Eran más de las nueve cuando Charles llegó al Hospital Pediátrico. A diferencia del caos diurno, la calle estaba tranquila, y encontró un lugar para estacionar frente a la librería del centro médico. Entró por la puerta principal del hospital y subió al sexto piso en un ascensor vacío. Al pasar por el puesto de enfermeras, oyó que alguien trataba de detenerlo, pero ni siquiera miró hacia el lugar de donde procedía la voz. Llegó al cuarto de Michelle y entró por la puerta entreabierta.
Estaba más oscuro que el pasillo, había una luz nocturna cerca del suelo. Charles permitió que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, mientras permanecía de pie, tratando de abarcar la escena. Alcanzó a divisar el monitor cardíaco del otro lado de la cama. El volumen de la señal acústica estaba bajo, pero la señal visual trazaba una línea fluorescente y reiterativa en la diminuta pantalla. Había dos sondas intravenosas, una en cada brazo de Michelle. La de la izquierda tenía una conexión en paralelo, además, y Charles se dio cuenta de que la utilizaban como canal de infusión de la quimioterapia.
Avanzó silenciosamente en el cuarto, con los ojos fijos en el rostro dormido de su hija. Al acercarse se percató, sorprendido, de que Michelle no tenía los ojos cerrados, sino que estaba vigilando todos sus movimientos.
—¿Michelle? —murmuró Charles.
—¿Papá? —murmuró a su vez Michelle. Creía que era otro técnico del hospital que entraba sigilosamente para sacarle más sangre.
Con ternura, Charles alzó a su hija, abrazándola. Notó que pesaba menos. Ella trató de devolverle el abrazo, pero no tenía fuerza en las extremidades. Charles apoyó su mejilla contra la de ella y la meció lentamente. Percibía el calentor de la piel. Le miró la delgada carita. Tenía los labios ulcerados. Lo embargó una emoción poderosa, más allá de las lágrimas. La vida no era justa; sólo una experiencia cruel en la que la felicidad y la esperanza eran ilusiones transitorias que sólo servían para hacer más intensa la inevitable tragedia.
Mientras abrazaba a su hija, Charles pensó en la forma en que había reaccionado respecto a Recycle Limitada, y se sintió como un tonto. Por supuesto, comprendía sus deseos de venganza, pero dadas las circunstancias había maneras más importantes de ocupar su tiempo. Obviamente, a la gente de Recycle no le importaba una niña de doce años, y podían, convenientemente, cegarse a todo sentimiento de responsabilidad. ¿Y la institución de lucha contra el cáncer? ¿Estaba interesada? Charles lo dudaba, pues conocía muy bien la dinámica interna de su propio instituto. La ironía era que las personas que controlaban el megalítico instituto de lucha contra el cáncer corrían el mismo riesgo de sucumbir a la enfermedad como cualquier otro hijo de Dios.
—Papá, ¿por qué tienes la nariz hinchada? —preguntó Michelle, mirándole la cara.
Charles sonrió. Enferma como estaba, se preocupaba por él. Increíble. Le contó un cuento de que había resbalado en la nieve y se había caído boca abajo. Muy cómico. Michelle rio, pero pronto se puso seria.
—Papá, ¿voy a mejorar?
Involuntariamente, Charles vaciló. La pregunta lo tomaba por sorpresa.
—Por supuesto —dijo, riendo y tratando de compensar la pausa—. En realidad, me parece que ya no necesitarás estos medicamentos. —Charles se puso de pie, señalando el canal intravenoso de la quimioterapia—. Será mejor que te lo quite.
El rostro de Michelle evidenció preocupación. Detestaba cualquier ajuste que hicieran con las sondas.
—No te dolerá —dijo Charles.
Con destreza, quitó el catéter de plástico del brazo de Michelle, haciendo presión en el lugar adecuado.
—La otra la necesitarás un tiempo más, por si se te vuelve a acelerar el motorcito. —Charles le dio un golpecito en el pecho.
La luz del techo se encendió, inundando el cuarto con su fulgor fluorescente. Entró una enfermera, seguida por dos guardias de seguridad uniformados.
—Lo siento, señor Martel, pero deberá retirarse.
Notó la sonda caída y meneó la cabeza con irritación. Charles no dijo nada. Se sentó en el borde de la cama de su hija y volvió a tomarla entre sus brazos. La enfermera hizo un gesto a los guardias, pidiendo ayuda. Los hombres se acercaron e instaron a Charles a que se fuera.
—Podemos arrestarlo, si no coopera —dijo la enfermera—, pero no quiero hacer eso.
Charles permitió que los guardias lo separaran de Michelle. La niña miro a los guardias y luego a su padre.
—¿Por qué podrían arrestarte?
—No sé —dijo Charles, con una sonrisa—. Supongo que no es hora de visita.
Se puso de pie, se agachó, besó a su hija, y dijo:
—Pórtate bien. Volveré pronto.
La enfermera apagó la luz. Charles se despidió con la mano al llegar a la puerta, y Michelle le devolvió el saludo de la misma forma.
—No debería haberle sacado la sonda —dijo la enfermera mientras volvían al puesto de enfermeras.
Charles no contestó.
—Si quiere ver a su hija —prosiguió la enfermera— deberá ser durante las horas de visita, y deberá hacerlo acompañado.
—Me gustaría ver su historial clínico —dijo Charles cortésmente, haciendo caso omiso de los comentarios de la mujer.
La enfermera siguió caminando. Estaba claro que no le gustaba la idea.
—Tengo derecho —dijo Charles con sencillez—. Además, soy médico.
De mala gana, la mujer consintió, y Charles entró en el desierto cuarto donde se guardaban. El de Michelle colgaba, inocente, de su lugar. Lo sacó y la puso frente a sí. Esa tarde habían hecho un recuento de glóbulos. Se le cayó el alma a los pies. Aunque lo esperaba, no dejaba de ser un golpe comprobar que las células leucémicas no habían disminuido. En realidad, habían aumentado. Era indudable que la quimioterapia no contribuía a mejorar nada.
