Cuántas veces envidié a los campesinos por su analfabetismo y su falta de instrucción. Ellos no veían nada falso en esos postulados de fe que para mí no eran más que claros disparates; podían admitirlos y creer en su verdad, la misma verdad en la que yo creía. Sólo que yo, infeliz de mí, veía claramente que la verdad estaba entretejida con hilos sutiles de mentira, y no podía aceptarla en esa forma.
Así viví unos tres años, y cuando, como un poseso, comencé a acercarme paulatinamente a la verdad, dirigido únicamente por el instinto hacia allí donde la luz me parecía más brillante, esas contradicciones me sorprendieron menos. Si no comprendía algo, me decía: «Es culpa mía, soy malo». Pero cuanto más profundizaba en esas verdades que estudiaba, más se convertían en el fundamento de mi vida, y las contradicciones se volvían más difíciles e inquietantes. La línea que separaba las cosas que no sabía cómo comprender de las cosas que podía comprender únicamente mintiéndome a mí mismo se volvió más nítida.
A pesar de estas dudas y estos sufrimientos, aún me aferraba a la ortodoxia. Pero surgieron cuestiones de la vida que era preciso resolver, y la solución que la Iglesia daba a ésta era contraria a la fe por la que yo vivía. Eso es lo que al final me llevó a renunciar definitivamente a la posibilidad de una relación con la ortodoxia. Esas cuestiones, ante todo, tenían que ver con la relación de la Iglesia ortodoxa con otras iglesias, con el catolicismo y los así llamados cismáticos. A consecuencia de mi interés por la fe, entré en contacto con fieles de diferentes religiones: católicos, protestantes, viejos creyentes, molokanes[7], etcétera. Y entre ellos conocí mucha gente de moral elevada y verdaderos creyentes. Deseaba ser hermano de esa gente. Pero ¿qué sucedió? La doctrina que me había prometido la unión de todos los hombres a través del amor en una única fe era la misma que, por boca de sus mejores representantes, me dijo que toda esa gente vivía en la mentira, que lo que les daba fuerza para vivir era una tentación del diablo, y que sólo nosotros estábamos en posesión de la única verdad posible. Y vi que los ortodoxos consideraban herejes a todos aquéllos que no profesaban su misma fe, así como los católicos y otros consideran herejes a los ortodoxos; vi que, aunque trataran de ocultarlo, los ortodoxos consideraban enemigos a todos los que no adoptaran los mismos símbolos externos y las mismas palabras que ellos. Y así debía ser porque, en primer lugar, afirmar de que tú vives en la mentira y yo en la verdad es lo más cruel que un hombre puede decirle a otro, y, en segundo lugar, porque un hombre que ama a sus hijos y a sus hermanos no puede considerar sino enemigos a aquéllos que quieren convertir a una fe errónea a sus hijos y a sus hermanos. Y esa hostilidad crece en proporción al conocimiento de la fe de cada uno. Incluso yo, que creía que la verdad residía en la unión en el amor, me vi en la obligación de reconocer que la doctrina de la fe estaba destruyendo lo que debería promover.
Esa ofensa era tan obvia para nosotros, hombres instruidos que habíamos vivido en países donde se profesan diferentes religiones y que habíamos observado la negación despreciable, presuntuosa, inquebrantable que un católico muestra hacia un ortodoxo y un protestante, un ortodoxo hacia un católico y un protestante, y un protestante hacia los otros dos; y también se tenía la misma actitud hacia los viejos creyentes, los pashkovtsi (evangelistas rusos), los shaker, y el resto de las religiones. Era tan obvio a primera vista que resultaba desconcertante. Me decía: «Es imposible que las cosas sean tan sencillas y la gente no vea, sin embargo, que si dos afirmaciones se niegan mutuamente es que ni la una ni la otra contienen la única verdad que la fe debería poseer». Hay algo más, debe de haber alguna explicación. Convencido de que la había, buscaba esa explicación y leía todo cuanto podía sobre el tema, y consultaba a quien podía. Pero la única explicación que hallaba era la misma según la cual los húsares de la Summa consideran que su regimiento es el primero del mundo mientras que los ulanos amarillos creen que ellos mismos son los mejores. Los sacerdotes de diferentes religiones y sus mejores representantes no me decían sino que creían estar en la verdad mientras que los otros estaban equivocados, y que todo cuanto podían hacer era rezar por ellos. Visité a archimandritas, obispos, monjes ancianos, ascetas, pero ninguno hizo el intento de explicarme esa situación, excepto un hombre, aunque de tal manera que ya no volví a preguntar a nadie más.
