«Pero ¿acaso hay algo que se me haya escapado, algo que no haya comprendido?», me preguntaba una y otra vez. «No es posible que este estado de desesperación sea común a todos los hombres». Y buscaba una explicación a esas cuestiones en todos los conocimientos adquiridos por los hombres. E investigué largo tiempo, concienzudamente. No lo hice con poco entusiasmo, por vana curiosidad; sino dolorosa, persistentemente, día y noche, como un hombre a punto de morir busca la salvación; y no encontré nada.
Busqué en las ciencias y no sólo no hallé nada, sino que me convencí de que todos lo que como yo habían buscado en la ciencia tampoco habían conseguido dar con nada. Y no sólo no habían encontrado nada, sino que reconocieron con claridad lo mismo que a mí me había llevado a la desesperación: que el único conocimiento absoluto accesible al hombre era la absurdidad de la vida.
Buscaba en todas partes. Y gracias a mi vida dedicada al estudio y a mis relaciones con el mundo de la ciencia estaba en contacto con sabios de las más variadas ramas del conocimiento. Y esos eruditos no se negaron a revelarme el fruto de su aprendizaje, y no sólo a través de sus libros, sino también por medio de conversaciones; así supe cómo la ciencia responde a la cuestión de la vida.
Durante mucho tiempo no pude creer que la ciencia no dieta más respuesta a la cuestión de la vida que la que efectivamente daba. Durante mucho tiempo, me pareció, considerando la importancia y la seriedad del tono con que la ciencia sostenía sus posiciones (que nada tenían que ver con los problemas de la vida humana), que había algo que no había comprendido. Durante mucho tiempo me sentí intimidado por la ciencia; pensaba que la falta de correspondencia entre las respuestas y las preguntas no era culpa de aquélla, sino que se debía a mi ignorancia. No era un asunto de broma para mí, o un pasatiempo; esa cuestión era toda mi vida, y yo, de grado o por fuerza, llegué al convencimiento de que mis preguntas eran las únicas legítimas, de que servían de base a todas las ramas del conocimiento y de que la culpa no era mía ni de mis preguntas, sino de la ciencia, si ésta tenía la pretensión de responder a tales cuestiones.
Mi pregunta, la que a los cincuenta años me condujo al borde del suicidio, era la más sencilla: reside en el alma de todo ser humano, desde el niño estúpido hasta el anciano más sabio, una pregunta sin la cual la vida es imposible, como yo mismo he experimentado. La pregunta es: «¿Qué resultará de lo que hoy haga? ¿De lo que haga mañana? ¿Qué resultará de toda mi vida?».
Expresada de otra forma, la pregunta sería la siguiente: «¿Para qué vivir, para qué desear, para qué hacer algo?». O formulada todavía de otro modo: «¿Hay algún sentido en mi vida que no será destruido por la inevitable muerte que me espera?».
Buscaba en el conocimiento humano una respuesta a esa pregunta, que era la misma diversamente formulada. Y encontré que con relación a ella la totalidad del conocimiento humano se divide, por así decirlo, en dos hemisferios, en cuyos extremos se encuentran dos polos: uno positivo y otro negativo; pero en ninguno de esos polos había respuestas a las cuestiones de la vida.
Toda una serie de ciencias parecen no admitirlas siquiera, pero en cambio responden con claridad y precisión a las preguntas que ellas mismas plantean: se trata de ciencias experimentales en cuyo punto extremo se hallan las matemáticas. Otra serie de ciencias admiten la cuestión, pero no la contestan: son una serie de ciencias especulativas en cuyo punto extremo se encuentra la metafísica.
Desde mi primera juventud me interesé por las ciencias especulativas, pero después me atrajeron también las matemáticas y las ciencias naturales, y hasta que no planteé mi cuestión claramente, hasta que esa cuestión no hubo crecido en mí con la insistente exigencia de ser resuelta, hasta ese momento me contentaba con las respuestas falsificadas que ofrece la ciencia en general.
