Una fría semana de enero se abría paso, vacilante, por el helado paisaje de Shaftesbury, en el estado de Nueva Hampshire. De mala gana, las sombras empezaban a palidecer a medida que se iba aclarando lentamente el cielo invernal, revelando una monótona cubierta de nubes grises. Estaba a punto de nevar y, a pesar del frío, había una humedad cortante en el aire, como para recordar a todos que muy cerca, hacia el este, estaba el Atlántico.
Los edificios de ladrillo rojo del viejo Shaftesbury se apiñaban a lo largo del río Pawtomack, dándole un aspecto de pueblo abandonado. El río había sido su apoyo y fuente de sustento; nacía en las Montañas Blancas del norte, cubiertas de nieve, y corría hacia el mar en dirección sudeste. En el pueblo, su curso se veía interrumpido por una presa que se estaba desmoronando y una enorme rueda hidráulica que ya no daba vueltas. Junto al río se sucedían, manzana tras manzana, las fábricas vacías, testimonios de una época más próspera cuando las hilanderías de Nueva Inglaterra eran el centro de la industria textil. En el extremo sur del pueblo, al fondo de la calle Main, la última hilandería, un edificio de ladrillos rojos, estaba ocupada por una empresa química, Recycle Ltd. Era una planta de recuperación de goma, plástico y vinilo. Un jirón de humo gris y acre se elevaba de una gran chimenea, confundiéndose con las nubes. En toda la zona flotaba un olor asqueroso y sofocante a goma y plástico quemados. Alrededor del edificio había pilas enormes de neumáticos desechados que parecían el excremento de un monstruo gigantesco.
Al sur del pueblo, el río corría entre colinas onduladas y boscosas, esparcidas entre praderas cubiertas de nieve y rodeadas por cercas de piedra levantadas por los pobladores hacía trescientos años. A diez kilómetros al sur del pueblo el río hacía un suave recodo hacia el este y formaba una idílica península de dos hectáreas y media, en cuyo centro se encontraba una laguna poco profunda conectada con el río por un brazo de agua. Detrás de la laguna se levantaba una colina sobre la que se erguía una casona de estilo victoriano con el tejado a dos aguas y adornos de madera. Un largo camino serpenteante bordeado de robles y arces conducía a la carretera interestatal que hacia el sur llevaba a Massachusetts. A veinticinco metros al norte de la casa se encontraba un granero deteriorado por el tiempo, rodeado por un matorral de arbustos perennes. Construida sobre pilares, al borde de la laguna, había una réplica, en miniatura, de la casa principal; era un cobertizo transformado en casa de muñecas.
Se trataba de un hermoso paisaje de Nueva Inglaterra, semejante a una escena invernal de las que ilustran los almanaques, excepto por un leve detalle macabro: no había peces en la laguna ni vegetación en unos dos metros a la redonda.
Dentro de la pintoresca casa blanca, la luz pálida de la mañana se difundía a través de las cortinas de encaje. Poco a poco el amanecer, que iba cobrando fuerzas, sacaba dulcemente a Charles Martel de las profundidades de un reconfortante sueño. Rodó sobre el lado izquierdo, disfrutando de una satisfacción presente en su vida desde hacía dos años, y que no se atrevía a reconocer. Había un nuevo sentimiento de orden y de seguridad que Charles no esperaba experimentar desde que a su primera esposa le habían diagnosticado un linfoma. Había muerto nueve años atrás, dejándolo con tres hijos que criar. La vida se convirtió en algo que había que soportar.
Sin embargo, todo eso pertenecía al pasado. La espantosa herida se fue curando poco a poco, y luego, ante su sorpresa, hasta el vacío se llenó. Dos años antes se había vuelto a casar, pero todavía tenía miedo a reconocer cuánto había mejorado su vida. Era más seguro y fácil concentrarse en su trabajo y en las necesidades diarias de su familia que reconocer ese contento recobrado y luego admitir la mayor de las vulnerabilidades: la felicidad. Cathryn, su nueva esposa, hacía difícil esa actitud de su marido porque era una persona alegre y generosa. Charles se enamoró de ella el día que la conoció y se casaron cinco meses después. Esos dos últimos años sólo habían incrementado su amor por ella.
A medida que la oscuridad menguaba, Charles podía ver el plácido perfil de su mujer dormida. Estaba de espaldas, con el brazo derecho doblado de manera casual sobre la almohada. Parecía mucho más joven de los treinta y dos años que tenía, hecho que al principio había acentuado la diferencia de trece años que los separaba. Charles tenía cuarenta y cinco, y sabía que los aparentaba, pero Cathryn parecía tener unos veinticinco años. Apoyado en el codo, observó los delicados rasgos de su mujer. Recorrió el óvalo formado por el suave pelo castaño desde el nacimiento hasta los hombros. La cara, iluminada por las primeras luces de la mañana, le pareció radiante, y observó la línea ligeramente curva de la nariz y la dilatación de las fosas nasales al respirar. Contemplarla despertó en Charles una emoción profunda.
Miró el reloj: faltaban veinte minutos para que sonara el despertador. Agradecido, volvió a hundirse en el tibio nido, bajo las mantas y se acercó al cuerpo de su mujer, maravillado ante el bienestar que sentía. Incluso ansiaba comenzar los días de trabajo en el instituto.
Sus investigaciones progresaban a un paso alarmante. Sintió una punzada de excitación. ¿Y si él, Charles Martel, de Teaneck, Nueva Jersey, daba el primer paso significativo hacia el descubrimiento del misterio del cáncer? Charles sabía que eso se estaba convirtiendo en una posibilidad cada vez más cercana, y resultaba irónico, pues él no era un científico investigador formalmente preparado. Cuando Elizabeth, su primera mujer, enfermó, era un médico interno especializado en alergia. Después de la muerte de Elizabeth, Charles abandonó la práctica lucrativa para dedicarse exclusivamente a investigar en el Instituto de Investigaciones Weinburger. Había sido una reacción ante la muerte de su esposa, y, aunque varios colegas le advirtieron que se trataba de una forma malsana de hacer frente a un problema, él renació en el nuevo ambiente.
