Cathryn se puso de pie con dificultad y se desperezó. Silenciosamente se dirigió al espejo del cuarto de baño de Michelle, en el hospital. Ni siquiera la luz tenue del atardecer era capaz de esconder su horroroso aspecto. El ojo negro que le había dejado el golpe accidental de Charles se extendía ahora del párpado superior al inferior. Sacó un peine de la cartera, el colorete y el lápiz de labios, y cerró la puerta. Tal vez con un poco de esfuerzo mejoraría. Encendió la luz fluorescente y volvió a mirarse en el espejo. Lo que vio le hizo dar un respingo. Bajo la luz artificial estaba horriblemente pálida, y eso hacía resaltar el ojo amoratado. Pero peor que la palidez era su expresión de ansiedad, sus facciones desencajadas. Cerca de una de las comisuras de la boca vio unas arrugas que no había notado nunca.
Después de pasarse el peine por el pelo varias veces, Cathryn apagó la luz. Durante un momento se quedó a oscuras. No soportaba volverse a mirar en el espejo. Era perturbador. La idea de maquillarse la hizo sentir peor. Huir al apartamento de su madre, en el extremo norte de Boston, sólo sirvió para eliminar el miedo que sentía por la violencia de Charles, pero no hizo nada para aliviar el doloroso temor de que tal vez se hubiese equivocado con respecto a la tutoría. Le aterrorizaba la idea de que su acto hiciera imposible el amor de Charles hacia ella cuando toda la pesadilla hubiera pasado.
Cathryn volvió a abrir la puerta del baño haciendo el menor ruido posible, y echó un vistazo a la cama. Michelle se había sumido finalmente en un sueño desasosegado. Aun desde donde estaba, alcanzaba a ver los temblores y contorsiones en la cara de la niña. Michelle había pasado un día terrible desde esa mañana, cuando Cathryn había llegado. Estaba cada vez más débil, hasta el punto de que alzar los brazos y la cabeza era un esfuerzo. Las pequeñas úlceras de la boca se habían extendido, formando una gran superficie en carne viva que le dolía cuando la movía. El pelo se le caía por mechones, de tal manera que tenía grandes partes calvas. Lo peor de todo, sin embargo, era la fiebre, y el hecho de que sus períodos de lucidez iban disminuyendo rápidamente. Cathryn volvió a su asiento, junto a la cama. «¿Por qué no habrá venido Charles?», se preguntó, desolada. Varias veces había estado a punto de llamarlo al instituto, pero, con el auricular en la mano, cambiaba de opinión.
Gina no había contribuido a ayudarla. En lugar de brindarle apoyo y comprensión, aprovechaba la crisis para sermonearla acerca de lo mal que había hecho al casarse con un hombre trece años mayor que ella, y que además tenía tres hijos. Debería de haber estado preparada para esa clase de problemas, pues a pesar de que ella había adoptado a los niños, era evidente que Charles pensaba que eran solamente suyos.
Michelle abrió de repente los ojos, e hizo una mueca de dolor.
—¿Qué pasa? —preguntó Cathryn, haciéndose hacia adelante en la silla, presa de ansiedad.
Michelle no respondió. Se le cayó la cabeza hacia el otro lado, y su cuerpecito delgado se retorció de dolor. Sin vacilar un momento, Cathryn salió al pasillo y llamó a una enfermera. La mujer, al ver la manera en que se debatía la niña, hizo una llamada al doctor Keitzman.
Cathryn permaneció junto a la cama, retorciéndose las manos, deseando poder hacer algo. Quedarse de pie junto a la niña agonizante era una tortura. Sin saber por qué lo hacía, Cathryn corrió al baño y humedeció la punta de una toalla. Regresó al lado de Michelle y empezó a humedecer su frente. Cathryn no tenía idea de si eso servía, pero al menos le daba la satisfacción de poder hacer algo.
