A las nueve y media ya se estaban alistando para la noche. Más temprano, Cathryn había preparado una comida. En el laboratorio improvisado, Charles había sacado una muestra de su propia sangre, para separar las células y aislar unos linfocitos T, con ayuda de eritrocitos ovinos. Luego, incubó los linfocitos T con algunos de sus macrófagos y células leucémicas de Michelle. Mientras comían, le dijo a Cathryn que todavía no veía indicios de una hipersensibilidad retardada. Dentro de veinticuatro horas, agregó, tendría que suministrarse una nueva dosis del antígeno de Michelle.
Michelle se despertó de su sueño, provocado por la morfina, y se puso contenta al ver a Cathryn. No recordaba haberla visto llegar. Se sentía algo mejor, y comió un poco de comida sólida.
—Parece que está mejor —susurró Cathryn mientras llevaban los platos a la cocina.
—La mejoría es más aparente que real —dijo Charles—. Su sistema se está recuperando de los otros medicamentos.
Charles hizo un fuego en el hogar, y bajaron el colchón de la cama de matrimonio a la sala. Quería estar cerca de Michelle en caso de que lo necesitara. Una vez acostada, Cathryn sintió una fatiga tremenda. Creía que Michelle estaba todo lo cómoda y contenta que era posible en esas circunstancias, de modo que se relajó por primera vez en dos días. El viento empujaba la nieve contra la ventana. Se abrazó a Charles y dejó que el sueño la venciera.
Al oír ruido de vidrios rotos, Cathryn se sentó, por puro reflejo, aunque no sabía de dónde provenía el ruido. Charles, que estaba dormido, reaccionó con mayor deliberación. Se puso de pie, alzó la escopeta y soltó el seguro.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Cathryn. Le latía con violencia el corazón.
—Tenemos visita —contestó Charles—. Probablemente nuestros amigos de Recycle.
Se oyó un golpe seco contra la fachada de la casa, y algo cayó con un ruido sordo en el suelo de la galería.
—Son piedras —explicó Charles, acercándose al interruptor de la luz y sumiendo la habitación en la oscuridad.
Michelle murmuró algo, y Cathryn se acercó para tranquilizarla. Desde la parte de atrás de la casa, oyó el ruido de vidrios rotos.
—Tenía razón —dijo Charles, espiando entre las tablas. Cathryn llegó hasta donde él estaba, y miró por encima de su hombro. De pie en el sendero, a unos treinta metros de la casa, había un grupo de hombres con antorchas y, en el camino, un par de coches detenidos de cualquier forma.
—Dios mío, que no sea combustible —dijo Cathryn—. Están borrachos.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró Cathryn.
—Nada. A menos que traten de entrar o se acerquen con esas antorchas.
—¿Estás bien? —gritó.
—Estoy bien. Los hijos de puta están rompiendo las ventanas de tu automóvil.
—¿Dispararías contra alguno de ellos?
—No sé —respondió Charles—. Realmente no lo sé.
Cathryn oyó que Charles abría la puerta de atrás. Luego, el ruido de la escopeta, que hizo eco en la casa. Luego, la puerta se cerró.
—¿Qué ha pasado? —gritó Cathryn.
—Tiré al aire. Supongo que es lo único que respetan. Corrían para acá.
—Llamaré a la policía —dijo Cathryn.
—No te molestes. Ya deben de saber que están aquí.
Charles volvió a la sala.
—Lo intentaré, de todos modos.
Lo dejó junto a la ventana y se dirigió a la cocina, donde llamó a la operadora y pidió que la comunicara con la policía de Shaftesbury El teléfono sonó ocho veces antes de que contestara una voz cansada. Dijo que era Bernie Crawford. Cathryn denunció que su casa estaba siendo atacada por un grupo de borrachos, y agregó que necesitaban ayuda inmediata.
—Un momento —dijo Bernie—. Un momento. Necesito un lápiz —dijo Bernie, dejando la línea.
—Muy bien —dijo Bernie, volviendo al auricular—. ¿Qué dirección es?
Cathryn le dio la dirección rápidamente.
—¿Distrito postal?
—¿Distrito postal? —preguntó Cathryn.
—Señora, los papeles hay que completarlos. Tengo que hacer un escrito antes de poder despachar un patrullero.
Cathryn le dio el distrito postal.
—¿Cuántos tipos hay en el grupo?
—No estoy segura. Una media docena. —Cathryn oía escribir al hombre.
—¿Son muchachos?
—¡Cathryn! —gritó Charles—. Necesito que vayas a vigilar la parte de delante. Están incendiando la casa de muñecas, pero puede ser para desviar nuestra atención. Uno de nosotros tiene que vigilar.
