Cathryn trataba de ser paciente y mostrarse comprensiva; pero a medida que pasaba el tiempo se ponía cada vez más nerviosa. Se torturaba por haber dejado a Michelle para contestar el teléfono. Podría haber hecho que le pasaran la llamada directamente a la habitación.
Mientras se paseaba por la sala de espera, involuntariamente recordó el comentario de Michelle: «Creo que sería mejor que me muriera». Al principio había tratado de quitarse ese pensamiento de la mente, pero como Michelle no aparecía, sus palabras volvían para atormentarla. Cathryn no tenía idea de si Michelle podría hacerse algún daño, pero, como en su vida había oída toda clase de espantosas historias, no podía dejar de tener miedo.
Consultó el reloj, salió de la sala de espera y focal puesto de las enfermeras. ¿Cómo era posible que en un hospital se perdiera una niña de doce años, tan débil que apenas podía caminar?
—¿Hay noticias? —preguntó dirigiéndose a la enfermera encargada del turno de noche. Había una media docena de enfermeras sentadas charlando.
—Todavía nada —contestó la enfermera, interrumpiendo una conversación con una colega—. Seguridad ha revisado todas las escaleras. Sigo esperando la llamada de radiología. Estoy segura de que el apellido de la niña que han venido a buscar de radiología era Martel.
—Hace casi media hora —dijo Cathryn—. Estoy aterrorizada. ¿No podría llamar otra vez a radiología?
Sin molestarse por disimular su irritación, la enfermera volvió a llamar y le dijo a Cathryn que el otro técnico no había vuelto aún pero que llamaría cuando lo hiciera.
Cathryn se alejó del puesto de enfermeras, consciente de cuánto le intimidaba el personal del hospital. Estaba furiosa, pero sin embargo no era capaz de demostrar su enfado, por más justificado que fuera. En cambio, le dio las gracias a la enfermera y regresó al cuarto vacío de Michelle. Distraídamente, volvió a inspeccionar el baño, evitando mirarse en el espejo. Después miró dentro del armario que había junto al baño. Casi había cerrado la puerta cuando la abrió nuevamente. Estaba atónita. Volvió corriendo al puesto de enfermeras, donde trató de atraer la atención de la enfermera encargada. Las enfermeras de la tarde, que terminaban su turno, y las de la noche, que entraban de guardia, se encontraban reunidas allí, informándose acerca de todas las novedades. Era el momento en que estaban proscritas las emergencias, medicas o de cualquier otra naturaleza. Cathryn tuvo que gritar para llamarles la atención.
—Acabo de descubrir que falta la ropa de mi hija —dijo Cathryn con ansiedad.
Se hizo un silencio. La enfermera encargada se aclaró la garganta.
—Terminaremos en seguida, señora Martel.
Cathryn se volvió enfurecida. Obviamente, su emergencia no era lo suficientemente importante como para perturbar la rutina de la sala. Si la ropa de Michelle había desaparecido, eso significaba que había salido del hospital. La llamada telefónica debía de haber sido de Charles, hecho con el fin de que Cathryn saliera de la habitación. De inmediato, la imagen del hombre que empujaba la camilla le volvió a la mente. Tenía la misma estatura, la misma complexión. ¡Debía de haber sido Charles! Cathryn volvió corriendo al puesto de las enfermeras. Estaba segura de que Michelle había sido secuestrada.
—Permítame aclarar bien esto —dijo el corpulento oficial de la policía de Boston. Cathryn leyó su nombre en la placa: William Kerney—. Usted estaba durmiendo cuando la enfermera le tocó el hombro.
—¡Sí! ¡Sí! —gritó Cathryn, exasperada por el ritmo lento de la investigación. Había esperado que la policía fuese más diligente—. Ya le he dicho cien veces lo que ha pasado. ¿No puede tratar de encontrar a la niña?
—Debemos completar el informe —explicó Kerney. Tenía una tablilla muy gastada, con sus correspondiente bloc, sobre el brazo izquierdo. En la mano derecha luchaba con un lápiz, cuya punta chupaba de vez en cuando.
El grupo que estaba de pie en el cuarto vacío de Michelle, incluía a Cathryn, dos oficiales de la policía de Boston, la enfermera encargada del turno de tarde y el administrador del hospital. Este era un hombre alto y apuesto, que vestía un elegante traje gris. Tenía la extraña costumbre de sonreír después de cada oración, frunciendo los ojos. Lucía un bronceado estupendo, como si acabara de regresar del Caribe.
—Ya se lo he dicho —le contestó bruscamente Cathryn—. Cinco minutos… diez. No sé exactamente.
—Ajá —musitó Kerney, escribiendo la respuesta.
Michael Grady, el otro oficial, estaba leyendo los papeles de la tutoría temporal. Cuando terminó, se los dio al administrador.
—Es un caso de secuestro. No hay duda de eso.
—Ajá —murmuró Kerney, escribiendo «secuestro». No sabía cuál era el número de código correspondiente a ese delito, de modo que se dijo mentalmente que no debía olvidarse de buscarlo al llegar a la comisaría.
Desesperada, Cathryn se volvió al administrador.
—¿No puede hacer algo usted? Lo siento, pero no recuerdo su nombre.
—Paul Mansford —contestó el administrador antes de dedicarle una sonrisa—. No es necesario que se disculpe. Estamos haciendo algo. La policía está aquí.
—Pero temo que le pase algo a la niña con tanto retraso —dijo Cathryn.
—¿Y vio a un hombre que empujaba a un paciente en una camilla, a la sala de operaciones? —preguntó Kerney.
—¡Sí! —gritó Cathryn.
—Ningún paciente fue a cirugía —dijo la enfermera.
William se volvió a la enfermera.