El doctor Keitzman debía de haber estado cerca, pues llegó en cuestión de minutos. Diestramente, examinó a la niña. Por la señal electrónica del monitor cardíaco, sabía que el ritmo del corazón no había variado. Respiraba sin dificultad. Poniendo el estetoscopio en el abdomen de Michelle, escuchó. Oyó una fanfarria de chirridos, graznidos y retintines. Retirando el estetoscopio, puso la mano sobre el abdomen de la niña, palpando con suavidad. Al enderezarse murmuró algo a la enfermera, que desapareció con toda rapidez.
—Calambre intestinal funcional —explicó el doctor Keitzman a Cathryn, aliviado—. Debe de haber exceso de gases. Le vamos a poner una inyección que la aliviará en seguida.
Cathryn asintió, respirando pesadamente por la boca. Volvió a tirarse sobre la silla. El doctor Keitzman notó la expresión atormentada de Cathryn, y su aspecto torturado. Le puso una mano sobre el hombro.
—Vamos afuera un momento, Cathryn.
Cathryn miró a Michelle, que después del examen del doctor Keitzman había vuelto a dormirse milagrosamente, y siguió al oncólogo en silencio. Él la condujo al cuarto donde se guardaban historiales clínicos, tan familiar ya.
—Cathryn, estoy preocupado por usted. Usted también está muy tensa.
Cathryn asintió. Tenía miedo de hablar, pues pensaba que sus emociones podían aflorar, y desbordar.
—¿Ha venido Charles?
Cathryn negó con la cabeza. Se enderezó e inspiró hondo.
—Siento que esto haya sucedido de esta manera, pero usted ha procedido correctamente.
Cathryn no dijo nada, aunque dudaba que fuera así.
—Desgraciadamente, no ha terminado. No tengo que decírselo, porque es muy obvio, pero Michelle está muy mal. Hasta ahora, las drogas que le hemos administrado no han hecho nada a las células leucémicas y no hay señales de remisión. Tiene el tipo más recalcitrante de leucemia mieloblástica que he visto en mi vida, pero no cejaremos en nuestro empeño. Por el contrario, hoy agregaremos otro medicamento más, uno que unos oncólogos y yo hemos empezado a utilizar sobre una base experimental, con resultados promisorios. Mientras tanto quiero pedirle que los dos hermanos de Michelle vengan mañana para un examen de tipo, pues quiero ver si uno de ellos es compatible. Me parece que nos veremos obligados a tratar con rayos a Michelle, y a hacerle un trasplante de médula.
—Vendrán —murmuró Cathryn.
—Muy bien —le dijo Keitzman, estudiando su expresión. Al sentir su mirada, Cathryn desvió la cara.
—Tiene un buen moretón —observó Keitzman con simpatía.
—Me lo hizo Charles, pero sin querer. Fue un accidente —agregó rápidamente.
—Charles me llamó anoche —dijo el doctor Keitzman.
—¿Sí? ¿Desde dónde?
—Desde aquí, desde el hospital.
—¿Qué le dijo?
—Quería saber si yo estaba dispuesto a decir que el benceno había causado la leucemia de Michelle; le dije que no podía afirmarlo, aunque es posible que haya sido así. Lamentablemente, no hay forma de probarlo. De todos modos, al terminar la conversación le sugerí que viera a un psiquiatra.
—¿Cuál fue su reacción?
—No parecía entusiasmado con la idea. Ojalá hubiera forma de convencerlo. Estoy preocupado por él. No quiero asustarla, pero he visto casos parecidos, y se han vuelto violentos. Si usted cree que puede convencerlo, debería intentarlo.
Cathryn se fue del cuarto, ansiosa por volver junto a Michelle, pero al pasar junto a la sala de espera frente al puesto de las enfermeras, vio un teléfono público. Se sobrepuso a todas las mezquinas razones que podía invocar para no llamar a Charles, y marcó el número del Instituto Weinburger. Le comunicaron con el laboratorio de Charles. Cathryn dejó que el teléfono sonara diez veces. La operadora del instituto le informó luego que Ellen, la asistente de Charles, estaba en la biblioteca, y le preguntó si quería hablar con ella. Cathryn asintió y le comunicaron.
—¿No está en el laboratorio? —preguntó Ellen.
—No me contestan —dijo Cathryn.