Cathryn sintió que su marido estaba despierto, se volvió y se encontró rodeada por los brazos de Charles. Se frotó los ojos, lo miró y rio al ver su aspecto pícaro, tan poco característico.
—¿Qué maquina esa mente tuya? —le preguntó, sonriendo.
—Te estaba mirando, simplemente.
—¡Maravilloso! Estoy segura de que estoy espléndida —dijo Cathryn.
—Devastadora —bromeó él, llevando hacia atrás el pelo de su frente.
Cathryn, más despierta ahora, se dio cuenta de la urgencia de la excitación de su marido. Recorrió su cuerpo hasta dar con el miembro erecto.
—¿Y qué es esto? —preguntó.
—No acepto ninguna responsabilidad —contestó él—. Esa parte de mi anatomía tiene iniciativa propia.
Mientras los primeros copos de nieve se posaban sobre el tejado a dos aguas, alcanzaron juntos el clímax con una profundidad de pasión y de ternura que nunca dejaban de abrumarlo. Luego sonó el despertador. El día comenzaba.
Michelle oyó que Cathryn la llamaba, desde lejos, interrumpiendo su sueño; ella y su padre cruzaban un campo. Michelle trató de ignorar la llamada, pero se repitió. Sintió una mano sobre el hombro, y al volverse vio la cara sonriente de Cathryn.
—Hora de levantarse —dijo alegremente su madrastra.
Michelle inspiró hondo y asintió, para hacerle ver que estaba despierta. Había tenido una noche desasosegada, llena de sueños inquietantes que la habían bañado en sudor. Sentía calor bajo las mantas, y frío al destaparse. En varias oportunidades pensó en ir con su padre, cosa que habría hecho si hubiera estado él solo.
—Por Dios, estás colorada —exclamó Cathryn al correr las cortinas. Se inclinó para tocarle la frente. Estaba caliente.
—Me parece que otra vez tienes fiebre —observó Cathryn compasiva—. ¿Te encuentras mal?
—No —contestó Michelle rápidamente. No quería volver a estar enferma. No quería dejar de ir a la escuela y quedarse en casa. Ansiaba levantarse y preparar el zumo de naranja, su tarea de costumbre.
—Es mejor que te tome la temperatura, de todas maneras —dijo Cathryn, yendo hacia el baño que separaba los dormitorios. Reapareció, agitando el termómetro y observándolo alternativamente—. Sólo tardaremos un minuto, y luego sabremos con seguridad qué pasa. —Le puso el termómetro en la boca. Debajo de la lengua—. Volveré después de despertar a los chicos.
La puerta se cerró y Michelle se sacó el termómetro. Aunque había pasado muy poco tiempo, el mercurio indicaba treinta y siete grados y medio. Tenía fiebre, y lo sabía. Le dolían las piernas y sentía flojedad en la boca del estómago. Se volvió a poner el termómetro en la boca. Desde la cama alcanzaba a ver la casa de muñecas que le había hecho Charles en el viejo cobertizo. El tejado estaba cubierto de nieve recién caída. Tembló al ver el paisaje helado. Anhelaba la primavera y los días indolentes que pasaba en esa casa de fantasía. Ella y su padre, solos.
Al abrir la puerta vio que Jean Paul, de quince años, ya estaba despierto, sentado en la cama leyendo su libro de física. Detrás de su cabeza, en la pequeña radio que también era reloj, sonaba una suave música de rock. Llevaba puesto el pijama de franela rojo oscuro.
—Tienes veinte minutos —advirtió Cathryn alegremente.
—Gracias, mamá —dijo Jean Paul con una sonrisa.
Cathryn se detuvo a mirar al muchacho, y se le ablandó el corazón. Sentía ganas de correr y abrazarlo, pero se resistió a la tentación. Había aprendido que los Martel eran poco afectos al contacto físico directo, hecho que al principio le había costado aceptar, pues provenía del barrio italiano de Boston, donde tocarse y abrazarse era cosa de todos los días. Su padre era letón, pero se marchó cuando ella tenía doce años, de manera que Cathryn se crio sin su influencia. Se sentía italiana al cien por cien.
—Te veré en el desayuno —le dijo.
Jean Paul sabía que a su madrastra le encantaba que le dijera mamá, por eso lo hacía, y de buen grado. Era poco a cambio de tanta ternura y solicitud por parte de ella. Jean Paul se había acostumbrado a que su padre fuese un hombre muy atareado y a verse eclipsado por su hermano mayor, Chuck, y por Michelle, su irresistible hermanita. Después llegó Cathryn, y la excitación de la boda, seguidas por la adopción legal de los tres hijos por Cathryn. De haberlo preferido ella, Jean Paul la habría llamado «abuela». Creía amarla tanto como a su verdadera madre, o lo poco que recordaba de ella. Cuando murió, él tenía seis años.
Chuck abrió los ojos al sentir la mano de Cathryn, pero fingió seguir durmiendo. Tenía la cabeza bajo la almohada. Sabía que si esperaba, ella volvería a tocarlo, sólo que con más fuerza. Así fue, efectivamente, y sintió dos manos que lo sacudían por los hombros antes de levantar la almohada. Chuck tenía dieciocho años y estaba cursando el primer año en la Universidad del Nordeste. No le iba muy bien, y sentía terror por los exámenes semestrales que se aproximaban. Iban a ser un desastre, en todas las asignaturas, menos psicología.