—Y ¿qué hay del hombre de la radiografía? ¿Puede describirlo?
La enfermera miró al techo.
—Estatura mediana, mediana complexión, pelo castaño…
—Eso no es nada original —señaló Kerney.
—¿Y sus ojos azules? —preguntó Cathryn.
—No me fijé en los ojos —contestó la enfermera.
—¿Qué llevaba puesto? —preguntó Kerney.
—¡Por Dios! —exclamó Cathryn, frustrada—. Hagan algo, por favor.
—Un guardapolvo blanco, largo —describió la enfermera.
—Muy bien —dijo Kerney—. Alguien llama, saca a la señora Martel de la habitación, presenta una orden de radiografía falsa, luego se lleva a la niña como si fuera a cirugía. ¿Correcto?
Todos asintieron, excepto Cathryn, que se llevó la mano a la boca para no chillar.
—¿Cuánto tiempo pasó hasta que lo notificaron a Seguridad? —preguntó Kerney.
—Un par de minutos —dijo la enfermera.
—Por eso pensamos que deben de estar todavía en el hospital —explicó el administrador.
—Pero la ropa ha desaparecido. Seguramente ya se han ido del hospital. Por eso hay que hacer algo antes de que sea demasiado tarde. ¡Por favor! —pidió Cathryn.
Todos la miraron como si fuera una niña. Ella les devolvió la mirada, luego alzó las manos, exasperada.
—¡Dios mio!
Kerney se volvió al administrador.
—¿Hay algún lugar del hospital donde llevar a una niña?
—Hay muchos escondites provisionales —convino el administrador—. Pero ninguno donde no se los pueda encontrar.
—Muy bien —dijo Kerney—. Supongan que fue el padre el que se llevó a la niña. ¿Por qué?
—Porque no estaba de acuerdo con el tratamiento —explicó Cathryn—. Por eso me concedieron la tutoría temporal, para que se mantuviera el tratamiento. Desgraciadamente, mi marido ha estado bajo una gran tensión, no sólo por la enfermedad de mi hija, sino también por su empleo.
Kerney silbó.
—Si no le gustaba el tratamiento —dijo—, ¿qué quería? ¿Letril, o algo así?
—No me lo dijo, pero sí sé que el Letril no le interesaba.
—Hemos tenido varios problemas a causa del Letril —dijo Kerney, haciendo caso omiso de lo que acababa de decir Cathryn. Se volvió a su compañero, Michael Grady, y le preguntó—: ¿Recuerdas el de ese chico que se fue a México?
—Claro que sí —afirmó Grady.
—Tenemos alguna experiencia con padres que buscan tratamientos poco ortodoxos para su hijos. Es mejor que avisemos al aeropuerto. Podría tratar de sacarla del país —sugirió Kerney.
El doctor Keitzman llegó en medio del torbellino de movimiento y nerviosismo. Cathryn se sintió tremendamente aliviada al verlo. De inmediato el médico dominó al pequeño grupo y exigió que se le informara de todo. Paul Mansford y la enfermera le dieron un informe rápido entre los dos.
—¡Esto es terrible! —exclamó Keitzman, ajustándose nerviosamente las gafas—. Me parece que Charles Martel ha sufrido una crisis nerviosa. No hay duda.
—¿Cuánto puede vivir esa niñita sin tratamiento? —preguntó Kerney.
—Es difícil decirlo. Días, semanas, un mes a lo sumo. Tenemos aún varias drogas más para probar que podrían resultar efectivas, pero debe hacerse cuanto antes. Todavía existe una posibilidad de remisión.
—Bueno, nos ocuparemos de inmediato —dijo Kerney—. Terminaré el informe y se lo entregaré a los detectives.
Cuando los dos oficiales partían, una media hora después, Michael Grady se volvió a su compañero y le dijo:
—¡Qué historia! Es terrible. Una pobre niña con leucemia.
—Terrible, sí. Hay que agradecer que uno tiene hijos sanos.
—¿Crees que los detectives iniciarán la búsqueda enseguida?
—¿Ahora? ¿Estás bromeando? Esos casos de custodia son una pesadez. Por suerte se resuelven solos en veinticuatro horas. De todos modos, los detectives ni siquiera lo mirarán hasta mañana.
Subieron al coche patrulla, se comunicaron con la comisaría por radio, y se pusieron en marcha.
Cathryn abrió los ojos y miró alrededor, confundida. Reconoció las cortinas amarillas, la cómoda blanca con su tapete y los adornos, el tocador rosado que se transformaba en escritorio durante sus días de bachillerato, los anuarios del colegio sobre el estante y el crucifijo de plástico que le habían regalado para la confirmación. Se dio cuenta de que estaba en su viejo dormitorio, que su madre había conservado desde que Cathryn se fuera a la universidad. Lo que confundía a Cathryn era la razón por la que estaba allí. Sacudió la cabeza para librarse de los efectos del somnífero que le había recomendado tomar, con insistencia, el doctor Keitzman. Estiró el brazo y tomó el reloj. No pudo creer lo que veía. Eran las doce menos cuarto. Cathryn parpadeó y volvió a mirar. No, eran las nueve. Aun así, era tarde.
Se puso una vieja bata a cuadros, abrió la puerta y fue rápidamente a la cocina, de donde llegaba un exquisito aroma a bizcochitos recién hechos y a panceta. Al entrar, su madre levantó la mirada, sumamente satisfecha de tener a su hija en casa, fuera cual fuese la razón.
—¿Ha llamado Charles? —preguntó Cathryn.
—No. Te he preparado un buen desayuno.
—¿Ha llamado alguien? ¿El hospital? ¿La policía?
—No ha llamado nadie. Relájate. Te he preparado tus bizcochos favoritos.