—Es capaz de no contestar, aunque esté —le explicó Ellen—. Se ha portado de una manera muy extraña últimamente. En realidad, tengo miedo de ir al laboratorio. Supongo que sabrá que lo han despedido del instituto.
—No tenía ni idea —exclamó Cathryn, aturdida—. ¿Qué ha pasado?
—Es una historia larga y me parece que se la debe contar Charles, no yo.
—Ha estado bajo una enorme presión —señaló Cathryn.
—Lo sé —dijo Ellen.
—Si lo ve, ¿quiere decirle que me llame, por favor? Al hospital.
Ellen se lo prometió, pero agregó que dudaba que volviera a verlo. Cathryn colgó el auricular lentamente. Pensó un rato, luego llamó a Gina y le preguntó si había llamado Charles. Gina le dijo que no había llamado nadie. Cathryn llamó entonces a su casa, pero como esperaba, no obtuvo respuesta. ¿Dónde estaría Charles? ¿Qué estaría pasando?
Volvió al cuarto de Michelle. No comprendía cómo su mundo, tan sólido hasta hacía poco, se había derrumbado. ¿Por qué habían despedido a Charles? Durante el corto tiempo de su empleo en el instituto, ella se había enterado de que era uno de los científicos más respetados. ¿Qué podría haber sucedido? Cathryn sólo tenía una explicación. A lo mejor Keitzman tenía razón. Quizá Charles era presa de una crisis nerviosa y vagaba solo por ahí, lejos de su familia y sin trabajo. ¡Qué horror!
Entró en el cuarto de Michelle haciendo el menor ruido posible y se acercó para tratar de ver el rostro de la niña en la luz tenue. Esperaba que estuviera dormida. Al acostumbrarse a la oscuridad, se dio cuenta de que la estaba mirando. Parecía demasiado débil para levantar la cabeza. Cathryn la tomó de la mano. Una sola lágrima se deslizó por la cara de Michelle.
—Creo que sería mejor que me muriera.
Cathryn quedó inmovilizada por la respuesta. Luego, al reaccionar, se inclinó y abrazó a la niña, dando rienda suelta a sus propias lágrimas.
—¡No, no, Michelle! No pienses eso, ni por un instante.
—¿Dónde está papá? —preguntó Michelle, moviendo los labios llagados lo menos posible.
Cathryn vaciló, tratando de pensar en la mejor respuesta.
—Charles no se encuentra muy bien, porque está muy preocupado por ti.
—Anoche me dijo que vendría hoy —replicó Michelle, con voz suplicante.
—Vendrá, si puede —dijo Cathryn—. Vendrá, si puede.
Los empleados de Hertz habían tenido la amabilidad de incluir junto con los documentos del alquiler del furgón, un punzón para romper el hielo del parabrisas. Charles lo usó. Su aliento se condensaba y luego se congelaba sobre el parabrisas, lo que obstaculizaba su visión de la entrada del Instituto Weinburger. A las cinco y media estaba más oscuro que la boca de un lobo, excepto por las luces de Memorial Drive. A las seis y cuarto ya se habían ido todos, excepto el doctor Ibáñez. A las seis y media apareció el director, encorvado, con un abrigo de piel que le llegaba hasta los tobillos. Con la cabeza gacha, para protegerse del viento helado, se encaminó a su Mercedes.
Para estar absolutamente seguro, Charles esperó hasta las siete menos veinte y entonces encendió el motor del furgón y los faros, fue hasta la parte posterior del edificio, traspuso la rampa de servicio y, en marcha atrás, avanzó hasta acercar el vehículo a la entrada y despacho de mercancías. Bajó del furgón, subió los peldaños hasta la plataforma, y llamó al timbre. Durante una breve espera, sintió las primeras dudas acerca de lo que estaba haciendo. Sabía que los minutos siguientes serían cruciales. Por primera vez en su vida, Charles esperaba toparse con la ineficiencia. Un pequeño altavoz situado encima del timbre cobró vida. En la cámara de televisión montada en la puerta se encendió una lucecita roja.
—¿Sí? —preguntó una voz.