—Quince minutos —dijo Cathryn. Le enmarañó el largo pelo—. Tu padre quiere ir temprano al laboratorio.
—Qué mierda —murmuró Chuck.
—¡Chuck! —exclamó Cathryn, simulando escandalizarse.
—Yo no me levanto. —Chuck le quitó la almohada y se sepultó bajo ella.
—¿Cómo que no? —estalló Cathryn, destapándolo.
Chuck, que sólo llevaba puesto un calzoncillo, se vio expuesto al frío de la mañana. Saltó de la cama, cubriéndose con las mantas.
—Te he dicho que no hagas eso nunca —dijo con irritación.
—Y yo te he dicho que no hables de esa manera en casa —le recordó Cathryn, ignorando lo desagradable de su tono—. ¡Quince minutos!
Cathryn giró sobre sus talones y salió del cuarto. Chuck se sintió embargado por la frustración. Vio que Cathryn se dirigía hacia el dormitorio de Michelle. Llevaba puesta una bata anticuada de seda color melocotón que había comprado en un mercado de ropa usada; era de un tono parecido al de su piel. Chuck se la imaginaba desnuda con muy poca dificultad. No tenía edad para ser su madre.
Extendió el brazo y cerró la puerta de un golpe. Porque su padre quería ir al laboratorio antes de las ocho, él tenía que levantarse al alba, como un granjero. ¡El genial hombre de ciencia! Chuck se frotó la cara y se fijó en el libro abierto que yacía al lado de la cama. Crimen y castigo. Había pasado gran parte de la noche leyéndolo. No era lectura obligatoria para ninguna de sus asignaturas, y por eso probablemente lo disfrutaba. Debería haber estudiado química, pues estaba en peligro de ser suspendido. ¡Dios mío, qué diría su padre si eso pasaba! Ya había habido un lío cuando Chuck no logró entrar en la universidad donde él había estudiado, Harvard. Y ahora, si no aprobaba química…, la especialidad de su padre…
—Yo no quiero estudiar medicina, de todos modos —se dijo con furia al ponerse sus sucios vaqueros Levi’s. Se enorgullecía de no haberlos lavado nunca. En el cuarto de baño decidió no afeitarse. A lo mejor se dejaba crecer la barba.
Charles se enjabonó la barbilla. Estaba pensando en mil detalles relacionados con el proyecto de investigación que le ocupaba. La inmunología de las formas vivas abarcaba una gama de complejidades que no dejaban de sorprenderlo y estimularlo, especialmente ahora que pensaba que se estaba acercando a una respuesta verdadera en el problema del cáncer. Ya en otras oportunidades se había sentido excitado, para luego decepcionarse. Eso lo sabía. Pero esta vez sus ideas se basaban en años de concienzudos experimentos, y en hechos fácilmente reproducibles.
Empezó a planear las actividades del día. Quería comenzar a trabajar con la nueva cepa HR7 de ratones, portadores de cáncer mamario hereditario. Esperaba hacerlos «alérgicos» a sus propios tumores, objetivo al que creía que se iba aproximando cada vez más.
Cathryn abrió la puerta y pasó a su lado. Se quitó la bata por la cabeza y se metió bajo la ducha. El agua y el vapor hacían ondular la cortina. Después de un momento la corrió y dijo:
—Me parece que tendremos que llevar a Michelle a un verdadero médico. —Desapareció tras la cortina. Cathryn ignoraba el hecho de que los problemas médicos de la familia se solucionaban espontáneamente en veinticuatro horas. Su instinto maternal recientemente despierto exigía ver un especialista.
—Yo creía que al casarme con un médico aseguraría una buena atención a mi familia —gritó Cathryn por encima del ruido del agua—. Me equivoqué.
Charles se examinó la cara a medio afeitar. Notó que tenía un poquito hinchados los párpados. Trataba de evitar una discusión. Charles dejó de afeitarse, haciendo un esfuerzo por no enfadarse por esa referencia sarcástica a un «verdadero» médico. Era un punto conflictivo entre ambos. Con exasperación, Charles se acercó y levantó un extremo de la cortina.
—Cathryn, soy un investigador del cáncer, no un pediatra.
—Oh, perdón —dijo Cathryn, levantando la cara bajo el agua—. Creía que eras médico.
—No permitiré que me enredes en una discusión —contestó Charles irritado—. Hay muchos casos de gripe. Michelle es uno de ellos. Las personas están enfermas una semana, y luego mejoran.
Cathryn sacó la cabeza de la ducha y miró a Charles de frente.
—Pero da la casualidad de que hace cuatro semanas que está enferma.
—¿Cuatro semanas? —preguntó él. El tiempo pasaba volando cuando trabajaba.
—Cuatro semanas —repitió Cathryn—. No se trata de asustarse ante los primeros síntomas de un resfriado. Me parece que debo llevar a Michelle al Hospital Pediátrico, para que la vea el doctor Wiley. Además, podría visitar al chico Schonhauser.
—Está bien, iré a ver a Michelle —convino Charles, volviéndose hacia el lavabo. Cuatro semanas era demasiado tiempo para una gripe. Tal vez Cathryn estaba exagerando, pero prefirió no llevarle la contraria. En realidad, lo mejor era cambiar de tema.
—¿Qué le pasa al muchacho Schonhauser? —Los Schonhauser eran unos vecinos que vivían a un kilómetro y medio río arriba. Henry Schonhauser era químico del Instituto Tecnológico de Massachusetts, además de una de las pocas personas con quien le gustaba tratar. Su hijo, Tad, tenía un año más que Michelle, pero estaban en el mismo curso debido a las fechas de sus cumpleaños.
Cathryn salió de la ducha, satisfecha de que su táctica para hacer que Charles viera a Michelle hubiera dado resultado.
—Hace tres semanas que internaron a Tad en el hospital. Me han dicho que está muy enfermo, pero yo no he hablado aún con Marge.
