Dejé de dudar, me convencí por completo de que no eran ciertos todos los dogmas de la fe que había abrazado. Antes hubiera dicho que todo aquello era mentira, pero ahora ya no podía decirlo. Todo el pueblo tenía un conocimiento de la verdad, no cabía duda, porque de lo contrario no habría podido vivir. Además, ese conocimiento de la verdad se me había hecho accesible, ya había vivido por ella y había sentido que era precisamente la verdad; pero en ese conocimiento también había una mentira. Y eso no podía dudarlo. Y todo lo que antes me había repelido ahora se presentaba ante mí con viveza. Aunque veía que esas mentiras que me habían causado aversión eran menos flagrantes en el pueblo que entre los representantes de la Iglesia, veía, con todo, que en las creencias del pueblo se mezclaba la mentira con la verdad.
Pero ¿de dónde procedía la mentira y de dónde la verdad? La mentira y la verdad procedían de lo que se conoce como Iglesia. La mentira y la verdad eran parte de la tradición, parte de lo que se llama la santa tradición, parte de las Escrituras.
Y me vi llevado, de grado o por fuerza, al estudio, a la investigación de las Escrituras y la tradición; llevé a cabo un análisis que hasta entonces me había dado mucho miedo.
Y me volví al estudio de esa misma teología que un día había rechazado despreciativamente como innecesaria. Entonces me parecía que era una serie de disparates inútiles; entonces estaba rodeado de fenómenos de la vida que me parecían claros y llenos de sentido. Ahora hubiera estado feliz de liberarme de todo lo que no entraba en una cabeza sana, pero no había escapatoria. En esa fe se basaba, o al menos estaba directamente ligado a ella, el único sentido de la vida que se me había revelado. Por sorprendente que pudiera parecer a mi vieja razón inquebrantable, ésa era la única esperanza de salvación. Para comprenderlo había que considerarlo atentamente, con precaución, aunque no como se comprende un postulado científico. No buscaba ni podía buscar una explicación así debido a la naturaleza peculiar del conocimiento de la fe. No buscaré una explicación a todas las cosas. Sé que la explicación de todas las cosas, como el origen de todas las cosas, debe permanecer oculta en el infinito. Pero quiero que mi comprensión me conduzca a lo que es por definición inexplicable; quiero que lo inexplicable continúe siéndolo, no porque no sean justas las exigencias de mi razón (esas exigencias son justas y no puedo comprender nada fuera de ellas), sino porque percibo los límites de mi inteligencia. Quiero comprender de tal manera que cada postulado inexplicable se me aparezca como una necesidad de la razón, y no como una obligación de creer.
Es innegable que hay verdad en la doctrina de la Iglesia, pero también es innegable que hay mentira; y debo encontrar la verdad y la mentira y separar la una de la otra. Ésa es la tarea que voy a emprender. Lo que encuentre de falso en esa doctrina, lo que encuentre de verdadero, y las conclusiones a las que llegue se presentarán en las partes sucesivas de esta obra que, si alguien encuentra útil, probablemente será publicada algún día, en algún lugar[11].
Escribí las anteriores páginas hace tres años.