—No podría comer nada —se disculpó Cathryn. Le daba vueltas la cabeza. Sin embargo, no estaba tan preocupada como para no notar la desilusión de su madre—. Bueno, tal vez tomaré algunos bizcochos.
Gina se animó y buscó una taza para Cathryn.
—Es mejor que despierte a Chuck —dijo Cathryn, dirigiéndose al pasillo.
—Ya ha desayunado y se ha ido —le informó Gina, triunfal—. Le gustan los bizcochos tanto como a ti. Ha dicho que tenía clase a las nueve.
Cathryn se volvió y se sentó a la mesa, mientras su madre le servía el café. Se sentía inútil. Había intentado con tanta dedicación ser una buena esposa y una buena madre, y de pronto tenía la sensación de haberlo estropeado todo. Despertar a su hijo adoptivo para que fuera a la universidad no era, ni con mucho, lo que determinaba que fuese una buena madre, pero no haberlo hecho le parecía representativo de su fracaso. Levantó la taza de café, luchando contra sus emociones, y se la llevó a los labios, sin importarle lo caliente que estaba. Cuando tomó un sorbo, el líquido le quemó los labios y retiró la taza, derramándose café en la mano. Soltó la taza, que cayó sobre la mesa y se rompió, rompiendo también el plato. Cathryn se echó a llorar desconsoladamente.
Gina lo limpió todo de inmediato, asegurando repetidas veces a su hija que no debía llorar porque a ella no le importaba esa vieja taza que había comprado como recuerdo en Venecia la única vez que había ido a esa bella ciudad que amaba como a ninguna otra en el mundo entero. Cathryn logró controlarse. Sabía que la taza veneciana era uno de los tesoros de su madre, y le sabía muy mal haberla roto, pero la reacción exagerada de Gina contribuyó a que se calmara.
—Creo que voy a ir a Shaftesbury —dijo Cathryn finalmente. Recogeré más ropa para Chuck, y veré cómo está Jean Paul.
—Chuck tiene lo que necesita —objetó Gina—. Con lo que cuesta de gasolina ir hasta allá, más te convendría comprarle ropa nueva en Filene’s.
—Es verdad —reconoció Cathryn—. Pero quiero estar cerca del teléfono, por si llama Charles.
—Si llama y no obtiene respuesta, llamará aquí. Después de todo, no es estúpido. ¿Adónde crees que habrá ido, con Michelle? —preguntó Gina.
—No lo sé —confesó Cathryn—. Anoche la policía habló de México. Al parecer, muchas personas que buscan curas inusuales para el cáncer se van a México. Pero Charles no iría allí. Eso lo sé.
—Aborrezco decir «Te lo dije» —dijo Gina—, pero te lo advertí cuando te casaste con un hombre mayor, padre de tres hijos. Eso siempre trae problemas. ¡Siempre!
Cathryn contuvo la ira que sólo su madre era capaz de causar. Entonces, llamó el teléfono. Gina contestó, mientras Cathryn contenía el aliento.
—Es para ti. Un detective llamado Patrick O’Sullivan.
Cathryn tomó el auricular, esperando lo peor. Patrick O’Sullivan la tranquilizó de inmediato, diciéndole que no tenían ninguna información acerca de Charles o de Michelle. Dijo que había habido una novedad interesante en el caso y le preguntó si podía encontrarse con él en el Instituto Weinburger. Ella aceptó de inmediato.
Quince minutos más tarde, ya estaba lista para salir. Le dijo a Gina que después del Weinburger iría a Nueva Hampshire. Gina intentó contestar, pero Cathryn insistió, explicando que necesitaba pasar un rato sola. Volvería a la hora de la cena, cuando estuviera Chuck.
Cruzó Boston por Memorial Drive sin ninguna novedad. Al entrar con el viejo Dodge en la zona de estacionamiento del 9 Weinburger recordó un verano, hacía dos años, antes de conocer a Charles. ¿Podrían realmente haber transcurrido dos años? Había dos coches de la policía estacionados cerca de la entrada. Cuando Cathryn pasó junto a ellos alcanzó a oír sus radios. Ver coches de la policía no era una buena señal, pero Cathryn no se permitió especular. Le abrieron la puerta del instituto, y una vez dentro se dirigió al laboratorio de Charles. La puerta estaba entreabierta, y Cathryn entró. Lo primero que advirtió fue que el laboratorio había sido desmantelado. Tenía una idea de cómo era, pues había estado allí varias veces, y notó que faltaban todas las máquinas que parecían de ciencia ficción. Los mostradores estaban vacíos, como los de una tienda que hubiera quebrado.
Había seis personas en el laboratorio. Ellen, a quien Cathryn reconoció, estaba hablando con dos policías uniformados, que estaban atareados completando un informe. Al verlos escribir a duras penas, se acordó de la noche anterior. El doctor Ibáñez y el doctor Morrison estaban de pie cerca del escritorio de Charles, hablando con un hombre pecoso, vestido con una chaqueta sport de poliéster azul. Al verla entrar el hombre se le acercó de inmediato.
—¿La señora Martel? —le preguntó.
Cathryn asintió y estrechó la mano que le extendía el hombre. Era blanda y ligeramente húmeda.
—Soy el detective Patrick O’Sullivan. He sido asignado a su caso. Gracias por venir.
Por encima del hombro de Patrick, Cathryn vio que Ellen señalaba un espacio vacío sobre el mostrador, y luego seguía hablando. Cathryn no entendía lo que decía, pero sí que era algo de un equipo. Miró a los dos médicos, que estaban en medio de una acalorada discusión. Tampoco oyó lo que decían, pero advirtió que el doctor Morrison estaba enfadado.
—¿Qué pasa? —preguntó Cathryn, mirando al detective a sus ojos verdes.