Charles levantó el auricular del teléfono y pidió que lo pusieran con el doctor Keitzman. Mientras esperaba que sonara el teléfono, examinó el resto del historial clínico. Lo más alarmante era el diagrama de la temperatura. Había fluctuado alrededor de los treinta y ocho grados, y esa tarde había subido a cuarenta. Charles leyó el informe cardiológico, cuidadosamente escrito a máquina. La conclusión era que la taquicardia ventricular podía haber sido causada por la infusión de la segunda dosis de daunorubicina o por una infiltración leucémica en el corazón o, como tercera alternativa, por ambas. En ese momento sonó el teléfono. Era el doctor Keitzman. Tanto Keitzman como Charles hicieron un esfuerzo por mostrarse cordiales.
—Como médico —dijo Keitzman—, estoy seguro de que sabrá que los médicos frecuentemente nos encontramos ante el dilema de respetar los principios establecidos de la medicina, o de aceptar los deseos del paciente o su familia. Personalmente, yo creo en lo primero; en cuanto se empieza a hacer excepciones, por justificadas que sean, se descubre que es como abrir una caja de Pandora. Por eso debemos depender de la justicia cada vez más.
—Pero está claro —señaló Charles, controlándose— que la quimioterapia no ayuda en nada a Michelle.
—Todavía no —reconoció Keitzman—. Pero es temprano. Aún existe una posibilidad. Por otra parte, es lo único que tenemos.
—A mí me parece que usted se está tratando a sí mismo —dijo bruscamente Charles.
El doctor Keitzman no respondió. Sabía que había algo de cierto en lo que decía Charles. Él aborrecía la idea de no hacer nada, sobre todo si se trataba de un niño.
—Otra cosa —agregó Charles—. ¿Cree que el benceno haya podido ser la causa de la leucemia de Michelle?
—Es posible —contestó el doctor Keitzman—. Es ese tipo de leucemia. ¿Estuvo expuesta al benceno?
—Durante un largo período. Una fábrica ha estado descargando benceno en el río que alimenta una laguna muy cercana a casa. ¿Estaría dispuesto a decir que la leucemia de Michelle fue causada por el benceno?
—No podría hacer eso —repuso Keitzman—. Lo siento, pero se trata sólo de una conjetura. Además, el hecho de que el benceno cause la leucemia sólo se ha comprobado inequívocamente con animales de laboratorio.
—Pero usted y yo sabemos que también lo causa en las personas.
—Es verdad, pero no es la clase de prueba que aceptaría un tribunal de justicia. Existe un elemento de duda, por pequeño que sea.
—¿De modo que no me ayudará? —preguntó Charles.
—Lo siento, pero no puedo —dijo Keitzman—. Pero puedo hacer otra cosa, y creo que es mi deber. Me gustaría convencerlo para que vaya a ver a un psiquiatra. Ha sufrido un terrible shock.
Charles pensó en mandarlo al diablo, pero no lo hizo. En cambio, colgó el auricular. Cuando se puso de pie, pensó en volver al cuarto de Michelle, sin que nadie lo viera, pero se dio cuenta de que no podría hacerlo. La enfermera de turno lo vigilaba como un cuervo, y uno de los guardias de seguridad estaba con ella, hojeando una revista. Charles se dirigió al ascensor y apretó el botón. Mientras esperaba, empezó a meditar acerca de los posibles cursos de acción que tenía por delante. Estaba solo, y estaría más solo todavía después de su reunión con el doctor Ibáñez al día siguiente.
Ellen Sheldon llegó al Weinburger más tarde que de costumbre. Aun así, caminó lentamente, porque el hielo estaba muy resbaladizo. La noche anterior había hecho un tiempo típico de Boston. La lluvia se transformó en nieve, y esta en lluvia. Luego todo se congeló. Cuando Ellen llegó a la puerta del instituto, ya eran las ocho y media.
La razón de su tardanza era doble. Primero, no sabía siquiera si vería a Charles ese día, de modo que no tenía necesidad de preparar todo el laboratorio. Segundo, se había acostado tarde la noche anterior, por haber violado uno de sus principios fundamentales: no aceptar nunca una cita de último momento. Pero después de informar al doctor Morrison de que Charles no se ocupaba del proyecto Cancerán, él la había convencido de que se tomara el resto del día libre. Le pidió, también, el número de teléfono de su casa, con el fin de comunicarle los resultados de la reunión que iban a celebrar con Charles y los Weinburger. Aunque Ellen no esperaba que la llamara, lo hizo; le dijo que Charles estaba a prueba y que tenía veinticuatro horas para decidir si seguiría o no las reglas del juego. Luego, la había invitado a comer fuera. Ellen supuso que sería una comida de trabajo, por lo que aceptó de buen grado. El doctor Peter Morrison no era Paul Newman, aunque sí un hombre fascinante y, además, muy poderoso en la comunidad de investigadores.
Ellen fue a abrir la puerta del laboratorio. Sorprendida, notó que la llave no estaba echada. Charles ya estaba trabajando.
—Pensaba que no ibas a venir hoy —dijo Charles, en broma.
Ellen se quitó el abrigo debatiéndose contra un sentimiento de culpa.
—No creí que estuvieras aquí.
—¿Cómo? —preguntó Charles—. Bueno, he estado trabajando la noche entera.
Ellen se acercó a su escritorio. Charles tenía un nuevo libro de laboratorio, y ya había varias páginas escritas con su pulcra escritura. Tenía un aspecto terrible: el pelo enmarañado, lo que acentuaba la incipiente calva de la coronilla, los ojos cansados y la cara sin afeitar.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Ellen, tratando de tantear el estado de ánimo de Charles.
—He estado trabajando —contestó Charles, levantando una redoma—. Y tengo buenas noticias. Nuestro método de aislar un antígeno proteico de un cáncer animal funciona igualmente bien en un cáncer humano. El hibridoma que hice con las células de Michelle lo demuestra.