—Escuche —gritó Cathryn en el auricular—. No puedo seguir. Necesitamos que nos socorran en este momento. Se acercan. Mande al patrullero ya. —Colgó de un golpe y corrió a la chimenea donde alcanzó a ver las llamas de la casa de muñecas. Se fijó en el jardín de delante. El grupo de las antorchas ya no estaba, pero vio que alguien sacaba algo del maletero de uno de los coches. En la oscuridad, le pareció un balde. Cathryn volvió a mirar. El grupo rodeaba al hombre que venía del auto. A la luz de las antorchas, vio que llevaba una lata de veinte litros. Se arrodilló, al parecer para abrirla.
—Parece pintura —dijo Cathryn.
—Eso es —confirmó Charles.
Mientras miraban, el grupo empezó a vocear «comunista», una y otra vez. El hombre de la lata de pintura se acercó a la casa, al parecer dando valor al resto que traían toda clase de palos. Antes de que Cathryn pudiera decir nada, afuera se oyó un grito, voces aumentaban en intensidad y Charles vino corriendo a la cocina. Fue a la ventana que daba al norte, donde estaba la laguna. Charles vio a Wally Crabb y al hombre que le había pegado. Se detuvieron a unos quince metros de la casa. El que llevaba la lata siguió caminando, mientras los demás lo alentaban. Charles se apartó de la ventana, haciendo que Cathryn se pusiera detrás de él.
Miraba fijamente la puerta, y puso el dedo en el gatillo. Oyeron que las pisadas se detenían, luego el sonido de una pincelada contra las tablas. Después de cinco minutos, se oyó un ruido de pintura contra la puerta, seguido del sonido metálico de la lata contra la galería. Volviendo a la ventana, Charles vio que los hombres se convulsionaban de risa. Lentamente, recorrieron el sendero hacia afuera, empujándose los unos a los otros, y tirándose sobre la nieve. Luego de varias discusiones a voz en grito, subieron a los dos coches. A bocinazos desaparecieron en la noche, en dirección a la carretera.
El silencio invernal regresó tan abruptamente como había sido interrumpido. Charles suspiró. Dejó la escopeta y tomó las manos de Cathryn entre las suyas.
—Ahora que has visto lo desagradable que es, tal vez sería mejor que te fueras a casa de tu madre hasta que pase todo.
—De ninguna manera —dijo Cathryn, sacudiendo la cabeza.
Luego se alejó para ocuparse de Michelle.
Quince minutos después, el coche patrulla de la policía de Shaftesbury avanzó resbalando por el sendero y se detuvo detrás de la camioneta. Frank Neilson bajó corriendo como si se tratara de una emergencia.
—Puedes volver al coche, hijo de puta —le gritó Charles, que había salido a la galería.
Neilson, de pie, en actitud desafiante, con las manos en las caderas y los pies separados, se limitó a encogerse de hombros.
—Bueno, si no me necesitan.
—Saca tus inmundos pies de mi propiedad —le ordenó Charles, amenazante.
—Hay gente rara en esta parte del pueblo —dijo Neilson en voz alta al volver al automóvil.
—Los vándalos son una cosa. ¿Y si viene la policía, tratando de arrestarte? —preguntó Cathryn.
Charles se volvió para mirarla.
—Hasta que termine lo que estoy haciendo, tengo que mantener a todo el mundo fuera de la casa.
—Yo creo que es cuestión de tiempo. La policía vendrá en cualquier momento —afirmó Cathryn—. Y me temo que será mucho más difícil impedir que entren. Por el solo hecho de resistirte estarás quebrantando la ley, y pueden verse obligados a usar la fuerza.
—No lo creo —dijo Charles—. Tienen mucho que perder, y muy poco que ganar.
—El estímulo puede ser Michelle, si piensan que debe volver al tratamiento.
Charles asintió lentamente.
—Puedes tener razón, pero aun así, no se puede hacer nada.
—Yo creo que sí —explicó Cathryn—. Tal vez yo pueda hacer que la policía deje de buscarte. Conozco al detective que está a cargo del caso. Tal vez podría ir a verlo diciéndole que no quiero hacer ninguna acusación En ese caso, tendrán que dejar de buscarte.
La mañana, oscurecida por una capa de altas nubes color gris se instaló en la campiña helada. Charles y Cathryn se habían turnado para vigilar, pero los vándalos no habían vuelto. Al llegar el alba, Charles, sintiéndose más confiado, volvió a la cama colocada frente al hogar y se metió bajo las mantas, junto a Cathryn. Charles tomó un trago de café. Lo que decía Cathryn tenía sentido. Sabía que si llegaba la policía, lo sacarían de la casa. Esa era una de las razones por las que había clavado las tablas en las ventanas para que no arrojaran gases lacrimógenos, ni nada por el estilo. Tal vez tuvieran otros medios que no quería considerar siquiera, Cathryn tenía razón: la policía sería un verdadero problema.
Michelle había mejorado considerablemente y, a pesar de que todavía estaba muy débil, podía sentarse, y se las arregló para sonreír cuando Charles, simulando ser un camarero, le llevó la bandeja del desayuno.