—Soy el doctor Martel —dijo Charles, mirando hacia la cámara y haciendo un gesto—. Tengo que buscar varias cosas.
Unos minutos después se oyó abrir la puerta de metal, y quedó expuesta una rampa que llevaba al área de recepción de mercancías. Había una fila de cajas de cartón, prolijamente apiladas a la izquierda. Acababan de llegar. En la parte posterior se abrió una puerta interior, y apareció Chester Willis, uno de los dos guardias nocturnos. Era un negro de setenta y dos años, jubilado de un empleo en la municipalidad. Decía que si se quedaba en su casa podía ver la televisión, pero que en el Weinburger le pagaban por ello. Charles sabía, sin embargo, que en realidad el viejo trabajaba para poder costear los estudios de un nieto que estaba en la facultad de medicina. Charles tenía la costumbre de trabajar hasta tarde, por lo menos hasta que Chuck entró en la universidad, y en consecuencia se había hecho amigo de los guardianes nocturnos.
—¿Ha vuelto a trabajar de noche? —le preguntó Chester.
—No tengo más remedio —explicó Charles—. Estamos colaborando con un grupo del Instituto Tecnológico y tengo que trasladar parte de mi equipo; no confío en lo que haga otro.
—No lo culpo —dijo Chester.
Charles respiró con alivio. Los guardias de seguridad no sabían que lo acababan de despedir.
Charles se dirigió entonces a su laboratorio, llevándose el carro rodante más grande de los dos que había para transportar mercancías. Se sintió satisfecho de encontrar todo tal cual lo había dejado, sobre todo el armario, donde estaban sus libros y las sustancias químicas. Con un ritmo febril, Charles empezó a cargar las cosas en el carrito. Necesitó ocho viajes, ayudado por Chester y Giovanni, para llevarlo todo desde el laboratorio hasta el despacho de mercancías, donde lo dejaba en la mitad del recinto. Lo último que sacó del laboratorio fue el antígeno de Michelle, que había guardado en la nevera, en una probeta. Lo puso, rodeado de hielo, en una caja hermética. No tenía idea de su estabilidad química, y no quería correr riesgos.
Eran más de las nueve cuando terminó. Chester levantó la puerta posterior y ayudó a Charles a meterlo todo en el furgón. Antes de irse, tenía una última tarea que hacer. Regresó al laboratorio, donde buscó el bisturí que usaba para operar a los animales. Con el bisturí y un jabón se afeitó la barba. También se peinó, se enderezó la corbata y se metió los faldones de la camisa dentro de los pantalones. Después de terminar, se examinó en el espejo de cuerpo entero. Se sorprendió al ver que había recobrado su aspecto normal. De vuelta al área de recepción de mercancías, se dirigió al guardarropa y buscó su guardapolvo blanco. Fuera, les dio las gracias a los dos guardias por el intercomunicador. Al subir al furgón, reconoció su culpa, por haberse aprovechado de sus dos viejos amigos.
El viaje al Hospital Pediátrico se realizó sin novedades. Prácticamente no había tráfico, y el tiempo helado mantenía a todo el mundo en sus casas. Al llegar al hospital, se enfrentó a un dilema. Dado el valor del equipo que llevaba en el furgón, se sentía poco dispuesto a dejar el vehículo en la calle. Por otra parte, entrarlo en el garaje dificultaría una salida rápida. Después de meditar un rato, se decidió por la última alternativa. Si se lo robaban, todo su plan se desintegraría, lo que necesitaba era no tener que huir precipitadamente.
Charles estacionó cerca de la cabina del encargado y revisó todas las puertas para ver si estaban bien cerradas. Dejó el abrigo de piel en el furgón y se puso el guardapolvo. Lo protegía muy poco del frío, de modo que corrió hasta entrar por la puerta de emergencia. Se detuvo ante el mostrador e interrumpió al empleado para preguntarle dónde quedaba radiología. El empleado le informó que estaba en el segundo piso. Charles le dio las gracias y entró por la doble puerta de vaivén. Ya estaba dentro del hospital. Pasó junto a un guardia de seguridad y lo saludó con la cabeza. El guardia le sonrió.