Ellen asintió. Empezaba a sentir lástima por Charles Martel.
—Además —prosiguió Charles—, he examinado todos los ratones a los que habíamos inyectado con el antígeno de cáncer mamario. Dos de ellos exhiben una leve reacción de anticuerpo, lo que es muy alentador. ¿Qué te parece? Me gustaría que hoy volvieras a inyectarles una nueva dosis del antígeno, y que empezaras con una nueva cepa de ratones, inyectándoles antígeno leucémico de Michelle.
—Charles —dijo Ellen en tono comprensivo—, no debemos hacer esto.
Con cuidado, Charles dejó la probeta como si contuviera nitroglicerina. Se volvió a mirar a Ellen.
—Todavía sigo a cargo de este laboratorio. —Habló con voz tranquila y controlada, tal vez demasiado controlada.
Ellen asintió. En realidad, le tenía un poco de miedo a Charles ahora. Sin decir palabra, se dirigió a su área de trabajo y empezó a prepararlo todo para inocular a los ratones. Por el rabillo del ojo observó que Charles se sentaba a su escritorio, tomaba unos papeles y se ponía a leer. Miró el reloj. Después de las nueve iría a hablar con Peter.
Esa mañana, Charles había recibido, de manos de un funcionario, la citación referente a la audiencia sobre la tutoría. Recibió los papeles sin decir una palabra, y no los había mirado hasta ese momento. La jerigonza legal lo impacientaba, de modo que sólo echó un vistazo y notó que se requería su presencia para una audiencia que iba a tener lugar al cabo de tres días. Volvió a meterlo todo en el sobre y lo hizo a un lado. Tendría que consultar con un abogado. Después de mirar el reloj, Charles tomó el teléfono. Su primera llamada fue para John Randolph, concejal de Shaftesbury, Nueva Hampshire. Charles lo conocía, pues también era dueño de la ferretería y bazar local.
—Tengo una queja —dijo, después de los saludos acostumbrados— contra la policía de Shaftesbury.
—Espero que no esté relacionada con lo que pasó anoche en la planta.
—En realidad, así es —afirmó Charles.
—Bueno, ya estamos enterados del incidente —le informó John—. Frank Neilson y los tres administradores municipales nos hemos reunido durante el desayuno. Nos hemos enterado de todo. Me parece que tuviste suerte de que acudiera Frank.
—Eso es lo que pensé al principio —explicó Charles—. Pero cambié de idea cuando me llevaron a Recycle Limitada, para que un retrasado mental me pegara.
—Eso no me lo habían dicho —reconoció John—. Pero sí que tú habías entrado ilegalmente, y que habías empujado a un obrero a un depósito de ácido. ¿Por qué diablos estás causando problemas en la fábrica? ¿No eres médico? Me parece una forma rara de comportarse para un médico.
La furia le obnubiló el cerebro. Comenzó a explicar, apasionadamente que Recycle descargaba benceno y otras sustancias tóxicas en el río. Dijo que, por el bien de la comunidad, estaba tratando de que clausuraran esa fábrica.
—A mí me parece que la comunidad no vería con muy buenos ojos el cierre de la fábrica —dijo John cuando Charles hizo una pausa—. Había mucho desempleo antes de que se abriera la fábrica. La prosperidad de nuestro pueblo le debe mucho a Recycle Limitada.
—Supongo que tu medida de la prosperidad es la cantidad de lavadoras vendidas.
—En parte —convino John.
—¡Por Dios! —gritó Charles—. ¿No dirías que una serie de casos fatales de leucemia y anemia aplástica infantiles es un alto precio que pagar por la prosperidad?
—De eso no sé nada —dijo John, sereno.
—Y me parece que tampoco quieres enterarte.
—¿Me estás acusando de algo?
—Puedes estar seguro. Te estoy acusando de irresponsabilidad. Aunque sólo hubiera una posibilidad de que Recycle Limitada estuviera descargando sustancias tóxicas en el río, la fábrica debería clausurarse mientras se investiga. El riesgo no es digno de un puñado de inmundos empleos.
—Eso es fácil para ti, porque eres médico y no tienes que preocuparte por el dinero. Esos empleos son importantes para el pueblo y para las personas que los tienen. Y es mejor que no te metas con el trabajo de la policía. Eso es lo que han sugerido los administradores esta mañana. ¡No necesitamos que tipos como vosotros, con vuestros títulos universitarios, vengáis a decirnos como vivir!
Charles oyó el ruidito conocido que hacía el teléfono al colgarse. Bueno, allí acababa esa posibilidad. Charles comprendió que la furia no lo conduciría a ninguna parte. Marcó el número de la PMA. Solicitó hablar con la señora Amendola. Se sorprendió al oír, casi de inmediato, la voz nasal de la mujer en la línea. Charles le dijo quién era y describió lo que había visto en Recycle.
—El tanque que contiene el benceno tiene una tubería que está directamente conectada con el desagüe del techo —dijo Charles.
—Eso no es muy sutil —comentó la señora Amendola.
—Es un delito flagrante —dijo Charles—. Y, además, tienen una laguna de sustancias químicas que constantemente se filtra en el rio.
—¿Sacó alguna foto? —preguntó la señora Amendola.
—Lo intenté, pero sin resultado —dijo Charles—. Creo que su gente tendrá mejor suerte que yo. —No veía razón para contarle a la PMA lo que había sucedido con su cámara. Si eso hubiera servido para conseguir la intervención del organismo, lo habría hecho. Por otra parte, podía llegar a desalentarlos.
—Voy a hablar con varias personas —le informó la mujer—. Pero no puedo prometerle nada. Tendría más posibilidades de contar con su queja por escrito y un par de fotos, aunque no fueran muy buenas.