Al revisar ahora esa parte impresa, vuelvo a los pensamientos y a los sentimientos que experimenté entonces y que tanto me agitaban. Hace unos días tuve un sueño. Ese sueño expresó para mí, de manera condensada, todo lo que había vivido y descrito; por tanto, creo que, para los que me han comprendido, la descripción de este sueño refrescará, aclarará y unirá todo lo que en estas páginas tan largamente se ha contado. He aquí el sueño: veo que estoy tumbado en una cama. No me siento ni bien ni mal, estoy echado boca arriba. Pero comienzo a preguntarme si estoy bien echado; me parece que mis piernas no están cómodas: no sé si la cama es demasiado corta, o tal vez desigual, pero no estoy bien; muevo ligeramente las piernas y al mismo tiempo comienzo a preguntarme cómo y sobre qué estoy tumbado, lo cual no se me había ocurrido hasta el momento. Al examinar mi cama, veo que estoy tumbado sobre un correaje de cuerdas trenzadas, fijadas a los bordes de mi cama. Tengo las plantas de los pies en una de las correas, las pantorrillas en otra, y siento que mis piernas no están cómodas. Por alguna razón sé que las correas se pueden mover. Y con un movimiento de piernas empujo la última. Me parece que así estaré más cómodo. Pero la empujo demasiado lejos, quiero atraerla con los pies, pero ese movimiento hace que se deslicen las otras correas bajo mis piernas, y mis piernas quedan colgando. Hago un movimiento con todo el cuerpo para corregir mi postura, totalmente convencido de que ahora lo lograré; pero con ese movimiento se deslizan y se mueven debajo de mí otras correas, y veo que la cosa va de mal en peor: toda la parte inferior de mi cuerpo desciende y queda colgando, sin que los pies lleguen hasta el suelo. Me sostengo sólo por la espalda, algo que añade a mi sensación de malestar otra de horror, sabe Dios por qué. Entonces me pregunto lo que antes ni siquiera se me había ocurrido: «¿Dónde estoy y sobre qué estoy acostado?». Me pongo a mirar a mi alrededor y en primer lugar miro hacia abajo, donde cuelga mi cuerpo, allí donde siento que no tardaré en caer. Miro abajo y no doy crédito a lo que ven mis ojos. No es que me encuentre a una altura parecida a la de una elevada torre o a la de una montaña, sino que estoy a una altura que nunca pude imaginar.
Ni siquiera puedo estar seguro de distinguir alguna cosa ahí abajo, en ese precipicio sin fondo por encima del cual estoy suspendido y que me atrae. Se me encoge el corazón, el terror se apodera de mí. Es horrible mirar allí abajo. Si lo hago, siento que resbalaré de las últimas correas y moriré. No miro, pero hacerlo es incluso peor, porque pienso qué será de mí ahora, cuando me escurra de las últimas correas. Y siento que el miedo me hace perder mi último apoyo, que me deslizo lentamente por la espalda, más abajo, siempre más abajo. Dentro de un instante, me estrellaré. Y entonces se me ocurre una idea: no puede ser cierto. Es un sueño. Despiértate. Intento despertarme y no puedo. «¿Qué hacer, qué hacer?», me pregunto mirando hacia arriba. Allí arriba también hay otro abismo. Contemplo ese abismo celestial y me esfuerzo por olvidar aquel otro abismo a mis pies y, en efecto, lo olvido. El infinito de abajo me repele y me horroriza; el infinito de arriba me atrae y me tranquiliza. Estoy suspendido por encima del abismo, sobre las últimas correas que todavía no se han deslizado; sé que estoy suspendido en el aire, pero miro hacia arriba y se disipa mi miedo. Como suele pasar en los sueños, una voz me dice: «Fíjate bien, ahí está». Sigo mirando el infinito en lo alto, llevando mi mirada más lejos, y siento que me sosiego. Me acuerdo de todo lo que ha ocurrido, y cómo ha pasado todo: cómo moví las piernas, cómo quedé suspendido, cómo tuve miedo y me liberé de ese miedo después de mirar hacia arriba. Y me pregunto: «Bueno, ¿todavía estoy aquí colgado?». No es que dé la vuelta, pero siento con todo el cuerpo ese punto de apoyo sobre el cual me sostengo. Y noto que ya no estoy colgado, y que no me caigo, sino que me sostengo firmemente. Me pregunto cómo me sostengo, palpo mi cama, me vuelvo y veo que debajo de mí, justamente en medio de mi cuerpo, hay una correa, y que, al mirar arriba, quedo en un equilibrio perfecto sobre ella, y que sólo ella me sostiene. Y, como suele pasar en los sueños, el mecanismo gracias al cual me sostengo se me presenta con suma naturalidad, comprensible e indudable, a pesar de que para un hombre despierto este mecanismo no tiene el menor sentido. Incluso dormido me sorprendo de no haberlo comprendido antes. Sobre mi cabeza hay una columna cuya solidez no deja lugar a dudas, aunque esa columna no reposa sobre nada. Una cuerda cuelga de manera muy ingeniosa, aunque muy sencilla, desde la columna, y si la mitad del cuerpo descansa sobre esta cuerda, no es posible caer. Todo se volvió claro para mí, y yo estaba contento y en paz. Entonces fue como si alguien me dijera: «Atención, acuérdate». Y me desperté.