Al no encontrar una explicación en la ciencia, me puse a buscarla en la vida, esperando hallarla en las personas que me rodeaban. Y me puse a observar a esa gente, que era como yo, para ver cómo vivían y se enfrentaban a la pregunta que me había llevado a la desesperación.
Y he aquí lo que encontré en las personas cuyas circunstancias eran exactamente las mismas que las mías en cuanto a educación y modo de vida.
Descubrí que para la gente de mi clase social hay cuatro maneras de escapar a la terrible situación en la que todos nos hallamos.
La primera salida es la de la ignorancia. Consiste en no saber, en no comprender que la vida es un mal, un absurdo. Las personas que pertenecen a esta categoría —en su mayor parte mujeres, o bien hombres muy jóvenes o muy estúpidos— no han comprendido aún el problema de la vida que se le presentó a Schopenhauer, a Salomón, a Buda. No ven ni el dragón que les espera, ni los ratones que roen los arbustos que los sostienen, y no hacen otra cosa que lamer las gotas de miel. Pero lamen estas gotas de miel sólo por un tiempo: algo atraerá su atención hacia el dragón y los ratones, y sus lamidos cesarán. No tengo nada que aprender de esta gente, puesto que uno no puede dejar de saber lo que ya sabe.
La segunda salida es el epicureísmo. Consiste en aprovechar los bienes que se nos ofrecen pese a conocer la desesperanza de la vida, no mirar el dragón ni los ratones, sino lamer la miel de la mejor manera posible, especialmente si hay mucha sobre el arbusto. Salomón expresa así esta idea.
«Por tanto, celebro la alegría, pues no hay para el hombre nada mejor en esta vida que comer, beber y divertirse, pues sólo eso le queda de tanto afanarse en esta vida que Dios le ha dado…
»¡Anda, come tu pan con alegría! ¡Bebe tu vino con alegre corazón!… Goza de la vida con la mujer amada, todos los días de tu vida vanidosa, en todos tus días vanidosos, puesto que ésa es tu suerte en la vida y en el trabajo en el que te afanas debajo del sol… Y todo lo que te venga a la mano, hazlo con todo empeño, porque en el sepulcro adonde te diriges no hay trabajo, ni reflexiones, ni conocimiento ni sabiduría».
A esta segunda salida se atienen la mayoría de las personas de nuestra clase. Las condiciones en las que se encuentran hacen que tengan más cosas buenas que malas; su embotamiento moral les permite olvidar que las ventajas de su situación son accidentales, que no todos pueden tener mil mujeres y palacios como Salomón, que por cada hombre que tiene mil mujeres hay mil hombres sin mujer, y que por cada palacio hay mil hombres que lo construyen con el sudor de su frente, y que esa misma casualidad que hoy me ha hecho ser Salomón puede hacerme mañana esclavo de Salomón. La estupidez de la imaginación de estas personas les permite olvidar lo que no daba sosiego a Buda: la inevitabilidad de la enfermedad, de la vejez y de la muerte, que, si no hoy mañana, destruirán todos estos placeres. El hecho de que algunas de esas personas afirmen que la estupidez de pensamiento y de imaginación es filosofía positiva, a mi parecer, no los distingue de aquéllos que lamen la miel sin ver el problema. Yo no puedo imitar a esa gente, puesto que no tengo falta de imaginación y no puedo fingir que la tengo. No puedo, como cualquier hombre que vive auténticamente, apartar los ojos de los ratones y del dragón después de haberlos visto una vez.
La tercera salida es la de la fuerza y la energía. Consiste en destruir la vida después de comprender que ésta es un mal y una absurdidad. Sólo actúan así las escasas personas que son fuertes y consecuentes. Comprendiendo toda la estupidez de la broma que les han gastado y que el bien de los muertos es superior al bien de los vivos y que es mejor no existir, actúan y ponen fin de una vez por todas a esa estúpida broma, puesto que hay medios para hacerlo: una soga al cuello, agua, un cuchillo para clavárselo en el corazón, los trenes sobre las vías férreas. Cada vez es mayor el número de personas de nuestra clase que actúan así. Y lo hacen, sobre todo, en el mejor período de su vida, cuando las fuerzas del alma están en su apogeo y todavía son escasos los hábitos degradantes para la razón humana que han adquirido. Vi que ésta era la salida más digna y quería obrar de esta suerte.
La cuarta salida es la de la debilidad. Consiste en continuar arrastrando la vida, aun comprendiendo su mal y su absurdidad, sabiendo de antemano que nada puede resultar de ella. Las personas que pertenecen a esta categoría saben que la muerte es mejor que la vida, pero no tienen fuerzas para actuar razonablemente y poner fin cuanto antes a ese engaño matándose; en su lugar, parecen estar esperando que pase algo. Es la salida de la debilidad, puesto que si sé Lo que es mejor y está a mi alcance hacerlo, ¿por qué no abandonarme a ello?… Yo pertenecía a esa categoría.