O bien, en el campo experimental, me decía: «Todo se desarrolla y se diferencia, va hacia una mayor complejidad y se mueve hacia la perfección, y hay unas leyes que rigen ese proceso. Tú eres una parte del todo. Si comprendes el todo en la medida de lo posible y comprendes la ley de su evolución, sabrás cuál es tu lugar en ese todo y te conocerás a ti mismo». Por mucho que me avergüence confesarlo, hubo un tiempo en que parecía contentarme con eso. Era la época en que yo me desarrollaba, me volvía más complejo. Mis músculos crecían y se hacían más fuertes, mi memoria era más rica, mi capacidad de razonamiento y de comprensión aumentaba. Crecía y me desarrollaba, y al sentir ese crecimiento, me resultaba natural pensar que la perfectibilidad era la ley que gobernaba el universo y que en esa idea encontraría la respuesta a las cuestiones de mi vida. Pero llegó el momento en que mi crecimiento se detuvo; sentía que ya no me desarrollaba, sino que me encogía, se me debilitaban los músculos, se me caían los dientes, y me di cuenta de que esa ley no sólo no me explicaba nada, sino que nunca había habido ni podía haber una ley de ese tipo; que sólo había tomado por ley algo que había encontrado en mí mismo en un determinado período de mi vida. Cuando examiné la definición de esa ley con más rigor, comprendí con claridad que no podía haber una ley del desarrollo infinito; comprendí que no significaba nada decir: «En el espacio y el tiempo infinitos, todo se desarrolla, se perfecciona, se complica, se diferencia». Eran palabras desprovistas de sentido, puesto que en el infinito no hay complejidad o sencillez, antes o después, mejor o peor.
Lo más importante era que mi cuestión personal, la cuestión de qué soy yo con todos mis deseos, continuaba totalmente sin responder. Y comprendí que esas ciencias eran muy interesantes y atractivas, pero que su precisión y su claridad eran inversamente proporcionales a su aplicabilidad a las cuestiones de la vida cuanto menos aplicables son a las cuestiones de la vida, más precisas y claras son; cuanto más tratan de dar solución a las cuestiones de la vida, menos claras y atractivas se vuelven. Si nos volvemos hacia las disciplinas que intentan dar solución a las cuestiones de la vida —la fisiología, la psicología, la biología, la sociología—, encontramos una pobreza de pensamiento pasmosa, una falta de claridad enorme, una pretensión injustificada de resolver cuestiones para las cuales dichas ciencias son incompetentes, y contradicciones incesantes entre un pensador y otro, e incluso pensadores que se contradicen a sí mismos. Si nos volvemos hacia las disciplinas que no tratan de resolver las cuestiones de la vida, sino que dan respuesta a sus preguntas específicas, científicas, nos admiramos de la fuerza del intelecto humano, aun sabiendo por anticipado que no encontraremos respuesta a la cuestión de la vida. Esas ciencias la ignoran abiertamente. Dicen: «No podemos responderte quién eres ni por qué vives; no tenemos respuestas a esas preguntas, y no nos ocupamos de eso. Pero si necesitas conocer las leyes de la luz y de los compuestos químicos, las leyes del desarrollo de los organismos; si necesitas conocer las leyes de los cuerpos, su forma y la relación entre números y tamaños; si necesitas conocer las leyes de tu intelecto, para todo eso tenemos respuestas claras, precisas y categóricas».
En general, la relación de las ciencias experimentales con la cuestión de la vida se puede expresar así: Pregunta: ¿Por qué vivo? Respuesta: En el espacio infinitamente grande, en el tiempo infinitamente largo, partículas infinitesimales experimentan modificaciones en una complejidad infinita, y cuando hayas comprendido las leyes que gobiernan esas modificaciones, comprenderás por qué vives.
O bien, moviéndome en el terreno especulativo, me decía: «Toda la humanidad vive y se desarrolla sobre la base de los principios espirituales, de acuerdo con los ideales que la guían. Esos ideales se expresan en las religiones, en las ciencias, en las artes, en las formas de gobierno. Cuanto más elevados son esos ideales, más avanza la humanidad hacia la felicidad suprema. Yo soy una parte de la humanidad, y mi misión, por consiguiente, consiste en contribuir al conocimiento y a la realización de los ideales de la humanidad». Mientras persistió la debilidad de mi mente, me sentí satisfecho con eso; pero en cuanto la cuestión de la vida se alzó con claridad ante mí, toda esa teoría se derrumbó al instante. Sin hablar de esa imprecisión que resulta de la negligencia con que las ciencias de ese tipo hacen pasar unas conclusiones basadas en el estudio de una pequeña parte de la humanidad por conclusiones generales; sin hablar de las contradicciones internas entre los diversos partidarios de esa teoría respecto a lo que son los ideales de la humanidad; lo extraño (por no decir lo estúpido) de esa visión consiste en que para responder a la pregunta que todo hombre se plantea, «¿Qué soy? ¿Por qué vivo? ¿Qué debo hacer?», el hombre antes tiene que contestar a esta pregunta: «¿Qué es la vida de toda esa humanidad desconocida para él, de la cual sólo conozco una ínfima parte durante un período de tiempo minúsculo?». Para comprender qué es él, un hombre primero debe comprender el entero misterio de la humanidad, una humanidad compuesta de hombres como él, que no se comprenden a sí mismos.