Le había dicho que la primera cuestión que se le presenta a un no creyente que se dirige a la fe (incluida toda nuestra joven generación) es: «¿Por qué la verdad no está en el luteranismo o en el catolicismo, sino en la ortodoxia?». Se les enseña en el liceo, porque no puede ignorarlo como un campesino, que el protestante y el católico afirman de igual manera la verdad única de su fe. Las pruebas históricas que cada una de esas religiones evoca para atribuirse la supremacía son insuficientes. «¿No es posible», pregunté yo, «que alcanzando un nivel más alto de entendimiento las diferencias desaparezcan, tal como ocurre con los verdaderos creyentes?». ¿No es posible ir más lejos por el camino que ya hemos hecho junto a los viejos creyentes? Ellos han afirmado que nuestro signo de la cruz, nuestro aleluya y nuestra forma de rodear el altar son diferentes. Nosotros contestamos: «Vosotros creéis en el credo de Nicea, en los siete sacramentos; nosotros también. Atengámonos a esto y, en cuanto a lo demás, haced lo que queráis». Nos hemos unido a ellos situando lo que es esencial en la fe por encima de lo que no tiene importancia. ¿No es posible decir a los católicos: «Creéis en esto y aquello, en lo que es importante; en cuanto al filioque[8] y al Papa, haced lo que queráis»? ¿No es posible decir lo mismo a los protestantes y unimos en lo que es más importante? Mi interlocutor estuvo de acuerdo con mi pensamiento, pero me dijo que tales concesiones suscitarían reproches contra el poder eclesiástico, al que se le acusaría de alejarse de la fe de nuestros antepasados, y eso produciría un cisma; y la vocación de las autoridades eclesiásticas consiste precisamente en velar por la pureza de la fe ortodoxa grecorrusa que les fue transmitida por sus antepasados.
Entonces lo comprendí todo. Yo buscaba la fe, la fuerza de la vida, mientras que ellos buscaban el mejor medio para cumplir con ciertas obligaciones humanas ante los hombres. Y al cumplir con esos asuntos humanos lo hacían a la manera de los hombres. Por mucho que hablaran de su compasión hacia sus hermanos extraviados y de las plegarias que rezaban por ellos ante el trono del Altísimo, los asuntos humanos sólo se llevan a cabo mediante la violencia; y la violencia siempre se ha empleado, se emplea ahora, y siempre será empleada. Si dos religiones creen que cada una de ellas está en la verdad y considera que la otra vive en la mentira, desearán atraer a sus hermanos hacia la verdad, predicándoles su doctrina. Y si se predica una doctrina falsa a los hijos inexpertos de la Iglesia que está en posesión de la verdad, esa Iglesia no podrá sino quemar libros y apartar a las personas que tientan a sus hijos. ¿Qué se debe hacer con un sectario, devorado por las llamas de una fe que la ortodoxia considera falsa, que tienta a los hijos de la Iglesia en lo más importante de la vida, la fe? ¿Qué hacer con él sino cortarle la cabeza o encerrarlo a cal y canto? En tiempos de Alekséi Mijaílovich[9] los quemaban en la hoguera, es decir, se les aplicaba la pena más severa; lo mismo pasa en nuestros días: se los confina en celdas individuales. Presté atención a lo que se hacía en nombre de la religión, y, horrorizado, renuncié casi por completo a la ortodoxia.
Otro aspecto que se debía tener en cuenta era la actitud de la Iglesia respecto a la cuestión de la vida a propósito de la guerra y las ejecuciones. En esa época Rusia estaba en guerra[10]. Y los rusos, en nombre del amor cristiano, se pusieron a matar a sus hermanos. Era imposible no pensar en ello, no ver que el asesinato es un mal contrario a los principios más elementales de cualquier religión. Sin embargo, en las iglesias, rezaban por el éxito de nuestras tropas y los maestros espirituales consideraban esos asesinatos como una derivación de la fe. Además, no sólo se cometieron asesinatos en la guerra: durante los disturbios que le sucedieron vi a miembros de la Iglesia, maestros, monjes y ascetas que aprobaban el asesinato de jóvenes extraviados, impotentes. Y presté atención a todo lo que hacían esas personas que se llamaban cristianos, y me quedé aterrorizado.