Mientras Charles extraía un poco de sangre para analizar sus linfocitos T en busca de indicios de una hipersensibilidad retardada a las células leucémicas de Michelle, Cathryn trató de arreglar un poco la casa, que estaba patas arriba.
Entre el equipo y los reactivos de Charles, la cama de Michelle y el colchón de la cama de matrimonio, la sala era una especie de laberinto. Poco podía hacer Cathryn allí, pero la cocina pronto respondió a sus esfuerzos.
—Debo pensar en alguna manera de aumentar la seguridad de la casa. No sé qué habría hecho si anoche esos hombres hubieran estado lo suficientemente borrachos para entrar por la puerta.
Al llegar al pie de la colina, se volvió a mirar la casa. En la luz acerada parecía abandonada en medio de los árboles sin hojas. En toda la fachada posterior estaba escrita la palabra «Comunista» con letras mayúsculas grandes y desiguales. El resto de la pintura roja salpicaba la puerta principal y, derramada como estaba por la galería, parecía sangre.
—Iré a la policía, hablaré con Patrick O’Sullivan —dijo Cathryn.
—Está bien —dijo Charles—, pero tendrás que ir en el furgón alquilado que está en el garaje. Me parece que la camioneta no tiene parabrisas.
Se pusieron los abrigos y caminaron de la mano sobre la nueva capa de nieve hasta llegar al granero, que estaba cerrado con llave. Vieron los restos calcinados de la casa de muñecas, al borde del estanque pero evitaron mencionarla. Las cenizas, que todavía humeaban eran un recuerdo patente del terror de la noche anterior.
Mientras salía del garaje marcha atrás Cathryn sintió pocas ganas de irse Ahora que Michelle se encontraba mejor y a pesar de los vándalos, disfrutaba de su nueva intimidad con Charles.
—No hay indicios de una reacción de mis linfocitos —dijo en el furgón, Charles, entrando a buscar más café—. Tendrás que darme una nueva dosis del antígeno de Michelle más tarde.
—Muy bien —contestó Cathryn, tratando de dar confianza a Charles y a sí misma. No estaba segura de poder volver a hacerlo. La sola idea le ponía los pelos de punta. Con cierta dificultad, pues conducir un furgón era una nueva experiencia, Cathryn le dio la vuelta. Se despidió de Charles con la mano y condujo con prudencia por la resbaladiza senda.
Mientras se dirigía a la central de policía de Boston, en la calle Berkeley, Cathryn ensayó lo que le diría a Patrick O’Sullivan. Decidió que la brevedad era lo mejor. Confiaba que todo terminara en cuestión de minutos. Tuvo mucho trabajo para encontrar un lugar donde estacionar, y terminó dejando el furgón en una zona amarilla, donde no estaba permitido estacionar. Tomó el ascensor hasta el sexto piso, y encontró la oficina de O’Sullivan sin dificultad. Al verla entrar, el detective se puso de pie y rodeó el escritorio. Iba vestido exactamente igual que el día anterior, cuando la conoció. Hasta la camisa era la misma, pues recordaba que tenía una mancha de café a la derecha de la corbata de poliéster azul oscura. Le resultaba difícil imaginar que ese hombre, al parecer tan suave, pudiera hacer gala de la violencia que obviamente necesitaría en ocasiones para la clase de trabajo que hacía.
—Siéntese, por favor —dijo O’Sullivan—. Y quítese el abrigo.
—Está bien, gracias —contestó Cathryn—. Sólo ocuparé un minuto de su tiempo.
La oficina del detective parecía el decorado de un melodrama de televisión. Sobre las paredes de pintura descascarillada se veían las fotos obligatorias de algunos funcionarios superiores, todos de rostro adusto. También había un panel de corcho lleno de fotos de personas buscadas. El escritorio del detective estaba cubierto de papeles, sobres, latas llenas de lápices. También había una máquina de escribir y la foto de una pelirroja regordeta y cinco niñitas pelirrojas. O’Sullivan echó atrás su silla, entrelazando los dedos sobre el estómago. Su cara estaba totalmente inexpresiva. Cathryn se dio cuenta de que no tenía ni idea de lo que podía estar pensando aquel hombre.
—Bueno —dijo inquieta. Su seguridad empezaba a esfumarse—. La razón por la que he venido a verlo es que no quiero presentar acusación contra mi marido.
La cara del detective O’Sullivan no se alteró ni un ápice. Cathryn desvió la mirada un momento. La reunión no se estaba desarrollando como había planeado. Prosiguió:
—En otras palabras, no quiero ser la tutora de la niña.
El detective permaneció inexpresivo, lo que aumentó la ansiedad de Cathryn.
—No es que no me importe —agregó Cathryn enseguida—. Pero mi marido es el padre biológico y es médico, de modo que creo que él está mejor capacitado para determinar la clase de tratamiento que quiere que reciba su hija.
—¿Dónde está su marido? —preguntó O’Sullivan.
Cathryn pestañeó. La pregunta del detective hacía pensar que no había escuchado lo que ella había dicho. Luego se dio cuenta de que no debía haber hecho una pausa.