—¿Cuál es el diagnóstico? —Charles se pasó la máquina de afeitar debajo de la patilla izquierda.
—Algo que no había oído nombrar nunca. Anemia aplástica, o algo parecido.
—¿Anemia aplástica? —preguntó Charles incrédulo—. Dios mío —dijo Charles, apoyándose en el lavabo—. Eso es…
—¿Qué es? —Cathryn sintió pánico.
—Es una enfermedad en la cual la médula ósea deja de producir células sanguíneas. ¿Michelle sigue encontrándose mal? —preguntó Charles.
Era mejor hablar de casos específicos.
—¿Es grave?
—Siempre es grave, a menudo fatal.
Cathryn dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo; el pelo húmedo le colgaba como un estropajo sin retorcer. Sentía una mezcla de lástima y temor.
—No debería tener que decírtelo. Hace tiempo que este chico está enfermo.
—¿Es contagiosa?
—No —contestó Charles, distraído. Estaba tratando de recordar lo que sabía de la enfermedad, que no era común.
—Michelle y Tad han pasado mucho tiempo juntos —dijo Cathryn. Había vacilación en su voz.
Charles la miró, dándose cuenta de que le estaba suplicando que la tranquilizara.
—Un momento. ¿No estarás pensando que Michelle podría tener anemia aplástica, eh?
—¿Podría ser?
—No. ¡Por Dios, eres como un estudiante de medicina! Te enteras de la existencia de una nueva enfermedad y cinco minutos después piensas que uno de los chicos podría tenerla. La anemia aplástica es muy rara. Generalmente está asociada con una droga o producto químico. Se contrae por envenenamiento o por una reacción alérgica, aunque por lo general nunca se descubre la causa. Y de todos modos, no es contagiosa. Pobre chico.
—Y pensar que ni siquiera he llamado a Marge —dijo Cathryn. Se inclinó hacia adelante y se miró la cara en el espejo. Intentó imaginar la tensión emocional de Marge y decidió que lo mejor era volver a confeccionar listas, como antes de casarse. Ese descuido no tenía excusa.
Charles se afeitó el lado izquierdo de la cara, pensando si no debía ocuparse de estudiar la anemia aplástica. ¿No era posible que le diera una pista acerca de la organización de la vida? ¿Dónde estaba el control que clausuraba la médula ósea? Esa era una pregunta lógica porque, después de todo, Charles pensaba que el tema del control era la clave para desvelar el misterio del cáncer.
Charles golpeó suavemente la puerta. Aguzó el oído y sólo llegó a oír el ruido de la ducha proveniente del cuarto de baño que había entre los dormitorios. Abrió la puerta silenciosamente. Michelle estaba en la cama, mirando la pared. De repente se volvió y sus miradas se cruzaron. Las lágrimas que corrían por sus mejillas enrojecidas brillaron en la luz. El corazón de Charles se enterneció. Se sentó en el borde de la cama de su hija, cubierta con una colcha bordada; se inclinó y besó a Michelle en la frente. Por los labios se dio cuenta de que tenía fiebre. Se enderezó y miró a su hijita. En su rostro veía a Elizabeth, su primera mujer. El mismo pelo negro espeso, los mismos pómulos y labios gruesos, la misma piel aceitunada e impecable. De su padre, Michelle había heredado los ojos azules, los dientes blancos y derechos y, desgraciadamente, la nariz un tanto ancha. Charles creía que era la niña de doce años más bonita del mundo. Con el dorso de la mano secó la humedad de sus mejillas.
—Lo siento, papá —dijo Michelle, entre lágrimas.
—¿Qué es lo que sientes? —preguntó Charles con dulzura.
—Estar enferma otra vez. No me gusta molestar.
Charles la abrazó. La sintió frágil entre sus brazos.
—Tú no molestas. No quiero oírte decir eso otra vez. Deja que te mire.
Turbada por las lágrimas, Michelle desvió la mirada mientras Charles tomaba distancia para examinarla. Apoyó la barbilla de la niña sobre la palma de la mano y le levantó la cara.
—Dime cómo te encuentras.
—Me encuentro un poco débil, eso es todo. Puedo ir a la escuela. Te lo juro.
—¿Te duele la garganta?
—Un poco. No mucho. Cathryn dijo que no podía ir a la escuela.
—¿Alguna otra cosa? ¿Te duele la cabeza?
—Un poquito, pero menos que antes.
—¿Los oídos?
—No.
—¿El estómago?
—Tal vez un poquito.
Charles le examinó los párpados inferiores, apretándolos hacia abajo. Tenía las conjuntivas pálidas. En realidad, estaba pálida toda ella.
—Muéstrame la lengua.
Se dio cuenta de que hacía mucho que no practicaba la medicina clínica. Michelle sacó la lengua y observó los ojos de su padre para tratar de detectar el primer síntoma de preocupación. Charles le tocó debajo de la mandíbula y ella retiró la lengua.
—¿Te duele? —le preguntó al tocar unos pequeños nódulos linfáticos.
—No —dijo Michelle.
La hizo sentar en el borde de la cama, de espaldas a él, y le subió el camisón. Jean Paul asomó la cabeza por la puerta del cuarto de baño para decirle que tenía la ducha a su disposición.
—Vete de aquí —gritó Michelle—. Papá, dile que se vaya.
—¡Fuera! —dijo Charles. Jean Paul desapareció. Alcanzaron a oír sus risas, mezcladas con las de Chuck.
Charles golpeó suavemente la espalda de Michelle, con cierta torpeza, pero comprobó que tenía los pulmones limpios. Luego hizo que se acostara de espaldas y le levantó el camisón justo debajo de sus incipientes pechos. El delgado abdomen subía y bajaba de modo rítmico. Era lo suficientemente delgada como para que él notara cómo se contraía el corazón después de cada latido. Con la mano derecha, le empezó a palpar el abdomen.