Así, las personas de mi clase se evaden de esta terrible contradicción de cuatro maneras. Por mucho que hubiera ejercitado mis facultades mentales, no encontré nada más que esas cuatro salidas. Primera salida: no comprender que la vida es absurdidad, vanidad, mal, y que es mejor no vivir. No podía dejar de saber esto y, una vez descubierta la verdad, no podía cerrar los ojos. Segunda salida: aprovechar la vida tal como es sin pensar en el futuro. Y yo no podía hacer esto. Al igual que Sakyamuni, no podía encontrar placer en la vida sabiendo que existían la vejez, el sufrimiento y la muerte. Mi imaginación era demasiado fértil. Además, no podía alegrarme por esas ocasiones fugaces que momentáneamente traían placer a mi existencia. Tercera salida: tras comprender que la vida es un mal y una absurdidad, poner fin a la vida, matarse. Lo había comprendido, pero por alguna razón todavía no me había matado. Cuarta salida: vivir como Salomón y Schopenhauer habían descrito, esto es, continuar viviendo, lavándose, vistiéndose, comiendo, hablando e incluso escribiendo y publicando libros, aun sabiendo que la vida es una broma estúpida que alguien nos ha gastado. Esa posición era, para mí, repulsiva, tormentosa, pero seguía en esa situación.
Ahora veo que si no me maté fue debido a una conciencia vaga de que mis ideas eran equivocadas. Por muy convincente e indudable que me pareciera el desarrollo de mis pensamientos y el de los de algunos sabios que nos han llevado a admitir la absurdidad de la vida, una vaga duda persistía en mí acerca de la autenticidad del punto de partida de mi razonamiento.
Mi duda se expresaba así: yo, mi razón, había reconocido que la vida era irracional. Si no hay nada más elevado que la razón (y no lo hay, y nada puede probar que lo haya), entonces la razón es la creadora de vida para mí. Sin razón no habría vida para mí. Pero ¿cómo puede esa razón negar la vida cuando es ella la creadora de vida? O, visto de otra manera: si no hubiera vida, mi razón tampoco existiría; luego, la razón es hija de la vida. La vida lo es todo. La razón es fruto de la vida, y sin embargo reniega de ésta. Sentía que algo ahí no era del todo correcto.
«La vida es un mal absurdo; no cabe duda de eso», me decía yo. «Pero he vivido y todavía vivo; y toda la humanidad ha vivido y continúa viviendo. ¿Cómo es posible? ¿Por qué los hombres viven cuando podrían no vivir? ¿Acaso sólo Schopenhauer y yo éramos lo suficientemente inteligentes para comprender la absurdidad y el mal de la vida?».
El argumento sobre la vanidad de la vida no es tan difícil, e incluso las personas más sencillas lo han comprendido desde hace mucho tiempo; y con todo han vivido y siguen viviendo. ¿Cómo es que siguen viviendo y nunca se les ocurre dudar de la racionalidad de la existencia?
Mi conocimiento, confirmado por la sabiduría de los sabios, me ha rebelado que todo en el mundo, lo orgánico y lo inorgánico, está dispuesto de un modo extraordinariamente inteligente, y que sólo mi posición es estúpida. Pero esos imbéciles, esa enorme masa de gente sencilla, no saben nada sobre cómo está organizado lo orgánico y lo inorgánico en el mundo, y sin embargo viven, ¡y les parece incluso que su existencia está organizada de una manera muy racional!
Y se me ocurrió que debía de haber algo que todavía no supiera. Después de todo, la ignorancia actúa precisamente de esa forma. La ignorancia siempre dice lo que yo estoy diciendo. Cuando no sabe algo, dice que lo que ella ignora es estúpido. Lo cierto es que la humanidad entera ha vivido y vive como si comprendiera el sentido de la vida, puesto que sin comprender su sentido no podría vivir, pero yo digo que toda ella es un absurdo y que no debo vivir.
Nadie nos impide negar la vida, como ha hecho Schopenhauer. Así que mátate y no tendrás que volver a pensar en ello. Si no te gusta la vida, mátate. Si vives y no puedes comprender el sentido de la existencia, ponle fin, en lugar de dar vueltas contando y escribiendo que no la comprendes. Tienes una alegre compañía, todos se encuentran muy bien en ella y saben lo que hacen; si te aburres y la encuentras ofensiva, vete.
Los que estamos convencidos de la necesidad del suicidio y no nos decidimos a llevarlo a cabo, ¿qué somos, si no los hombres más débiles e inconsecuentes y, hablando con franqueza, los más estúpidos, que se enorgullecen de su estupidez como un niño lo haría de su juguete nuevo?
Después de todo, nuestra sabiduría, por muy irrefutable que sea, no nos ha dado a conocer el sentido de la vida. Mientras que los millones de personas que conforman la humanidad participan en la vida sin dudar de su sentido.
De hecho, desde tiempos remotos, cuando la vida de la que sé algo comenzó, han vivido personas que conocían los argumentos respecto a la vanidad de la vida, los argumentos que a mí me han revelado su absurdidad, y eso no les ha impedido vivir ni encontrar un sentido a la vida. En cuanto se manifestó la vida en los hombres, ellos comprendieron ese sentido, y han llevado la vida hasta mí. Todo lo que hay en mí y alrededor de mí es fruto de su conocimiento de la vida. Los mismos instrumentos de pensamiento con los que juzgo la vida y la condeno no han sido creados por mí, sino por ellos. Yo he nacido, he sido educado y he crecido gracias a ellos. Ellos fueron los que extrajeron el hierro, los que nos enseñaron a abatir los árboles, a domesticar las vacas, los caballos, los que nos enseñaron a sembrar, los que nos enseñaron a vivir juntos, los que organizaron nuestra vida. Me enseñaron a pensar y a hablar. Yo soy obra suya, nutrido, educado e instruido por ellos; pienso de acuerdo con sus ideas, con sus palabras, ¡y ahora les he demostrado que todo es un absurdo! «Hay algo que no es correcto», me decía. «En alguna parte me he equivocado». Pero no podía descubrir dónde estaba ese error.