Charles le dijo que presentaría el escrito en cuanto le fuera posible, pero que tratara igualmente de hacer algo sobre la base de la informacion suministrada. Al colgar, no tenía muchas esperanzas de que se hiciera nada. Regresó al banco del laboratorio y se puso a observar los preparativos de Ellen. No interfirió porque Ellen era mucho más diestra que él. Se ocupó, en cambio, de diluir el antígeno leucémico de Michelle con el fin de prepararlo para su inoculación en los ratones. Utilizó una técnica estéril para obtener el volumen exacto de la solución. Luego agregó esta alicuota a una cantidad específica de una solución salina estéril para conseguir la concentración deseada. La probeta, con el antígeno sobrante, fue a parar a la nevera.
Una vez completa la solución, Charles se la dio a Ellen y le dijo que continuara con lo que estaba haciendo porque él tenía que salir a ver a un abogado y que regresaría antes del almuerzo.
Después de cerrarse la puerta, Ellen permaneció durante cinco minutos observando cómo el segundero recorría la esfera del reloj. Al ver que Charles no volvía, llamó a la recepcionista, quien le confirmó que Charles acababa de salir del instituto. Entonces llamó al doctor Morrison y le informó de que Charles seguía trabajando en sus investigaciones propias. En realidad, las estaba ampliando. Seguía comportándose de una manera extraña.
—Bien. Esa es la gota que colma el vaso. Nadie podrá acusarnos de no hacer todo lo posible. Este es el fin de Charles Martel en el Instituto Weinburger —declaró el doctor Morrison.
La búsqueda de asesoramiento legal no resultó tan fácil como Charles esperaba. Irracionalmente relacionó habilidad e inteligencia con lujo, por lo que se dirigió al centro de Boston, y estacionó el coche en el garaje de las oficinas gubernamentales. El más impresionante rascacielos de oficinas estaba situado en la calle State. Tenía una fuente y grandes superficies de mármol y de cristal. En el tablero de informaciones figuraban muchos bufetes de abogados. Escogió el que estaba más arriba: Begelman, Canneletto y O’Malley. Tenía la esperanza de que su alta situación en el tablero reflejara su eficacia. Sin embargo, la única relación fue la del precio de la consulta.
Al parecer no esperaban clientes de la calle de modo que Charles se vio obligado a esperar en un sofá Chippendale de dos cuerpos, muy incómodo. El abogado que lo recibió finalmente debía de ser el más joven del bufete. A Charles le pareció que debía tener unos quince años. Al principio, la conversación marchó bien. El joven abogado se mostró genuinamente sorprendido al enterarse de que un juez hubiera concedido una tutoría temporal ex parte a un pariente político en lugar de a otro sanguíneo. Sin embargo, se mostró menos comprensivo cuando se enteró de que Charles quería interrumpir el tratamiento recomendado por los especialistas. Aun así, habría estado dispuesto a ayudar a Charles si este no se hubiera lanzado a una apasionada diatriba contra Recycle Limitada, y contra el municipio de Shaftesbury. Cuando el abogado empezó a cuestionar las prioridades de Charles, terminaron discutiendo y el hombre lo acusó de baratería, cosa que enardeció a Charles porque no sabía qué quería decir.
Charles se sentía indefenso, pero en lugar de tratar de hablar con algún otro abogado del edificio, fue a consultar las hojas amarillas de la guía telefónica en el bar más cercano. Evitó direcciones de barrios elegantes, y buscó abogados que trabajaran solos. Marcó media docena de nombres y empezó a llamar. Al que le contestaba, le preguntaba si estaba muy ocupado, o si necesitaba un caso. Si oía algún signo de vacilación, colgaba y llamaba al siguiente de la lista.
Al quinto, Charles dio directamente con el abogado. Eso le gustó. El abogado respondió a la pregunta diciendo que se estaba muriendo de hambre. Charles le dijo que iba en seguida. Copió el nombre y la dirección: Wayne Thomas, calle Brattle, número 13, Cambridge. No había fuente, ni mármol, ni cristales. En realidad, el número 13 resultó ser una entrada secundaria. Había un pasillo largo, como un desfiladero; después de una puerta de metal, un tramo de escalones de madera. Arriba había dos puertas. Una era de un quiromántico, la otra de Wayne Thomas, abogado. Charles entró.
—Muy bien, amigo, siéntese y cuénteme qué le pasa —dijo Wayne Thomas, ofreciéndole una silla de respaldo recto. Wayne sacó un bloc de hojas amarillas. Charles paseó la mirada por el cuarto. Había un retrato de Abraham Lincoln. Las paredes estaban recién pintadas de blanco. A través de una única ventana se veía un rinconcito de la plaza Harvard. El suelo era de madera, recientemente lustrado. El cuarto tenía una apariencia serena y utilitaria.
—Mi mujer y yo decoramos la oficina —dijo Wayne, al notar la inspección de Charles—. ¿Qué le parece?
—Me gusta —contestó Charles. Wayne Thomas no parecía estar muriéndose de hambre. Era un negro fuerte, de un metro ochenta de estatura, unos treinta años y llevaba barba. Vestía un traje de tres piezas, azul a rayas, y era imponente.
Charles le enseñó la citación, y le contó su historia. Wayne, aparte de tomar unos apuntes, lo escuchó atentamente. No lo interrumpió, como el jovenzuelo de Begelman, Canneletto y O’Malley. Cuando terminó el relato, el abogado le hizo una serie de preguntas que iban al fondo de la cuestión. Finalmente dijo:
—Creo que no podemos hacer mucho respecto a esta tutoría temporal, antes de la audiencia. Se han puesto a resguardo con una tutoría ad litem, pero necesito tiempo para preparar el caso, de cualquier manera. Con respecto a Recycle Limitada, y a la ciudad de Shaftesbury, puedo empezar ya. Sin embargo, necesito un anticipo.
—He solicitado un préstamo de tres mil dólares —dijo Charles.
Wayne silbó.
—No hablo de tanto dinero. ¿Qué le parece quinientos dólares?
Charles quedó en enviarle el dinero en cuanto le concedieran el préstamo. Le dio la mano a Wayne y por primera vez se dio cuenta de que llevaba un aro de oro en el lóbulo de la oreja derecha.