—No sé —dijo. Pensó que no sonaba muy convincente.
Abruptamente, O’Sullivan se enderezó en la silla, y puso los brazos encima del escritorio.
—Señora Martel, me parece que es mejor que le informe de una cuestión. Aunque usted haya iniciado un procedimiento legal, no puede detener su marcha unilateralmente antes de la audiencia. El juez que le concedió la tutoría temporal, por razones de emergencia, también nombró un tutor ad litem, llamado Robert Taber. ¿Qué opina el señor Taber de presentar una acusación contra su esposo para que Michelle vuelva al hospital?
—No sé —contestó Cathryn mansamente, confundida por esta explicación.
—Se me dio a entender —prosiguió el detective O’Sullivan— que la vida de la niña estaba en peligro si no se le suministraba un tratamiento específico tan pronto como fuera posible.
Cathryn no dijo nada.
—Me doy cuenta de que usted ha estado hablando con su marido.
—He hablado con él —admitió Cathryn— y la niña está bien.
—¿Y del tratamiento médico?
—Mi marido es médico —dijo Cathryn, como si eso respondiera a la pregunta del detective.
—Eso puede ser verdad, señora Martel, pero el tribunal sólo aceptará el tratamiento convenido.
Cathryn hizo acopio de todo su coraje para ponerse de pie.
—Debo irme.
—Quizá debería decirnos dónde está su marido.
—Prefiero no decirlo —contestó Cathryn, dejando de simular su ignorancia.
—Recuerde que tenemos orden de arresto. Las autoridades del Instituto Weinburger están realmente ansiosas por presentar una acusación contra él.
—Se les devolverá todo su equipo —dijo Cathryn.
—Usted no debe implicarse y hacerse cómplice del delito —dijo Patrick O’Sullivan.
—Gracias por su tiempo —dijo Carhryn, y se volvió para dirigirse a la puerta.
—Ya sabemos dónde está su marido —afirmó el detective.
Cathryn se detuvo y se volvió.
—¿Por qué no vuelve y se sienta?
Por un instante, Cathryn no se movió. Al principio iba a marcharse, pero luego se dio cuenta de que era más importante averiguar lo que planeaban hacer. De mala gana, volvió a su asiento. Cathryn habló de la cruzada de Charles contra Recycle Limitada, y la actitud de la policía local. También le contó la reacción de la policía cuando atacaron la casa.
—Sí, parecían excesivamente ansiosos —admitió O’Sullivan, recordando su conversación con Frank Neilson.
—¿No puede llamarlos y decirles que esperen? —preguntó Cathryn.
—Ya ha pasado mucho tiempo.
—¿No podría llamar y ponerse en contacto con ellos para que la policía local no sienta que está operando sola? —le suplicó.
O’Sullivan tomó el teléfono y pidió a la operadora que lo conectara con Shaftesbury. Cathryn le preguntó si estaba dispuesto a ir a Nueva Hampshire a supervisarlo todo.
—No tengo ninguna autoridad allí —dijo el detective.
Al oír que respondían a su llamada, dirigió su atención al teléfono.
—Lo tenemos rodeado —dijo la voz de Bernie lo suficientemente alto, de modo que al retirar O’Sullivan el auricular del oído, Cathryn lo oía todo—. Pero este Martel está loco. Ha puesto tablas en todas las ventanas. La casa parece una fortaleza. Tiene una escopeta que sabe usar muy bien, y a su hija como rehén.
—Parece una situación bastante difícil —dijo O’Sullivan—. ¿Han llamado a la policía estatal para que los ayude?
—¡Diablos, no! —exclamó Bernie—. Nosotros nos encargaremos de él. Tenemos muchos voluntarios. Lo llamaremos en cuanto lo aprehendamos para que arregle su traslado a Boston.
Patrick le dio las gracias a Bernie, quien le dijo que la policía de Shaftesbury estaba siempre lista y dispuesta a ayudar. O’Sullivan miró a Cathryn. La conversación con Bernie había demostrado la veracidad de su acusación. El agente de Shaftesbury estaba muy lejos de ser un policía profesional. La idea de buscar voluntarios parecía tomada de una película del Oeste de Clint Eastwood.
—Debería explicarle algo más —dijo O’Sullivan—. No hemos puesto la orden de arresto contra su esposo en el teletipo hasta esta mañana. Pensaba que no era un caso común y a pesar de lo que decían los del Instituto Weinburger, no creía que su marido hubiera robado el equipo. Pensaba que lo había cogido, pero no robado. Esperaba que, de alguna manera, el caso se resolviera solo. Por ejemplo, que su marido llamara a alguien y le dijera: «lo siento aquí está el equipo, y aquí está la niña, me dejé llevar por mis sentimientos». O algo semejante. De haber sucedido eso creo que podríamos haber evitado el proceso. Pero luego empezaron a ejercer presión, la gente del instituto y la del hospital, de modo que la orden contra su marido ha salido esta mañana, y en seguida hemos tenido una respuesta. Ha llamado la policía de Shaftesbury para decir que sabían que Charles Martel estaba en su casa, y que con mucho gusto irían a aprehenderlo. —El detective O’Sullivan hizo una pausa a mitad de la frase y observó a Cathryn—. ¿Está usted bien, señora?