Radiología estaba prácticamente desierto. Al parecer había sólo una técnica de guardia, atareada con una pila de radiografías de muñecas dislocadas y de tórax, provenientes de la sala de urgencias, que estaba llena de pacientes. Charles se dirigió a una secretaria y pidió una solicitud para un examen radiológico, y una hoja de papel con el membrete de la sección de radiología. Se sentó ante un escritorio y rellenó la solicitud: Michelle Martel; edad: 12 años; Diagnóstico: leucemia; Radiografía solicitada: abdominal frontal. Del membrete de la hoja eligió el nombre de uno de los radiólogos y con él firmó la solicitud.
De regreso al pasillo principal, Charles tomó una camilla y la empujó hasta una sala. De un armario sacó dos sábanas limpias, una almohada y una funda. Las puso en la camilla y pasó junto a la técnica solitaria. Esperó el ascensor de pacientes, y cuando vino, subió con la camilla y apretó el número 6. Mientras veía cómo el indicador de pisos saltaba de número en número, lo asaltaron nuevamente las dudas. Hasta ese momento, todo había resultado según sus planes, pero reconoció que era la parte más fácil. Lo difícil empezaría al llegar al sexto piso.
El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas. Inspiró hondo y empujó la camilla, entrando en el pasillo silencioso. Hacía mucho que había terminado la hora de visita y, como en la mayoría de los hospitales pediátricos, ya todos los pacientes dormían. El primer obstáculo era el puesto de enfermeras. En ese momento había una sola. Charles avanzó; por primera vez oía el estruendo de chirridos que hacían las ruedas de la camilla. Trató de alterar la velocidad, con la esperanza de reducir el ruido, pero sin éxito. Observó a la enfermera por el rabillo del ojo. La mujer no se movía. Charles pasó junto al puesto. La intensidad de la luz disminuyó cuando entró en el largo pasillo.
—Perdón —dijo la voz de la enfermera, rompiendo el silencio de repente.
Charles sintió el impacto de una descarga de adrenalina en su sistema, y un cosquilleo en las puntas de los dedos. Se volvió. La enfermera se había puesto de pie.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó la enfermera.
—Vengo a buscar a un paciente para una radiografía —dijo, luchando por serenarse.
—No tenemos ninguna orden de radiografía —señaló la enfermera con curiosidad. Charles vio que había bajado la cabeza y que volvía las páginas de un libro.
—Es una placa de emergencia —explicó Charles. Empezaba a sentir pánico.
—Pero no hay nada escrito en el libro, ni ningún informe.
—Aquí está la solicitud —dijo Charles, dejando la camilla y acercándose a la enfermera—. El doctor Keitzman se la encargó por teléfono al doctor Larainen.
La mujer tomó la solicitud y la leyó rápidamente. Sacudió la cabeza, obviamente confundida.
—Deberían habernos avisado.
—De acuerdo —convino Charles—. Suele suceder siempre, sin embargo.
—Les preguntaré a los del turno diurno, para ver qué pasó.
—Buena idea —dijo Charles, volviéndose a la camilla. Tenía las manos húmedas. No estaba acostumbrado a estas cosas.
Con paso rápido y decidido, Charles avanzó por el pasillo escasamente iluminado, rogando que la enfermera no hiciera una llamada de confirmación a radiología o al doctor Keitzman. Llegó al cuarto de Michelle y empujó suavemente la puerta. Alcanzó a ver una figura sentada, con la cabeza apoyada sobre la cama. Era Cathryn. Charles retrocedió y volvió a dejar la puerta entrecerrada, como estaba antes. Tan rápido como pudo empujó la camilla por el corredor en dirección contraria al puesto de las enfermeras, preguntándose si Cathryn aparecería. No sabía si lo había visto o no. No había anticipado la posibilidad de que estuviera con Michelle a esa hora. Trató de pensar. Tenía que sacarla del cuarto. En ese momento se le ocurrió un solo método para hacerlo, pero le exigiría trabajar muy de prisa.