—Parece que su marido, después de ser despedido de su cargo en el instituto, robó la mayor parte del equipo.
Cathryn abrió los ojos sorprendida. No podía creerlo.
—Eso no es posible.
—La evidencia es irrefutable. Los dos guardias nocturnos al parecer ayudaron a su marido a limpiar el laboratorio y cargarlo todo.
—Pero ¿por qué? —preguntó Cathryn.
—Yo esperaba que usted me lo explicara —dijo el detective.
Cathryn miró el cuarto, tratando de entender el alcance de la locura de su marido.
—No tengo ni la más remota idea —dijo Cathryn—. Me parece absurdo.
El detective levantó las cejas y arrugó la frente mientras seguía la mirada de Cathryn por el laboratorio.
—Realmente absurdo. Y también un gran robo, señora Martel.
Cathryn volvió a mirar al detective. El hombre bajó la mirada y movió los pies.
—Esto arroja nueva luz sobre la desaparición de su marido. El secuestro de un hijo por su propio padre es una cosa, y, para decirle la verdad, no nos preocupamos demasiado por ello. Pero robar es otra cosa. Tendremos que extender una orden de detención contra el doctor Martel y dar su filiación por el teletipo.
Cathryn se estremeció. Cada vez que creía comprender los detalles de la pesadilla, esta empeoraba. Ahora, Charles era un fugitivo.
—No sé qué decir.
—Lo sentimos mucho, señora Martel —dijo el doctor Ibáñez, acercándose por detrás de ella.
Se volvió y vio la expresión compasiva del director.
—Es una tragedia —convino el doctor Morrison con la misma expresión—. Y pensar que Charles era un investigador que prometía tanto…
Se hizo una pausa incómoda. El comentario de Morrison fastidió a Cathryn, pero no encontró qué contestar.
—Exactamente ¿por qué se despidió al doctor Martel? —preguntó O’Sullivan, rompiendo el silencio.
Cathryn se volvió al detective. Acababa de hacer la pregunta que a ella le hubiera gustado hacer, de tener valor.
—Fundamentalmente, debido a su extraño comportamiento. Empezamos a dudar de su estabilidad mental. —El doctor Ibáñez hizo una pausa—. Además, no sabía trabajar en equipo. En realidad, era un investigador solitario, y últimamente no cooperaba en nada.
—¿Qué clase de investigación estaba haciendo? —preguntó el detective.
—Es difícil de describir a un lego —dijo Morrison—. En pocas palabras, Charles estaba trabajando en un enfoque inmunológico del cáncer. Desgraciadamente, es algo un tanto anticuado. Hace diez años parecía muy prometedor, pero las esperanzas iniciales se vieron defraudadas por los últimos adelantos o no quería, adaptarse. Y, como sabrá, el avance de la ciencia no espera a nadie. —Morrison sonrió al terminar su declaración.
—¿Por qué cree usted que el doctor Martel se llevó el equipo? —preguntó O’Sullivan, abarcando con un gesto toda la habitación.
El doctor Ibáñez se encogió de hombros.
—No tengo ni la menor idea.
—Yo creo que por rencor —contestó Morrison.
—¿No podría haberse llevado el equipo para continuar sus investigaciones? —preguntó O’Sullivan.
—No —dijo el doctor Morrison—. ¡Imposible! Para este tipo de investigaciones necesita animales, y Charles no se llevó ningún ratón. Y, como fugitivo, me parece que le va a resultar difícil conseguirlos.
—Tal vez me puedan suministrar una lista de proveedores —dijo el detective.
—Por supuesto —respondió Morrison. El teléfono sonó en ese momento. Cathryn, sin saber por qué, dio un salto. Contestó Ellen, y llamó al detective O’Sullivan.
—Debe de estar pasando momentos muy difíciles —le dijo Ibáñez.
—Usted no se imagina —convino Cathryn.
—Si podemos ayudar en alguna manera —dijo Morrison.
Cathryn trató de sonreír. Patrick O’Sullivan volvió.
—Bueno, hemos encontrado su coche. Lo dejó en un estacionamiento de la plaza Harvard.
Mientras conducía por la carretera 301, Cathryn se sentía muy desgraciada. La reacción la sorprendía porque una de las razones por las que había decidido ir a su casa, además de estar cerca del teléfono por si llamaba Charles, era la esperanza de que eso le levantara el ánimo. Apreciaba los esfuerzos que hacía su madre por ayudarla, pero también le molestaban sus comentarios acerca de Charles y su actividad santurrona. Como Gina había sido abandonada por su marido, tenía bastante mal concepto de los hombres en general, y en especial de los que no eran religiosos, como Charles. Nunca había estado del todo de acuerdo con el casamiento de su hija, y no lo ocultaba.
Subió por el sendero, entre dos filas de árboles que formaban un pasadizo. A través de las ramas, ahora desnudas, Cathryn alcanzó a ver la casa, totalmente blanca contra la sombra de las coníferas que crecían más allá del granero. Por eso, Cathryn ansiaba volver a su casa, a pesar de que sabía que ya no era un refugio feliz como antes. Al llegar, Cathryn quitó el pie del acelerador y frenó. Lo primero que vio fue el buzón. Lo habían roto.
Detuvo la furgoneta frente al porche posterior y apago el motor. Pensó lo cruel que podía ser la vida. Un incidente parecía capaz de iniciar una reacción en cadena como sucede con una serie de fichas de dominó puestas de lado: al caerse una, inevitablemente arrastra a las demás. Al bajar del coche, Cathryn vio que la puerta de la casa de muñecas se golpeaba en el viento. Miró más detenidamente y notó que la mayoría de los vidrios de las ventanas estaban rotos. Se volvió hacia el coche y retiró su llavero.