De regreso a Weinburger, Charles sintió una especie de satisfacción. Por lo menos, había iniciado el proceso legal, e incluso en el caso de que Wayne no triunfara, causaría a sus adversarios algunos inconvenientes. Charles esperó impacientemente junto a la puerta de entrada, de cristal grueso. La señorita Andrews, que evidentemente lo había visto, prefirió terminar de escribir un renglón a máquina antes de abrir la puerta. Cuando Charles pasó a su lado, la vio levantar el teléfono. No era buena señal.
El laboratorio estaba vacío. Llamó a Ellen y, al no recibir respuesta, fue al cuarto de los animales, pero tampoco estaba allí. Miró el reloj, y se dio cuenta. Había estado ausente más tiempo del esperado. Ellen habría salido a almorzar. Fue a su área de trabajo y vio que la solución que había preparado para el antígeno leucémico de Michelle estaba sin tocar. Volvió a su escritorio, desde donde llamó a la señora Amendola nuevamente para preguntarle si había tenido suerte con el departamento de observación y vigilancia. Con impaciencia apenas disimulada, la mujer le dijo que ese no era el único problema que tenía y que ella lo llamaría cuando hubiera alguna novedad. Que él no la llamara. Sin perder la calma, Charles intentó llamar al jefe regional de la PMA para presentar una queja formal sobre la organización de la agencia, pero estaba en Washington, en una reunión sobre nuevas leyes acerca de desechos peligrosos.
Desesperado, trató de no perder la confianza en el concepto de gobierno representativo. Llamó entonces al gobernador de Nueva Hampshire y al de Massachusetts. En ambos casos, el resultado fue idéntico. No pudo pasar más allá de las secretarias, que le dijeron que llamara a la Comisión Estatal de Control de Contaminación del Agua. Por más que les dijo que ya había llamado a las comisiones de ambos estados, las secretarias se mostraron inflexibles, de modo que se dio por vencido. Entonces llamó al senador demócrata por Massachusetts.
Al principio la respuesta de Washington pareció prometer, pero luego lo pasaron de ayudante en ayudante hasta que por fin encontró a alguien que entendía algo de ambiente. A pesar de la naturaleza específica de su queja, el ayudante insistió en mantener la conversación en un tono general. En un discurso que le pareció preparado de antemano, el hombre le obsequió con diez minutos de propaganda acerca del interés que tenía el senador en cuestiones ambientales. Mientras esperaba que se produjera una pausa, Charles vio entrar a Peter Morrison en el laboratorio. Colgó, dejando al ayudante a mitad de una oración.
Los dos hombres se miraron de un extremo al otro del laboratorio de Charles. Sus diferencias exteriores eran más evidentes que de costumbre. Morrison parecía haber prestado especial cuidado a su apariencia ese día, mientras Charles estaba peor que nunca por haber dormido con la ropa puesta en el laboratorio. Morrison entró con una sonrisa victoriosa, pero cuando Charles se volvió a mirarlo, Morrison notó que Charles también sonreía alegremente. La sonrisa de Morrison se desvaneció.
Charles sentía que, por fin, era capaz de comprender a Morrison. Era alguien que había sido investigador, y que se había pasado a la administración para tratar de salvar su yo. Debajo del atildado exterior, reconocía todavía que el investigador era el rey y, en ese contexto, le irritaba tener que depender de la habilidad y la dedicación de Charles.
—Se requiere tu presencia inmediatamente en el despacho del director —anunció Morrison—. No te molestes en afeitarte.
Charles rio con fuerza, pues sabía que el comentario final trataba de ser un insulto, el definitivo.
—Eres imposible, Martel —dijo Morrison, cortante, y se fue.
Charles trató de serenarse antes de dirigirse al despacho del doctor Ibáñez. Sabía exactamente lo que iba a suceder, pero sin embargo le espantaba la cercana entrevista. Ir a la oficina del director se había transformado en un ritual diario. Al pasar junto a los óleos de los antiguos directores, saludó a varios con la cabeza. Al llegar al escritorio de las señorita Evans, se limitó a sonreír y pasó de largo, haciendo caso omiso a sus frenéticas órdenes de que se detuviera. Sin llamar, Charles entró en el despacho del doctor Ibáñez.
Morrison, que estaba inclinado sobre el hombro del director, se enderezó. Habían estado examinando unos papeles. El doctor Ibáñez miró a Charles, confundido.
—¿Bien? —preguntó Charles, agresivo.
Ibáñez miró a Morrison, quien se encogió de hombros. El doctor Ibáñez se aclaró la garganta. Era obvio que habría preferido disponer de un momento para prepararse mentalmente.
—Parece cansado —dijo, nervioso.
—Gracias por preocuparse por mí —repuso Charles, con cinismo.
—Doctor Martel, me temo que no nos ha dejado usted otra elección —comenzó Ibáñez, organizando sus pensamientos.
—¿Sí? —preguntó Charles, como si no se diera cuenta de lo que quería decir.
—Sí —dijo Ibáñez—. Como le advertí ayer, de acuerdo con los deseos del director, queda despedido del Instituto de Investigaciones Weinburger.
Charles sintió una mezcla de ira y ansiedad. La vieja pesadilla de ser despedido se convertía, por fin, en realidad. Charles asintió, cuidando de no evidenciar ninguna emoción, y luego se volvió para marcharse.
—Un minuto, doctor Martel —dijo el doctor Ibáñez, poniéndose de pie detrás de su escritorio.
Charles se volvió.
—Todavía no he terminado —observó Ibáñez.
Charles miró a los hombres, debatiéndose entre quedarse o irse. Ya no tenían ninguna autoridad sobre él.
—Por su propio bien, Charles —advirtió Ibáñez—, creo que en el futuro debería reconocer que tiene ciertas obligaciones legítimas para con la institución que lo mantiene. Aquí se le ha dado absoluta libertad para dedicarse a sus intereses científicos, pero debe reconocer que nos debe algo a cambio.