Después de esperar unos minutos hasta asegurarse de que Cathryn no venía tras él, Charles desanduvo el camino hasta un consultorio que estaba antes de llegar al puesto de las enfermeras. Allí encontró máscaras de cirujano y gorros cerca de un lavabo. Sacó uno de cada uno y se metió otro gorro en el bolsillo.
Sin dejar de mirar hacia el puesto de las enfermeras, cruzó el pasillo, entró en la sala de espera, casi completamente a oscuras, y se dirigió al teléfono que había allí. Pidió la centralita y luego que lo comunicaran con el sexto piso. A los pocos segundos, oyó que el teléfono sonaba en el puesto de enfermeras. Contestó una mujer. Charles le pidió que llamara a la señora Martel, pues se trataba de una emergencia. La enfermera le dijo que esperara un momento.
Charles colgó el auricular y espió por la puerta entreabierta. Vio que la enfermera salía al corredor con otra y le indicaba hacia dónde debía dirigirse. Charles se escabulló rápidamente, pasando junto al cuarto de Michelle. En la sombra del final del pasillo, aguardó. Vio a la enfermera que venía hacia él, hasta entrar en la habitación de Michelle. Reapareció a los diez segundos. Cathryn salió unos instantes después, restregándose los ojos. En cuanto las dos mujeres estuvieron próximas al puesto de enfermeras, Charles empujó la camilla al cuarto de Michelle y pasó por la puerta entreabierta.
Encendió la luz del techo y acercó la camilla a la cama. Entonces miró a su hija. Después de veinticuatro horas, observó que estaba perceptiblemente peor. Con suavidad, le tocó el hombro. No reaccionó. Volvió a sacudirla, pero la niña no se movió. ¿Qué haría en caso de que la niña estuviera en coma?
—¿Michelle? —dijo. La niña abrió lentamente los ojos—. ¡Soy yo! Despierta, por favor. —Charles volvió a sacudirla. Había poco tiempo.
Por fin, Michelle despertó. Con un gran esfuerzo levantó los brazos y rodeó con ellos el cuello de su padre.
—Sabía que vendrías —murmuró.
—Escucha —dijo Charles ansiosamente, acercándole la cara—. Quiero pedirte algo. Sé que estás muy enferma y que están tratando de curarte, aquí en el hospital. Pero no mejoras. Tu enfermedad es más fuerte que los medicamentos más fuertes que tienen. Quiero llevarte conmigo. Tus médicos se opondrían, de modo que tendría que llevarte yo solo, ahora mismo, si es que quieres venir. Tienes que decirme si quieres venir.
La pregunta sorprendió a Michelle. Era lo último que esperaba oír. Examinó el rostro de su padre.
—Cathryn dijo que no te encontrabas bien —balbuceó.
—Me encuentro muy bien —dijo Charles—. Sobre todo cuando estoy contigo. Pero no tengo mucho tiempo. ¿Quieres venir conmigo?
Michelle lo miró a los ojos. Era lo que más quería en el mundo.
—¡Llévame contigo, papá, por favor!
Charles la abrazó, luego se puso a trabajar. Apagó el monitor cardíaco y le sacó los electrodos. Le quitó las sondas y la destapó. Con una mano debajo de los hombros de la niña y otra bajo las rodillas, la alzó en sus brazos. Se sorprendió al comprobar lo poco que pesaba. Tan dulcemente como pudo, la depositó sobre la camilla y la tapó. Buscó en el armario la ropa de Michelle y la escondió debajo de las sábanas. Luego, antes de salir con la camilla, le puso un gorro de cirujano, metiendo hacia adentro el poco pelo que le quedaba. Mientras caminaba en dirección al puesto de las enfermeras, estaba aterrorizado, pues en cualquier momento podía aparecer Cathryn. Tuvo que obligarse para caminar, en lugar de correr al ascensor.
Cathryn estaba profundamente dormida cuando la enfermera le tocó el hombro. Oyó que tenía una llamada telefónica, y que era una emergencia. Lo primero que pensó fue que le había ocurrido algo a Charles. Cuando llegó al puesto de las enfermeras, Cathryn le preguntó a la enfermera de turno por su llamada. La mujer levantó los ojos de los papeles y le dijo que contestara por el teléfono del cuarto de historiales médicos.