—¡Dios mío no! —exclamó Cathryn, palideciendo—. Habrá problemas —afirmó Cathryn—. Habrá una confrontación. Y, por Michelle, Charles está decidido. Temo que se defenderá.
—¡Por Dios! —estalló O’Sullivan, poniéndose de pie y tomando su abrigo de una percha que había cerca de la puerta—. Cómo aborrezco los casos de custodia. Vamos, iré con usted, pero recuerde, yo no tengo autoridad en Nueva Hampshire.
Cathryn condujo tan rápido como le fue posible, mientras Patrick O’Sullivan la seguía en un Chevy Nova azul, particular. Mientras se aproximaban a Shaftesbury, Cathryn sintió que se le aceleraba el pulso. Cuando tomó la última curva para llegar a la casa, se sintió aterrorizada. Cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos. Un minuto después las apartó y miró a O’Sullivan.
—Es una pesadilla, y continúa.
—¿De qué está hablando? —preguntó el detective.
Al aproximarse, vio una gran multitud. Había autos estacionados a ambos lados de la carretera 301, en una extensión de quince metros. Dos patrulleros de la policía bloqueaban la entrada a su casa. Cathryn estacionó el furgón lo más cerca que pudo, se bajó y esperó a O’Sullivan, que se detuvo detrás del furgón. La multitud daba a la escena un aspecto de feria campestre, a pesar de la temperatura bajo cero. Al otro lado del camino algunas personas emprendedoras habían instalado una parrilla sobre un fuego de carbón. Asaban chorizos y vendían sandwiches a dos dólares cincuenta. Junto a la parrilla había un recipiente con hielo lleno de latas de cerveza. Cerca de allí un grupo de niños estaba construyendo bolas de nieve.
O’Sullivan se acercó a Cathryn y le dijo:
—Por Dios, esto parece un picnic.
—Sí, salvo por las pistolas.
Agrupados detrás de los dos patrulleros de la policía había un montón de hombres vestidos muy diversamente. Algunos llevaban trajes de faena, otros chaquetones forrados de piel. Todos portaban escopetas. Algunos llevaban la escopeta en una mano, y una lata de cerveza en la otra. En el centro del grupo estaba Frank Neilson, con el pie sobre el parachoques de uno de los coches de la policía. Tenía un walkie-talkie en la mano y al parecer estaba coordinando una operación de hombres que estaba terminando de rodear la casa.
O’Sullivan dejó a Cathryn y se dirigió a Frank Neilson, presentándose. Desde donde estaba, Cathryn se dio cuenta de que el jefe de policía de Shaftesbury lo consideraba un intruso. Como si le costara, Neilson quitó el pie del parachoques y mostró toda su estatura. Le llevaba treinta centímetros. Los dos hombres no parecían compartir la misma profesión. Neilson vestía su uniforme acostumbrado, completo, con el revólver reglamentario en la pistolera y, en la cabeza, un gorro de piel sintética que imitaba el astracán, con las solapas para las orejas abrochadas arriba. O’Sullivan, por otra parte, estaba despeinado y vestía un abrigo color caqui, forrado en lana y muy raído.
—¿Qué tal va? —preguntó O’Sullivan de manera informal.
—Bien —contestó Neilson—. Todo está bajo control. —Se pasó el dorso de la mano por la nariz. Se oyó un ruido en el walkie-talkie, y Neilson se excusó. Habló y dijo que el grupo de los gatos debía acercarse a unos treinta metros y permanecer en su puesto. Luego se volvió a O’Sullivan—. Tengo que asegurarme que el sospechoso no huya por la puerta de atrás.
O’Sullivan se volvió y miró hacia los hombres armados.
—¿Le parece aconsejable que haya tantas armas?
—¿No me querrá decir cómo debo manejar esta situación? —preguntó Neilson, sarcástico—. Oiga, detective, esto es Nueva Hampshire, no Boston. Aquí no tiene ninguna autoridad. Y para hablar con franqueza, no me gusta que los muchachos de la ciudad vengan aquí tratando de dar consejos. Aquí mando yo. Sé cómo resolver una situación con rehén. Primero hay que cubrir todo el área, luego negociar. De modo que si me disculpa, tengo trabajo que hacer.
Neilson le dio la espalda y volvió su atención al walkie-talkie.
—Perdóneme —dijo un hombre alto y delgado dándole un golpecito a O’Sullivan en el hombro—. Me llamo Harry Barker, del Globe, de Boston. Usted es el detective O’Sullivan de la policía de Boston, ¿verdad?
—Ustedes no pierden el tiempo, ¿eh?