Caminó sobre la nieve hasta la puerta posterior, la abrió y entró en la cocina. Dio un alarido. Hubo un movimiento repentino, y una figura se precipitó por detrás y arremetió contra ella. Al instante siguiente, se sintió empujada contra la pared de la cocina. La puerta se cerró de un golpe que hizo temblar la vieja casa de madera. A Cathryn se le ahogó un grito en la garganta. Era Charles, observó cómo corría de ventana en ventana, mirando hacia fuera. En la mano derecha sostenía su vieja escopeta calibre doce. Cathryn notó que había clavado tablas en todas las ventanas y que espiaba entre los resquicios. Antes de que Cathryn recobrara el equilibrio, Charles la tomó de un brazo y la llevó por la fuerza hasta la sala. Allí volvió a soltarla, y repitió el procedimiento de atisbar por todas las ventanas.
Cathryn estaba paralizada por el estupor y el miedo. Cuando Charles por fin se volvió hacia ella, se dio cuenta de que estaba exhausto.
—¿Estás sola? —preguntó.
—Sí —contestó Cathryn, con miedo de agregar algo más.
—Gracias a Dios —dijo Charles. La tensión en su rostro se aflojó.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Cathryn.
—Vivo aquí —dijo Charles, inspirando hondo y dejando escapar la respiración por entre los labios apretados.
—No entiendo. Creía que habías tomado a Michelle y huido. ¡Aquí te encontrarán! —aseguró Cathryn.
Por primera vez, apartó los ojos de encima de Charles. Vio que la sala estaba totalmente cambiada. Los brillantes instrumentos de alta precisión del Weinburger se encontraban agrupados contra una pared. En medio de la habitación, en una cama de hospital improvisada, dormía Michelle.
—¡Michelle! —exclamó Cathryn, corriendo y tomándola de las manos. Charles se acercó detrás de ella. Michelle abrió los ojos un instante. Hubo un destello de reconocimiento, pero en seguida volvió a cerrarlos.
—¿Qué estás haciendo, por el amor de Dios?
—Te lo diré enseguida —dijo Charles mientras arreglaba la sonda intravenosa a Michelle—. Yo creo —prosiguió Charles—, que para que haya una posibilidad, ella debe tener el sistema inmunitario intacto.
Tomó a Cathryn de un brazo y la llevo a la cocina.
—¿Quieres decir que tú tienes otro tratamiento? —le preguntó Cathryn. No estaba segura de entender completamente lo que le decía Charles, pero parecía coherente, no como el producto de una mente perturbada.
—Eso creo. ¡Eso espero!
—Pero todos los otros médicos convinieron que la quimioterapia era la única forma.
—Primero, quiero decir algo —empezó Charles mirándola a los ojos. Charles suspiró, se estaba sirviendo una taza. Luego se sentó frente a ella—. He tenido tiempo para pensar y entiendo ahora tu situación. Por supuesto —afirmó Charles—. Igual que un cirujano cree en la cirugía. Las personas están marcadas por lo que saben. Siento que mi indecisión con respecto al tratamiento de Michelle haya tenido que afectarte. Pero la investigación del cáncer ha sido toda mi vida estos últimos nueve años, y creo que existe la posibilidad de que yo pueda hacer algo. —Charles hizo una pausa— quiero decirte que comprendo lo de la tutoría. No fue culpa de nadie ni hubo mala intención menos aún por tu parte. Se perfectamente cómo se aprovechan los médicos de los pacientes.
Obviamente, creia en lo que estaba diciendo, pero ¿estaría basado en la realidad, o era un delirio? Cathryn quería desesperadamente poder creer, pero era difícil, bajo esas circunstancias.
—Espero que me perdones. Sé que tratabas de hacer lo que era mejor para Michelle.
Cathryn no se movió. Quería correr al lado de Charles y echarle los brazos al cuello porque por fin parecía normal, pero no podía. Habían pasado muchas cosas y demasiadas preguntas no tenían aún una respuesta.
—¿Quieres decir que exíste la posibilidad de que logres curarla?
—No quiero que esperes demasiado —explicó Charles—, pero sí, hay una posibilidad. Pequeña tal vez, pero es una posibilidad.
Charles levantó la taza de café. Le temblaba tanto la mano que tuvo que ayudarse con la izquierda.
—Fue muy dificil decidir que era lo que más convenia a Michelle. No —reconoció Charles, pero agregó enseguida—. Sé que eso hace que parezca poco realista, pero creo que no tuve suerte con los animales porque estaba trabajando demasiado despacio, llegó un punto en que me di cuenta de que no progresaban y que tenía que hacer algo. El propósito era la investigación pura. Pero estaba a punto de probar una nueva técnica usando ratones sanos como intermediarios para curar a los enfermos.
Lo que Cathryn no lograba determinar era si su proceder era racional o no. ¿Habría sufrido una crisis nerviosa, como todos sugerían? Ella no tenía los conocimientos necesarios para decirlo.
—Pero aquí no tienes animales —dijo Cathryn, que recordó las preguntas del detective O’Sullivan—. Todos los médicos estaban de acuerdo en que la quimioterapia era la única posibilidad de remisión que tenía —dijo Cathryn—. El doctor Keitzman me lo aseguró. Y estoy segura de que era sincero.
—Eso no es verdad la quimioterapia aun con esas altas dosis experimentales no tocaba las células leucémicas. Al mismo tiempo, estaba destruyendo las células normales, sobre todo su propio sistema inmunológico —dijo Charles—. Tengo un animal grande.
Por primera vez durante la conversación dudó del estado mental de Charles.
