A pesar de que el sol se había puesto de acuerdo con el horario previsto, a las cuatro y media, nadie pudo ver el ocaso en Nueva Inglaterra. En ese momento Charles estaba estacionando el coche en la calle Main de Shaftesbury. Una gruesa capa de nubes se había desplazado desde los Grandes Lagos. Los meteorólogos de Nueva Inglaterra intentaban establecer cuándo iba a chocar el frente con un avance de aire tibio del Golfo de México. Todos estaban de acuerdo en que nevaría, pero nadie podía decir cuánto o en qué momento habría de suceder.
A las cinco y media, Charles seguía al volante del Pinto, detenido junto a los desiertos edificios de la antigua hilandería. De vez en cuando limpiaba la escarcha del parabrisas para poder ver. Estaba esperando que estuviera completamente oscuro. Para mantenerse en calor ponía en marcha el motor del Pinto cada quince minutos, y lo dejaba unos cinco minutos encendido. Pasadas las seis vio que el cielo estaba uniformemente negro, por lo que abrió la portezuela y salió. Recycle Limitada se encontraba a unos doscientos metros, como se veía por la única luz encendida cerca de la puerta de las oficinas. Había empezado a nevar. Los copos, grandes, se posaban como plumas, y trazaban arcos al caer.
Charles abrió el maletero y recogió su equipo: una cámara Polaroid, una linterna y unos cuantos frascos para muestras. Luego atravesó la nieve hasta llegar a la pared de la vieja hilandería y empezó a avanzar hacia Recycle Limitada. Después de dejar a Cathryn en el hospital, había tratado de aclarar sus confusos pensamientos. No pudo llegar a ninguna conclusión con respecto al tratamiento de Michelle, aunque la intuición le decía que no se produciría la remisión. No podía interrumpir el tratamiento, pero tampoco soportaba verla sufrir más de lo necesario. Se sentía atrapado. En consecuencia, le pareció un alivio dirigirse a Shaftesbury con la esperanza de conseguir pruebas de que se volcaba benceno en el río. Eso, al menos, satisfacía su necesidad de acción.
Al llegar al final del edificio, se detuvo en la esquina a mirar. Alcanzaba a ver toda la fábrica, que ocupaba el último edificio de las hilanderías alineadas. Con la Polaroid y la linterna en los bolsillos del abrigo y los frascos en las manos, Charles volvió la esquina en dirección al río Pawtomack, desplazándose paralelamente a la cerca. Cuando ya no pudo ver la luz a la entrada de la fábrica, cortó diagonalmente por la zona de estacionamiento que se encontraba vacía, y llegó a la cerca que estaba junto al río. Primero arrojó la linterna al suelo, al otro lado de la cerca, luego los frascos. Con la cámara colgando del hombro, Charles trepó por el alambre tejido. Al llegar arriba lo traspuso y dio un salto. Cayó de pie, pero en seguida rodó de espaldas. Temeroso de que lo vieran, alzó sus pertenencias y corrió al refugio de la sombra del viejo edificio.
Esperó unos instantes. Del interior provenían los ruidos que ya conocía y, desde donde estaba, alcanzaba a ver el río Pawtomack, en su mayor parte congelado, y los árboles de la margen opuesta. En ese punto, el río tenía unos cincuenta metros de ancho. Cuando recobró el aliento, avanzó a lo largo del edificio en dirección a la esquina que daba al río. Era difícil caminar, porque la nieve cubría toda clase de basura y escombros.
Al llegar a la esquina más cercana al río, protegiéndose los ojos de los copos de nieve, los fijó en su objetivo: los dos tanques de metal. Desgraciadamente, estaban próximos al extremo opuesto del edificio. Luego de una breve pausa, Charles echó a andar sobre los restos herrumbrados y retorcidos de maquinaria desechada, pero pronto encontró cortado el paso por un canal de granito de unos tres metros de ancho. Procedía de un arco abierto en la parte inferior del edificio y corría hasta la orilla del río, donde estaba obstruido por unos tablones de madera. A mitad de la pared opuesta, de mampostería, había un conducto conectado con la laguna. El líquido que corría por el canal y el de la laguna no estaban congelados y tenían el olor inconfundible y acre de las sustancias químicas desechadas.
Charles vio que, junto a la fábrica, había dos gruesas tablas de madera sobre el canal. Dejó los frascos y volvió las tablas para quitarles la capa de nieve y hielo que los cubría. Luego, con mucho cuidado, cruzó por el puente que formaban las tablas, con los frascos bajo el brazo derecho. Usaba el izquierdo para apoyarse contra el edificio. Al otro lado del canal, el terreno bajaba. Charles pudo acercarse hasta llegar al nivel de la laguna. Por el aspecto provisional que tenía todo, especialmente la presa, Charles se dio cuenta de que las sustancias químicas que se descargaban en la laguna continuamente llegaban al río. Quería una muestra de ese líquido, con consistencia de jarabe. Se inclinó sobre el borde y llenó uno de los frascos de medio litro con el burbujeante líquido. Lo tapó, y lo dejó para luego recogerlo a la vuelta. Mientras tanto, quería sacar una foto de la presa que evitaba que esa inmunda letrina química se vaciara totalmente en el río.
Wally Crab hizo un descanso para comer antes de tiempo, y se apartó de los hornos con los dos hombres con quienes jugaba al póquer: Angelo de Jesús y Giorgio Brezowski. Sentados a una de las mesas del comedor, se pusieron a jugar al blackjack mientras se comían, distraídamente, los bocadillos. No le iba muy bien a Wally. A las seis y veinte perdía trece dólares, y su suerte no parecía tener visos de cambiar. Y, para colmo, Brezowski lo fastidiaba, burlándose de él con sonrisa desdentada al final de cada mano, había perdido los dientes delanteros en una pelea que había tenido lugar en un bar de Lowell, Massachusetts, hacía dos años.