—Tal vez —reconoció Charles. No creía que el doctor Ibáñez tuviera hacia él tan malas intenciones como Morrison.
—Por ejemplo —dijo Ibáñez— hemos sido informados que tiene quejas contra Recycle Limitada.
El interés de Charles se avivó.
—Creo que debería recordar —prosiguió Ibáñez— que Recycle Limitada y el Weinburger pertenecen a la misma corporación, Breur Chemicals. Habría sido deseable, conociendo esta relación, que no hubiera expresado quejas en público. De haber habido un problema, debería haber sido ventilado internamente, luego rectificado. Así se procede en la esfera de los negocios.
—Recycle ha estado descargando benceno en el río que pasa por mi casa —dijo Charles con un gruñido—. Como resultado, mi hija padece de una leucemia terminal.
—Una acusación como esa no se puede probar, y denota irresponsabilidad —señaló Morrison.
Charles se adelantó hacia Morrison, repentinamente, cegado por la furia, pero se detuvo a tiempo. Además, no iba con su carácter; golpear a la gente.
—Charles —dijo Ibáñez—. No tengo más que apelar a su sentimiento de responsabilidad. Le imploro que haga a un lado su trabajo y se dedique al proyecto Canceran.
Con obvia irritación al comprobar que se le ofrecía una segunda oportunidad a Charles, el doctor Morrison les dio la espalda, volviendo la vista hacia el río.
—Es imposible —respondió, cortante, Charles—. Dada la condición de mi hija, siento que estoy obligado a continuar con mi propio trabajo, por ella.
Morrison miró a Ibáñez con una expresión de satisfacción, como quien dice: «Te lo he dicho».
—¿Cree que puede hacer un descubrimiento a tiempo para ayudar a su hija? —le preguntó el doctor Ibáñez con incredulidad.
—Es posible —convino Charles.
El doctor Ibáñez y el doctor Morrison intercambiaron miradas. Morrison volvió a mirar por la ventana. Consideraba concluido el caso.
—Eso parecen más bien delirios de grandeza —observó Ibáñez—. Bueno, como le he dicho, no me deja otra elección. Pero como gesto de buena voluntad, le daremos dos meses de sueldo como indemnización, y su seguro médico continuará durante treinta días más. Sin embargo, deberá dejar libre su laboratorio dentro de dos días. Ya hemos conseguido quien lo reemplace, y este hombre está ansioso por empezar el proyecto Cancerán, igual que nosotros por terminarlo.
Charles miró con furia a los dos hombres.
—Antes de irme, me gustaría decir algo. Creo que el hecho de que un laboratorio y un instituto de investigaciones oncológicas estén controlados por la misma firma es un crimen, especialmente porque los ejecutivos de ambas compañías pertenecen al consejo directivo del Instituto Nacional del Cáncer y conceden subvenciones al laboratorio y al instituto. El Cancerán es un magnífico ejemplo de este incesto financiero. Es una droga tan tóxica que probablemente no será usada jamás, a menos que se continúe falsificando las pruebas. Tengo la intención de hacer públicos estos hechos para que este estado de cosas no continúe así.
—¡Basta! —gritó Ibáñez. Dio un golpe sobre el escritorio, desparramando papeles, que volaron por el aire—. Cuando se trata de la integridad del Weinburger o del valor potencial del Cancerán, es mejor que no trate de interferir. Y ahora váyase antes de que me retracte de los beneficios que le he concedido.
Charles se volvió para marcharse.
—Creo que deberías ver a un psiquiatra —sugirió Morrison en tono profesional.
Charles no pudo reprimir un impulso adolescente, e hizo una seña grosera a Morrison antes de salir del despacho del director. Estaba contento de haberse librado del instituto que ahora aborrecía.
—¡Por Dios! —exclamó el doctor Ibáñez al cerrarse la puerta—. ¿Qué le pasa a ese hombre?
—Lamento tener que repetirle que yo se lo había advertido —dijo el doctor Morrison.
Ibáñez se hundió en el sillón todo lo que le permitió su corpulencia.
—Nunca creí que llegaría a decir esto, pero me parece que Charles podría resultar peligroso.
—¿Qué habrá querido decir con eso de hacer públicos los hechos? —Morrison se sentó, arreglándose cuidadosamente los pantalones para enderezar la raya.
—Ojalá lo supiera —dijo Ibáñez—. Eso me pone muy intranquilo. Podría hacerle un daño irreparable al proyecto Cancerán, por no decir también al propio instituto.
—No sé qué podemos hacer —admitió Morrison.
—Creo que deberemos reaccionar a lo que haga él —sugirió el doctor Ibáñez—. Como lo mejor será mantenerlo lejos de la prensa, es conveniente que no anunciemos su despido. Si alguien pregunta, diremos que se le ha concedido excedencia debido a la enfermedad de su hija.
—A mí me parece que no hay que mencionar a la hija —dijo el doctor Morrison—. Esa es la clase de noticia que la prensa adora. Podría ser muy beneficiosa para Charles.
—¿Y si Charles se dirige a la prensa? —preguntó Morrison—. Podrían escucharlo.
—Eso me parece dudoso. Detesta a los periodistas. Pero si llega a hacerlo, tendremos que desacreditarlo de inmediato. Haremos referencia a su estado emocional. En realidad, podemos decir que esa es la razón por la que lo hemos despedido. ¡Hasta es verdad!
El doctor Morrison se permitió una sonrisita.
—Es una idea fabulosa. Tengo un amigo psiquiatra que podría fabricar una buena tesis para nuestra defensa. ¿Qué le parece si le consulto y lo tenemos todo preparado, por si acaso?
—Peter, hay veces que pienso que no soy yo quien debe estar detrás de este escritorio. Usted nunca permite que ninguna consideración humana interfiera con su trabajo.
Morrison sonrió. No estaba muy seguro de que se tratara de un cumplido.
Charles descendió lentamente la escalera, luchando contra su furia y su desesperación. ¿Qué clase de mundo sobreponía las necesidades de los negocios a la moralidad, sobre todo si se trataba de la medicina? ¿Qué clase de mundo podía mirar a otro lado cuando una pobre e inocente niña de doce años se moría de leucemia?