—La idea te sorprende. Pues no debería ser así En el pasado, la mayoría de los grandes investigadores médicos se utilizaron a sí mismos como campo experimental. De todos modos, déjame que te explique lo que hago. Antes de nada, mi investigación ha avanzado hasta el punto que puedo tomar una célula cancerosa de un organismo y aislar una proteína, o lo que se llama un antígeno, sobre la superficie lo que hace que esa celula sea diferente a las demás. Eso ya es un adelanto trascendental. Mi problema era hacer que el sistema inmunitario del organismo reaccionara a la proteína, y así se libraba de las células cancerosas anormales. Esto es lo que, creo, pasa en los organismos normales. Yo creo que el cáncer es algo muy frecuente, sólo que el sistema inmune del cuerpo se encarga de él. Cuando el sistema inmune falla, un cáncer se forma y crece. ¿Entiendes hasta aquí?
Cathryn asintió.
—Cuando trataba que los animales cancerosos reaccionaran a la proteína aislada, no lo lograba. Creo que había una especie de mecanismo de bloqueo, y allí estaba cuando enfermó Michelle. Pero luego tuve la idea de inyectar el antígeno de superficie aislado, a animales sanos, para inmunizarlos. No tuve tiempo de llevar a cabo las pruebas, pero estoy seguro de que sería fácil porque los animales sanos reconocerán el antígeno como extraño, mientras que para los enfermos el antígeno es sólo ligeramente diferente a sus proteínas normales.
Cathryn intentó sonreír, aunque ya no podía seguir la explicación. Impulsivamente, Charles extendió los brazos por encima de la mesa y la tomó por los hombros.
—Cathryn, trata de entender. Quiero que tengas fe en lo que estoy haciendo. Necesito que me ayudes.
Cathryn sintió un lazo interior que se aflojaba y caía. Charles era su marido. El hecho de que la necesitara, y se lo dijera, era un incentivo tremendo.
—¿Recuerdas que se utilizaron caballos para hacer antisuero diftérico? —preguntó Charles.
—Creo que sí.
—Lo que te estoy explicando es algo parecido. Lo que yo he hecho es aislar el antígeno de superficie de las células leucémicas de Michelle, que es lo que las hace diferentes de sus células normales, y me he estado inyectando ese antígeno.
—¿Para volverte alérgico a las células leucémicas de Michelle? —preguntó Cathryn, luchando por entender.
—Exactamente —dijo Charles entusiasmado.
—¿Luego inyectarás tus anticuerpos a Michelle? —preguntó Cathryn.
—No —dijo Charles—. Su sistema inmunitario no aceptaría mis anticuerpos. Pero afortunadamente la inmunología moderna ha descubierto una manera de transferir lo que se llama inmunidad o sensibilidad celular de un organismo a otro. Una vez que mis linfocitos T estén sensibilizados al antígeno leucémico de Michelle, aislaré de mis células blancas lo que se llama un factor de transferencia, y se lo inyectaré a Michelle. Con suerte, estimulará su propio sistema inmunitario, sensibilizándolo contra sus células leucémicas. De esa forma, podrá eliminar las células leucémicas existentes, y se desarrollarán otras nuevas. Por supuesto que debe producirse la remisión —dijo Charles—. El problema es que la primera reacción de mi cuerpo fue desarrollar una alergia simple, lo que se llama una hipersensibilidad inmediata. He tratado de disminuirla alterando levemente la proteína. Quiero una hipersensibilidad retardada.
Cathryn asintió, como si entendiera, pero no entendía mucho.
—¿Y se curará entonces? —dijo Cathryn.
—Y se curará entonces —repitió Charles.
Cathryn no estaba segura de entender todo lo que le había dicho Charles, pero su plan parecía razonable. No creía posible que pudiera haberlo ideado en medio de una crisis nerviosa. Se dio cuenta de que, desde el punto de vista de Charles, todo lo que había hecho era racional.
—¿Cuánto llevará todo esto? —preguntó Cathryn.
—No sé con seguridad ni si resultará, siquiera —explicó Charles—. Pero por la manera en que está reaccionando mi cuerpo al antígeno, lo sabré en un par de días. Por eso he puesto tablas en las ventanas. Estoy dispuesto a luchar contra cualquiera que intente volver a llevar a Michelle al hospital.
Cathryn miró la cocina, fijándose en las tablas de las ventanas. Volviéndose a Charles, dijo:
—Supongo que sabrás que la policía de Boston te está buscando. Creen que puedes haber huido a México.
Charles se rio.
—Eso es absurdo. Y no me deben de estar buscando mucho, porque la policía local sabe que estoy aquí. ¿No te has fijado en el buzón, y en la casa de muñecas?
—He visto que el buzón está roto, y también las ventanas de la casa de muñecas.
—Eso hay que agradecérselo a nuestras autoridades locales. Anoche vino un grupo de Recycle Limitada. Vándalos. Llamé a la policía, y pensé que no vendrían nunca, hasta que noté que había un coche patrulla estacionado en el camino. Obviamente, son cómplices de lo ocurrido.
—¿Por qué? —preguntó Cathryn, estupefacta.
—Contraté a un abogado, joven y emprendedor, y al parecer les está causando problemas. Creo que piensan que me pueden asustar, para que detenga al abogado.
—¡Por Dios! —exclamó Cathryn. Empezaba a comprender cuán solo estaba Charles.
—¿Dónde están los muchachos? —preguntó Charles.
—Chuck está con mamá. Jean Paul en Shaftesbury, en casa de un amigo.
—Muy bien. Las cosas podrían ponerse difíciles aquí.
Marido y mujer, ambos en el límite de sus reservas emocionales, se miraron por encima de la mesa de la cocina. Una ola de amor los embargó. Se pusieron de pie y se confundieron en un abrazo desesperado, como si temieran que algo pudiera separarlos por la fuerza. Sabían que nada estaba resuelto, pero la reafirmación de su amor les daba nueva fortaleza.