Cathryn dijo «diga» tres veces, cada vez con voz más alta. Nadie respondió. Esperó, repitió «diga» varias veces, sin obtener respuesta. Apretó un botón hasta que, finalmente dio con el operador del hospital. El operador no sabía nada acerca de una llamada para la señora Martel, en el sexto piso. Cathryn colgó y volvió al puesto de enfermeras. La enfermera de turno estaba examinando unos papeles. Cathryn vio a un hombre de blanco, con gorro y máscara, que empujaba una camilla hasta el ascensor. Sensible como estaba, sintió pena por la pobre criatura que llevaban a operar a esa hora. Debía de ser una emergencia.
Temerosa de interrumpir la tarea de la enfermera, Cathryn la llamó con cierta vacilación. La enfermera giró en su silla y la miró con expresión expectante.
—No había nadie en la línea —explicó Cathryn.
—Es extraño —dijo la enfermera—. Dijeron que se trataba de una emergencia.
—¿Era un hombre o una mujer? —preguntó Cathryn.
—Un hombre —contestó la enfermera.
Cathryn se preguntó si habría sido Charles. A lo mejor había ido a casa de Gina.
—¿Podría usar este teléfono? —preguntó Cathryn.
—Por lo general no lo permitimos —señaló la enfermera—. Pero si es breve… Marque el 9 primero.
Cathryn volvió al teléfono y llamó a su madre. Cuando contestó Gina, Cathryn se sintió aliviada. La voz de su madre era completamente normal.
—¿Qué has comido? —le preguntó Gina.
—No tengo hambre —dijo Cathryn.
—¡Debes comer! —le ordenó Gina, como si la consumición de alimentos resolviera todos los problemas.
—¿Ha llamado Charles? —preguntó Cathryn, haciendo caso omiso de las palabras de su madre.
—No. ¡Qué padre es ese! —Gina hizo un sonido de desaprobación.
—¿Y Chuck?
—Aquí está. ¿Quieres hablar con él?
Cathryn se preguntó si convenía discutir la necesidad de un trasplante de médula con Chuck, pero al recordar su reacción anterior, decidió hacerlo personalmente.
—No, iré a casa pronto. Ahora voy a ver si Michelle está durmiendo bien, y luego iré.
—Tengo unos spaghetti listos —dijo Gina.
Cathryn colgó, convencida, intuitivamente, de que el misterioso hombre que la había llamado debía ser Charles. ¿Qué clase de emergencia sería? ¿Por qué no esperó en la línea? Al pasar junto a la enfermera, Cathryn le dio las gracias por dejarla usar el teléfono. Caminó rápidamente, dejando atrás las puertas entreabiertas de distintos cuartos, de los que salían acres olores a medicamentos y llantos de niños.
Cuando llegó a la habitación de Michelle, notó que había dejado la puerta abierta de par en par. Al entrar, rogó que la luz del pasillo, aunque escasa, no hubiera molestado a la niña. Cerró la puerta casi del todo y caminó cuidadosamente en la oscuridad hasta llegar a la cama. Estaba a punto de sentarse cuando se dio cuenta de que la cama estaba vacía. Con miedo de pisar a Michelle, en caso de que se hubiera caído al suelo, Cathryn se agachó y tanteó alrededor de la cama. El haz de luz proveniente del pasillo brillaba sobre el reluciente suelo de vinilo. Inmediatamente, Cathryn pudo ver que Michelle no estaba allí. Aterrorizada, corrió al baño y encendió la luz. La niña no estaba allí tampoco. Regresó al cuarto y encendió la luz. ¡Michelle no estaba! Salió corriendo y recorrió el pasillo hasta llegar al puesto de enfermeras, sin aliento.
—¡Enfermera! ¡Mi hija no está en el cuarto! ¡Ha desaparecido!
La enfermera de turno levantó la mirada de lo que estaba escribiendo, luego consultó una tablilla con varios papeles sujetos por un gancho.
—¿El apellido es Martel?