—Trata de relajarte. Si te hago daño, avísame.
Michelle le señaló el lugar y él tocó con mucho cuidado, concluyendo que le dolía la línea media del abdomen. Le puso los dedos justo debajo de las costillas derechas y le pidió que inspirara. Sintió entonces bajo sus dedos el borde romo del hígado. Ella le dijo que le dolía un poco. Poniendo la mano izquierda debajo de ella, para sostenerla, buscó el bazo. Se sorprendió al ver que lo palpaba sin dificultad. Siempre le había costado cuando ejercía, de modo que se preguntó si el de Michelle estaría dilatado. Se puso de pie y la miró. Estaba delgada, aunque siempre lo había estado. Charles empezó a tocarle las piernas para sentir el tono muscular. Se detuvo al notar una serie de morados.
—¿Dónde te has hecho todos estos morados?
Michelle se encogió de hombros.
—¿Te molestan las piernas?
—Un poco. Las rodillas y los tobillos, después de hacer gimnasia. Pero si me escribes una nota no tengo por qué ir a gimnasia.
Charles volvió a ponerse de pie y observó a su hija. Estaba pálida, tenía algunos dolores, nódulos linfáticos y fiebre. Podía tratarse de cualquier enfermedad vírica sin importancia. Pero ¡cuatro semanas! A lo mejor Cathryn tenía razón. A lo mejor debía ir a un médico «verdadero».
—Por favor, papá —dijo Michelle—. No puedo faltar a la escuela si quiero ser un médico investigador como tú.
Charles sonrió. Michelle siempre había sido una niña precoz, y este halago indirecto era prueba de ello.
—Que pierdas unos pocos días de clase en la escuela primaria no arruinará tu carrera —dijo Charles—. Cathryn te llevará hoy al Hospital Pediátrico para que veas al doctor Wiley.
—¡Es un médico de bebés! —dijo Michelle, desafiante.
—Es un pediatra y tiene pacientes hasta de dieciocho años, sabelotodo.
—Quiero que tú me lleves.
—No puedo, querida. Tengo que ir al laboratorio. ¿Por qué no te vistes y bajas a desayunar?
—No tengo hambre.
—Michelle, no te pongas difícil.
—No me pongo difícil. No tengo hambre, eso es todo.
—Baja a tomar un poco de zumo, entonces. —Charles le pellizcó ligeramente la mejilla.
Michelle miró a su padre hasta verlo salir de su dormitorio. Nuevamente se le saltaron las lágrimas. Se encontraba muy mal, no quería ir al hospital y, para colmo, se sentía muy sola. Más que nada en el mundo, quería que su padre la quisiera, y sabía que él se ponía impaciente cuando uno de ellos caía enfermo. Se sentó con dificultad y trató de sobreponerse al mareo.
—Por Dios, Chuck —dijo Charles con aversión—. Pareces un cerdo.
Chuck no le hizo caso. Se sirvió cereal, le echó leche y se sentó a comer. Para el desayuno se había dispuesto que cada uno se ocupara de sí mismo, excepto el zumo de naranja, que preparaba Michelle. Cathryn lo había hecho esa mañana. Chuck iba vestido con un suéter manchado y vaqueros sucios, tan largos que se pisaba la parte inferior, deshilachada. Estaba despeinado y era evidente que no se había afeitado.
—¿Por qué andas tan desaliñado? —prosiguió Charles—. Yo creía que el aspecto de hippie estaba pasado de moda ahora que los estudiantes universitarios han vuelto a ser respetables.
—Tienes razón. Los hippies están pasados de moda —dijo Jean Paul al entrar en la cocina. Se sirvió zumo de naranja—. La moda ahora es punk.
—¿Punk? —preguntó Charles—. ¿Chuck es punk?
—No —rio Jean Paul—. Chuck no es más que Chuck.
Chuck levantó la mirada de la caja de cereal y espetó una sarta de obscenidades destinadas a su hermano menor. Jean Paul no le hizo caso y abrió su libro de física. Se le ocurrió en ese momento que su padre nunca se fijaba en lo que se ponía él. Sólo se fijaba en Chuck.
—Por Dios, Chuck —decía en ese momento Charles—. ¿Crees realmente que debes tener ese espantoso aspecto? —Chuck no respondió. Charles lo observaba comer con creciente exasperación—. Chuck, te estoy hablando.
Cathryn extendió la mano y la puso sobre el brazo de Charles.
—No discutamos durante el desayuno. Ya conoces a los estudiantes universitarios. Déjalo en paz.
—Creo que por lo menos merezco una respuesta —insistió Charles.
Inspirando hondo y exhalando el aire por la nariz para subrayar su fastidio, Chuck miró a su padre cara a cara.
—No soy médico —respondió—. No tengo obligación de respetar un código para vestirme.
Las miradas de padre e hijo se encontraron. Chuck dijo, para sus adentros: «Trágate esta, hijo de puta, genio. Como sacabas buenas calificaciones en química crees saberlo todo, pero no es así». Charles estudió la expresión de su hijo, maravillado por la arrogancia que mostraba el muchacho con tan poca base de razón. Era inteligente, pero terriblemente haragán. Harvard lo había rechazado por sus mediocres resultados en la enseñanza secundaria y Charles tenía la impresión de que no le iba bien en Northeastern. ¿En qué se habría equivocado como padre? No le fue posible concentrarse en el problema debido a la personalidad de Jean Paul. Charles miró a su otro hijo: pulcro, tranquilo, estudioso. Costaba creer que esos dos muchachos provinieran de la misma fuente genética y que hubieran crecido juntos. Charles volvió a fijar su atención en Chuck. El desafío del muchacho no había disminuido, pero Charles perdió todo interés en el asunto. Por el momento tenía cosas más importantes en qué pensar.