—El Sentinel de Shaftesbury nos avisó. Esta podría ser una historia muy buena, de gran interés humano. ¿Nos puede dar alguna información?
O’Sullivan señaló a Frank Neilson.
—Ese es el que manda. Que él le cuente la historia.
Neilson tomó un megáfono y estaba listo para usarlo cuando Harry Barker se le acercó. Hubo un breve intercambio de palabras, luego el periodista se hizo a un lado. La voz ronca de Frank Neilson retumbó en el paisaje invernal. Los voluntarios dejaron de reír y gritar. Hasta los niños callaron.
—Muy bien, Martel, su propiedad está rodeada. Quiero que salga con las manos en alto.
La multitud permaneció inmóvil. El único movimiento era el de unos copos de nieve que caían entre las ramas de los árboles. Ni un sonido salió de la blanca casa victoriana. Neilson repitió el mismo mensaje, con idéntico resultado. El único ruido era el del viento en los pinos de detrás del granero.
—Me acercaré —dijo Neilson a nadie en particular.
—Me parece que no es una buena idea —advirtió O’Suilivan, lo suficientemente fuerte como para que todos los que estaban cerca lo oyeran.
Después de fulminar al detective con la mirada, Neilson tomó el megáfono en la mano derecha y con gran ceremonia echó a andar. Al pasar junto a O’Sullivan, rio.
—El día en que Frank Neilson no pueda darle una lección a un medicucho de porquería, será el día en que devuelva su insignia.
Mientras la multitud murmuraba, excitada, Neilson subió trabajosamente el sendero hasta llegar a un punto situado unos quince metros más allá de los coches patrulla. Nevaba un poco más fuerte, y la parte superior de su gorro estaba blanca.
—Martel —gritó el jefe de policía por el megáfono—, le advierto que, si no sale, entraremos nosotros.
El silencio descendió al salir la última palabra del cono del megáfono. Neilson volvió al grupo e hizo un gesto de exasperación, como si se tratara de un problema de peste en el jardín. Luego empezó a acercarse a la casa. Ninguno de los espectadores se movió ni habló. Se intuía que algo iba a pasar. Neilson estaba ya a unos treinta metros de la fachada de la casa. De repente la puerta manchada de pintura roja se abrió, y Charles Martel salió, escopeta en mano. Hubo dos explosiones casi simultáneas.
Neilson se tiró de cabeza en el banco de nieve de uno de los bordes del sendero, mientras los espectadores huían o se refugiaban detrás de los árboles o los coches. Charles volvió a cerrar la puerta de un golpe. Los perdigones cayeron como una lluvia inocente sobre el área.
Hubo varios murmullos provenientes de la multitud, luego vítores cuando Frank Neilson se puso de pie. Inmediatamente, corrió tan rápido como le fue posible, pues estaba gordo. Al acercarse a los automóviles, trató de detenerse pero se cayó y se resbaló sobre las nalgas los últimos tres metros, pegando contra la rueda posterior del coche patrulla. Varios voluntarios se agolparon alrededor del automóvil y lo levantaron.
—¡Maldito hijo de puta! —gritó Neilson—. ¡Esto es el colmo! Ese miserable recibirá su merecido.
Alguien le preguntó si lo había alcanzado algún perdigón, pero el jefe de la policía meneó la cabeza. Con meticulosidad se limpió la nieve, luego se arregló el uniforme y la pistolera.
—Soy demasiado veloz para él.
Un furgón de la cadena local de televisión estacionó en la vecindad y un grupo de hombres saltó afuera. Se dirigieron al jefe de policía. La periodista era una mujer joven y despierta, con un abrigo largo, acolchado y un sombrero de visón. Después de unas breves palabras con Neilson, las luces de las cámaras se encendieron, iluminando todo el área. La joven hizo una presentación breve, luego se volvió al jefe de la policía y le puso el micrófono a dos centímetros de su nariz respingona. La personalidad de Frank Neilson experimentó un cambio de ciento ochenta grados. Tímido y turbado, dijo:
—Sólo cumplo con mi deber lo mejor que puedo.
Al llegar la televisión, el concejal John Randolph, cuyo único interés era político, emergió de entre la multitud. Se abrió paso hasta entrar en la esfera de luces y, poniendo un brazo por encima del hombro de Neilson, dijo:
—Y todos sabemos que está haciendo un trabajo magnífico. Demostremos el aprecio que sentimos por nuestro valeroso jefe de policía.
John Randolph quitó el brazo del hombro de Neilson y empezó a aplaudir. La multitud lo imitó. La periodista retiró el micrófono y preguntó si Frank podía darles una idea de lo que estaba pasando.
—Bueno —empezó Neilson, inclinándose hacia el micrófono—. Tenemos a un científico loco encerrado allí. —Señaló torpemente la casa, por encima del hombro—. Tiene una niña enferma, que quiere mantener alejada de los médicos. Está armado y es peligroso. Hay una orden de arresto, por secuestro y robo. Sin embargo, no hay por qué tener miedo, todo está bajo control.