Al entrar en el laboratorio, Charles encontró a Ellen sentada en un taburete alto, hojeando ociosamente una revista. Al ver a Charles, la dejó y se puso de pie, alisándose el guardapolvo.
—Lo siento muchísimo —dijo, con expresión triste.
—¿Qué es lo que sientes? —preguntó Charles, inexpresivo.
—Que te hayan despedido —contestó Ellen.
Charles la miró fijamente. Sabía que el instituto tenía un sistema interno de rumores que era muy eficiente. Sin embargo, esto se pasaba de eficiente. Recordó que le había dicho que tenía un plazo de veinticuatro horas. Ella probablemente supuso… Y sin embargo, Ellen había estado colaborando con la administración. Sabía demasiado y demasiado pronto. Al recordar que había estado a punto de confiar en ella, se alegró de haber callado.
—Era de esperar —dijo—. Sólo que me ha costado unos días reconocer ante mí mismo que no podía trabajar en el Cancerán. Sobre todo ahora que Michelle está tan enferma.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Ellen. Ahora que Charles había caído de su posición de poder, Ellen cuestionaba sus propios motivos.
—Tengo mucho que hacer. En realidad… —Charles se detuvo. Durante un momento, pensó si debía confiar en Ellen. Luego decidió que no. En esas últimas veinticuatro horas, tan dolorosas, había aprendido una cosa: estaba solo. Su familia, colegas y autoridades del gobierno eran inútiles, se interponían en su camino, o estaban abiertamente en contra de él. Estar solo requería un valor especial y un gran compromiso.
—En realidad, ¿qué? —preguntó Ellen. Por un instante pensó que Charles podría llegar a reconocer que la necesitaba. Ellen estaba dispuesta, si él se lo pedía.
—En realidad… —dijo Charles, dándole la espalda y acercándose a su escritorio—. Te agradecería que fueras a la administración, pues yo no quiero volver a verlos, y me trajeras mis libros del laboratorio. No les servirá de nada secuestrarlos, y supongo que querrán quitárselos de encima.
Cabizbaja, Ellen se dirigió a la puerta. Se sentía estúpida por ser aún susceptible a los caprichos de Charles.
—De paso —dijo antes de que Ellen llegara a la puerta—, ¿cómo te ha ido con el trabajo que te he dejado esta mañana?
—No he hecho mucho —le aseguró Ellen—. Poco después de irte esta mañana, he sabido que te despedirían, de modo que ¿para qué seguir? Te traeré los libros, pero después de eso no quiero tener nada más que ver con esto. Me tomaré el resto del día libre.
Charles vio que se cerraba la puerta. Estaba seguro de que no se trataba de paranoia. Cerró la puerta con llave, y se dispuso a trabajar. La mayoría de las sustancias químicas y reactivos importantes estaban almacenados en cantidades industriales, de modo que empezó a ponerlos en frascos más pequeños. Debía rotular cuidadosamente cada frasco, y luego guardarlo en un armario casi vacío, cerca del cuarto de los animales. Tardó aproximadamente una hora. Luego buscó en su escritorio, para ver si encontraba cuadernos en los que hubiera esbozado el informe de algún experimento anterior. Con estos apuntes, podría reconstruir sus experimentos, aun sin los datos, si el doctor Ibáñez no le devolvía los libros.
Mientras estaba trabajando febrilmente, sonó el teléfono. Pensó rápidamente una respuesta, en caso de que se tratara de la administración, y levantó el auricular. Sintió alivio al descubrir que era un proyecto empleado del banco que le informaba que su préstamo de tres mil dólares estaba concedido. Quería saber si lo depositaba en la cuenta corriente que compartía con su esposa. Charles le dijo que no. Iría a buscar el dinero personalmente. Luego llamó a Wayne Thomas. Mientras esperaba que lo conectaran, se preguntó qué diría el empleado del banco si supiera que lo acababan de despedir. Charles meneó la cabeza, sorprendido por su propia paranoia.
Igual que la vez anterior, Wayne Thomas respondió, en persona. Charles le dijo que ya tenía el dinero; le llevaría los quinientos esa tarde.
—Fenómeno, hombre —exclamó Wayne—. Ya he empezado a trabajar en el caso, sin el adelanto. He iniciado una demanda contra Recycle Limitada. Muy pronto sabré cuándo tendrá lugar la audiencia.
—Me parece muy bien —dijo Charles, satisfecho. Por lo menos algo ya estaba encaminado. Casi había terminado de recoger su escritorio cuando oyó que alguien trataba de abrir la puerta. Como no podía, metió una llave en la cerradura. Charles se volvió, y estaba mirando la puerta cuando entró Ellen. Venía seguida de un joven corpulento, vestido con una chaqueta de tweed. Con gran satisfacción, Charles comprobó que, entre ambos, le traían sus libros.
—¿Has cerrado con llave la puerta? —preguntó Ellen, intrigada.
Ellen puso los ojos en blanco y le dijo al joven:
—Le agradezco mucho su ayuda. Puede ponerlos donde quiera.
—Si me hace el favor —dijo Charles—, póngalos sobre ese mostrador. —Indicó la parte del laboratorio donde había guardado las sustancias químicas.
—Te presento al doctor Michael Kittinger. Lo he conocido en la administración. Él es quien se encargará de Cancerán. Supongo que yo seré su ayudante.
—Mucho gusto en conocerlo, doctor Martel. He oído muchos elogios respecto a usted.
—Estoy seguro —musitó Charles, con sorna.
El doctor Kittinger extendió una mano corta, de dedos regordetes. Una sonrisa amistosa desfiguró su cara.
—Qué laboratorio más fabuloso —comentó el doctor Kittinger, soltando la mano de Charles. Estaba maravillado por la impresionante colección de sofisticados equipos. Su rostro se iluminó como el de un niño en Navidad—. ¡Por Dios! Una ultracentrifugadora Pearson. No, es increíble… ¡Un microscopio electrónico Dixon también! ¿Cómo puede abandonar este paraíso?