Después de sacar fotos a la presa, Charles se dirigió a los tanques de metal donde se almacenaban las sustancias de desecho. Iluminó con la linterna para tratar de distinguir entre la profusión de tuberías y válvulas. Una tubería llevaba directamente a un área perfectamente cercada, junto a la zona de estacionamiento. Obviamente hacía las veces de sitio de descarga. Otro tubo salía de los tanques y por medio de un conector en T se unía al conducto de desagüe del techo en su camino hacia la orilla del río. Con gran cuidado, para no resbalarse por el terraplén, Charles logró llegar al borde que estaba a unos seis metros por encima de la superficie del río El desague del techo terminaba en forma abrupta, vaciando su contenido en el río. El olor a benceno era intenso. Debajo del caño se veía el agua, sin congelar. El resto del río estaba sólidamente helado y cubierto de nieve. Después de sacar varias fotos del caño, Charles se inclinó con un segundo frasco y lo llenó con el líquido que salía de él. Cuando pensó que tenía bastante, tapó el frasco y lo dejó junto al primero. Casi había terminado: su misión había sido más productiva de lo que había creído. Sólo le faltaba fotografiar el conector en T que unía el caño a los tanques de depósito y el conducto de desague, y también la tubería de alimentación que salía de los tanques y que iba hacia la fábrica. Se había levantado un poco de viento, y los copos de nieve, que antes caían pesadamente al suelo, ahora le mojaban la cara. Antes de sacar la foto, limpió la nieve de los tubos, luego miró por el visor. No estaba satisfecho. Quería sacar el conector en T y los tanques de depósito en la misma foto, de modo que se subió a las tuberías, se puso en cuclillas y volvió a mirar por el visor. Satisfecho, apretó el obturador. No pasó nada. Miró la cámara y se dio cuenta de que no había activado el mecanismo del flash. Lo hizo. Volvió a mirar por el visor. Alcanzaba a ver el tanque de depósito, el tubo que salía del tanque y la unión con el caño de desagüe del techo. Perfecto. Apretó el obturador.
Brezo le dio una figura y un cuatro de espadas. Wally pidió naipe, y Brezo le dio otra figura, de modo que Wally se pasó de veintiuno, ganaba Brezo.
—¡Qué mierda! —gritó Wally, tirando los naipes sobre la mesa. Se puso de pie y se dirigió pesadamente a la máquina expendedora de cigarrillos.
—¿No juegas más, muchacho? —se burló Brezo, siguiendo el juego con Angelo.
Wally no respondió. Puso las monedas en la ranura de la máquina, apretó el botón correspondiente a la marca elegida, y esperó. Nada. Es decir, no pasó nada en la máquina, pues dentro de la cabeza de Wally había tanta tensión como cuando se estira una cuerda de piano hasta el límite de su resistencia. Dio una fuerte patada a la máquina, y la sacudió sobre sus soportes. Puso la mano para recibir las monedas que le devolvía la máquina, y de repente vio un resplandor por la ventana. Brezo y Angelo se sintieron decepcionados, pues esperaban ver la destrucción de la máquina de cigarrillos. En cambio, vieron que Wally se dirigía a la ventana y apoyaba la cara contra el vidrio.
—¿Qué coño pasa, vamos a tener una tormenta eléctrica también? —preguntó Wally. Entonces vio el resplandor otra vez, sólo que ahora advirtió de dónde provenía. Durante un instante vio una figura de piernas separadas, con los brazos en la cara—. Es el flash de una cámara fotográfica —dijo Wally, atónito—. Alguien está sacando fotos en la laguna.
Wally se acercó al teléfono y marcó el número de la oficina de Nat Archer. Informó al superintendente de lo que había visto.
—Debe de ser ese loco de Martel —dijo Nat Archer—. ¿Cón quién estás, Wally?
—Con Brezo y Angelo.
—¿Por qué no vais los tres a ver quién es? Si es Martel, dadle una lección. Recordad que ese tipo ha entrado en forma ilegal. Es un intruso.
—Perfectamente —contestó Wally al colgar el teléfono. Se volvió a sus compañeros y haciendo sonar los nudillos, dijo—: Vamos a divertirnos un poco. Coged los abrigos.
Al fogonazo de la cámara siguió inmediatamente un tirón repentino y poderoso, y la cámara Polaroid voló de entre sus dedos. Levantó la mirada desde donde estaba en cuclillas y vio a tres hombres que vestían chaquetones con capucha, cuyas siluetas se recortaban contra el cielo oscuro. Lo tenían acorralado contra los tanques de depósito. Antes de que Charles pudiera moverse, vio que arrojaban su cámara a la laguna negra.
—El señor Dawson me dijo que si volvía a aparecer, nos aseguráramos de que fuera su última visita.
Charles se incorporó, tratando de ver las caras de debajo de las capuchas. Sin una palabra, los dos hombres más pequeños se lanzaron hacia adelante y lo agarraron de los brazos. El movimiento repentino lo tomó desprevenido. No se resistió. El tercer hombre, el grandote, le registró los bolsillos y encontró la colección de fotos. Con un pequeño movimiento de muñeca, las mandó tras la cámara, al centro de la laguna. Parecían hostias en la superficie oscura.
Los hombres soltaron a Charles y se hicieron atrás. Charles no les podía ver la cara, lo que hacía más aterrador su aspecto. Sintió pánico, y trató de huir entre uno de los hombres y el tanque. El hombre reaccionó al instante, y le dio un puñetazo en la nariz. El golpe aturdió a Charles. Un chorro de sangre le empezó a caer por la barbilla.
—Buen golpe, Brezo —dijo Wally, riendo.
Charles reconoció la voz. Los hombres lo empujaron en dirección a la laguna. Tropezó con las tuberías del suelo. Mientras tanto, le pegaban en la cabeza con la mano abierta, y le daban cachetes en las orejas. Charles trataba de protegerse, en vano, de los golpes.
—Entrando sin permiso, ¿eh? —se burló Brezo.
—Busca problemas, ¿eh? —dijo Angelo.