—Por favor, confía en mí, ámame —suplicó Charles.
—Te amo —dijo Cathryn, sintiendo que las lágrimas le humedecían las mejillas—. Eso no ha sido nunca problema. Todo ha sido por Michelle.
—Confía entonces que yo quiero lo mejor para ella. Sabes cuánto la quiero.
Cathryn se separó de Charles para mirarlo.
—Todos creen que sufres una crisis nerviosa. Yo no sabía qué pensar, especialmente porque insistías en el asunto de Recycle cuando lo único que importaba era el tratamiento de Michelle.
—Recycle me dio algo que hacer. Lo más frustrante de la enfermedad de Michelle era el hecho de que no pudiera hacer nada, que es lo que pasó en el caso de Elizabeth. Lo único que hice fue verla morir; me parecía que lo mismo sucedería con Michelle. Necesitaba algo en qué concentrarme, y Recycle encauzó mi necesidad de acción. Pero mi cólera por lo que hacen es real, igual que mi determinación para que dejen de hacerlo. Claro que lo que más me interesa es Michelle, o no estaría aquí ahora.
Cathryn sentía como si se hubiera librado de un gran peso. Estaba segura ahora de que Charles nunca había perdido el contacto con la realidad.
—¿Cómo está Michelle?
—No está bien —reconoció Charles—. Está muy enferma. Es sorprendente comprobar lo agresiva que es su enfermedad. Le he dado morfina, porque tiene unos terribles calambres en el estómago. —Charles la abrazó, apartando la mirada.
—Los tenía cuando yo estaba con ella —dijo Cathryn. Sintió temblar a Charles; luchaba por no llorar. Cathryn lo abrazó con todas sus fuerzas.
Permanecieron juntos cinco minutos más. No pronunciaron una palabra, pero la comunicación fue total. Finalmente, Charles se separó. Ella vio que tenía los ojos rojos, y que estaba muy serio.
—Me alegro de que pudiéramos hablar —afirmó Charles—. Pero creo que tú no debes estar aquí. No hay duda de que habrá problemas. No es que no quiera que te quedes conmigo. En realidad, egoístamente, quiero que te quedes. Pero sé que será mejor que te marches, que busques a Jean Paul y que juntos os vayáis a casa de tu madre. —Charles asintió, como convenciéndose a sí mismo.
—Quiero que seas egoísta —dijo Cathryn. Se sentía nuevamente segura como esposa—. Mi lugar está aquí. Jean Paul y Chuck no me necesitan.
—Pero, Cathryn.
—No hay pero que valga. Me quedo para ayudarte.
Charles la miró a los ojos. Tenía una expresión desafiante.
—Y si crees —prosiguió ella con una vehemencia desconocida— que puedes librarte de mí ahora que me has convencido de que lo que haces está bien, estás loco. Tendrías que echarme por la fuerza.
—Está bien, está bien —dijo Charles con una sonrisa—. No te echaré. Pero te advierto que puede haber líos.
—Es mi responsabilidad, tanto como la tuya —afirmó Cathryn con convicción—. Esto es un asunto de familia, y yo soy parte de esta familia. Los dos aceptamos eso cuando decidimos casarnos. Yo no estoy aquí sólo para compartir la felicidad.
Charles sintió una mezcla de emociones, pero la principal era el orgullo. Era culpable por no haber dado a Cathryn el crédito que se merecía. Ella tenía razón, Charles siempre había tratado de escudarla contra los aspectos negativos de la vida, lo que estaba mal. Debería de haber sido más abierto y confiar más en ella. Cathryn era su mujer, no su hija.
—Si quieres quedarte, quédate, por favor.
—Quiero quedarme.
Charles la besó suavemente en los labios, luego se hizo atrás, para mirarla con expresión de admiración.
—Puedes ayudarme —dijo, consultando el reloj—. Es casi hora de inyectarme una nueva dosis del antígeno de Michelle. Ya te explicaré cómo puedes ayudar después que lo prepare. ¿Estás lista?
Cathryn asintió y Charles le apretó la mano antes de volver a la sala.
Cathryn se sostuvo en una silla de la cocina. Se sentía un poco mareada. Todo lo que había sucedido esos últimos días era inesperado. En ningún momento se le había ocurrido que Charles pudiera llevar a Michelle a su casa. ¿Habría manera de cancelar la tutoría y las audiencias, eliminando así una de las razones por las que buscaba a Charles la policía? Tomó el teléfono y llamó a su madre. Mientras esperaba que contestara, se dio cuenta de que si le decía que Charles estaba allí, causaría una discusión, por lo que decidió no decirle nada.
Gina respondió enseguida. Cathryn no mencionó su visita al Weinburger ni el hecho de que Charles fuera sospechoso de robo. Cuando se hizo una pausa, dijo:
—Si no te molesta dar de comer a Chuck y mandarlo a la universidad mañana, yo me quedaré en casa a pasar la noche. Quiero estar aquí, por si llama Charles.
—Querida, a mí me parece que tú no tienes por qué esperar que te llame ese hombre. Por otra parte, si llama y no le contestan, llamará aquí. Además, tengo planeada una comida estupenda para esta noche. Adivina qué estoy preparando.
Cathryn suspiró. Nunca dejaba de sorprenderle que su madre creyera que una buena comida podía arreglarlo todo.
—Madre, no quiero adivinar lo que estás preparando. Quiero quedarme aquí, en mi casa.
Cathryn se dio cuenta de que había herido a su madre, pero, dadas las circunstancias, no tenía otra alternativa. Tan pronto se le presentó la oportunidad de concluir la conversación sin parecer grosera, colgó. Cathryn fue a la nevera, pensando en la comida. Tenían poca leche y huevos, pero aparte de eso no podían quejarse, pues estaban bien provistos, sobre todo contando con lo que había en el sótano. Cerró el frigorífico y miró las ventanas con tablas. Era como estar prisionera en su propia casa.