—Espero —dijo apaciblemente— que tu aspecto y tus calificaciones no tengan nada en común. Espero que te vaya bien en la universidad. No nos hemos enterado de nada en ese sentido.
—Me va bien —contestó Chuck, volviendo a clavar los ojos en la caja de cereal. Hacer frente a su padre era algo nuevo para Chuck. Antes de entrar en la universidad, había evitado toda confrontación. Ahora trataba de buscarla. Estaba seguro de que Cathryn lo notaba, y que lo aprobaba. Después de todo, Charles también era tiránico con Cathryn.
—Si voy a ir a Boston en la camioneta —intervino Cathryn con la esperanza de cambiar de tema— necesitaré más dinero. Y ya que hablamos de dinero, llamaron de la compañía de combustible para decir que no vendrán hasta que se les pague.
—Recuérdamelo esta noche —dijo Charles en seguida. No quería hablar de dinero.
—Tampoco has pagado el semestre de la universidad —le recordó Chuck.
Cathryn levantó la mirada del plato y la clavó en Charles, esperando que refutara las palabras de Chuck. La matrícula de un semestre era mucho dinero.
—Recibí una nota ayer —dijo Chuck— en la que me decían que estábamos atrasados en el pago y que no me reconocerían los cursos si no nos poníamos al día.
—Pero el importe de la cuota fue retirado de nuestra cuenta —observó Cathryn.
—Gasté el dinero en el laboratorio —explicó Charles.
—¿Qué? —preguntó Cathryn, estupefacta.
—Lo recuperaremos. Necesitaba una nueva cepa de ratones y hasta marzo no hay dinero.
—¿Compraste ratas con el dinero de la matrícula de Chuck? —preguntó Cathryn.
—Ratones —corrigió Charles.
Con el placer de un voyeur, Chuck escuchó la discusión entre su padre y su madrastra. Hacía meses que estaba recibiendo notas de la administración, pero no las había mencionado esperando una oportunidad en que estuviera en juego su rendimiento en la universidad. Mejor no podría haber resultado.
—Qué maravilla —dijo Cathryn—. Y ¿cómo esperas que comamos de aquí a marzo y paguemos la matrícula de Chuck?
—Ya me encargaré yo de eso —contestó Charles, cortante. Se defendía adoptando una actitud airada.
—Sería mejor que yo buscara un empleo —dijo Cathryn—. ¿No necesitan a alguien que escriba a máquina en el instituto?
—Por el amor de Dios. ¡No estamos en crisis! —exclamó Charles—. Todo sigue bajo control. Lo que debes hacer es terminar tu tesis doctoral y entonces dedicarte a trabajar en tu especialidad.
Hacía casi tres años que Cathryn estaba tratando de terminar la tesis.
—De modo que ahora yo tengo la culpa de que no se pague la matrícula de Chuck, por no terminar el doctorado —dijo Cathryn, sarcástica.
Michelle entró en la cocina en ese momento. Cathryn y Charles levantaron la mirada, olvidando momentáneamente la discusión. Se había puesto un suéter rosado con un monograma sobre otro de cuello alto blanco de algodón, lo que la hacía aparentar más de doce años. Su cara, enmarcada por el pelo negro azabache, estaba extraordinariamente pálida. Se dirigió al aparador y se sirvió un vaso de zumo de naranja. Al probarlo, hizo un gesto de desagrado.
—Aborrezco el zumo lleno de burbujas.
—Bueno, bueno —dijo Jean Paul—. La princesita se está haciendo la enfermita para no ir a la escuela.
—No molestes a tu hermana —le ordenó Charles.
De repente, un violento estornudo sacudió la cabeza de Michelle. El vaso de naranjada que tenía en la mano salpicó parte de su contenido en el suelo. Sintió el líquido que se le agolpaba en la nariz y automáticamente se inclinó hacia adelante, abriendo la mano para atajar el estornudo. Horrorizada, comprobó que era sangre.
—¡Papá! —gritó al ver la sangre que llenaba su mano ahuecada y se derramaba por el suelo.
Charles y Cathryn saltaron de sus asientos al mismo tiempo. Cathryn tomó un paño mientras Charles alzaba a Michelle y la llevaba a la sala. Los muchachos contemplaron el charco de sangre, luego miraron la comida, tratando de decidir el efecto que tenía el episodio sobre su apetito. Cathryn regresó corriendo, sacó una cubitera de la nevera y volvió a la sala.
—¡Ah! —dijo Chuck—. Yo no sería médico ni aunque me pagaran un millón de dólares. No aguanto ver sangre.
—Michelle siempre se las arregla para llamar la atención —dijo Jean Paul.
—Me gustaría que repitieras eso.
—Digo que Michelle siempre… —repitió Jean Paul. Le divertía molestar a Chuck.
—Cállate, estúpido. —Chuck se levantó y volcó en el cubo de la basura el resto de su bol de cereal. Luego, dando un rodeo alrededor del charco de sangre, se fue a su dormitorio.
En cuatro bocados Jean Paul terminó su comida y puso el plato en el fregadero. Con una toalla de papel limpió la sangre del suelo.
—¡Dios mío! —exclamó Charles al salir al exterior por la puerta de la cocina. La tormenta había levantado el viento del nordeste, que traía el hedor de goma quemada proveniente de la planta de recuperación—. Qué olor más espantoso.
—Vivimos en un lugar de mierda —dijo Chuck.
La desfachatez de su hijo le hizo hervir la sangre, pero se contuvo y no dijo nada. La mañana ya había sido bastante desagradable. Metió la barbilla dentro del chaquetón de piel de oveja para guarecerse de la nieve y caminó pesadamente hacia el granero.