—Bueno, ya los tiene —dijo Wally.
Lo llevaron hasta el borde mismo del sumidero de sustancias acres. De un golpe le quitaron el sombrero, arrojándolo al líquido.
—¿No tienes ganas de darte una zambullida? —preguntó Wally, burlándose.
Mientras se protegía la cara con un brazo, con el otro Charles sacó la linterna y trató de descargarla sobre el que estaba más cerca. Brezo eludió el golpe fácilmente, apartándose. Charles, que esperaba hacer contacto, al fallar se resbaló en la nieve hecha hielo y cayó sobre manos y rodillas en el fango. La linterna se estrelló contra el suelo duro. Brezo, que había eludido el golpe, se encontró haciendo equilibrios al borde de la laguna. Para no caer de lleno, se vio obligado a meterse en el líquido espeso hasta media pierna. Wally lo agarró del chaquetón y lo sacó.
—¡Mierda! —gritó Brezo, al sentir las sustancias corrosivas que le chamuscaban la piel. Sabía que tenía que meter las piernas en agua lo antes posible. Angelo se pasó el brazo de Brezo por encima del hombro para ayudarlo, y lanzándose en una carrera, ambos hombres se encaminaron hacia la entrada de Recycle Limitada.
Charles logró ponerse de pie y corrió hacia las dos tablas suspendidas sobre el canal. Wally trató de agarrarlo, pero falló, y con el esfuerzo se resbaló, cayendo sobre manos y rodillas. A pesar de su corpulencia, se puso de pie casi en el acto. Charles corrió sobre las tablas. Ya había olvidado su anterior prudencia. Pensó en la conveniencia de hacerlas caer, pero vio que Wally lo seguía demasiado cerca.
Con miedo de caerse en la laguna de sustancias químicas, Charles iba lo más rápido posible, pero avanzaba con dificultad. Tuvo que trepar por la maquinaria desechada, luego correr por el suelo cubierto de nieve y lleno de basuras hasta llegar a la cerca. Wally también tenía que salvar los mismos escollos, pero avanzaba más rápidamente, pues estaba acostumbrado a ellos.
Charles trepó la cerca, pero lamentablemente escogió un lugar entre dos postes. La falta de apoyo, sobre todo cerca de la parte superior, dificultaba el ascenso. Wally Crabb llegó a la cerca y empezó a sacudirla con violencia. Charles hizo lo posible por mantenerse, por lo que no pudo seguir trepando. Entonces, Wally alargó la mano y le agarró el pie derecho. Charles trató de librarse con un puntapié, pero Wally lo había asido con fuerza, de modo que no pudo. El esfuerzo le hizo perder el equilibrio, y cayó, directamente encima de Wally. Desesperado, Charles buscó en la nieve algún objeto con que defenderse. Encontró un zapato viejo. Lo arrojó a la cara de Wally, y aunque no dio en el blanco, le permitió ponerse de pie y echar a correr junto a la cerca en dirección al río. Era como estar dentro de una jaula con un animal enfurecido.
Correr junto a la cerca sobre la nieve era casi imposible. En algunas partes la nieve era dura, y soportaba su peso, pero otras zonas eran blandas, y se hundía, de modo que no tenía manera de asegurarse antes de dar un paso. Debajo de la nieve había toda clase de escombros y basuras, neumáticos y chatarra. Con miedo de que lo alcanzaran en cualquier momento, miró hacia atrás por encima del hombro. Le bastó una mirada para ver que el camino era igualmente difícil para Wally. Charles llegó primero al río.
Su descenso hacia el agua fue casi una caída, controlada apenas. Con las manos a los costados, Charles se deslizó por el terraplén hasta llegar a un lugar donde el hielo se había acumulado, a la orilla del río. Allí se detuvo su caída. Charles buscó la zona helada del río evitando el lugar donde el agua no estaba congelada y tratando de mantener el equilibrio. Wally bajó por el terraplén con un poco más de cuidado, por lo que se quedó atrás. Charles había rodeado la parte de la cerca que se extendía desde la orilla y ya subía por el terraplén, al otro lado de la cerca, cuando Wally llegó al borde del río. Casi en la parte superior del terraplén, Charles se resbaló de repente. Aterrorizado, buscó un sostén. En el último instante encontró un arbusto y logró detener el resbalón, que lo impulsaba hacia abajo. Trató de incorporarse, pero no lograba moverse. Wally ya había llegado a la orilla y se dirigía hacia él, trasponiendo la escasa distancia que los separaba.
Wally estiró el brazo para agarrarlo de una pierna. Estaba a centímetros de distancia, pero de repente pareció que empezaba a moverse con extremada lentitud. Endureció las piernas, pero sin resultado. Despacio primero, luego rápidamente, se resbaló hacia atrás. Con nuevo vigor, Charles trató de trepar haciendo fuerza con los dedos de los pies contra el terraplén el metro y medio que le faltaba para llegar arriba. Descubrió que podía sostenerse precariamente. De esta manera fue avanzando hasta que pudo llegar al borde. Dificultosamente logró ponerse de pie, con la ayuda de las manos y las rodillas. Tocó piedras y ladrillos rotos bajo la nieve. Aflojó estos escombros a puntapiés y se llenó la mano con ellos. Wally había iniciado un nuevo asalto, y estaba a menos de dos metros.
Charles arrojó las piedras. Una piedra dio a Wally en el hombro, y lanzó un gruñido de dolor. Trató de aferrarse con la mano al terraplén, pero volvió a resbalarse. Rápidamente, Charles juntó más piedras y se las tiró. Wally se protegió la cara con las dos manos, y retrocedió hacia el hielo.
Charles aprovechó para correr hacia la fila de edificios desiertos, con el propósito de doblar en la primera esquina y tratar de llegar al Pinto, que estaba estacionado a unos cincuenta metros. Al dirigirse hacia ella, vio de repente la luz de varias linternas que se acercaban por el extremo opuesto de la cerca. La luz lo cegó momentáneamente. Se dio cuenta de que lo habían descubierto. No le quedaba alternativa. Corrió al edificio vacío.