O’Sullivan se abrió paso entre la gente, buscando a Cathryn. La encontró cerca de su coche. Se tapaba la boca con las dos manos. El espectáculo la aterrorizaba.
—El resultado va a ser trágico si usted no interviene —dijo Cathryn.
—No puedo intervenir —le explicó O’Sullivan—. Ya se lo he dicho antes de venir. Pero me parece que todo irá bien mientras la prensa y la televisión estén aquí. Impedirán que el jefe de policía haga algún disparate.
—Quiero ir a la casa para estar con Charles —dijo Cathryn—. Temo que crea que he sido yo quien ha hecho venir a la policía.
—¿Está loca? —preguntó O’Sullivan—. Debe de haber cuarenta hombres armados rodeando el lugar. Es peligroso. Además, no le permitirán que entre. Sería un rehén más. Trate de tener un poco de paciencia. Volveré a hablar con Neilson para tratar de convencerlo de que llame a la policía estatal.
El detective volvió a encaminarse hacia los patrulleros, deseando estar en Boston, donde debía estar. Al acercarse al puesto de mando improvisado, volvió a oír la voz del jefe de policía, aumentada en volumen por el megáfono. Estaba nevando más fuerte, y uno de los voluntarios preguntó si oirían al jefe de policía desde la casa. Charles no contestó. O’Sullivan se acercó a Neilson y le sugirió que sería más fácil usar el teléfono portátil para hablar con Charles. El jefe meditó y, si bien no contestó, subió al auto, buscó el número de teléfono de Charles, y marcó. Charles contestó de inmediato.
—Muy bien, Martel. ¿Cuáles son sus condiciones para soltar a la chica?
La respuesta de Charles fue breve:
—Puede irse al infierno, Neilson.
—Maravillosa idea tuvo usted —dijo Neilson a O’Sullivan. Colgó el teléfono. Luego, a nadie en particular, dijo—: ¿Cómo demonios se puede negociar cuando no hay demandas? ¿Eh? Que alguien me conteste a eso.
—Jefe —dijo una voz—. ¿Por qué no nos deja a mí y a mis compañeros que ataquemos directamente?
La idea horrorizó a O’Sullivan. Trató de pensar una manera de hacer que Neilson llamara a la policía del estado. Frente a Neilson había tres hombres de blanco, con chaquetones con capucha, de tipo militar, y pantalones blancos.
—Sí —dijo uno de los hombres más pequeños, a quien le faltaban los dientes delanteros—. Hemos examinado el lugar. Sería fácil por atrás. Correríamos desde un lado del granero, y abriríamos por la fuerza la puerta posterior. Todo terminaría en seguida.
Neilson recordó a los hombres. Eran de Recycle Limitada.
—Todavía no he decidido qué hacer —dijo.
—¿Y gas lacrimógeno? —sugirió O’Sullivan—. Eso obligaría a salir al buen doctor.
Neilson fulminó al detective con la mirada.
—Mire, si necesito su opinión, se la pediré. El problema es que aquí no tenemos un equipo sofisticado. Si lo queremos, tenemos que llamar a la policía estatal. Yo quiero manejar este asunto sin que salga del ámbito local.
Un alarido atravesó la tarde, seguido de varios gritos. O’Sullivan y Neilson se volvieron al mismo tiempo, y vieron a Cathryn correr en diagonal a través del área que quedaba frente a los autos.
—¿Qué diablos…? —preguntó Neilson.
—Es la esposa de Martel —explicó O’Sullivan.
—¡Dios! —gritó Neilson.
Luego, al grupo más cercano de voluntarios, dijo:
—Sujétenla. ¡Que no vaya a la casa!
Cuanto más rápido trataba Cathryn de correr, más le costaba, a causa de la nieve endurecida que cedía bajo sus pies. Al llegar al sendero, el banco de nieve que habían dejado las máquinas al limpiar constituyó una barrera, y Cathryn se vio obligada a trepar gateando. Se dejó caer al otro lado, y luego se puso de pie.
Con gritos de excitación, una media docena de voluntarios, que no estaban haciendo nada, corrieron hacia ella. Era una carrera para ver quién llegaba primero. Sin embargo, la nieve recién caída hacía que fuera difícil avanzar, y los voluntarios se molestaban entre sí, sin querer. Dos de ellos lograron salir de detrás de los coches y empezaron a correr por el sendero lo más rápidamente que podían. Un murmullo de excitación se desprendió de la multitud. O’Sullivan se encontró crispando los puños. Mentalmente instaba a Cathryn a que hiciera un esfuerzo mayor, aunque sabía que su presencia en la casa serviría para complicar la situación.