—En cuanto pueda me iré a California —anunció Chuck, siguiéndolo. Había dos centímetros y medio más de nieve reciente.
—Vestido como estás, encajarás a las mil maravillas —dijo Charles.
Jean Paul, que cerraba la marcha, rio. Su aliento formaba bocanadas de vapor en el aire. Chuck giró sobre sus talones y de un empujón sacó a Jean Paul del sendero abierto a paladas, haciendo que se metiera en la nieve profunda. Se oyeron palabras airadas, pero Charles no les hizo caso. Hacía demasiado frío para detenerse. Las ráfagas de viento parecían cortar la piel y el hedor era espantoso. No siempre había sido así. La planta había abierto en el setenta y uno, un año después que él y Elizabeth compraron la casa. Vivir allí fue idea de ella. Quería que sus hijos se criaran en el campo, con aire limpio. «Qué ironía», pensó Charles al abrir el granero. Aunque no era tan malo. El olor les llegaba únicamente cuando había viento del nordeste y, por suerte, eso no sucedía a menudo.
—Maldición —dijo Jean Paul, mirando el estanque—. Con esta nueva nevada voy a tener que volver a limpiar mi pista de hockey. Papá, ¿cómo es que el agua no se hiela nunca alrededor de la casa de muñecas de Michelle?
Charles miró hacia la laguna, dejando un pedazo de tubería contra la puerta del granero para mantenerla abierta.
—No sé. No se me ha ocurrido pensar en eso. Debe de estar relacionado con la corriente, porque la laguna se conecta con el brazo del río, y el brazo tampoco se hiela.
—Qué asco —dijo Chuck, señalando más allá de la casa de muñecas. Sobre el barro congelado que rodeaba la laguna había un pato silvestre muerto—. Otro pato muerto. Me parece que ellos tampoco soportan el olor.
—Qué extraño —reflexionó Charles—. Hace varios años que no se ven. Cuando vinimos a vivir aquí, yo siempre los ahuyentaba de la casa de muñecas de Michelle. Luego desaparecieron.
—Allí hay otro —dijo Jean Paul—. Este no está muerto. Anda revoloteando.
—Parece borracho —observó Chuck.
—Vayamos a ayudarlo.
—No tenemos tiempo —dijo Charles, previniéndolos.
—Oh, vamos. —Jean Paul echó a andar sobre la nieve endurecida.
Ni Charles ni Chuck compartían el entusiasmo de Jean Paul, pero aun así lo siguieron. Cuando llegaron a su lado, lo vieron agachado sobre el animal, que se sacudía, presa de un ataque.
—¡Por Dios, tiene epilepsia! —exclamó Chuck, sobresaltado.
—¿Qué le pasa, papá? —preguntó Jean Paul.
—No tengo ni la menor idea. La medicina de las aves no es una de mis especialidades.
Jean Paul estaba tratando de contener las sacudidas y espasmos del pato.
—No sé si deberías tocarlo —dijo Charles—. No estoy seguro de si los patos transmiten o no la psitacosis.
—A mí me parece que deberíamos matarlo para que no siga sufriendo —afirmó Chuck.
Charles echó un vistazo a su hijo mayor, que tenía los ojos clavados en el ave enferma. Por alguna razón la sugerencia de Chuck, que probablemente era correcta, le pareció cruel.
—¿Lo puedo dejar en el granero? —suplicó Jean Paul.
—Voy a buscar mi rifle de aire comprimido y lo aliviaré de su sufrimiento —dijo Chuck. Ahora podía desquitarse de las actitudes de su hermano.
—No —ordenó Jean Paul—. ¿Lo puedo dejar en el granero, papá? Por favor.
—Está bien —convino Charles—, pero no lo toques. Ve a buscar una caja, o algo así.
Jean Paul corrió hacia el granero. Charles y Chuck se miraron por encima del pato enfermo.
—¿No sientes compasión? —preguntó Charles.
—¿Compasión? ¿Tú me hablas de compasión, después de todo lo que haces con esos animales en el laboratorio?
Charles estudió a su hijo. Le pareció ver más que falta de respeto. Le pareció ver odio. Chuck había sido un misterio para su padre desde el día que alcanzó la pubertad. Con cierta dificultad, reprimió el impulso de darle una bofetada.
Con su habilidad acostumbrada, Jean Paul se las había ingeniado para encontrar una caja grande de cartón y una almohada vieja. Rompió la funda y llenó la caja de plumas. Alzó el pato usando la funda como protección, y lo metió en la caja. Explicó a su padre que las plumas evitarían que el pato se hiciera daño, en caso de tener un nuevo ataque, y además lo mantendrían caliente. Charles asintió y los tres subieron al automóvil. Charles salió del garaje en dirección norte, hacia Shaftesbury.
El coche, un Pinto rojo de cinco años, con manchas de herrumbre por aquí y allá, se quejó cuando Charles intentó ponerlo en marcha. El silenciador estaba lleno de agujeros, de modo que el Pinto hizo unos cuantos ruidos hasta que finalmente arrancó marcha atrás, subió por el sendero y tomó la carretera 301 en dirección a la carretera 193 que llevaba a Boston. El tránsito sólo se hizo pesado al llegar a Massachusetts.
Conducir un coche tenía un efecto hipnótico sobre Charles. Por lo general se ponía a pensar en las complejidades de antígenos y anticuerpos, estructuras proteicas y formación de proteínas mientras conducía guiado por otras partes inferiores y más primitivas de su mente. Ese día en especial, sin embargo, percibía el silencio habitual de Chuck, cosa que empezó a irritarlo. Trató de imaginar en qué pensaba su hijo mayor, pero por más que se esforzó, no logró ningún resultado. La cara inexpresiva y hastiada de su hijo, que alcanzó a ver de soslayo, le hizo preguntarse si estaría pensando en alguna chica. Se dio cuenta de que ni siquiera sabía si el muchacho salía con chicas.