—Me han ayudado a hacerlo —dijo Charles, mirando a Ellen. Ellen evitó su mirada.
—¿Le importaría que echara un vistazo? —preguntó Kittinger con entusiasmo.
—Sí, me importaría —contestó Charles.
—¡Charles! —exclamó Ellen—. El doctor Kittinger trata de portarse amistosamente. Fue el doctor Morrison quien le sugirió que viniera.
—Eso me importa un bledo. Este sigue siendo mi laboratorio hasta dentro de dos días, y no quiero que entre nadie. ¡Nadie! —Charles alzó la voz.
Ellen retrocedió de inmediato. Le hizo un gesto a Kittinger, y ambos partieron apresuradamente. Charles tomó la puerta y, con un excesivo despliegue de fuerza, la cerró de un golpe. Se quedó quieto un instante, con los puños crispados. Sabía que acababa de hacer total su soledad. Sabía que no tenía necesidad de mostrarse hostil con Ellen, ni con el hombre que lo iba a reemplazar. Le preocupaba que la administración fuera informada de su irracional proceder, pues podían reducirle los dos días concedidos. Tendría que trabajar rápido. En realidad, tendría que hacer el traslado esa misma noche.
Volvió a trabajar con renovados bríos. Tardó una hora más en guardar todo lo que necesitaba en un solo armario. Se puso su abrigo sucio y se marchó. Cerró la puerta con llave. Al pasar junto a la señorita Andrews, la saludó y le informó que volvería en seguida. Si la recepcionista estaba comunicando todos sus pasos a Ibáñez, no quería que pensaran que tardaría en volver.
Eran más de las tres, y el tráfico de Boston ya se estaba acercando a la hora punta, cobrando su ritmo frenético. Charles se vio rodeado por hombres de negocios dispuestos a arriesgar la vida por llegar cuanto antes a la carretera 93. Su primera parada fue el banco, en el centro comercial. El vicepresidente, a quien Charles conocía, no estaba, de modo que tuvo que hablar con una mujer joven a quien nunca había visto. Se dio cuenta de que lo miraba con desconfianza debido a su abrigo sucio y a su barba de día y medio. Charles la tranquilizó diciéndole:
—Soy un científico. Siempre andamos vestidos un tanto… —Deliberadamente, dejó la frase sin terminar. La empleada asintió, pero tardó un momento en cotejar el aspecto actual de Charles con la foto de su permiso de conducir de Nueva Hampshire. Satisfecha, al parecer, le preguntó si quería un cheque. Charles pidió el efectivo.
—¿Efectivo? —Un tanto confundida, la mujer se excusó y desapareció en la oficina posterior para llamar al subgerente de la sucursal. Al regresar, traía treinta billetes de cien.
Charles buscó el coche y avanzó laboriosamente hasta el distrito comercial del centro. Dejó el automóvil estacionado en doble fila, con los faros intermitentes encendidos, y entró corriendo en una casa de artículos deportivos, donde lo conocían. Compró cien cartuchos calibre doce, número dos, para su escopeta.
—¿Para qué son? —preguntó el dependiente con amabilidad.
—Para patos —contestó Charles en un tono que, según esperaba, desalentaría toda conversación.
—A mí me parece que el número cuatro o cinco sería mejor —sugirió el dependiente.
—Quiero el número dos —dijo Charles lacónicamente.
—Esta no es temporada de patos, sabe —le recordó el dependiente.
—Sí, lo sé —afirmó Charles. Pagó con un billete nuevo de cien dólares.
Volvió al coche y circuló por las estrechas calles de Boston. Regresó por el mismo camino. Se detuvo por tercera vez, en esta oportunidad en el cruce de las calles Charles y Cambridge. Sin importarle las consecuencias, dejó el coche en doble fila, con los intermitentes encendidos. Entró corriendo en una farmacia situada bajo la sombra del Hospital General de Massachusetts. Aunque sólo había sido cliente de esa farmacia cuando practicaba la medicina, lo reconocieron, llamándolo por su nombre.
—Necesito renovar mi maletín —dijo Charles después de pedir algunas hojas para recetas de la farmacia. Pidió morfina, Demerol, Compazine, Xilocaína, jeringas, tubos de plástico, soluciones intravenosas, Benadril, Epifrina, Brednisona, Percodán y Valium inyectable. El farmacéutico tomó las recetas y dio un silbido:
—¡Por Dios! ¿Con qué anda usted, con un maletín o un baúl?
Charles rio, como si festejara el chiste, y pagó con otro billete de cien dolares.
Al llegar al coche, sacó una multa de debajo del limpiaparabrisas. Volvió a unirse al tráfico, cruzó nuevamente el río, y en Memorial Drive dobló hacia el oeste. Pasó junto al Weinburger y siguió hasta la plaza Harvard, donde estacionó en un aparcamiento, teniendo especial cuidado de dejar el coche cerca del empleado. Corrió al número 13 de Brattle. Subió la escalera y llamó a la puerta de Wayne Thomas.
Los ojos del joven abogado se iluminaron cuando Charles le entregó cinco billetes nuevos de cien dólares.
—Hombre, tendrá el mejor servicio del mundo —le dijo.
Luego le informó que había logrado conseguir una audiencia de emergencia para el día siguiente, donde se trataría la demanda contra Recycle Limitada.
Charles salió de la oficina del abogado y caminó una manzana hasta llegar a un establecimiento de alquiler de vehículos Hertz. Alquiló el furgón más grande que tenían. Se lo trajeron, y Charles subió. Condujo lentamente de regreso a la plaza Harvard, fue al aparcamiento donde había dejado su coche, tomó los cartuchos y los medicamentos, volvió a subir al furgón y se dirigió al Weinburger. Consultó su reloj: las cuatro y media. Se preguntó cuánto tendría que esperar. Sabía que pronto oscurecería.