Cathryn se había quedado sin aliento. Alcanzaba a oír el jadeo de sus perseguidores, y sabía que ganaban terreno. Desesperada, trató de pensar en alguna maniobra para evadirlos, pero una punzada en el costado le hacía difícil pensar. Allá delante vio que se abría la puerta manchada de pintura roja. Luego, hubo un relámpago de luz anaranjada, y casi simultáneamente, una explosión. Cathryn se detuvo, sin aliento. Esperaba sentir algo. Miró hacia atrás y vio que sus perseguidores se habían tirado sobre la nieve, para resguardarse. Llegó a los escalones de la entrada, y tuvo que ayudarse con los brazos. Charles, con la escopeta en la mano derecha, se acercó y ella sintió cómo la impulsaba hacia la casa.
Se desplomó en el suelo, jadeando. Oyó a Michelle que llamaba, pero no se movió. Charles corría de ventana en ventana. Después de un minuto, Cathryn se incorporó y fue hasta la cama de Michelle.
—Te echaba de menos, mamita —dijo Michelle, abrazándola.
Cathryn se dio cuenta de que había procedido bien. Charles entró en la sala y volvió a examinar la entrada. Satisfecho, se acercó a Cathryn y Michelle y, dejando la escopeta, las estrechó en un abrazo.
—Ahora tengo a mis dos mujeres —dijo, con un guiño.
Cathryn empezó a explicar todo lo que había pasado. Repitió varias veces que ella no tenía nada que ver con la llegada de la policía.
—No he pensado ni por un segundo que hubiera alguna relación. Me alegro de que hayas vuelto. Es difícil vigilar en ambas direcciones a la vez —explicó Charles.
—No confío en la policía local. Ese Neilson es un psicópata —afirmó Cathryn.
—Estoy totalmente de acuerdo —convino Charles.
—No sé si no sería mejor que nos rindiéramos. Tengo miedo a Neilson y sus agentes.
Charles meneó la cabeza. Con la boca formó la palabra «no».
—Escúchame… Yo creo que están ahí… porque buscan violencia.
—Ya lo sé.
—Si te rindes, devuelves el equipo al Weinburger, y explicas al doctor Keitzman lo que estás tratando de hacer por Michelle, quizá puedas continuar tu experimento en el hospital.
—De ninguna manera —dijo Charles.
Le hacía gracia la ingenuidad de Cathryn.
—El poder combinado de la investigación organizada y la medicina me impediría hacer algo así. Dirían que estoy desequilibrado mentalmente. Si pierdo control sobre Michelle ahora, nunca podré volver a tocarla. Y eso no sería conveniente, ¿verdad? —Charles le enmarañó el pelo a su hija, que asintió—. Además —prosiguió Charles— me parece que mi cuerpo empieza a mostrar señales de hipersensibilidad retardada.
—¿Sí? —preguntó Cathryn. Le costaba sentir entusiasmo después de ver a esa multitud frenética allá afuera. La tranquilidad aparente de Charles le sorprendía.
—La última vez que analicé los linfocitos T noté una leve reacción a las células leucémicas de Michelle. Ya empieza, pero es lento. Aun así, pienso que podría darme otra dosis del antígeno cuando la situación se calme.
Debido a la nevada, oscureció temprano. Charles eligió la hora de la comida para que Cathryn lo ayudara a ponerse la inyección del antígeno de Michelle. Usó una técnica diferente: hizo que ella le hundiera un catéter en la vena. Cathryn tuvo que intentarlo varias veces, pero logró hacerlo. Ella misma se sorprendió. Con un acceso intravenoso abierto, Charles le dio instrucciones explícitas de cómo hacer frente a la esperada reacción anafiláctica. Tomó epinefrina casi inmediatamente después del antígeno, de modo que pudo controlar la suave reacción con toda facilidad.
Cathryn preparó la comida mientras Charles ideaba métodos para asegurar la casa. Clavó tablas en las ventanas del piso superior y reforzó las barricadas detrás de las puertas. Lo que más le preocupaba era el gas lacrimógeno; por eso extinguió el fuego del hogar y obstruyó la chimenea, para que no pudiera entrar por ahí. Cuando caía la noche, vieron que la multitud empezaba a dispersarse, decepcionada y enojada porque no había presenciado ninguna escena de violencia. Unos pocos mirones persistentes se quedaron, pero ellos también empezaron a marcharse cuando el termómetro descendió a quince grados bajo cero. Cathryn y Charles se turnaban; mientras uno vigilaba por las ventanas, el otro le leía a Michelle. Su aparente mejoría se había detenido y nuevamente se sentía muy debil. Tenía calambres en el estomago, aunque no muy fuertes, pues se calmaban solos. A las diez ya dormía.
Excepto por los ruidos de la caldera, la casa estaba silenciosa y Charles, que hacía el primer turno de vigilancia, tenía dificultad en mantenerse despierto. La sensación de renovados bríos que le produjera la epinefrina empezaba a desaparecer, y se sentía exhausto. Se sirvió una taza de café tibio y la llevó a la sala. Tenía que desplazarse a tientas, porque había apagado todas las luces. Sentado junto a una de las ventanas, trató de distinguir los coches de la policía, pero no era posible. Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla un momento y se sumió en un profundo sueño.