—¡Sí! ¡Sí! Dormía profundamente cuando he venido a contestar el teléfono.
—El informe de las enfermeras diurnas dice que estaba muy débil. ¿Es así? —preguntó la enfermera.
—Exactamente —dijo Cathryn—. Podría hacerse daño.
Como si pensara que Cathryn mentía, la enfermera insistió en regresar con ella a la habitación. Miró por todo el cuarto y en el baño.
—Tiene razón, no está aquí.
Cathryn tuvo que contenerse para no hacer un comentario despreciativo. La enfermera llamó a Seguridad para informar que una niña de doce años había desaparecido del sexto piso. También llamó al equipo de enfermeras que habían trabajado en el piso ese día. Les informó de la ausencia de Michelle y les ordenó buscar por todas partes.
—Martel —dijo la enfermera de turno después que quedaron solas—. Me suena. ¿Cuál era el nombre del paciente que han llevado a radiología para una placa urgente?
Cathryn la miró, aturdida. Por un momento creyó que la mujer le hacía la pregunta a ella.
—De eso se trata, probablemente —dijo la enfermera, tomando el teléfono. Llamó a radiología. Tuvo que esperar un buen rato hasta que alguien levantó el auricular.
—Están tomando una placa a un paciente del sexto piso —dijo la enfermera—. ¿Cómo se llama la niña?
—Yo no he hecho ningún trabajo de urgencia —contestó la técnica—. Habrá sido George. Está arriba, tomando una placa. Volverá en seguida. Le diré que llame. —La técnica colgó antes de que la enfermera pudiera replicar.
Charles llevó a Michelle a la sala de urgencias y sin ninguna vacilación que pudiera sugerir que no trabajaba allí, empujó la camilla al área de exámenes médicos. Allí escogió un cubículo vacío y, corriendo la cortina, acercó la camilla a la mesa. Después sacó la ropa de Michelle. La excitación de la travesura le había levantado el espíritu a Michelle y, a pesar de su debilidad, trató de ayudar a su padre. Charles se dio cuenta de que estaba muy torpe; cuanto más se apresuraba, más torpe se volvía. Michelle tuvo que abrocharse todos los botones y atarse los cordones de los zapatos. Después de vestirla, Charles la dejó unos momentos y fue a buscar unas vendas. Por suerte, no tuvo que ir muy lejos. Regresó al cubículo, sentó a Michelle en la mesa y la examinó.
—Tendremos que aparentar que tuviste un accidente —dijo—. ¡Ya sé qué haremos!
Desenroscó las vendas y empezó a rodear la cabeza de Michelle, como si tuviera una herida. Cuando terminó, dio un paso hacia atrás.
—¡Perfecto! —Como toque final, le puso un vendaje en el puente de la nariz. Michelle se echó a reír. Charles le dijo que parecía un motociclista que se había caído, pegándose en la cabeza.
Charles la alzó, haciendo como que su hija pesaba cien kilos, y salió trabajosamente del cubículo, pero una vez afuera se puso serio y se dirigió hacia la salida. Comprobó con satisfacción que en la sala de urgencias había más gente que cuando entró por primera vez. Allí esperaban chicos llorosos con toda clase de cortes y moretones, y había madres con niños que tosían, haciendo fila para registrarse. En medio de la confusión, nadie reparó en Charles. Sólo una enfermera se volvió al verlos pasar. Charles formó la palabra «gracias» con los labios, y sonrió. Ella lo saludó con la mano, como si creyera que debía reconocerlos, pero en realidad no sabía quiénes eran.
Al acercarse a la salida, Charles vio a un hombre uniformado, un guardia de seguridad, que estaba sentado en una silla y se ponía de pie de un salto. A Charles le dio un vuelco el corazón, pero el hombre no le hizo ninguna pregunta, ni trató de detenerlo. En cambio, corrió a abrirles la puerta, y dijo:
—Espero que se mejore. Buenas noches.
Con una sensación de libertad, Charles sacó a Michelle del hospital. Rápidamente, se dirigió al garaje, colocó a Michelle en el furgón, pagó, y salió de allí.