Pensó en el tratamiento de Charles para Michelle. No comprendía todos los detalles, pero le parecía bien. Al mismo tiempo reconoció que si estuviera con el doctor Keitzman, probablemente creería lo que dijera él. La medicina le resultaba demasiado complicada para cuestionar la palabra de los expertos. Como lega, el desacuerdo entre profesionales la ponía en una situación imposible.
Se dirigió a la sala, donde Charles sostenía una hipodérmica con la aguja hacia arriba, eliminándole las burbujas de aire. Cathryn sintió un extraño temor. Charles, sin embargo, parecía totalmente despreocupado. Se desabrochó la manga, la arrolló hasta encima del codo. Usando los dientes para sostener un extremo del torniquete, Charles se ató el tubo de goma alrededor del brazo él solo. Enseguida se le agrandaron las venas.
—Quítale la cubierta de plástico —le ordenó Charles—, luego mete la aguja en la vena.
Sólo sentía el frío de la hipodérmica. La sostenía con las puntas de los dedos, como si pudiera hacerle daño. Charles acercó una silla y la colocó frente a ella. Sobre el mostrador, a su alcance, puso dos hipodérmicas más pequeñas.
—Estas otras dos contienen epinefrina. Si de repente me pongo rojo como una remolacha, y no puedo respirar, méteme una de estas en un músculo, e inyecta. Si no hay reacción en treinta segundos, usa la otra.
Cathryn se sentó en silencio, y se puso a observar. Michelle seguía durmiendo, con el pelo ralo desparramado sobre la almohada. Por entre los resquicios de las tablas de las ventanas, vio que estaba nevando otra vez.
—Ahora me inyectaré esto en la vena del brazo —dijo Charles—. Supongo que no lo querrás hacer tú.
Cathryn sintió que se le secaba la boca.
—Puedo intentarlo —dijo, con poco entusiasmo. En realidad, no quería tener nada que ver con eso. Sólo mirar la inyección la descomponía.
—¿Sí? —preguntó Charles—. Es muy difícil ponerse uno mismo una inyección intravenosa, a menos que uno sea un drogadicto. También quiero decirte cómo me debes aplicar epinefrina, por si es necesario. Con la primera dosis intravenosa del antígeno de Michelle que me di, me causé una anafilaxis, es decir, una reacción alérgica que dificulta la respiración.
—Dios mío —dijo Cathryn, casi para sí. Luego, dirigiéndose a Charles, dijo—: ¿No hay otra manera de absorber el antígeno? ¿Por vía bucal?
Charles negó con la cabeza.
—Traté de hacerlo, pero los ácidos estomacales le hacen perder efecto. Incluso traté de aspirarlo por la nariz, en forma de polvo, como si fuera cocaína, pero se me hinchó horriblemente la membrana mucosa de la nariz. Como tengo prisa, lo mejor es la vía intravenosa.
Con manos temblorosas, Cathryn le sacó la cubierta a la aguja. La punta brillaba bajo la luz. Charles se aplicó un algodón con alcohol sobre la vena con la mano derecha, frotando vigorosamente la zona.
—Muy bien, ahora tú —dijo Charles, apartando los ojos.
Cathryn inspiró hondo. De pronto entendía por qué nunca había pensado en la medicina como carrera. Puso la aguja en la piel de Charles tratando de mantener recta la hipodérmica, y le dio un empujón suave. Se formó una pequeña depresión.
—Tienes que hundirla —dijo Charles, siempre sin mirar.
Cathryn le dio otro empujoncito. Se produjo otra depresión pequeña. Charles se miró el brazo. Con la mano libre hundió la hipodérmica, y la aguja penetró hasta la vena.
—Perfecto. Ahora, sin mover la aguja, saca para afuera el émbolo.
Cathryn obedeció, y la hipodérmica se llenó de sangre roja.
—Muy bien —dijo Charles, quitándose el torniquete—. Ahora aprieta el émbolo despacio.
Cathryn apretó el émbolo. Se movía con facilidad. Cuando estaba por la mitad, se le resbaló el dedo. La aguja se hundió más, a medida que el émbolo se vaciaba. Apareció un huevo pequeño en el brazo de Charles.
—No importa. No está mal, para ser la primera vez. Sácala ahora —instruyó Charles.
Cathryn sacó la aguja y Charles se aplicó un poco de gasa en el lugar del pinchazo.
—Lo siento —dijo Cathryn, con miedo de haberle hecho daño.
—No es nada. Quizá sería mejor que me aplicara el antígeno por vía subcutánea. ¿Quién sabe? —De pronto, la cara se le empezó a poner colorada. Se estremeció—. Maldición —logró decir. Cathryn se dio cuenta de que le había cambiado la voz—. Epinefrina —dijo, con mucha dificultad.
Cathryn tomó rapidamente una de las jeringas pequeñas. En el apuro de sacarle la cubierta de plástico, dobló la aguja. Buscó la otra. Charles, que estaba cubriéndose de manchas como urticaria, se señaló la parte superior del brazo. Conteniendo el aliento, Cathryn le hundió la aguja en el músculo. Esta vez lo hizo con fuerza. Apretó el émbolo. Una vez que lo descargó por completo, lo sacó. Luego tomó la primera jeringa. Trató de enderezar la aguja. Estaba a punto de aplicarla cuando Charles levantó la mano.
—Estoy bien —logró decir, con voz rara—. Ya empieza a desaparecer la reacción. Menos mal que estabas aquí.
Cathryn dejó la hipodérmica. Si antes estaba temblando, ahora se sacudía. Ponerle una inyección a Charles representaba la prueba suprema.