Al trasponer una abertura sin puerta, Charles se vio inmediatamente envuelto por una impenetrable oscuridad. Con los brazos extendidos para explorar, avanzó hasta encontrar una pared. Como en un laberinto, caminó trabajosamente junto a la pared hasta llegar a una puerta. Se agachó, buscó unos escombros y los tiró por la puerta. Sintió que pegaban contra otra pared y caían al suelo. Sin soltarse del marco de la puerta, extendió el brazo en la oscuridad. Con la punta de los dedos, tocó la pared que había detenido los escombros que arrojara. Se soltó del marco de la puerta y echó a andar junto a la nueva pared.
Al oír gritos a sus espaldas, sintió una oleada de pánico. Tenía que encontrar un lugar donde esconderse. Estaba convencido de que la gente de Recycle estaba loca, y pensaban matarlo. Tenía la seguridad de que habían tenido la intención de arrojarlo a la letrina de sustancias químicas, tal vez con la esperanza de que pareciera un accidente. Después de todo, él era un intruso, y era concebible que pudiera resbalarse en la oscuridad. Y para gente que vaciaba veneno en un río, la moralidad no encabezaba su lista de prioridades.
Charles llegó al rincón de la pared que seguía. Se esforzó para ver algo, pero sólo alcanzó a distinguir su propia mano. Agachándose, untó unas piedritas y las tiró en dirección a la otra pared que formaba el rincón, para ver hasta dónde llegaba. Esperó oír que dieran contra una nueva pared, y luego cayeran al suelo. Nada. Luego de una larga espera, Charles oyó un chapoteo de agua. Se hizo atrás. En alguna parte, tal vez delante de él, había un pozo, tal vez el hueco de un ascensor. Supuso que estaba en un pasillo. Arrojó unas piedras en sentido perpendicular a la pared que estaba siguiendo. Dieron contra algo inmediatamente. Alargando el brazo, tocó la pared opuesta.
Con el pie, Charles empezó a lanzar escombros por delante de él hasta asegurarse de haber pasado el hueco del ascensor. Así pudo seguir avanzando, ahora con cierta confianza. No tenía forma de apreciar la distancia que había recorrido, pero sabía que era considerable. Su mano dio con otro marco de puerta. Con la otra tocó la madera de la puerta en sí, que estaba abierta unos treinta centímetros. Faltaba el picaporte. Charles empujó la puerta, que se abrió dificultosamente por los escombros del suelo. Charles avanzó con mucho cuidado, con el pie derecho extendido. Había un olor asqueroso a humedad. Dio con un fardo de tela; se dio cuenta de que era un alfombra vieja, podrida.
Detrás de él oyó gritos destemplados, provenientes de la cavernosa oscuridad.
—Queremos hablar con usted, Charles Martel.
Las voces hicieron eco en la oscuridad. Luego oyó pisadas y voces que hablaban entre sí. Aterrorizado, soltó la puerta y avanzó por el nuevo espacio, extendiendo las manos con la esperanza de encontrar un escondite. Casi inmediatamente tropezó con otra alfombra, y luego encontró un objeto bajo, de metal. Tocó la parte superior y se dio cuenta de que era una especie de armario, volcado. Caminó a su alrededor y de pronto dio con un montón de alfombras malolientes. Se metió debajo de ellas como pudo. Sintió un movimiento de patitas. Tuvo la esperanza de que hubiera perturbado a unos ratones, y no a algún espécimen de mayor tamaño. Charles sólo alcanzaba a ver la esfera luminosa de su reloj. Esperó. Su respiración se oía claramente en medio del silencio, y los latidos de su corazón repercutían con fuerza en sus oídos. Estaba atrapado. No tenía adónde huir. Podían hacerle lo que se les antojara. Nadie encontraría su cadáver. Podían arrojarlo al hueco del viejo ascensor. Nunca había sentido un terror tan absoluto.
Una luz iluminó el pasillo, enviando reflejos al cuarto donde estaba Charles. Las linternas avanzaban por el pasillo, se dirigían hacia él. Durante un momento desaparecieron, y volvió la oscuridad total. Oyó un chapoteo lejano, como si un objeto grande hubiera caído por el hueco del ascensor, seguido de risas. Los rayos de luz de las linternas volvieron al pasillo, balanceándose, buscando. Sus perseguidores se acercaban. Alcanzaba a oír cada pisada. Con un ruido repentino, un crujido, la vieja puerta de madera se abrió de un golpe, y un fuerte rayo de luz penetrante surcó la oscuridad del cuarto.
Charles hundió la cabeza como una tortuga, con la esperanza de que sus perseguidores se satisfacieran con un vistazo. Eso, sin embargo, no sucedió. Charles oyó que un hombre daba un puntapié a una vieja alfombra, y vio la luz que escudriñaba el suelo, palmo a palmo. Sintió una puñalada de pánico al darse cuenta de que estaba a punto de ser descubierto. De un salto, Charles corrió hacia la puerta. Su perseguidor hizo girar la linterna rápidamente, iluminando la silueta de Charles, recostada contra la puerta.
—¡Aquí está! —gritó el hombre.
Con la intención de desandar el camino, Charles avanzó por el pasillo, pero se topó con otro de los perseguidores, que lo agarró. Al hacerlo, se le cayó la linterna. Charles empezó a lanzar golpes a ciegas, tratando desesperadamente de librarse. Luego, casi antes de sentir el dolor, se le doblaron las piernas. El hombre lo había golpeado con un palo en la parte de atrás de las rodillas. Charles cayó al suelo, y su atacante buscó la linterna. El otro hombre salió del cuarto en que había estado escondido, e iluminó la escena. Por primera vez, Charles pudo ver al hombre que lo había atacado. Sorprendido, comprobó que era Frank Neilson, el jefe de policía de Shaftesbury. Nunca le había impresionado tanto el uniforme de sarga azul, lleno de placas y medallas, ni la pistolera con su revólver.