Sintió alivio cuando el coche tomó velocidad. Era imposible lograr una paz perfecta en la vida familiar. Por lo menos en el laboratorio las variables tenían una consoladora predeterminación y los problemas se sometían al método científico. Charles toleraba cada vez menos los caprichos humanos.
—¿Qué tal te va en la universidad? —le preguntó con tono tan informal como le fue posible.
—¡Muy bien! —dijo Chuck, en guardia de inmediato. Otro silencio.
—¿Sabes ya en qué te especializarás?
—No. Todavía no.
Los muchachos habían estado peleando por la emisora que querían sintonizar.
—¡Muy bien! ¡No habrá música! —Apagó la radio—. Contemplad el paisaje con tranquilidad, que es una buena forma de empezar el día.
Los dos muchachos se miraron y pusieron los ojos en blanco. El camino bordeaba el río Pawtomack, que serpenteaba por la campiña. A medida que se acercaban a Shaftesbury aumentaba el hedor proveniente de Recycle Ltd. Lo primero que se veía del pueblo era la chimenea del edificio, que escupía un negro penacho de humo. Un agudo silbato rompió el silencio cuando pasaron junto a la planta. Indicaba un cambio de turno.
Una vez que se alejaron de allí, el olor desapareció como por arte de magia. Las hilanderías abandonadas fueron asomando, amenazantes, a la izquierda, mientras recorrían la calle Main. No se veía ni un alma. A las siete menos cuarto de la mañana, parecía una aldea desierta. Tres puentes de acero oxidado, tendidos sobre el río, eran otras reliquias de la era progresista, antes de la primera guerra mundial. Había incluso un puente cubierto, pero nadie lo utilizaba, pues era inseguro. Lo conservaban para los turistas. El hecho de que nunca llegaban turistas a Shaftesbury parecía pasarles inadvertido a las autoridades.
Jean Paul bajó del coche delante de la escuela, en la parte norte del pueblo. La ansiedad que tenía por empezar el día se reflejó en la forma rápida de despedirse. Ya a esa hora había un grupo de amigos esperándolo. Juntos entraron en la escuela. Jean Paul pertenecía al equipo de baloncesto y entrenaban antes de clase. Charles miró a su hijo menor hasta verlo desaparecer y luego prosiguió el viaje.
—¿Ya tienes el programa de materias del año próximo?
—Falta tiempo para eso.
—¿Qué asignatura te gusta más este año?
—Psicología, creo. —Chuck se puso a mirar por la ventanilla. No quería hablar de la universidad. Tarde o temprano empezaría a hablar de química.
—¿Psicología? —repitió Charles, meneando la cabeza.
Chuck miró la cara de su padre, pulcra y rasurada, su nariz ancha pero bien definida, esa manera tan condescendiente que tenía de hablar, con la cabeza ligeramente vuelta hacia atrás. Siempre tan seguro de sí mismo, tan inclinado a sacar conclusiones. A Chuck le pareció oír cierta mofa en el tono de su padre al pronunciar la palabra «psicología». Se armó de coraje y preguntó:
—¿Qué tiene de malo la psicología?
Era una área en la que estaba seguro de que su padre no era experto.
—Es una pérdida de tiempo —dijo Charles—. Se basa en un principio fundamentalmente falso de estímulo-respuesta. El cerebro no funciona así. No está en blanco, ni es una tabula rasa, sino un sistema dinámico que genera ideas y hasta emociones que a menudo prescinden del medio. ¿Sabes a qué me refiero?
—¡Sí! —Chuck apartó la mirada. No tenía idea de lo que estaba diciendo su padre, pero como de costumbre sonaba bien. Y era más fácil estar de acuerdo, que es lo que hizo los quince minutos siguientes, mientras Charles mantenía un apasionado monólogo acerca de los errores del enfoque psicológico conductista.
—¿Por qué no vienes al laboratorio esta tarde? —preguntó Charles después de un intervalo de silencio—. Mis investigaciones han progresado muchísimo, y creo que estoy próximo a un descubrimiento. Me gustaría compartirlo contigo.
—Hoy no puedo —contestó rápidamente Chuck. No le apetecía en absoluto que le enseñara el instituto, donde todo el mundo tocaba el suelo con la frente al ver pasar a Charles, el famoso hombre de ciencia. Eso siempre lo hacía sentir incómodo, sobre todo porque no entendía absolutamente nada de lo que hacía su padre. Sus explicaciones estaban tan fuera de su alcance que vivía aterrorizado de que al hacerle una pregunta revelara su gran ignorancia.
—Puedes venir a cualquier hora, cuando te venga bien, Chuck. —Charles siempre había deseado poder compartir su entusiasmo con Chuck, pero este nunca había demostrado el menor interés. Charles creía que si su hijo veía la ciencia en acción, se sentiría irresistiblemente atraído hacia ella.
—No. Tengo clase y luego un par de reuniones.
—Qué lástima. ¿Mañana, quizá? —preguntó Charles.
—Sí, quizá mañana.
Se bajó del auto en la avenida Huntington y luego de despedirse mecánicamente, se alejó bajo la nieve. Charles lo observó. Parecía una caricatura de la década de los sesenta, fuera de lugar hasta en medio de sus pares. Los otros estudiantes parecían más despiertos, más atentos a su aspecto. Casi todos estaban en grupos. Chuck iba solo. Charles pensó que tal vez Chuck había sufrido mucho más que sus hermanos las enfermedad y muerte de su madre. Esperaba que la presencia de Cathryn contribuyera a aliviar en algo la situación, pero desde la boda, Chuck se había vuelto todavía más distante y reservado. Charles dejó atrás la avenida Huntington y se dirigió hacia Cambridge.