te oigan?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jean Paul, confundido.
—Trato de pasar inadvertido, para averiguar qué diablos pasa —dijo Chuck—. ¡Y tú vienes y gritas mi nombre! ¡Por Dios!
Jean Paul no había pensado en disfrazarse.
—Yo sé lo que sucede —aseguró Jean Paul—. Todo el pueblo está detrás de papá porque intenta cerrar la fábrica. Dicen que está loco.
—No sólo el pueblo —señaló Chuck—. Lo vi en la televisión, anoche en Boston. Papá secuestró a Michelle del hospital.
—¿Es cierto? —preguntó Jean Paul.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre? A mí me parece un verdadero milagro, y tú no dices más que eso. Papá se ha burlado de todo el sistema. ¡Me parece sensacional!
Jean Paul miró la cara de su hermano. Una situación que para él era perturbadora, a Chuck le encantaba.
—Sabes, si los dos nos uniéramos, podríamos ayudar —propuso Chuck.
—¿Tú crees? —preguntó Jean Paul. Era extraño que Chuck se ofreciera a cooperar en algo.
—Por Dios. Di algo más inteligente.
—¿Cómo podríamos ayudar?
Los muchachos tardaron unos cinco minutos en decidir qué podían hacer. Luego cruzaron la carretera y se acercaron a los coches de la policía. Chuck se había nombrado representante, de modo que fue él quien se dirigió a Frank Neilson. El jefe se puso muy contento de ver a los muchachos. No sabía cómo proceder ahora que los tenía allí. No aceptó la propuesta de ir a la casa para tratar de razonar con su padre, pero los convenció para que usaran el megáfono, y se pasó media hora enseñándoles lo que debían decir. Esperaba que Charles hablara con sus hijos y les comunicara sus condiciones para resolver la situación. Frank estaba satisfecho de que los muchachos quisieran cooperar. Cuando todo estuvo listo, Frank tomó el megáfono, saludó a los presentes, y luego señaló la casa. Su voz atronó, pidiendo a Charles que abriera la puerta para hablar con sus hijos.
Neilson bajó el megáfono y aguardó. No hubo ningún ruido ni movimiento proveniente de la casa. El jefe repitió el mensaje, volvió a esperar, con el mismo resultado. Maldiciendo en voz baja, entregó el megáfono a Chuck y le dijo que tratara él. Chuck tomó el megáfono con manos temblorosas. Apretó el botón y empezó a hablar.
—Papá, soy yo, Chuck. Estoy con Jean Paul. ¿Me oyes?
—Te oigo. Chuck —gritó Charles.
En ese mómento, Chuck trepó por los parachoques de los dos coches juntos, y tiró el megáfono. Jean Paul lo siguió. Todos, incluyendo los agentes de la policía, estaban observando la casa cuando los muchachos lo hicieron, y tardaron un momento en reaccionar. Eso les dio la oportunidad a los muchachos de echar a correr sendero arriba.
—¡Agárrenlos, malditos sean! ¡Agárrenlos! —gritó Neilson.
Un murmullo se desprendió de la multitud. Varios agentes, encabezados por Bernie Crawford, echaron a correr desde detrás de los coches patrulla.
Aunque era el menor, Jean Paul era mejor atleta que Chuck, y pronto pasó a su hermano, que tenía cierta dificultad en avanzar por lo resbaladizo del terreno. A unos doce metros de los coches de la policía, Chuck se resbaló, y se dio un fuerte golpe. Sin aliento, logró incorporarse, pero al hacerlo Bernie lo tomó de una punta de la andrajosa chaqueta. Chuck trató de zafarse, pero lo único que logró fue hacer caer a Bernie, que arrastró al muchacho encima de él. Chuck golpeó a Bernie con sus huesudas nalgas. Enredados, los dos resbalaron por el sendero, haciendo rodar a los otros dos agentes que los seguían. Todos cayeron de manera cómica, como en una persecución de una película muda. Chuck logró librarse aprovechando la confusión; puso pronto distancia entre él y sus perseguidores y fue detrás de Jean Paul.
Bernie quedó totalmente sin aliento, pero los otros dos pronto volvieron a la persecución. Habrían vuelto a agarrar a Chuck, de no ser por Charles. Metió la escopeta por la puerta entreabierta y disparó una perdigonada. Todo pensamiento de heroísmo de parte de los agentes se esfumó, y de inmediato se refugiaron detrás del tronco de un roble que crecía a la vera del sendero. Cuando los muchachos llegaban a la galería, Charles abrió la puerta, y entraron como una ráfaga. Charles cerró la puerta inmediatamente, la aseguró, y vigiló las ventanas para ver si se acercaba alguien. Satisfecho, se volvió a sus hijos.
—¡Maldición! ¿Qué diablos hacéis aquí?
Pronto empezaron a sonreír, pero inmediatamente se pusieron serios al ver la expresión severa de su padre.
—Yo creía que no tenía que preocuparme por vosotros dos —dijo firmemente.
—Pensamos que necesitabas ayuda. Todo el mundo está en contra de ti. —Dijo Chuck débilmente.
—No soportaba oír lo que decía la gente de ti —explicó Jean Paul.
Los dos muchachos estaban junto a la puerta, cohibidos, sin aliento, y alelados al ver que la sala de su casa estaba transformada en un laboratorio de ciencia ficción. Chuck, amante de las películas viejas, al ver las tablas en las ventanas dijo que parecía el decorado deuna película de Frankenstein.
—Esta es nuestra familia —afirmó Chuck—. Debemos estar aquí, sobre todo si podemos ayudar a Michelle.
—¿Cómo está, papá? —preguntó Jean Paul.
Charles no contestó. Su enfado con los muchachos desapareció de repente. El comentario de Chuck, además de sorprendente, era correcto. Eran una familia, y los muchachos no debían ser excluidos. Por otra parte, que Charles supiera, era la primera acción generosa de Chuck.
—¡Sinverguenzas! —exclamó Charles, con una sonrisa. Desprevenidos por el abrupto cambio de su padre, los muchachos vacilaron un momento, pero luego corrieron a abrazarlo. Charles se dio cuenta de que no se acordaba de cuánto hacía que no abrazaba a sus hijos. Cathryn, que estaba observando la escena desde que aparecieron los muchachos, se acercó a besarlos a ambos. Luego, todos se fueron a ver a Michelle, y Charles la despertó con suavidad. La niña les dedicó una amplia sonrisa y Chuck se acercó y la abrazó.