—¡Muy bien, Martel, ya ha terminado el juego! ¡De pie! —dijo Neilson, guardando la porra en su funda. Era un hombre corpulento, de pelo rubio, peinado hacia atrás y una gran panza que se le juntaba con el pecho y luego descendía hasta terminar donde empezaban los pantalones. Tenía el cuello del espesor de uno de los muslos de Charles.
—Me alegro tanto de verlo —dijo Charles, con absoluta sinceridad, a pesar del golpe que le había propinado.
—Más se alegrará luego —dijo Neilson, levantándolo del cuello del abrigo.
Charles se tambaleó un momento. Sentía pesados los músculos de las piernas.
—¿Lo esposamos? —preguntó el agente de policía. Se llamaba Bernie Crawford. A diferencia de su jefe, era alto y desgarbado, como un jugador de baloncesto.
—¡No! —dijo Neilson—. Salgamos de este agujero de mierda.
Bernie abrió camino, seguido de Charles. Neilson cerraba la marcha. Así el trío salió de la fábrica desierta. Al pasar junto al hueco del ascensor, Charles se estremeció al pensar lo cerca que había estado de caer en él. De pronto, se puso a pensar en lo que había dicho Bernie acerca de esposarlo. Era obvio que Recycle había llamado a la policía. Nadie habló mientras avanzaban en fila india por el solar vacío hasta llegar al Dodge Aspen de la policía. Obligaron a Charles a sentarse en el asiento posterior. Neilson encendió el motor y empezó a alejarse del bordillo.
—Yo tengo el coche allí —dijo Charles, haciéndose hacia delante para hablar tras el alambre tejido que lo separaba del asiento delantero.
—Ya sabemos dónde está su automóvil —dijo Neilson.
Charles trató de serenarse. Le latía fuertemente el corazón y le dolían muchísimo las piernas. Miró por la ventanilla, preguntándose si lo llevarían a la comisaría de policía. Sin embargo, no dieron la vuelta. Se dirigían hacia el sur, y entraron por el portón de Recycle Limitada, hacia la zona de estacionamiento. Charles volvió a inclinarse hacia adelante.
—Escuchen. Necesito su ayuda. Necesito pruebas para demostrar que Recycle Limitada está descargando veneno en el Pawtomack. Eso estaba haciendo cuando me asaltaron y me rompieron la cámara.
—Escuche usted, amigo —dijo Neilson—. Nos han llamado, avisándonos de que usted había entrado ilegalmente, que había atacado a uno de los obreros, empujándolo a un depósito de ácido. Anoche dio un empujón a Nat Archer, el capataz.
Charles se hizo atrás. Sabía que tendría que obedecer. Probablemente, Neilson quería que lo identificaran. Ahora la exasperación reemplazaba el sentimiento de alivio, pero se resignó a tener que ir la comisaría de policía. Se detuvieron a cierta distancia de la entrada principal. Frank hizo sonar la bocina tres veces, y esperó. Al rato se abrió la puerta de aluminio y Charles vio aparecer a Nat Archer seguido de un individuo más bajo que tenía la pierna izquierda envuelta en vendajes, de la rodilla para abajo.
Neilson salió de detrás del volante y abrió la portezuela del asiento posterior.
—Afuera —ordenó.
Charles obedeció. Había unos tres centímetros más de nieve, y se resbaló. Logró recobrar el equilibrio en seguida. Los moretones que le había hecho la porra de Neilson le dolían horrores. Nat Archer y el otro hombre avanzaron con dificultad hacia Neilson y Charles.
—¿Es este el hombre? —preguntó Neilson, mientras doblaba un chicle y se lo metía en la boca.
Archer miró con furia a Charles y dijo:
—Sí, es él, sin duda.
—¿Quieres presentar denuncia contra él? —preguntó Neilson mientras masticaba su chicle ruidosamente.
Archer dio media vuelta y volvió otra vez a la fábrica. Neilson caminó alrededor del coche y entró. Charles, confundido, se volvió a mirar a Brezo. El hombre estaba de pie frente a él, sonriendo. No tenía dientes. Charles vio que tenía una cicatriz que le atravesaba la mejilla, lo que hacía que su sonrisa fuera ligeramente asimétrica.
En un estallido de inesperada violencia, Brezo descargó un golpe contra el estómago de Charles, quien lo vio venir y pudo desviarlo ligeramente con el codo. Aun así, se dobló en dos al recibir el puñetazo en el abdomen, y casi cayó sobre la tierra helada, respirando con dificultad. Brezo, erguido sobre él, se aprestó para dar más golpes. Levantó nieve con el pie y la arrojó sobre Charles. Luego se alejó, cojeando ligeramente con la pierna vendada. Charles se incorporó con dificultad, desorientado por el dolor. Oyó que se abría la portezuela de un coche y que le tiraban del brazo, obligándolo a ponerse de pie. Charles dejó que lo subieran al coche de la policía sosteniéndose un costado. Una vez dentro, apoyó la cabeza sobre el respaldo. Sintió que el coche se ponía en marcha, pero no le importó. Mantuvo los ojos cerrados. Le dolía respirar. Luego de poco tiempo, el automóvil se detuvo y se abrió la puerta. Charles abrió los ojos y vio a Frank Neilson, que lo miraba.
—Salga, amigo. Y dé gracias que no haya sido peor.
Estiró el brazo y lo atrajo de un tirón. Charles salió del coche. Estaba un poco mareado. Neilson cerró la portezuela de atrás y luego se sentó detrás del volante. Bajó la ventanilla.
—Es mejor que no se acerque a Recycle Limitada. Todo el pueblo sabe que está tratando de causar problemas. Le voy a decir una cosa. Si busca líos, los encontrará. Y peores de los que imagina. Este pueblo sobrevive gracias a Recycle Limitada, y nosotros, los agentes de la ley, no garantizamos su seguridad si intenta alterar la situación. O la de nuestras familias. Piénselo.