Debo confesar que hubo un tiempo en que creía eso. Era el tiempo en que tenía mis ideales preferidos, que justificaban mis caprichos, y me esforzaba por inventar una teoría que me permitiera considerar estos últimos como una ley de la humanidad. Pero, desde el momento en que la cuestión de la vida emergió en mi alma con toda claridad, esa respuesta quedó reducida a polvo. Y comprendí que, lo mismo que entre las ciencias experimentales hay ciencias genuinamente científicas y semiciencias que intentan dar respuesta a preguntas que no les competen, también hay toda una serie de ciencias de lo más variadas que se afanan por responder a cuestiones que no les competen. Esas semiciencias —las ciencias jurídicas, sociales e históricas— intentan resolver las cuestiones del individuo dando la apariencia de responder, cada una a su manera, a la cuestión de la vida, que afecta a toda la humanidad.
Pero así como en el campo de las ciencias experimentales el hombre que se pregunta sinceramente cómo debe vivir no puede contentarse con la respuesta: «Estudia en el espacio infinito los cambios, infinitos en tiempo y en complejidad, de las partículas, ellas mismas infinitas, y entonces comprenderás tu vida», de la misma manera el hombre sincero no puede contentarse con la respuesta: «Estudia la vida de toda la humanidad, de la cual no podemos conocer el principio ni el fin, y de la que ni siquiera conocemos una pequeña parte, y entonces comprenderás tu vida». Lo mismo que las semiciencias experimentales, estas otras semiciencias, cuanto más se alejan de sus propósitos, más llenas están de imprecisiones, de puntos oscuros, de estupideces y de contradicciones. La tarea de la ciencia experimental es determinar la secuencia causal de los fenómenos materiales. Basta que una ciencia experimental introduzca la cuestión de la causa final para que caiga en el absurdo. La tarea de la ciencia especulativa es el conocimiento de la esencia no causal de la vida. Basta que introduzca el análisis de los fenómenos causales, como los fenómenos sociales, históricos, para que caiga en el absurdo.
La ciencia experimental, por lo tanto, sólo ofrece un conocimiento positivo y muestra la grandeza de la inteligencia humana cuando no incluye en su análisis las causas finales. Y viceversa, la ciencia especulativa sólo es ciencia y muestra la grandeza de la inteligencia humana cuando elimina totalmente las cuestiones de la secuencia de los fenómenos causales y considera al hombre únicamente en relación con la causa final. Así, en este campo de la ciencia, constituyendo el polo de este hemisferio, está la metafísica o la filosofía especulativa. Esta ciencia plantea claramente la cuestión: «¿Qué soy yo y qué es el universo? ¿Y por qué existo, y por qué existe todo el universo?». Y desde que esta ciencia existe, responde de la misma manera. Tanto si el filósofo llama a esa esencia de la vida que está en mí y en todo lo que existe «idea», «sustancia», «espíritu» o «voluntad», no dice más que una sola cosa, esto es, que esta esencia existe y que yo soy esa misma esencia, pero por qué existe él no lo sabe, y, si es un pensador riguroso, no lo responde. Y pregunto yo: «¿Por qué existe esa esencia y qué resultará del hecho de que ella es y será?». Y la filosofía no sólo no da una respuesta, sino que todo lo que puede hacer es esa pregunta. Y si es una verdadera filosofía, todo su trabajo consiste en plantear con claridad esta cuestión. Y si se aferra firmemente a su propósito, entonces sólo puede tener una respuesta a la pregunta de qué soy y qué es el universo: todo y nada. Y a la pregunta de por qué existe el mundo y por qué existo yo sólo puede responder: no lo sé.
Así que por más vueltas que me empeñase en darle a las respuestas especulativas de la filosofía, no obtendría nada parecido a una respuesta; no porque, como en el caso de las nítidas ciencias experimentales, la respuesta no esté relacionada con mi pregunta, sino porque, aunque todo el trabajo intelectual esté dirigido a mi pregunta, no habrá una respuesta. Y en lugar de una respuesta todo lo que se obtiene es la misma pregunta planteada de una forma mucho más compleja.