Neilson subió la ventanilla y se alejó, dejando a Charles de pie junto al bordillo de la acera. Partió tan rápidamente que le salpicó las piernas de nieve sucia. Tenía el coche cerca, casi enterrado bajo la nieve. A pesar del dolor, Charles sintió furia. Para él la adversidad siempre había sido un buen estímulo para la acción.
Cathryn y Gina estaban terminando de fregar los platos cuando oyeron que entraba un coche. Cathryn corrió a la ventana y apartó la cortina de cuadros rojos. Rogó a Dios que fuera Charles. No sabía nada de él desde que saliera corriendo del hospital. Había llamado al instituto, pero nadie contestó el teléfono del laboratorio. Debía decirle todo lo de la tutoría. No podía permitir que se enterara al recibir la citación.
Cathryn observó los faros del automóvil que avanzaba por el sendero de la casa, y se encontró repitiendo: «Ojalá sea Charles. Por favor». El coche tomó la última curva y pasó junto a la ventana. ¡Era el Pinto! Cathryn suspiró, aliviada. Dio media vuelta y, acercándose a Gina, tomó el paño de sus manos.
—Mamá, es Charles. ¿No te importaría ir a la otra habitación? Quiero hablar con él un momento. Hazme el favor.
Gina intentó protestar, pero Cathryn le cubrió la boca con los dedos, silenciándola suavemente.
—Es importante.
—¿Estás bien?
—Por supuesto —dijo Cathryn, instándola a salir de la cocina. Oyó que se cerraba la portezuela del automóvil.
Cathryn fue a la puerta. Cuando Charles subía los escalones, la abrió. Antes de poder verle la cara, lo olió. Era un olor a humedad, como el de un ropero lleno de toallas mojadas en verano. Cuando se acercó, vio que tenía la nariz hinchada y con moretones, y sangre seca en el labio superior. El abrigo de piel estaba todo sucio y los pantalones rotos en la rodilla derecha. Lo peor de todo era la expresión de tensión y furia que apenas lograba controlar.
—¿Charles? —Pasaba algo terrible. Había estado preocupada toda la tarde, y comprobaba que justificadamente.
—Por favor, no digas nada durante un rato —le pidió Charles, evitando que lo tocara. Después de quitarse el abrigo, se dirigió al teléfono y, nervioso, buscó el número en el listín.
Cathryn sacó un paño limpio del cajón del armario y, humedeciendo una punta, trató de limpiarle la sangre de la cara.
—¡Por Dios, Cathryn! ¿No puedes esperar un segundo? —le dijo Charles, rechazándola.
Cathryn se hizo atrás. El hombre que estaba frente a ella era un desconocido. Observó cómo marcaba los números con furia.
—¡Dawson! —gritó en el teléfono—. No me importa que tenga de su parte a toda la policía de este pueblo de mierda. ¡No se salvará! —Puso punto final a sus palabras colgando el auricular con todas sus fuerzas. No esperaba respuesta y quería ser el primero en cortar.
Después de la llamada, su tensión disminuyó un poco. Se frotó las sienes un momento con movimientos circulares y lentos.
—No tenía ni idea de que este extraño pueblo en que vivimos fuera tan corrupto —dijo con voz casi normal. Todo lo demás parece ir bien.
—¿Qué te ha pasado? ¡Estás herido!
Charles la miró. Meneó la cabeza y, para sorpresa de Cathryn, se echó a reír.
—Estoy herido en mi dignidad, sobre todo. Es difícil tener que renunciar a todas las fantasías machistas de repente. No, no estoy herido. Nada serio, de cualquier modo. Sobre todo porque en un momento dado pensaba que todo se iba a terminar. Ahora, necesito tomar algo. Un zumo. Cualquier cosa.
Cathryn empezó a relajarse. Hubo una pausa, mientras Charles bebía el zumo.
—¿Me vas a decir dónde has estado, y qué ha pasado? —preguntó.
—Preferiría oír cómo está Michelle, primero —contestó Charles.
—El corazón, normal. —Cathryn tenía miedo de decir algo del pelo de Michelle, que se le había empezado a caer. El doctor Keitzman decía que se trataba de un efecto lateral reversible.
—¿Hay signos de remisión? —preguntó Charles.
—Creo que no. No han dicho nada.
—¿Cuánta fiebre tiene?
—Bastante. Cuarenta, cuando me he marchado.
—¿Por qué has venido? ¿Por qué no te has quedado?
—Lo he sugerido, pero los médicos me han convencido para que no me quedara. Han dicho que los padres de un niño enfermo deben tomar precauciones, para no descuidar al resto de la familia. Que yo no podía hacer nada. ¿Debí quedarme? Realmente no lo sé. Ojalá hubieras estado tú conmigo.
—¡Por Dios! —exclamó Charles—. Debería haber alguien con ella. La fiebre alta no es un buen signo. Los medicamentos le están minando las defensas, y al parecer no actúan contra las células leucémicas. En este momento la fiebre alta es síntoma de infección.
—Tengo tu comida en el horno, caliente.
—¡Por Dios! No puedo comer nada —dijo Charles, dejándose caer sobre una de las sillas de la cocina—. Pero tengo muchísima sed. —Le temblaban las manos al ponerlas sobre la mesa. Le dolía el estómago, donde le habían pegado.
Cathryn le sirvió un vaso de jugo de manzana y se lo llevó a la mesa. Al menos por el momento había abandonado la idea de decirle a Charles lo de la tutoría. Vio a Gina de pie junto a la puerta con expresión de inocencia. Con un gesto de fastidio, le indicó que volviera a la sala. Se sentó a la mesa. Charles se puso de pie de repente.
—Voy al hospital —dijo, resuelto—. ¡Ahora!
—Pero ¿por qué, Charles? ¿Qué puedes hacer tú ahora? —Cathryn sintió pánico, y se puso de pie de un salto—. Tienes sangre en la cara —dijo, solícita.
Charles se limpió debajo de la nariz con el dorso de la mano y se miró la sangre seca.
—Quiero estar con ella. Además, estoy decidido. Hay que interrumpir esa medicación, o por lo menos, reducir la dosis.
Cathryn sabía que debía convencer a Charles para que no fuera al hospital. Si lo hacía, habría una crisis, una confrontación.
—¿Estás seguro? —preguntó Cathryn. Extendió el brazo y le cubrió la mano con la suya dejando el vaso en la mesa.
—¿Qué quieres decir con eso? —le preguntó Charles, cortante—. Por supuesto que estoy seguro. ¡Hijos de puta! —estalló—. Están experimentando, y si fuera a resultar, las células leucémicas habrían empezado a disminuir. En cambio, están en aumento.
—Pero esos medicamentos han curado a otros —dijo finalmente Cathryn.
—Ya sé que la quimioterapia ha servido en ciertos casos —dijo Charles—. Desgraciadamente, este es diferente. El método normal ha fracasado. No permitiré que se experimente con mi hija. Keitzman ya ha tenido su oportunidad. Michelle no se desintegrará ante mis ojos igual que Elizabeth.
Charles se dirigió a la puerta.
—No quería decir eso —explicó Cathryn—. Ya sé que estás preocupado. Y yo estoy preocupada por ti. Tomaste tan mal la complicación cardíaca de Michelle. —Cathryn lo tomó de la manga.
—¿Qué ha sucedido ahora? —interrogó Charles, levantando la voz. Temía que Cathryn lo estuviera preparando para alguna noticia.
—Por favor, Charles. No puedes ir ahora. Estás todo sucio.
Charles se miró. Cathryn tenía razón. Sin embargo, ¿le importaba eso a él? Vaciló, luego subió corriendo al piso superior, donde se cambió de ropa y se lavó la cara y las manos. Cuando volvió, Cathryn se apoyó en el mostrador de la cocina, aferrando el borde de formica con las manos.
—Cálmate, por favor —le dijo suavemente Cathryn.
—Dime entonces qué le ha pasado a Michelle.
Cathryn se dio cuenta de que Charles había tomado una determinación. Se dirigía al hospital con la intención de interrumpir la medicación de Michelle, que era la única posibilidad de supervivencia de la niña.
—Sólo la fiebre —dijo Cathryn—. Le ha subido, y los médicos están preocupados. Una vez más, los médicos habían anticipado su reacción de manera correcta.
Cathryn debía decirle lo de la tutoría en ese momento. No podía esperar.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Charles.
Charles se puso la chaqueta manchada y buscó las llaves en los bolsillos.
—Charles —empezó a decir, en un tono tranquilo—. No puedes detener la administración de los medicamentos.
Charles encontró las llaves.
—Por supuesto que puedo —aseguró, confiadamente.
—Se han tomado medidas para que no puedas.
Con una mano en la puerta, Charles se detuvo. La palabra «medidas» tenía una connotación siniestra.
—¿Qué estás tratando de decirme?
—Quiero que te quedes, que te quites el abrigo y te sientes —dijo Cathryn, como si estuviera hablando con un adolescente testarudo.
Charles fue adonde estaba ella.
—Es mejor que me hables de esas medidas.
Cathryn no lo hubiera creído posible, pero realmente sintió miedo al mirar a los ojos entreabiertos de Charles.
—Después de que te has marchado del hospital esta tarde, de manera tan precipitada, he tenido una conversación con el doctor Keitzman y el doctor Wiley. Ellos me han dicho que tú estabas muy tenso y que no eras el más indicado, por tu estado emocional, para tomar decisiones respecto a Michelle. —Deliberadamente, Cathryn trataba de repetir los términos legales que recordaba de la conversación. Lo que más le aterrorizaba era la actitud que tomaría Charles hacia su complicidad. Quería destacar que ella había sido arrastrada de mala gana. Miró la cara de su marido. Había una mirada fría en sus ojos azules—. El abogado del hospital ha dicho que Michelle necesitaba un tutor temporal, y a los médicos les ha parecido bien. Me han explicado que no necesitaban mi cooperación, aunque todo sería más fácil si yo aceptaba colaborar. Me ha parecido que era la decisión correcta, aunque me ha costado tomarla. He pensado que por lo menos uno de nosotros debía comprometerse.
—¿Qué ha pasado después? —preguntó Charles. Tenía la cara colorada.
—Ha habido una audiencia de emergencia con el juez —dijo Cathryn. Se dio cuenta de lo mal que lo contaba todo. No era el mejor momento para hacerlo. Prosiguió, obstinada—: El juez ha expresado la opinión de que Michelle debía recibir el tratamiento indicado, tal como decía el doctor Keitzman. Me han nombrado tutora temporal. Habrá otra audiencia dentro de tres días y otra definitiva dentro de tres semanas. El tribunal también ha nombrado a otro tutor. Créeme, Charles, he hecho todo esto por Michelle y tú.
Cathryn buscó un asomo de comprensión en el rostro de Charles. Sólo encontró ira.
—¡Charles! —exclamó—. Créeme, por favor. El médico me ha convencido de que has estado bajo una gran presión. No te has comportado de manera normal. ¡Mírate! Keitzman es un especialista famoso en el mundo entero. Todo lo he hecho por Michelle. Es sólo temporal. Por favor. —Cathryn se echó a llorar.
Gina apareció inmediatamente.
—¿Pasa algo? —preguntó tímidamente desde la puerta.
Charles habló muy lentamente, sin apartar los ojos de la cara de Cathryn.
—Ruego a Dios que todo esto no sea verdad. Que lo hayas inventado.
—Es verdad —logró decir Cathryn—. Es verdad. Tú te has marchado. He hecho lo que he podido. Recibirás la citación mañana.
Charles estalló con una violencia que desconocía. El único objeto a mano era una pila de platos. Los alzó y los estrelló contra el suelo. Saltaron pedazos por todas partes.
—¡No aguanto más! ¡Todos están en contra de mí!
Cathryn se encogió junto al fregadero, con miedo de moverse. Gina estaba clavada cerca de la puerta, con ganas de salir corriendo, pero temiendo por la seguridad de su hija.
—Michelle es mi hija, mi propia carne —bramó Charles—. ¡Nadie podrá quitármela!
—Es mi hija adoptiva —sollozó Cathryn—. La quiero igual que tú. —Sobreponiéndose a su miedo, tomó a Charles de las solapas y lo sacudió como pudo—. Tranquilízate, por favor. ¡Por favor! —exclamó, desesperada.
Charles no quería ser retenido. Levantó el brazo por reflejo y, con innecesaria fuerza, golpeó los brazos de Cathryn, levantándolos en el aire. Seguidamente, sin darse cuenta, le pegó con el canto de la mano en la cara, empujándola contra la mesa de la cocina. Cayó una silla y Gina dio un grito. Corrió e interpuso su cuerpo voluminoso entre Charles y su aturdida hija. Empezó a rezar y se persignó. Charles se acercó y apartó a la mujer con grosería. Agarró a Cathryn por los hombros y la sacudió fuertemente como a una muñeca de trapo.
—Quiero que llames y anules esos procedimientos legales. ¿Entiendes?
Chuck oyó la conmoción y bajó corriendo. Al ver la escena entró de un salto y, tomando a su padre por detrás, le inmovilizó los brazos. Charles trató de librarse, pero no pudo. Soltó a Cathryn y embistió hacia atrás con el codo, hundiéndolo en el abdomen de Chuck. Al muchacho se le cortó la respiración. Charles se volvió y le dio un empujón a su hijo que tropezó, cayó y se golpeó la cabeza contra el suelo. Cathryn profirió un alarido. La crisis se generalizaba, transformándose en una reacción en cadena. Se tiró encima de Chuck para protegerlo de su padre, y en ese momento Charles se dio cuenta de que estaba atacando a su hijo. Dio un paso atrás, pero Cathryn volvió a chillar, escudando al muchacho, encogido en el suelo. Gina se interpuso entre Charles y los demás, musitando algo acerca del diablo.
Charles levantó los ojos y se encontró con el rostro confundido de Jean Paul en la puerta. El muchacho retrocedió al ver que Charles lo miraba con fijeza. Charles los observó a todos y experimentó un abrumador sentimiento de alienación. Impulsivamente, dio media vuelta y salió de la casa. Gina cerró la puerta posterior, mientras Cathryn ayudaba a sentarse a Chuck en una silla de la cocina. Oyeron arrancar el Pinto.
—¡Lo odio! ¡Lo odio! —exclamó Chuck, sosteniéndose el estómago con las dos manos.
—No, no —lo consoló Cathryn—. Esto es una pesadilla. Cuando nos despertemos, todo habrá pasado.
—¡Cómo tienes el ojo! —exclamó Gina, acercándose.
—No es nada —dijo Cathryn.
—¿Nada? Se está poniendo azul y negro. Es mejor que te pongas hielo.
Cathryn pensó que era mejor consultar a un médico. Llamó al doctor Keitzman y dejó un recado Cathryn colgó el auricular. Keitzman le devolvió la llamada a los cinco minutos. Le relató todos los acontecimientos, inclusive la decisión de Charles de interrumpir la medicación de Michelle. Agregó que su marido se había ido en el coche, presumiblemente camino del hospital.
—Parece que hemos solicitado la custodia a tiempo —dijo el doctor Keitzman.
Cathryn no estaba de humor para felicitarse.
—Tal vez sea así, pero me preocupa Charles. No sé qué esperar.
—De eso se trata, precisamente —señaló Keitzman—. Podría ser peligroso.
—Eso no lo puedo creer.
—No es posible decir nada, antes de que lo examinen. Pero es una posibilidad, créame. Tal vez sería conveniente que se fuera de la casa un día o dos. Tiene que pensar en su familia.
—Supongo que podríamos ir a casa de mi madre —dijo Cathryn. Era verdad. No podía pensar solamente en ella.
—Me parece lo más conveniente. Sólo hasta que Charles se tranquilice.
—¿Y si Charles va al hospital esta noche?
—De eso no tiene que preocuparse. Avisaré al hospital, y les diré al personal del piso que usted tiene la tutoría. No se preocupe, todo irá bien.
Ojalá pudiera sentirse tan optimista como el doctor Keitzman. Tenía la sensación de que todo empeoraría. Cathryn caminó unos pasos y se miró en el espejo que colgaba de una pared en el pasillo. Tenía un corte pequeño sobre la ceja izquierda y un ojo casi negro. Cuando volvió a la cocina, Gina tenía un bol con cubitos de hielo en la mano. Jean Paul volvió a asomarse por la puerta.
—Si vuelve a pegarte, lo mato —murmuró Chuck.
—Chuck, hijo —dijo Cathryn, reprendiéndolo—. No quiero oírte decir esas cosas. Charles no está bien. Esta muy tenso. Ademas, no tenía intención de pegarme. Estaba tratando de soltarse.
—Tiene el diablo en el cuerpo —dijo Gina.
—Basta, callaos todos —ordenó Cathryn.
—A mí me parece que está loco —insistió Chuck.
Cathryn inspiró hondo, lista para reprenderlo, pero vaciló, porque el comentario de Chuck le hizo pensar que tal vez Charles estuviera sufriendo una crisis nerviosa. Los médicos habían dicho que era una posibilidad, y habían acertado en todo lo demás. Cathryn se preguntó dónde encontraría reservas que la fortalecieran para mantener unida a la familia. Su preocupación primaria era la seguridad.
Una media hora después, embargados por dudas y recelos, Cathryn, Gina y los dos muchachos salieron de la casa y caminaron por la nieve cargados de bolsas hasta llegar a la camioneta. Dejaron a Jean Paul en la casa de un compañero de colegio, donde estaba invitado a pasar unos días, y luego siguieron el viaje a Boston; sin decir palabra.